El autobusero
Cómo me estrené el día de mi cumpleaños con un conductor de autobús
Cuando yo era niño vivía en las afueras de mi ciudad.
Los autobuses que llegaban a mi barrio eran bastante más antiguos y estaban mucho más usados que los municipales, y eso se notaba en las capas y capas de pintura verde que se notaban a la perfección entre los desconchones que jalonaban sin pudor las esquinas. El piso era de madera, de listones atornillados a Dios sabe qué, y recuerdo perfectamente algunos autobuses que tenían agujeros del tamaño de un puño en el suelo, a través de los cuales se veía perfectamente el asfalto. Al moverse el autobús y adquirir velocidad, el efecto era el de un río gris oscuro que se deslizaba a velocidad frenética, y que ejercía un cierto poder hipnótico sobre mi.
Uno de estos autobuses perdió una rueda en una de las bajadas pronunciadas que marcaban el recorrido entre la ciudad y el barrio. Una vecina de mi madre lo contaba después despavorida. En una curva la rueda salió disparada y el autobús se inclinó sobre el lado que había perdido dicha rueda, y comenzó a emitir el chillido metálico que os podéis imaginar, con todo el eje a la vista rozando contra el suelo, y con sus pasajeros vete tú a saber, tirados por el suelo o agarrados a alguna de las barras en el mejor de los casos.
Para llegar al final de su trayecto, la plaza en la que en tiempos daba la vuelta un tranvía, el autobús tenía que alcanzar el final de un repecho en el que había un semáforo, porque la plaza distribuía el tráfico de cuatro calles que se cruzaban en ángulo recto. El repecho marcaba el límite de lo que antiguamente había sido un arroyo, y que ahora mostraba únicamente tuberías tanto de acometida como de recogida de aguas para los nuevos barrios que surgían en los alrededores de la gran ciudad. Era un tramo terrible para cualquier vehículo, no digamos ya para un autobús cargado de viajeros deseando llegar a su destino y más viejo que el canalillo, al que lo peor que le podía pasar era que el semáforo de lo alto se pusiera en rojo, porque entonces al conductor le tocaba parar, pisar el freno permanentemente, tirar del freno de mano con todas sus fuerzas, y aun así estar vigilante de que todo ese armatoste no se fuera para atrás engullendo al coche, que imprudentemente, se podía haber pegado a su espalda.
Aquel día que tampoco se me olvida, el día de mi dieciséis cumpleaños, yo, y el conductor éramos los únicos pasajeros de ese autobús desvencijado y el semáforo tuvo a bien ponerse en rojo. El conductor maldijo la puñetera luz roja y pisó con fuerza el freno para evitar que el autobús rodase cuesta abajo hasta el arroyo. Con un movimiento perfectamente sincronizado, pero que requería muchísima fuerza, puso punto muerto en la caja de cambios y tiró con todas sus fuerzas del freno de mano. En aquellos autobuses el motor estaba en la parte delantera, oculto bajo una tapa con forma de quesera que sobresalía del lado derecho del conductor, y la palanca de la caja de cambios era una barra que salía de la parte trasera de esa quesera y que estaba rematada por una bola negra. La barra estaba tan pintada y desconchada como el resto de la carrocería y partes del interior del vehículo. Algunos de ellos tenían una tapa de escai sobre la tapa del motor, algo así como los tapetes que mi madre ponía encima de las mesas y de las cómodas para que se viera la madera de la peor calidad que había debajo. O eso me imaginaba yo.
Aquel día era mi cumpleaños. Volvía de estar con unos compañeros del colegio jugando al fútbol en el patio. La competición de todos los sábados. Un día como otro cualquiera, pero yo sabía que estaba cambiando y que estaba pasando una frontera. El conductor de aquel autobús era un tipo rudo, agitanado, musculoso, con la cara redonda y el pelo ensortijado. Vestía una camiseta que le ajustaba los brazos que parecía que fueran a estallar, y unos vaqueros ya gastados pero que al igual que los brazos resaltaban las curvas de unas piernas anchas y fuertes. No se me olvidará mientras viva, el espejo retrovisor interior, el que usaban los conductores para observar a los pasajeros y sobre todo para saber si habían acabado de bajar en las paradas, desde donde yo estaba reflejaba exactamente su paquete, que con lo ajustado del pantalón que vestía, parecía una bola aprisionada entre sus piernas, y al igual que el resto de su anatomía, que fuera a estallar en cualquier momento.
De todas maneras, la agilidad y la destreza con la que movía piernas y brazos para dominar aquel cacharro le daban un aire de prestidigitador, de domador, y yo estaba allí contemplándolo, imaginando que yo lo estaba haciendo, poniéndome en su lugar, lo que yo podía llegar a ser algún día, el conductor de un autobús de la periferia de una gran ciudad. Pero me podía más la visión de su paquete, reflejado en aquel espejo curvo. El autobús resoplaba, se agitaba con el motor al ralentí y bastante quieto gracias a la fuerza que ejercía el conductor sobre el pedal.
El semáforo se puso en verde, y aquí comenzaba de verdad la prueba de fuego para él, evitar que el autobús se fuera hacia atrás, conseguir hacerle llegar par motor a las ruedas de manera que el motor consiguiera mover todo el peso del vehículo, porque si no, podría rodar la cuesta hacia abajo, marcha atrás, y entonces todo se complicaba, tendría que maniobrar, o quién sabe, le podría dar a algún coche que viniera.
Desde donde estaba podía ver el sudor en su frente, podía sentir la concentración que necesitaba para sincronizar a la perfección las simples acciones de soltar el freno de mano, engranar la primera marcha, desembragar con rapidez y acelerar el motor lo suficiente para evitar que se calara, o que no saliera hacia delante, o yo qué sé. Parecen acciones simples ahora, ¿verdad? En aquel tiempo no lo eran, y mucho menos con aquel autobús.
Pero él lo hizo a la perfección, y el motor dejó de agitarse y resoplar, y con un pequeño estruendo fue moviendo el autobús poco a poco, acelerando cada vez más, suavemente, para evitar quemar el embrague, y por fin nos encontrábamos arriba de la cuesta, en la plaza central de mi barrio. Sin cambiar a segunda, se dirigió a la parada, paró el autobús con otro juego sincronizado de movimientos, primero punto muerto, luego freno de mano, y por fin desconectar el motor.
Yo me quedé allí sentado, inmóvil en mi asiento, con mi mirada fija en su cuerpo, que después de la tensión que había acumulado en todo el recorrido, por fin se relajaba. Ya no parecía que fuera a estallar, bueno, seguía estando ajustado en toda su ropa, pero no se le notaban todos los músculos y las venas.
Y entonces pasaron una serie de cosas que me hicieron pensar que él sabía que yo lo estaba observando con fijación: primero se inclinó sobre el volante de tal manera que en vez de su paquete, lo que yo vi reflejado en el espejo fueron sus ojos. A continuación, se volvió y me miró directamente a los ojos. Y con parsimonia, se levantó de su asiento, saltó por encima del motor, y vino hacia donde estaba yo sentado.
- Chaval, ¿vas a hacer dos viajes completos en este autobús?
- No, ésta es mi parada.
- Claro, es la última.
Estaba de pie justo enfrente de mi, y yo sentado, mirándole fijamente, pero también, con aquello en lo que no había podido dejar de fijarme a sólo unos centímetros de mi rostro. Yo le aguanté la mirada, por unos instantes, mientras él hablaba conmigo.
- Ya me bajo.
Pero no pude evitar mirarle fijamente al paquete, que es, estoy completamente seguro, lo que él estaba esperando para iniciar una cadena de movimientos muy estudiada para provocarme, para provocar a alguien que sabía lo que había estado observando en todo el viaje.
Justo cuando yo lo miré abajo, él dirigió su mano derecha al bulto y delimitó con sus dedos el perfil de lo que motivaba aquel bulto. Bueno, una de las cosas, porque allí todo parecía ser de buen tamaño, pero esto destacaba de lo demás, con la forma consabida de plátano, por decirlo de alguna manera, apuntando hacia arriba. Se acarició en toda la longitud hasta que se distinguió perfectamente la forma que él sabía que yo codiciaba.
- Puedes tocarlo si quieres.
Lo dijo con un tono tan viril, pero a la vez tan cariñoso, que yo creo que muy poca gente habría dicho que no. ¿Por qué no? Pensé yo, por tocar eso no pasaba nada. Me lo estaba ofreciendo, así que acepté entrar en el juego, y con mi la palma de mi mano derecha recorrí toda la extensión de lo que se delimitaba por encima del pantalón. Estaba duro, y caliente. Lo recuerdo así, como una sensación placentera, pero también con tensión, con miedo. A lo que él pudiera hacer justo después, a que alguien apareciera por allí y nos gritara ¡maricones! Por eso miré hacia los lados con aprehensión. Pero él lo tenía mucho más claro que yo y puso su mano encima de la mía, apretándola contra su polla, y moviéndola con suavidad.
- No te preocupes, donde estamos no se ve desde fuera. Además, ahora no hay nadie en la calle.
- Ya, ¿y si nos ven?
- Espera, que apago las luces de dentro.
Se fue hasta la cabina del conductor, apagó las luces y de pronto nos quedamos a oscuras. Veía perfectamente su silueta cuando se acercaba hacia mí, tocándose lo que yo estaba deseando tocar y yo qué sé qué más. Porque yo no sabía nada de lo que se podía hacer en estos casos.
Cuando estuvo a mi altura, igual que había estado instantes antes, se desabrochó el botón del vaquero y bajó un centímetro de su cremallera tirando de uno de los lados. Yo no sabía qué hacer, pero él agarró mi mano y la llevó hacia la goma de su calzoncillo. Me dejó a mi introducirla y tocar la carne, y eso hice, bajando un poco más la cremallera del pantalón para tener mejor acceso y por fin saqué la cabeza de su polla del calzoncillo y la acaricié.
Yo ya me masturbaba desde hacía años, así que cómo no iba a conocer una polla erecta. Pero ésta era la polla de un adulto, era más grande que lo que yo había visto en un hombre jamás, y además, lo que recuerdo sobre todas las cosas era la suavidad. La suavidad de su piel que se movía para acariciar todo el miembro, en especial su capullo.
Le miré a los ojos, él estaba encantado. Yo creo que dejé caer una sonrisa pícara. Quién sabe si él pudo verla en la penumbra, o quizás la adivinó.
- Cómetela.
Fue a medias una orden, a medias una provocación. Él sabía que yo estaba haciendo eso para descubrir algo que no había probado antes. Y no se podía andar con chiquitas, porque además, él estaba trabajando. Tendría que irse en cuánto, en diez minutos, como máximo. Así que estuvo mucho más práctico a partir de ese momento, se bajó el pantalón lo justo para que la polla le colgara libre de la ropa, y atrayendo mi cabeza hacia todo eso, yo se la chupara, la primera vez que lo hacía.
Todo esto lo recuerdo ahora mismo con una enorme sonrisa. Después de tanto tiempo me parece increíble que todavía tenga todas las sensaciones, el temor, pero a la vez, el deseo, el calor que me subía por todas partes, la emoción, el miedo, todo a la vez. Aquélla fue mi primera vez, y además inauguró una saludable tradición de regalos de cumpleaños, que me encargué de hacerme religiosamente, año tras año.