El autobús

Un chico tendrá una inaudita experiencia sexual cuando vuelve a su casa en autobús.

El Autobus

La historia que voy a contar me sucedió el pasado invierno. Tenía yo entonces 14 años, próximo a cumplir los 15. Vivo en la más importante capital del sur de España, pero no en la ciudad propiamente dicha, sino en una población que está a unos 20 kilómetros. Me gusta mucho jugar al tenis, así que el año pasado empecé a dar clases para perfeccionar mi estilo. El caso es que las clases eran en la ciudad, por la tarde, de 6 a 8, así que cuando llegaba a la parada del autobús interurbano para volver a mi pueblo siempre había mucha gente, porque coincidía con el horario de cierre de las tiendas.

Aquella noche, sobre las ocho y media (era diciembre, y consecuentemente noche cerrada hacía tiempo), la gente en el autobús parecía más numerosa que nunca. Menos mal que yo entré de los primeros, pero por eso mismo tuve que irme hacia el fondo del autobús, pues la marea humana que me seguía así lo forzaba. Estos autobuses son ya bastante viejos, y no era raro que la parte del fondo estuviera sin luz, como ocurrió aquella noche. Así que pronto estuvimos todos embutidos, el autobús "hasta la bandera", con todo el mundo apegotonado y casi en tinieblas. Yo llevaba en una mano la raqueta y en la otra una bolsa de deporte, pero no corría peligro de caerme porque estaba apretujado entre un mar de personas. Me acomodé como buenamente pude contra el cristal del fondo, y allí me quedé.

Arrancó el autobús, y no habría pasado ni dos minutos cuando todo empezó. Como digo, estábamos apegotonados, cuerpo a cuerpo, pero pronto noté que la persona que estaba detrás mía se había pegado tanto que me estaba... "poniendo un rabo", como vulgarmente se dice a los que aprovechan los autobuses y similares para pegar sus partes nobles a los culos de las (y los) chicas (chicos).

Vaya, me había tocado uno de estos. Y el caso es que no podía verle la cara, porque estaba exactamente detrás de mí y, aunque intenté girar la cabeza, no conseguía ver nada. Intenté pegarme a la ventana, pero el hombre (tenía que ser un hombre quien me estaba refregando aquella "cosa dura" entre las cachas) se pegaba más.

Yo llevaba puestas unas calzonas y debajo unos suspensorios, así que el tío prácticamente se estaba refregando contra mi propio culo. Estaba ya a punto de volverme como fuera para enfrentarme al tío cuando sucedió lo inesperado. Sentí como algo me entraba por dentro de las calzonas, por delante. Era una sensación fría: la cuchilla de una navaja, muy afilada, que el hombre había introducido entre mi carne y el suspensorio, justo en la ingle, colocando la hoja presionando contra mis huevos y polla.

Al mismo tiempo, el hombre, muy quedamente, hasta el punto de que a mí mismo me costó trabajo escucharle, me dijo casi en el oído:

--Cállate o te corto los huevos.

Me quedé lívido. Miré a los lados, donde, entre las sombras, un hombre y una mujer, con aspecto ausente, no habían reparado en absoluto en lo que estaba pasando justo al lado de ellos. No sabía que hacer, pero me imaginaba que si intentaba gritar, el tío podría darme un tajo y dejarme sin cojones, como había amenazado. Así que decidí, con el corazón palpitando, no hacer nada.

Pronto supe de qué iba la cosa. El hombre me había bajado de un par de estirones las calzonas por detrás, mientras mantenía la hoja de la navaja apoyada en la ingle, con el filo mordiendo ligeramente mi carne. El tío, con mi culo ya al aire, procedió a meterme un dedo, que noté húmedo (se lo habría ensalivado, supongo), por el agujero, que al principio se resistió, pero que, tras una más firme presión de la navaja, pronto se abrió. El tío metió dos y hasta tres dedos, previamente ensalivados. Yo era virgen, pero el frío del acero puede hacer milagros. Cuando apreció que el agujero estaba lo suficientemente dilatado, el tío pasó a mayores: noté como los dedos eran sustituidos por algo gordo y noté un dolor agudísimo. Estuve a punto de gritar, si no fuera porque la navaja se apretó aún más contra mis huevos. Me había metido la polla entera, que por el dolor que me había producido debía ser grande y gorda. La notaba húmeda, como si estuviera esperando aquel momento. Con el traqueteo del autobús a nadie de la gente de alrededor de nosotros dos le extrañó los movimientos del hombre mientras me la metía y me la sacaba acompasadamente con los acelerones y frenazos del conductor. El tío se enfrascó en un metisaca mientras yo, con las manos ocupadas y la navaja junto a los huevos, debía estar lívido como un muerto. Pero nadie a mi alrededor prestaba atención, todos estaban a lo suyo en aquella semioscuridad que nos envolvía.

El tío dio otro paso más. Metió la mano izquierda por dentro de las calzonas y de los suspensorios, por delante, y comenzó a magrearme la polla. La verdad sea dicha, yo estaba ya semierecto, con la excitación del momento, aunque no sabía bien por qué. Tras unos cuantos manoseos, me puse totalmente empalmado. En ese momento noté como el tío me sacaba la polla del culo. Vaya, parece que ya se había hartado, y por lo menos no me iba a eyacular dentro. Me pareció oír detrás de mí como unos gemidos apagados, y poco después noté como el brazo izquierdo del hombre subía, por debajo de mi axila izquierda, hasta situar su mano, muy pegada a mi cuerpo, junto a mi boca. Miré lo que me estaba mostrando: en el cuenco de la mano aparecía cierta cantidad de semen. La navaja se cerró aún más sobre los huevos, y comprendí: abrí la boca y la mano se colocó junto al labio inferior, volcando su contenido dentro. Recibí en la lengua aquel líquido viscoso y espeso. Pensé que me iba a dar una arcada de náusea, pero sorprendentemente no fue así. En principio pensé en dejarlo en la boca, pero el hombre me cogió la nuez y, al oído, me susurró:

--Trágatela o ya sabes.

Y apretó aún más la hoja de la navaja, que ya debía estar haciéndome sangre. Tragué, entonces, y el hombre comprobó por el movimiento de la nuez de Adán que, efectivamente, toda su leche había ido a parar a mi estómago. Miré a mi alrededor, de soslayo, para ver si alguien se había percatado de lo que acababa de suceder, pero a esas alturas, en medio de la carretera camino del pueblo, sin iluminación en la parte trasera, apenas se intuían sombras en los rostros de los pasajeros, y ninguna señal de que hubieran visto nada fuera de lo común.

El hombre, con la mano izquierda aún pegajosa de su leche, se dedicó entonces a hacerme una paja. La hoja de la navaja estaba algo más relajada, pero aún sentía el filo mordiéndome levemente en la ingle. No tardé mucho en correrme, aunque procuré que no se me notara en la cara. El hombre se dio cuenta enseguida de que eyaculaba, y colocó la palma de su mano bajo mi polla, que se descargó totalmente en ella. Entonces, de nuevo, repitió lo mismo que hizo sólo unos minutos antes: subió la mano por debajo de mi axila y colocó su mano, en forma de cuenco, delante de mi boca. No hizo falta que apretara la navaja: abrí la boca y acerqué los labios; el sabor de la leche del hombre no me había desagradado en absoluto, así que la mía me debería saber a perlas. Así fue: era un sabor extraño, como un néctar agridulce, quintaesenciado, una especie de ambrosía que nunca pensé que llegaría a probar. El hombre se percató del detalle, así como de la forma en que le chupeteaba la palma de la mano para rebañar las últimas gotas de aquel sorprendente licor. Hasta tal punto se percató que relajó la presión de la navaja en la ingle, aunque sin retirarla del todo.

Poco después el autobús dio un frenazo y se detuvo. Miré por el cristal (antes, aunque dirigía mis ojos hacia fuera, apenas si sabía lo que veía) y me di cuenta de que habíamos llegado a una parada. Se abrió la puerta que estaba al fondo, cerca de mí, y un tropel de gente se precipitó fuera. El hombre sacó con cuidado la navaja de mis calzonas, paseando el frío acero por mi carne, y me dio un tirón hacia arriba en la parte de atrás de las calzonas, hasta dejármelas, más o menos, como si allí no hubiera pasado nada.

Me volví para saber quién había sido pero no pude verlo. Todo estaba en penumbra y lo único que se intuía era un montón de cabezas y cuerpos precipitándose por la puerta del autobús hacia el exterior.

Me quedé allí, como un pasmarote, con la garganta aún pegajosa de mi leche y de la de mi agresor, y el agujero del culo ardiendo. En la siguiente parada me bajé, como un zombi.

Desde aquella noche mi vida ha cambiado. Sigo aprendiendo tenis, pero enseguida que termino la clase salgo corriendo hacia la parada del autobús, para ser el primer pasajero del que sale a las ocho y veinte, y colocarme en el cristal trasero. Si las luces están averiadas, como es bastante frecuente, me pego contra la pared trasera del autobús y espero que una mano introduzca la fría hoja de una navaja entre mi carne y los suspensorios que siempre llevo debajo de las calzonas. Sé que algún día volverá a ocurrir: lo sé.