El AVE siempre llega a su hora (3 CÓRDOBA-CENTRAL)
La joven Inma viaja en el AVE camino de Málaga con varios hombres de su empresa para cerrar un acuerdo de negocios. Su novio le espera en su destino. Pero en el tren no estará tan tranquila como esperaba y a la pobre Inma le harán de todo y le pasará de todo mucho antes de llegar.
Como la tormenta perfecta, existe la zorra perfecta. Yo había estado a punto de convertirme en ella. Para el zorreo perfecto hace falta no sólo disposición, sino también apariencia y circunstancia. La predisposición ha de ser interior, nunca explicitada. La apariencia ha de ser virginal, casta. Hay que aparentar una cosa sabiendo que todos los hombres a tu alrededor quieren otra, lo que te va a permitir ejercer todo ese enorme poder. Y las circunstancias han de dejarte coquetear sin establecer más compromisos de los necesarios. Pero ese momento se había pasado, la magia del zorreo perfecto se había roto con la llamada de Pedro Lambert y ahora no quedaba nada. Ni en el contexto ni en mi cabeza
Pensé en quitarme aquellas medias de liguero. Me sentía un tanto frustrada y ahora, de repente, carecía de apetito alguno. Entonces sonó el móvil. Era Stanley.
Conocía aquellos momentos. Stanley me echaba de menos y quería hablar de nimiedades. Cuando ocurría eso era muy pesado pero es lo que tiene tener un novio a distancia. De repente, aunque no me importaba nada de lo que me decía mi novio, me dio mucha pena. Tenía tantas ganas de verme y se notaba que estaba tan excitado de pensar que en unas horas me tendría entre sus brazos… Se le notaba porque tartamudeaba un poco. Me apiadé de él y decidí que después de todo se lo merecía. Y decidí dejarme aquella sexy ropa interior. Busqué en la maleta y encontré un modelito de ropa interior en combinaba el rosa y el negro tanto en las braguitas como en el sujetador. El fabricante le había puesto de nombre Fifí, y sí, a lo mejor tenía un momento… Fifí... Me dejé la falda y busqué algo que combinase. Pero había una señora golpeando la puerta del lavabo y metiéndome prisa así que a lo mejor tampoco pude encontrar nada muy adecuado. Lo mejor para que combinase con el color de la falda, un jersey de angora sin mangas y que realzaba mis rotundas formas más de lo que resultaba recomendable. Me lo iba a quitar cuando volvieron a pegar en la puerta, me agobié de aquella pesada y dejé el lavabo tal cual, a pesar de que el escote en pico del suéter iba a resultar demasiado revelador para lo salidos que iban mis compañeros de viaje.
Mientras salía del baño ante la enfadada mirada de la mujer que se había dejado los nudillos con su impaciencia, me juré a mi misma que no pasaría nada con mis tres compañeros de viaje. Y sí, queridas, os puedo asegurar que fui fiel a mi palabra si bien no se puede decir lo mismo de la fidelidad a mi novio. Pero por eso estáis escuchando con tanto interés ¿no?
La primera engañosa alegría que me llevó a creer que mis tribulaciones en aquel viaje habían tocado a su fin me la dio mi Adonis de alta velocidad, que había estado atento y me esperaba en la plataforma, donde me ayudó acomodar la pesada maleta en su alto estante haciendo un alarde de sus músculos que hizo que se me acelerase la respiración. Vale, de acuerdo, me había comprometido a que no pasara nada en el tren, pero mi promesa se limitaba a mis tres compañeros de trabajo. Mis buenos propósitos no incluían al mazas de mi azafato favorito. Treinta segundos, un pequeño alarde atlético y ya volvía a estar en la onda de zorreo perfecto: disponible en el fondo pero distante en la apariencia, inocente en el discurso pero provocadora en las posturas.
Hablando en las posturas puse un codo en las maletas, apoyé la cabeza en mi puño cerrado y apunté con las caderas hacia el otro lado dibujando un ocho perfecto con mi cuerpo.
–Muchas gracias –y le dediqué una sonrisa bobalicona que podía haber derretido un iceberg pero que se contentaba con retener al fornido y guapo Damián.
Damián me contestó con una broma y parecía que iba a salirme con la mía cuando oí aquella irritante voz a mi espalda:
–Señorita, ¿su billete, por favor?
Era la arpía de las vías, claro. Sólo ella podía pedir el billete cuando nadie me lo había pedido en el AVE.
–Como entenderá, señorita, no lo tengo aquí –repliqué intentando evidenciar mi irritación.
–Pues deberá enseñármelo, de todos modos.
Miré a Damián. Esperaba que tomase la iniciativa ante aquella tipeja que había tomado conmigo desde que empezó el viaje. Pero plantarle cara a la gente no parecía el punto fuerte de aquel Rock Hudson de veloraíl. Finalmente me dirigí a mi puesto seguida por mi Bruja del Este particular. En la mi sitio me esperaban el León cobarde, el Espantapájaros y el Hombre de Hojalata, tan inútiles y babeantes como siempre.
Le pedí a Martín mi bolso. Busqué el billete. No estaba allí, no podía creerlo.
–No está, no lo entiendo... yo... yo...
–Señorita, lamento decírselo, pero tendrá que acompañarme.
En su voz se notaba que la muy puta no lo lamentaba para nada.
–Señorita, cualquiera que sea el problema yo... –alegó Diego, mi León cobarde, intentando incorporarse.
–Si precisamos de su ayuda, ya le avisaremos.
La mirada intimidatoria de la azafata le dejó helado. Yo cogí mi bolso y me dispuse a seguir a aquella mala pécora vengativa. Seguro que el billete me lo había robado ella mientras mis colegas me asaltaban en el baño. Si había un sobrecoste se lo pasaría a la empresa. Después de todo no podría ser tan malo.
Cruzamos varios vagones hasta que llegamos a un pequeño habitáculo. Un tipo con camisa blanca y corbata de uniforme de Renfe me miró con gesto cansado. Un bigotudo de mediana edad sin el menor interés. Me costaría comacero convencerle de mi buena fe. Me estiré el jersey de angora un poco hacia abajo haciendo el escote un poco más pronunciando y pensando que no estaba sola en aquel brete: después de todo tenía dos poderosas aliadas.
–La señorita ha subido sin billete. Cumpliendo el reglamento la he traído a su presencia, señor.
–Bien, Brígida, bien. Puede retirarse –sin mirarnos apenas, ocupado en su BlackBerry ¿Un whatsapp urgente, quizá? Finalmente levantó la vista hacia mí con estudiado desinterés.
–Pase por favor.
Entré en el angosto cubículo. El tipo se levantó y su hombro rozó el mío.
–Así que viajando sin billete… Vaya, vaya… –mientras farfullaba esto cerró las dos persianas enrollables. Ahora, nadie que pasara por el pasillo vería lo que ocurriría allí.
–Yo tenía el billete, de verdad. Pero no se trata de discutir sobre eso. Si tengo que pagar un recargo…
–Un recargo ¿dice? Ah, ya entiendo –contestó a mi espalda– se refiere usted al reglamento de Renfe. Están bien todas esas directrices… Pero… Yo tengo mis propias normas.
Y dicho y hecho se puso ante mí. De repente ya no llevaba la corbata azul al cuello, sino en la mano.
–Sus… sus… ¿propias normas? –llegué a balbucir. Había algo en sus ojos vacuos que me inquietaba.
Por mucho que sus ojos parecían inertes sus manos fueron muy rápidas. Visto y no visto dibujó una lazada con la corbata alrededor de mis muñecas y tiró de mis brazos hacia delante.
–Pero… pero ¿qué hace? ¿qué… qué se ha creído?
Era una pregunta estúpida. Estaba muy claro lo que estaba haciendo: me estaba atando a una abrazadera de aluminio.
–Te voy a enseñar a viajar sin billete, nena. De rodillas aquí –y me empujó suave pero firme hacia su asiento. Así quedé arrodillada en la silla, que era firme pero ligeramente giratoria y con las manos extendidas atadas. La corbata era suave, el nudo no apretaba. Hubiera podido librarme, pero algo en mi cerebro me impidió hacerlo. Y no era el dinero de la multa que, sin duda iba a ahorrarme. Era otra cosa. El tono de voz del revisor, firme pero neutro, su bigote, su vulgaridad distante que sin embargo desprendían una firmeza como pocas veces había sentido.
–No… no, no puede hacer esto.
–No creo que estés en posición, querida, de decirme lo que puedo o no puedo hacer.
Y no lo estaba, tenéis que creerme. Arrodillada sobre un silla y maniatada con una corbata. De repente le perdí de vista y… entonces:
–¡¡¡Pero, qué hace???
Pero no era una pregunta sino mi estupor verbalizado porque aunque no había podido verlo había sentido perfectamente: me había levantado la falda y me la había arremolinado en la cintura dejando mi culito al descubierto.
–¡Suélteme! ¡No tiene derecho!
Empecé a tironear torpemente a posta, porque en realidad no quería soltarme, sólo pretendía tener una excusa para mover mi culito de un lado a otro, con las piernas muy juntas, para provocar al revisor. Esperaba que me forzara, pero una vez más mis expectativas fallaron.
Es fascinante la capacidad humana para fracasar en los planes preconcebidos. Sin ir más lejos, mis propios planes. Pensé en ello cuando sentí la primera palmada en mi culito.
Y luego, otra, otra. Cachete, tras cachete, los golpes fueron cayendo en una improvisada sesión de spanking . No eran muy fuertes. El perverso revisor sabía lo que se hacía y, la verdad, chicas, me estaba poniendo muy, muy caliente.
–¿Ves? ¿Ves como había una alternativa a las sanciones? Después de esto no volverás a olvidarte el billete nunca.
No. Nunca iba a olvidar ese billete. Siguió golpeando. Plas, plas, plas. Un ritmo perfecto, espaciado. Ni demasiado blando, ni tan fuerte como para que me quedasen marcas. Nunca lo hubiera pensado, pero me estaba mojando tanto… tanto…
Entonces la portezuela se abrió. Pensé que eran Diego y sus compinches que venían a rescatarse, pero era un tipo bajito y desmadejado, también con uniforme. Pero llevado con un estilo más desaliñado.
Yo estaba perpleja. Pero él se había quedado patidifuso de verme así, atada, de rodillas sobre la mesa, con el culo al aire y el revisor dándome unos azotes que hacía que mis tetas temblasen a cada impacto.
–¡Joder tío! ¡Tenías razón! ¡Es algo digno de verse!
Pues no. No había sido un whatsapp de última hora. Debía haberse tratado un sms a su colega para que invitarle a un pica-pica donde yo era el plato principal.
–Señorita, tengo que presentarle a Fidel Magro, nuestro mecánico.
Vaya, como me había explicado Damián, algunos AVE tenían mecánico y … ¡qué suerte! A mí me había tocado uno.
Pensé que se sumaría a la azotaina. Pero no fue así. El mecánico tenía ideas propias. Me bajó las manos y me puso la cara a la altura de su paquete que se había disparado más que la dichosa prima de riesgo. Sin dudarlo el mecánico se bajó la cremallera y, bueno, la herramienta era corta pero de calibre notable.
–¿No pensarán…?
Pues sí. Me la acercó tanto a la boca, que aunque no lo explicitó estaba claro lo que estaba pensando.
–Nunca haré eso. Y menos con un desconocido.
–Con uno, no, querida. Con dos –y dicho y hecho el perverso revisor se puso al lado del mecánico, complacido con la idea de su compinche y en idéntica posición de firmes. Di gracias al cielo de que el AVE no tuviera piloto automático. Si no, en breves segundos tendría al maquinista con los pantalones bajados delante de mío. Pero estaba claro que los dos tipejos no esperaban a nadie y que yo ya no estaba en posición, y nunca mejor dicho, de decidir nada. Así que haciendo de tripas corazón dejé empecé a simultanear el repaso de los dos miembros. Uno y otro, uno y otro. Dando, eso sí, un poquito más de prioridad al diámetro del mecánico, tan ancho que casi no me cabía en mi boquita. ¿Qué si me daba asco? Seguro que en otras circunstancias lo hubiese hecho, pero las nalgadas me habían predispuesto a cualquier cosa. Estaba tan excitada por lo morboso e inesperado de la situación que cualquier autocontrol era cosa de la Inmaculada que hacía 15 minutos había salido del baño prometiéndose a sí misma que sus colegas del trabajo no la tocarían. Y en cierta manera, a pesar de estar tan, y tan caliente, lo había conseguido.
Fue él, quien, agradecido, fue a quitarme las gafas, que se habían desplazado a la punta de mi nariz, para que pudiera dedicarme a mis bucales tareas con más comodidad.
–Déjala, así parece que me la chupa una intelectual –le paró el interventor, sujetándole el brazo.
–¿Intelectual? ¿Con esa ropa interior de furcia? ¡Tú flipas, colega!
–¡Joder, que básico eres! –le replicó el retorcido revisor –. Mejor te callas.
La que era incapaz decir esta boca es mía era yo, que apenas podía tomar aire entre un miembro y el de su colega. Pero pronto me di cuenta de mi ventaja. Mordisqueé ligeramente el capullo del revisor y éste se corrió como una bestia, como si llevara años esperando mientras viajaba cruzando España a 300 kilómetros por hora. Buena parte del semen fue a parar a mi escote y mi jersey de angora. Porque no puedes tragar semen si ya tienes la boca ocupada con otra polla. Leyes de física básica. El maquinista de ver correrse a su colega también empezó a vaciarse. Me aparté. No pensaba dejar que se corriera en mi boca. Pero aunque tiré con fuerza y me zafé por fin de mi blanda ligadura, no pude evitar muchas salpicadura en mi cara, mi pelo, y, desde luego, mis gafas, en la punta de mi naricilla.
El mecánico estaba junto a la pared, como si Fidel Magro no pudiese creerse lo que le acababa de ocurrir. El interventor, más exhausto todavía, cayó sentado en el suelo, sin fuerza siquiera para guardarse su miembro, que empezaba a perder su anterior tersura.
Salté de la silla aprovechando mi agilidad de bailarina clásica. Me bajé la falda y salí de allí. En el primer lavabo que encontré me lavé como pude el pelo, la cara y el jersey, que había quedado arruinado. Salí pero sólo para recorrer de nuevo los vagones atiborrados de gente, que los jugadores de balonmano aprovecharan para meterme mano y que los hombre me lanzasen miradas que ni Superman con su visión de rayos X. Llegué a los estantes de mi plataforma y una vez más estaba bajando mi gigantesca maleta para volver a renovar mi vestuario. En aquel viaje me estaba cambiando más de ropa que Kate Perry en un concierto. Pero supongo que eso os dará igual. Os estaréis preguntando si me lo acabé montando con mis colegas del trabajo. O si los calenturientos empleados del AVE volvieron a por otra ración del plato que tanto les había satisfecho. Pero, ah, queridas amigas, para eso tendréis que servir otra ronda de chupitos.