El AVE siempre llega a su hora (1 BARCELONA–SANTS)

La joven Inma viaja en el AVE camino de Málaga con varios hombres de su empresa para cerrar un acuerdo de negocios. Su novio le espera en su destino. Pero en el tren no estará tan tranquila como esperaba y a la pobre Inma le harán de todo y le pasará de todo mucho antes de llegar.

EL AVE siempre llega a la hora, o al menos eso pensaba yo y eso era siempre lo que me decía mi madre. Con esa idea iba a subir al tren para hacer la ruta Barcelona–Málaga, casi seis horas, el trayecto de AVE más largo de España. Pero nada de eso me importaba entonces. Sólo quería quedar bien en un trabajo en el que llevaba seis meses y donde me llamaban “la recomendada”. Y tenían razón. Desde que le dije a mamá que no quería estudiar ella hizo lo posible porque tuviera un futuro. Y de su época en el cuerpo diplomático le quedaba algún contacto. Así que acabé entrando de asistente personal en una empresa de servicios informáticos. Íbamos a ir a Málaga a vender programas de SAP para una compañía hotelera. Era un contrato importante, la empresa se jugaba mucho y yo, con mi primer empleo, también.

La verdad es que estaba contenta. Mi novio, Stanley, estaba en Málaga siguiendo sus estudios hispanistas. Así que viajar allí me permitía pasar un par de días con él. Llegábamos casi a las diez de la noche y ya había quedado con él en el hotel donde esperaba una compensación a lo necesitada que iba yo con aquella relación a distancia. Había aceptado ser la novia de Stanley al comprobar que mi joven inglés era un el amante más incansable que había tenido nunca, Pero por aquel entonces sólo había tenido dos, así que…

En Barcelona me sentía más feliz que cuando vivía en Canarias. Después de haberme presentado a Mis Tenerife y haber quedado tercera me desilusioné mucho. No solo porque pensaba que la ganadora era más fea que yo sino porque estaba convencida que me habían rechazado por racismo, por ser medio china. Mi madre volvió de sus servicios en la embajada de Pekín embarazada de mí. Nunca me ha explicado nada pero mis rasgo asiáticos son obvios. Como me dice Stanley: “has heredado los ojos de tu padre y las tetas de tu madre”. No me enfado porque soy consciente que desde que me conoció en primer bar que entré en Barcelona primero me miró las tetas y luego a los ojos. Podía haber sido de otra manera, pero ese día me hizo gracia.

En el trabajo solía camuflar mis rotundas formas en aburridos trajes chaquetas que llamaran lo mínimo la atención, porque, si no, no hay quien trabaje y menos en aquella empresa, llena de tipos más que salidos.

Nuestra compañía, de la que omitiré el nombre porque todo lo que voy a contaros es estrictamente verídico, iba a cerrar un acuerdo histórico. Para eso viajábamos a Málaga: y otros cuatro miembros del equipo: el jefe de ventas, el responsable jurídico, el informático y uno de los socios fundadores de la sociedad, el señor Pedro Lambert, medio francés, medio suizo y medio español. Un hombre de edad madura, extremadamente serio, al que todo respetaban y que ponía una distancia entre él y los demás de medio kilómetro, por lo menos.

Ese día llevaba el pelo recogido, por lo dicho anteriormente, no era cuestión de ir provocando al personal y yo a esa edad no sabía muchas cosas, pero algunas sí, como por ejemplo que el pelo largo es una de las cosas que vuelven locos a los hombres. Y pasaba por una de esas fases de intolerancia a las lentes de contacto que me hacían llevar gafas: tenía unas de pasta negra, cuadradas, para que con la rigidez de su diseño endurecieran mis ojos almendrados. Mis ojos, después de todo, no eran uno de mis encantos sino sobre todo mis labios, un tanto regordetes y en una boca, que como veis está en las antípodas de las que los cirujanos de turno hacen como churros sobre el modelo de la de Julia Roberts. Mi novio Stanley decía que yo en aquella época era un imán para los hombres, pero bueno, más o menos como ahora. Sólo que vestía como una ejecutiva, ese día con una blusa rosa palo, eso sí abrochada hasta el último botón, y una chaqueta negra. La faldilla, burdeos, era estrecha por arriba pero a partir de medio muslo se plisaba y moría por debajo de la rodilla dándose un elegante vuelo.

Había añadido dos toques y medio de provocación. Bueno, el primero eran unos zapatos de tacón muy altos, cosa que yo no acostumbraba a llevar a la oficina. Pero era un sorpresa para mi novio. Como la número dos: unas medias negras con liguero y sujetaligas, que me había puesto de manera excepcional y con el mismo motivo. ¿Y el medio? El medio era medio porque evidentemente no estaban nada a la vista y era un muy sexy conjuntito de ropa interior, negro con punteados marfil. El problema es que con las prisas de preparar toda la documentación y los dosieres que sobrecargaban mi maleta para la reunión casi no había tenido tiempo de comprarlo y lo había hecho deprisa y corriendo. Las braguitas a pesar de ser casi tipo short, se me ceñían tanto que las sentía clavándose todo el rato entre mis nalgas, lo que unido a los tacones, a los que tampoco estaba nada acostumbrada, me hacía caminar con una cadencia de caderas un tanto forzada. Pero por compensar a mi novio por nuestra separación, valía la pena.

Todo había sido pensando en mi novio, y en darle una sorpresa cuando después de siete horas me hiciera suya en la habitación del hotel. Como ayudante personal yo había contratado las habitaciones y me había asegurado de que la mía tuviese una cama de matrimonio king size .

Y si mis pícaras braguitas eran un problema, qué decir del sujetador que directamente no me hubiese comprado de haber tenido tiempo de probármelo. A pesar de ser sedoso y transparente, me apretaba tanto los pechos que me hacía daño, y aunque conseguía perfectamente el efecto “pechos juntos” que sabía que volvería turulato a mi novio, lo cierto es que todavía estaba en el taxi camino de la estación, cuando la presión que ejercía era tanta que ya sentía doloridos mis sensibles pechos. Y lo peor no era eso, sino el efecto realzante que conseguía de mi delantera, ya firme y prominente de natural por mi herencia genética vía materna. Pero por culpa de aquel sostén diabólico parecía que tenía dos tallas más. De manera que cuando me vi en el espejo justo antes de salir vi una camisa a punto de estallar, y un chaqueta que algo disimulaba, pero que casi no había podido abrocharme. Si hubiera tenido tiempo me hubiera cambiado. Pero en ese momento sonó el timbre y por el telefonillo me informaron de que el taxi estaba abajo.

Durante el trayecto pillé al taxista que me llevaba a la estación cambiando la posición del retrovisor para mirarme las piernas y quizá algo más. Pero parecía un viejecito tan amable que no le di más importancia. Cuando llegamos, el muy ladino había bajado para abrirme la portezuela, con la intención de verme las piernas y quizá comprobar in situ si tal como a lo mejor le había podido parecer al subir, y antes de acomodar correctamente mi falda, llevaba medias y no pantys.  Me presté a estar atenta a mi falda para que no viese más de lo preciso pero no había puesto un pie en tierra frente al solícito taxista cuando sonó mi móvil. Tardé una eternidad en encontrarlo en el fondo de mi bolso, y al responder me di cuenta de que era el pesado de Diego, el responsable de departamento legal, que reclamaba mi presencia en el andén y preguntaba dónde estaba. Pero por culpa de esa llamada estúpida, no sólo había tenido mis manos ocupadas para impedir que la faldilla se subiese más de lo deseable, mostrando el final de mis medias y el principio de mi muslos morenos, sino que mientras me libraba del abogado de la empresa había permanecido casi un minuto prácticamente abierta de piernas, con uno de mis altos zapatos de tacón arriba, en el taxi y el otro, abajo, en el suelo, con lo que a lo mejor el profesional del volante pudo vislumbrar desprevenidas un relámpago de mis sofisticadas braguitas.

Ello me azoró aunque no lo hubiera hecho de saber lo que me esperaba segundos después de bajar del taxi y bajarme también la falda. Fue por poco tiempo y quizá culpa mía. Estaba tan deseosa de recuperar mi maleta y llegar al andén donde Diego y los otros me habían dicho que me esperaban que me coloqué inopinadamente cerca del maletero del taxi, casi pegando. Esto fue aprovechado por el avispado vejete para, al mismo tiempo que levantaba el capó del portamaletas, pinzar con una sorprendente habilidad el borde de mi falda, de manera que al tirar para arriba subió el capó pero también mi falda, y esta vez no sólo hasta la rodilla sino mucho más allá. En dos segundos la faldilla había quedado enrollada en mi cintura. No podía creerlo. Allí, delante de todo el mundo. Yo estaba corridísima de vergüenza, mientras el hipócrita del taxista se deshacía en excusas y un par de buenas esposas se llevaban a sus maridos a rastras hacia dentro de la estación porque ellos se habían quedado embobados con los ojos clavados en mis muslos dorados, mis prietas nalgas y lo demás. Yo sólo quería bajarme la falda, pero de puro nervio no podía ante la rotundidad de mis caderas y apenas atiné a tapar mi triángulo más prohibido, a expensas eso sí de dejar más expuesto si cabe mi rotundo trasero. Pero fue por poco tiempo, porque el taxista con la excusa de auxiliarme y taparme se puso detrás de mí, en teoría a intentar ayudarme a bajar la maldita faldilla, una tarea para la que se dio una poca pericia extraordinaria y se limitaba a farfullar:

−No sé qué pasa, señorita, que no baja.

De hecho parecía más bien que mientras yo tiraba de la tela hacia abajo él hacía todo lo posible por mantenerla en esta anormal posición, eso sí, consiguiendo como fruto de sus denodados esfuerzos para mi sorpresa sobarme los muslos y el culo a placer.

Tonta de mí, pensé que la situación cambiaría cuando tres colegas de la cola de taxis de la parada, que no se habían perdido detalle de lo que estaba pasando, acudieron a darle apoyo. Pero fue peor. Porque en cuanto me rodeó aquella turba de rufianes desaparecí de la vista del público y quedé a merced de aquella vorágine de manos que se dedicaron a tocarme por todos los lados, y no sólo mi culo, que atraía la mayoría de los ataques, sino que algún osado conductor no sólo tentó mis tetas por debajo de la camisa sino que aprovechó el forcejeo para colarse, saltando los tensos botones de mi blusa para magrear mis sensibles senos sin ningún decoro.

Cuando conseguí bajarme la falda, recuperar mi pesada trolley y librarme de aquellos sobones y salidos mi imagen distaba mucho de la atildada asistente a la que estaban acostumbrados en mi empresa.. Después del tour de force , el pelo recogido parecía a punto de soltarse. Yo misma daba una imagen azorada y ruborizada después de la experiencia, con aquel movimiento de caderas  absolutamente ajeno a mí a causa de mis tacones y de la ropa interior, el abrigo en un brazo y, lo peor, no me había dado cuenta de que un par de botones de mi blusa se habían soltado por culpa de aquellos brutos y mis pechos aparecían prietos, escotadísimos, con los pezones absolutamente disparados a través de la finísima tela de la blusa.

Siempre me he preguntado si fue por esta imagen de pendón que llamé la atención de los guardias jurados del control de seguridad. Cuando estaba recogiendo mi pesada maleta después de que pasase los rayos X, cuando vi que los dos seguratas me estaban mirando y no precisamente a los ojos.

–Señorita, tendrá que acompañarnos.

–Pero… pero…

–Por favor, no entorpezca el paso.

Me resigné y fui tras ellos tirando de la pesada maleta y maldiciendo que me hubieran obligado a mí, precisamente a mí, que cargara con toda la documentación necesaria en la reunión prevista en Málaga.

Cerraron la puerta de un cuartito con una mesa y unas sillas. Consulté mi reloj: quedaban sólo doce minutos para que saliese el tren. Los tipos me lanzaban miradas socarronas.

–¿Su nombre? –preguntaron mientras ojeaban mi DNI y mi billete.

–Inma. Inmaculada Tirado.

–¿Edad?

–19 años. ¿Y se puede saber qué pasa?

–Últimamente las mafias utilizan modelos para pasar grandes cantidades de droga.

–Yo no soy modelo.

–No lo parece –replicó el más mayor de ellos, un calvo con perilla. A pesar de los histérica que estaba por el retraso la duda me halagó.

–Hagan lo que tengan que hacer. No quiero perder el tren.

–Pues no podrá ser. Tendrá que esperar a una agente femenina para que la cacheé.

–¡No puedo esperar! ¡Estoy a punto de perder el tren!

–No podemos cachearla si no nos los pide –contestó el más joven–. Sería un abuso de autoridad.

Pensé en los taxistas. Total ya me habían dado un buen repaso delante de la cola de pasajeros.

–¡Vale! ¡Cachéenme! ¡Acabemos con esto!

El joven bordeó la mesa para acercarse hasta mí. Pero el calvorota le paró poniéndole la mano sobre el hombro.

–Antes, que firme esto. Para exonerarnos de cualquier responsabilidad –y deslizó un papel  y una pluma sobre la mesa.

–¡No puedo creerlo! –hice un garabato donde indicaba– ¡Voy a tener que suplicarlo!

El calvo no se había guardado el papel en la guerrera y el joven ya tenía sus manos en mis pechos. Aunque tenía un punto de humillación me sentí aliviada. Por un momento había temido que aquello me estuviera pasando porque era medio asiática. Por suerte parecía que sólo estaba sufriendo aquel magreo porque estaba buena.

Pronto sentí las manos del calvo en subiendo mi falda y recorriendo mis piernas, escalando hacia arriba, no contentándose con repasarme las caderas, sino llegando mucho más allá y con una habilidad de la que, sin duda, habían carecido aquellos rudos taxistas, cuyo recuerdo todavía tenía fresco mi culito. Las fuerzas del orden sí que sabían de dar un repaso. Su manos supieron exactamente donde colocarse: una por delante y otra por detrás. En breves segundos me arrancó un orgasmo que me hizo gritar de placer. Al sentirme satisfecha, me zafé de los dos con un giro de cintura y cogí mi maleta. El segurata joven rezongó:

–No irás a dejarnos así…

–No pensarás que iré a perder el tren –le constesté.

Cogí mi maleta y me fui. Parecía que el más joven y fogoso iba a seguirme, pero el veterano le volvió a poner la mano sobre el hombro y le dijo, de la manera más serena:

–Tranquilo, chaval. Ya has tenido mucho más de lo que mereces. Si fuerzas algo, lo cagarás. Y además … –y le indicó con la cabeza a un ángulo del techo sin acabar la frase.

Miré hacia allí. Había una cámara de seguridad. ¡Cómo podía haber sido tan tonta? Ahora aquellos soldaditos de pega podrían solazarse con mis curvas siempre que quisieran. ¡Mientras no lo colgaran en YouTube! Pero no había tiempo, si tardaba un minuto más perdería el tren.

Cuando llegué al andén del tren hice ver que no me daba cuenta de la cara de embobados de Diego, el jefe legal y al resto de mis compañeros, a través de la ventanilla cuando pasé delante de ellos mientras yo le superaba y me dirigía a la puerta del vagón tirando de mi maleta trolley . No me extrañaba. Después de las clases de magreo que me habían dado, del estado en que había quedado mi blusa desabotonada, ofreciendo mis pechos apretados y en almoneda y lo descolocado que había quedado mi sujetador no era para menos: esperaban a la eficiente asistente personal y se habían encontrado a la perfecta cachonda.