El AVE siempre llega a su hora (2. ZARAGOZA)
La joven Inma viaja en el AVE camino de Málaga con varios hombres de su empresa para cerrar un acuerdo de negocios. Su novio le espera en su destino. Pero en el tren no estará tan tranquila como esperaba y a la pobre Inma le harán de todo y le pasará de todo mucho antes de llegar.
Por culpa de tener que tirar de mi pesada maleta llegué sin aliento a la puerta de mi vagón. La azafata era joven, delgadita, con el pelo recogido. Mona pero con ese rictus que tienen algunas en la boca que parecen eternamente disgustadas. No importan lo guapas que sean, parece avingradas para la eternidad.
–¿Puede ayudarme a subir esta maleta? Es que pesa mucho.
La azafata me lanzó una mirada de desaprobación clavada en mis tacones.
–No soy su esclava, señorita.
–Tranquila. Entiendo que esté malfollada. ¡Oh! ¿He dicho malfollada? Lo siento, querida. Iba a decir, ocupada, no sé en qué estaría pensando.
Estuve bien pero el sarcasmo no carga maletas. Tuve que hacerlo sola. Desde la plataforma un vejete no se perdía cómo se me movían los pechos al subir aquel maletón. Pero de echar una mano, ni media.
El tren estaba repleto de gente. Ya no había sitio para colocar la maleta. La tuve que dejar en la plataforma confiando en que nadie se la llevaría, no sin antes sacar un de manera rápida un par de piezas de ropa interior, que rápidamente introduje en mi bolso.
Cuando entré en el lavabo el tren ya se había puesto en marcha. A una mujer normal le habría costas minutos cambiarse de bragas. Pero yo había hecho ballet y había adquirido una flexibilidad que Stanley elogiaba cuando estábamos en la cama. Pero no sólo servía en la cama. Servía también, por ejemplo, si no querías estar con las bragas mojadas seis horas encerrada en un tren junto a tus compañeros de trabajo. Pensándolo bien, lo del ballet fue una pena. Me gustaba aquellos plies y reveles. Pero tuve que dejarlo cuando me empezaron a crecer los pechos. Ahora toda esa agilidad y control corporal sólo servían para ponerme unas braguitas negras en un baño público.
El viaje lo iba a compartir con tres hombres que llevaban meses tan centrados en su trabajo que no es que no hubiesen tenido tiempo para el sexo, es que casi no comían. Y no sólo Diego, el abogado, que me devoró con los ojos desde que entré por el pasillo, sino también Martín, nuestro informático estrella, un chico tan joven como yo; y Joan, el jefe de ventas y mi superior directo.
Pedro Lambert venía con nosotros pero viajaba en primera clase. Para eso era el director general. Se trataba de un hombre más mayor, extremadamente educado. Que si había una palabra sencilla para decir algo siempre utilizaba otra más compleja.
Mientras Lambert viajaba en primera, el resto íbamos a compartir un bloque de cuatro asientos con una mesa en el centro. Yo misma había reservado ese espacio por si nos hacía falta trabajar. Pero parecían más atentos a otras cosas que al trabajo. Más centrados en mí concretamente. Aquellos hombres, quizá por culpa de mi aspecto parecían más bien transfigurados. Nunca habían estado tan amables conmigo, ni tan sonrientes, ni tan caballerosos!
¡Qué solicitos para facilitarme pasar junto a la ventanilla! −aunque con esa excusa Diego, el abogado y el más descarado de ellos, no desaprovechó el momento para agarrarme por la cintura cuando yo casi pierdo el equilibrio− ¡Cómo me ayudaron a colocar mi maletín con el portátil en el alto portaequipajes! −aunque creo que fue Diego de nuevo el que se colocó detrás de mí y tuvo la misma habilidad para buscarle un hueco a mi equipaje como para restregar sus partes ampliamente dilatadas contra mis sorprendidas aunque firmes nalgas−. ¡Cómo no perdían de vista mi escote cuando volvió a sonar mi móvil y tuve que inclinarme sobre mi bolso para buscarlos una vez mas durante demasiado tiempo! ¿Por qué no seré más ordenada cuando me pongo ese tipo de ropa interior? Porque los tres no se perdían detalle de cómo mis pechos pugnaban con la gravedad y con mis sofisticados sostenes mientras yo buscaba el maldito telefonillo. Incluso Joan, mi jefe directo, del que he de decir en su defensa que en tres meses trabajando con él nunca se le había ido ni una mano ni una mirada.
Cuando ya tuve el móvil en la mano vi que era Stan, mi novio. En un ataque de recato, como si pudiera verme, junté las rodillas, ya que frente a mí lado se habían sentado Diego y mientras que Joan y al tímido informático, Martín, les había tocado enfrente, con las mejores vistas a mi canalillo. Con la mano libre mientras respondía me abroché los botones de la blusa, en un intento de recuperar a la casta Inma.
Así que allí estaba yo, vestida como una ejecutiva, en un compartimento de tren rodeada de tres directivos salidos, con ropa interior de zorra de lujo y sin haber echado un polvo en tres meses. Mi asiento parecía colocado justo encima de las bogas del vagón con lo que el traqueteo era especialmente intenso y una extraña sensación me recorría todo el cuerpo.
La conversación era banal, y yo me limitaba a sonreír como una boba y aguantar aquellos tipos. Cuando colgué. Diego propuso ir a la bar, apostando por que, aunque eran casi las cuatro de la tarde, ninguno de nosotros había comido. Cruzamos cuatro coches, atestados de gente. Uno en especial, con una especie de equipo de jugadores de balonmano que ocupaban el pasillo y que aprovecharon que yo iba la última para sobrepasarse aprovechando que yo cerraba la marcha. Noté en un par de pellizcos en mis nalgas que no tenían que haberse producido.
Diego propuso cuatro bocadillos calientes y pagar él. Mi relación con el abogado era un tanto ambibalente. De un lado, me ofendía su actitud. De otro, a veces no podía evitar sentirme halagada a mi pesar. Diego gustaba de reunirse con sus compinches del departametno jurídico detrás de la máquina de vending de la empresa. Yo prefería tomar mi café a la vuelta del pasillo sin que me vieran que bajar abajo con las otras secretarias. Eran muy interesantes aquellas conversaciones. Una par de veces le sorprendí refiriéndose a mí. Y su especialidad eran lo pareados estúpidos.
–Anoche vi una peli porno.
–¿Cuál? ¿La recomendada me hace una mamada? –replicó Diego provocando las risas del grupo.
La recomendada, así me llamaban en la oficina. Estuve a punto de plantarme en medio del grupo y cortarles el rollo. Pero al final me contuve.
En otra ocasión el bocazas de Diego les soltó a su grupo de apoyo o, debería decir, su grupo de soplapollas.
–El sueño de me vida es venir aquí y contaros una mañana: me tirado a la Tirado.
Risas de nuevo. El tipo era odioso. Pero se comportaba como un macho Alfa. Pagando los bocatas, las bebidas, asumiendo decisiones, explicando con tranquilidad como íbamos a a afrontar la reunión sin parecer dudar un momento. En el bar aquellas odiosos rimas resonaban en mi cabeza, como un recordatorio de que aquel tipejo me deseaba.
Seguro que Martín, el informático, mucho más guapo, o Joan, mi jefe, estaban en la misma situación. Pero no me costaba de una manera fehaciente, como con el cerdo de Diego.
A estas alturas os estáis preguntando si los pocos meses que llevaba en la oficina me dedicaba a zorrear en la oficina para prosperar en el escalafón. Pues a pesar de lo que podáis pensar por lo que os he contado, para nada. Mi objetivo hasta ese día era pasar desapercibida. Hasta esa jornada en el tren yo había dado que hablar pero por la mente calenturienta de los tíos de mi trabajo, no porque hubiera hecho nada reprobable.
Volvimos a nuestros sitios. Tuvimos que pasar, claro por entre los jugadores, con sus chándales y su cachondez, y más de uno aprovechó para rozarse más de lo necesario. Precisamente, lo que menos falta me hacía.
Diego me pidió unos datos y yo los busqué en mi móvil, dejando mi bolso sobre la mesa. Como con la gafas no veía muy bien tuve que acercarme mucho a Diego para enseñarselos. Mis pechos estaban rozándole. No parecía que le importara.
–Así, me gusta. Que sigan prestos a la labor.
Era Pedro Lambert. Había venido a saludarnos con su títpica actitud afable pero distante.
–Lo vamos a conseguir, Lambert, ya lo verá –aseguró Joan, el director de ventas, tan solícito como siempre.
–No lo dudo.
Me extrañó que Diego, tan echado para adelante permanecise callado. Hasta que noté su mano en mi rodilla. El muy tunante había aprovechado que todos miraban al director general para hacer su juego debajo de la mesa. Cuando empezó a subir por mi muslo le aparté la mano lo más delicadamente posible para que nadie lo notase. ¿Qué se había creído?
Don Pedro nos animó a todos y se fue tan discretamente como había llegado. Ya sin el director general yo decidí castigar al licencioso abogado. Me pegué a la ventanilla y crucé las piernas un momento. Los otros dos no pudieron verlo porque me tapaba la mesa. Pero Diego, que estaba al lado, pudo vislumbrar los dos segundos que me demoré a posta plara arreglarme la falda el tipo de medias que llevaba: lo que iba ver pero no podría catar.
Pensé en las diferentes maneras de torturar a Diego. No importaba lo que me hubiera esforzado en la empresa en disimular mis encantos. Desde hacía meses sabía que ponía a Diego más burro que la posibilidad de ganar una demanda. Y un montón de taxistas y los cuerpos de seguridad privados de la estación de Sants habían decidido que era más que digna de su atención. Después de todo los tres hombres que en aquel momento sólo estaban pensando en una cosa y desconocían el punto de humillación que había pasado hacía sólo una hora. Para ellos sólo seguía siendo la deseable, encantadora y encamable Innmaculada Tirado, la chica nueva en la oficina aquel invierno. Sentía que tenía una situación de fuerza y decidí, justo en ese momento, que iba a aprovecharme de ello.
Localicé al único azafato guapo. La segunda vez que pasó llamé su atención y conseguí que se detuviese a mi altura.
¿Puedo llamar desde aquí? –yo ya sabía la respuesta, pero quería que él me lo dijera. Es el destino de las mujeres guapas. Ya entonces sabía que si quieres conseguir a un hombre el camino más rápido es parecer no sólo una golfa en potencia sino, también, una boba en esencia.
–Puede, pero le agradeceríamos que lo hiciese desde la plataforma.
–Espere, le acompaño –y si al levantarme mis pechos rozaron por accidente la oreja de Diego, no, lo reconozco: no fue un accidente. Pasé entre él y la mesa para que Joan y Martín pudiesen ver mi culito perfectamente colocado en pompa y luego cuando me fui tras el Adonis del AVE, para que lo recordaran sin ningún problema, lo meneé con una cadencia de cadera que hasta ese día ni sabía que tenía.
Il bello se llamaba Damián y era de León. Yo le conté que tenía que llamar a mi novio. Pero tendría que ser muy tonto para no adivinar mis intenciones, sobre todo después de que por segunda vez que mi índice repasó de arriba a abajo su camisa. Él me explicó muchas cosas del AVE, de su personal: que eran el interventor, cuatro azafatas –entre ellas miss Vinagre– el camarero, el conductor y, a veces, un mecánico.
Por el rabillo del ojo, a través de la puerta corredera de cristal podía ver como Martín, el informático, alargaba el cuello para ver lo que yo estaba haciendo. Lo que pensaba hacer en el baño con mi nuevo mejor amigo no lo verían pero sería igual de efectivo que se lo imaginasen.
Pacientemente esperé a que Damián diera el primer paso. Un gesto suyo y de la plataforma pasaríamos a copular como animales en el cercano lavabo, que yo iba vigilando para ver cuando estaba libre. Subrepticiamente me había apropiado de uno de los condones que llevaba en el bolso y ahora estaba en el bolsillo de mi americana, junto con mi móvil. Lo tenía todo calculado.
Pero Damián no paraba de hablar. Me explicó las ventajas de este trayecto, que ahorraba tiempo no parando en Madrid a través de lo que denominaba un by pass . Explicaba que los AVE españoles tenían mucho más personal que los TGV franceses. Que teníamos los kilómetros de AVE más caros. Que teníamos el pueblo más pequeño con AVE, que se llamaba Tardienta. Vamos, que habíamos gastado en AVE lo que no teníamos. Cómo si me importara. Si el AVE servía para dar trabajo a tipos tan bien plantados como Damián yo ya daba por buenos mis impuestos. Y me hubiera gustado decirle que ya que se había gastado tanto ¿qué mejor que amortizarlo echando un polvo a 300 kilómetros por hora? Pero claro, una cosa es parecer un tanto procaz, algo que podemos hacer todas, y otra explicitarlo: algo que no debemos hacer ninguna por nada del mundo.
En esto pasó junto a nosotros una mujer de mediana edad y peinado anárquico con una de Coca–Cola en la mano. Detrás de ella la arpía del vinagre. La mujer trastabilló y antes de que pudiera darme cuenta se fue de bruces hacía mí y todo el contenido de la lata fue a parar a mi blusa rosa palo. La avinagrada azafata llegó hasta nosotros.
–Señora ¿está bien?
–Yo sí, pero mi blusa, no tanto.
–No hablaba con usted –replicó con su rictus de siempre en la boca.
Me sentí ofendida en extremo.
–¡Mala pécora! ¡La has derribado a posta!
–Eso no es verdad. Pero si lo fuera sería que… estoy malfollada ¿no?
La muy borde se estaba vengando de mis malos modos. Pero yo todavía tenía una oportunidad. Vi que el baño estaba libre.
–¿Damián, serías tan amable de acompañarme al baño para intentar limpiar mi blusa?
Damián abrió la boca para decir que sí pero una vez más aquella azafata que parecía haberse dejado la escoba en el andén de la estación de Barcelona, volvió a interferir:
–¡Lo siento, Damián! Pero nos reclaman en el coche 2. En preferente.
Damián intentó balbucear una excusa pero mi archienemiga se lo llevó arrastrando del brazo. Una vez que decidía ser mala el hombre que había escogido quedaría el último en el concurso de míster iniciativa.
Enrabiada fui hasta mi supermaleta, la tuve que bajar, arrastrarla hasta el baño y allí empezar a cambiarme. Ya me había desabrochado la camisa cuando la puerta se abrió y Diego, Martín y Joan entraron en tropel en el baño. Tanta maleta y tanto niño muerto y no había pensado en lo más obvio: echar el pestillo.
–Pero, pero… ¿qué hacéis?
–Ayudarte, eso, ayudarte –dudó Martín, el informático, mientras Diego, esta vez sí, se aseguraba de que la puerta quedaba cerrada y bien cerrada.
–¡Fuera de aquí! ¡Yo no he pedido ayuda! –repliqué indignada. Tanto que ni siquiera me esforcé en tapar mis sujetador en canasta que realzaba mis redondeces más de lo que hubiera sido deseable en un espacio tan pequeño.
–Pues esa simpática azafata nos ha dicho que usted requería nuestra ayuda –se defendió Joan con el aplomo de quien era mi jefe directo.
¡Esa maldita frígida! ¡Bien me estaba haciendo pagar mis anteriores desplantes! Me había dejado a la merced de aquella jauría de lobos en celo.
–¡Yo no he pedido ayuda a nadie! –insistí mientras esa marabunta de manos se abalanzaba sobre mi anatomía. Mientras Martín, para lo modosito que parecía, me despojaba de mi blusa, Diego se centraba en mis pechos masajeándolos como si le fuera la vida en ello.
Intenté explicarle que lo que estaba sucio era mi blusa y que no tenía que frotarme los pechos de aquella manera. Y menos lamerlos con aquella fruición, con una lengua que frisaba por colarse entre mi piel y las blondas de mi sostén para calmar mis pezones, que de repente estaban tensos, doloridos, como queriendo salirse no sólo de las cazoletas, sino de los pechos mismos.
–No, no, no –murmuraba yo cada vez más débilmente.
Pero si lo de Diego era injustificable por delante, lo que estaba haciendo Joan a mi espalda no tenía excusa ninguna. Se había puesto detrás y pese a ser mi jefe directo no parecía muy preocupado por las consecuencias de las leyes contra el acoso sexual: aquello que notaba en mi trasero no podía ser una estilográfica. Pero lo peor no era eso sino que sus manos se habían hundido en mi falda, habían subido por mis muslos y estaba haciendo parada y fonda en mis braguitas, que habían durado menos secas que un paraguas en la primavera londinense.
–He encontrado una blusa que te iría bien –intercedió Martín.
Creí que tendría una tregua, pero no fue así. El informático atacaba por el flanco. Se puso junto a mi hombro y empezó a morderme la oreja. ¡La oreja! ¡Justo mi punto débil! Si había tenido alguna oportunidad de resistirme allí fueron a morir, junto a mi lóbulo derecho y entre los dientes del joven Martín.
Con lo sincronizados que estaban Martín en mi oreja y el jefe de ventas en mi más íntimos lugares, traspasando mis braguitas sin peaje alguno, deberían formar un grupo de claqué. Cuando me corrí en un orgasmo largo y sonoro, el vanidoso de Diego pensó que había sido por su esfuerzo bucal en mi delantera, pero no. Una vez más los departamentos de informática y de ventas le habían hecho todo el trabajo.
–¡Estación Zaragoza–Delicias! –se oyó por megafonía.
–Para delicias éstas –bromeó Diego con su sentido del humor característico. Y volvió a lamerme las peras como si le quedase un día de vida.
Conseguido el precalentamiento con nota, el odioso abogado se llevó la mano a la cremallera de la bragueta para pasar a mayores cuando sonó un móvil. Era un tono que conocía: el del teléfono de Joan, mi jefe.
–¡No lo cojas! –ordenó Diego al mismo tiempo que preso de furia prendía mi sujetador por entre las dos copas y lo partía por delante, con lo que mis pechos botaron, como agradecidos, por haber sido liberados de aquella prisión.
El teléfono volvió a sonar, haciendo lo que parecía imposible: contener nuestra lujuria en su insistencia. El tren se paró, como nosotros.
–¿Sí? –preguntó Joan, pegando el telefonillo a su oreja.
Todos nos quedamos callados, mientras él jefe de marketing escuchaba lo que le decían al otro lado de la línea. Sólo se oían nuestras respiraciones, jadeantes, ansiosas de volver a lo que estábamos haciendo, incluso la mía, por mucho que yo les hubiera dicho.
Joan colgó:
–Lambert tiene una duda. Y la quiere resolver ahora.
–Ve tú, yo estoy ocupado –replicó Diego con sus manos abiertas apunto de abalanzarse sobre mi delantera como si fuera la tierra prometida.
Joan tragó saliva, dudó un momento:
–Es una duda legal, Diego. Te reclama a ti. Y se queja de que no le estabas cogiendo el móvil.
–¡Joder! ¡Vaya mierda! –cerró los dedos en un gesto de frustración. Se dio la vuelta y se fue por la puerta lamentando su mala suerte–: ¡No sé cómo es posible que sea yo el que me quede así!
Su salida fue como una bajada de tensión repentina. De repente, aunque la enorme maleta seguía allí era como si hubiera mucho más espacio. Mi jefe y Martín se miraron y era difícil saber quién de los dos se sentía más incómodo o cuál de los dos estaba más empalmado. Pero por muy duro que fuera lo que se sintiesen entre sus piernas ya estaba claro que sin Diego, ninguno de los dos era capaz de hacer nada. Tal vez por separado, con una mujer como yo en top less se hubieran vuelto locos. Pero a la vez, no. Cada uno se cortaba por la presencia del otro. No importaba lo cachondos que estuvieran. Cuando se volvieron a mirar el uno al otro ya estaba claro que no importaba lo mojada que yo estuviera.
El tren volvió a arrancar. Los dos hombres salieron golpeándose torpemente hombro con hombro, como si cada uno quisiera ser el primero en cruzar la puerta. Hasta me pareció que Joan murmuraba una disculpa. Miré a mi alrededor, un sujetador roto, otras braguitas empapadas y otra vez tenía que cambiarme. No tardaría mucho. De nuevo, me alegré de haber hecho ballet de pequeña.