El arte de satisfacer
Un joven pintor seduce a una joven para deleitarse con su cuerpo. un inocente pero curioso fetiche.
Como cada día, Laura puso rumbo al puerto. El día no era muy soleado, pero el calor era pegajoso y la brisa marina era de agradecer. El ambiente de la villa cambiaba con la llegada del verano, las calles se llenaban de acentos indescifrables, y encontrar un lugar para masticar la propia soledad se hacía casi imposible.
Como cada año, las esquinas se poblaban de artistas dispuestos a dedicar horas de trabajo a cambio de unas monedas: estatuas, músicos, malabaristas y pintores que alegraban las tardes de verano y congregaban a cientos de curiosos.
Laura nunca se encontraba entre ellos, porque no le atraía especialmente el barullo de las terrazas, pero había un joven pintor que sí llamó su atención. No parecía muy preocupado por los tres o cuatro mirones que observaban su trabajo, y se afanaba en sus pinceladas al borde del muelle.
La chica se detuvo, interesada. El cuadro no era muy diferente a lo que solía verse por esa zona: una marina, con sus chalanas de pescadores, que entusiasmaba a los turistas. Quizás aquel joven vendiese sus obras a los transeúntes.
Distraída en el trabajo del pintor, Laura tropezó en un bordillo y a punto estuvo de caer al suelo. Avergonzada, se fue del puerto, mientras sentía las mejillas a punto de explotar.
Pasó la noche, y el tropezón quedó como una anécdota sin mayor relevancia. Sin embargo, al día siguiente la curiosidad le picó y no pudo evitar volver al puerto, mientras rezaba para encontrar de nuevo al artista que casi le cuesta un tobillo.
Efectivamente, allí estaba. Sin acercarse mucho para evitar ser vista, Laura pudo fijarse más en él. No sólo calificaba su físico, trataba de imaginarse la personalidad del hombre que empuñaba los pinceles con tanta seguridad.
El sol pegaba fuerte, así que un cerco de sudor se dibujaba en la camiseta del artista. El pelo, cubierto por un pañuelo oscuro, asomaba negro en la nuca. Laura se quedó quieta, sentada a la sombra de un edificio, observando. Cuanto más lo miraba, más atractivo se le antojaba, acrecentada su curiosidad por el misterio que rodeaba a la soledad del pintor.
Como el día anterior, un par de ancianos observaban el trabajo del joven, supuestamente, porque no tenían nada mejor que hacer. La calle estaba abarrotada de familias con toda la pinta de dirigirse a la playa, y de gente joven tomando algo a la sombra de las terrazas de los locales. Eso debió aumentar su curiosidad hacia el pintor, que parecía ajeno a cuanto le rodeaba, completamente inmerso en su trabajo.
De pronto, la fortuna sonrió a la chica. Un bote con pinceles cayó, probablemente por culpa de algún transeúnte, y rodó derramando el aguarrás teñido por las pinturas. Él, absorto en su trabajo, no pareció darse cuenta, y Laura sonrió para sus adentros. Era el momento. Se levantó rezando para que nadie se le adelantara, y en un rápida y silenciosa carrera, recogió el frasco de cristal y se lo entregó al joven con una tímida sonrisa. Sus dedos acariciaban la madera de los pinceles, de color oscuro alguno, azul marino otros. En todos se apreciaba la veta de la madera, con los números dorados con el grosor de la herramienta.
El pintor se giró, y durante una décima de segundo no se dio cuenta de lo que Laura le decía. Tiempo suficiente para que ella pudiera analizar su rostro, siempre oculto girado sobre el lienzo. De cerca parecía un poco mayor de lo que ella había sospechado. No era precisamente el chaval con el que ella fantaseaba, pero no dejaba por ello de ser joven. Los ojos del pintor, a través de unas pequeñas gafas, parecían tan profundos como el mar que retrataban, de un color verdoso en el que la joven deseó perderse.
Visto de frente, era aún más atractivo que de espaldas, y aunque su cuerpo no era precisamente atlético, se veía proporcionado y ágil. La camiseta gris que vestía se pegaba a su cuerpo por el sudor, y los pantalones eran algo así como unos vaqueros cortados por debajo de la rodilla. El aspecto descuidado le otorgaba un toque bohemio, y Laura, totalmente enmudecida por la vergüenza, sólo pudo extenderle el bote con una mano temblorosa.
El hombre sonrió, tranquilizando a la jovencita. Una voz profunda y tremendamente masculina masculló un "gracias". Ella, devolviéndole la sonrisa, sólo pudo decir "de nada". Pero era el momento, si no hablaba ahora, no lo haría nunca, y jamás se lo perdonaría. Y finalmente, la curiosidad venció a la prudencia. Laura abrió la boca esperando que las palabras fluyeran de la forma más espontánea posible, pero apenas pudo emitir una risita nerviosa.
El pintor se detuvo y volvió a mirarla. Parecía haberse dado cuenta de que la joven observaba su cuadro buscando algún cumplido que decir, así que se le adelantó. Comenzó a hablar de arte, del mar, del reto que tanto disfrutaba cuando se enfrentaba con un lienzo en blanco.
Por lo que pudo extraer Laura de la conversación, pintar le atraía de una forma casi religiosa. Era su forma de evadirse del mundo, así como otras tareas artísticas en las que solía embarcarse. El óleo sólo era para poder vender algo a los "guiris" (cómo el mismo dijo), pero no podía negar que había algo especial en trabajar con los pinceles y la paleta, en la caricia de la pintura sobre el lienzo, en el olor del aguarrás y del aceite con el que diluía los colores.
Laura escuchaba extasiada, había pasado de la curiosidad más morbosa a la más ferviente admiración. Más que escuchar, devoraba las palabras del pintor, analizando cada gesto y sorprendiéndose por lo fácil que había sido, al final, entablar conversación. Pero por fin, escuchó, de la tan deseada boca, las palabras que jamás pensó que oiría fuera de sus fantasías de adolescente. Aquel hombre la invitaba a tomar algo más tarde.
Bueno, que maleducado, ni siquiera me he presentado. Mi nombre es Carlos y acompañó el final de la frase con un guiño encantado de conocerte.
Eh - respondió ella yo soy Laura.
Los dos besos de rigor chascaron en sus mejillas, a pesar de que llevaban más de veinte minutos de conversación. Concretaron verse en ese mismo punto, más a la noche, ya que él, bromeando, dijo que sería más cortes por su parte que antes fuera a darse una ducha.
Se despidieron al poco rato, y Carlos comenzó la tarea de guardar todas sus cosas y cargar con el caballete. Por suerte, estaba alojado en un hostal cercano. Ella, por su parte, corrió a casa para arreglarse mientras aún asimilaba que tenía una cita con el mar que inspiró sus propias fantasías.
Llegó la hora y allí estaba Carlos, puntual, como un clavo. No sabía muy bien por qué había quedado con aquella jovencita, pero supuso que nadie podría decir que no a aquel cuerpo que pedía a gritos ser devorado. Quizás, con un poco de suerte, pudiera convencerla para irse juntos al hostal y descargar las tensiones de un negocio que no iba nada bien.
De pronto, Laura apareció dando la vuelta a la esquina. Su aspecto era el mismo que por la tarde, con esa carita inocente y el andar sensual que hicieron al artista marcarse claramente sus objetivos. Esa noche, la chica no se iría sin su ración de hombre a casa.
Se saludaron y por unos segundos ambos dudaron. Al final decidieron ir a tomar unas copas por la zona del puerto, a algún bar tranquilo en el que pudieran charlar sobre sus cosas. Laura no podía creerse que el pintor estuviera paseando con ella, pero él apenas podía creer que hubiera conquistado así a una chica tan apetecible. Aprovechaba cada roce para tantear su cuerpo, y con los ojos de un catador de carnes analizaba sus curvas, deseando hacerlas suyas antes de que acabara la noche.
Ella por su parte, aunque más joven que él, era perfectamente consciente de las miradas furtivas del pintor. Al principio sintió la decepción de haber quedado con un salido más, pero a medida que pasaba la noche y se sucedían las copas, decidió que tal vez no fuera tan mala idea seguirle el juego.
Carlos llevaba toda la noche preguntándole tonterías, tratando de averiguar, entre otras cosas, su edad, pero supuso que la joven tendía unos dieciséis o diecisiete. Parecía tener los pies en el suelo, lo bastante madura como para llevársela a la cama sin sentir reparos despues. Tenía que ser directo o no conseguiría nada esa noche.
Para su sorpresa, ella se abalanzó sobre él cuando le propuso "ir al hostal para ver algunos cuadros terminados", aparentemente encantada con la idea. Y así, tomándola ya por la cintura, pusieron camino la pequeña habitación donde se hospedaba el pintor.
Laura echó un vistazo. El cuarto era bastante humilde, pero no le desagradó. Encajaba perfectamente con la fantasía del pintor bohemio que se había forjado, aun sabiendo que Carlos no era precisamente un hombre desinteresado. Hubo un silencio algo molesto, hasta que él tomó la iniciativa.
La tomó por detrás como en un abrazo inocente, pero acercando peligrosamente su aliento al lóbulo de la oreja de Laura, para ver cómo reaccionaba. Tenía que ser muy ingenua si pensaba que estaba allí sólo para ver cuadros. Ella, para regocijo del pintor, levantó ligeramente su trasero, frotándolo casi imperceptiblemente con el paquete de él. Era la señal que estaba esperando.
La giró, sin soltar su cintura, y la apretó contra su cuerpo. Ella era bastante más baja que él, pero no tuvo ningún problema para besarla con una pasión desbordante. Llenó la boca de la chica con su lengua, mientras sus manos bajaban por la joven espalda hasta aferrarse al culo de Laura sin ningún tipo de pudor.
Ella apenas podía hacer nada, y se dejaba toquetear por los hábiles dedos del artista. Casi tenía que hacer fuerza con el cuello hacia delante para que el apasionado beso no la hiciera echar la cabeza hacia atrás. Poco a poco, Carlos fue empujando a la joven hacia la cama, que rechinó de forma desagradable al caer los dos con todo el peso sobre el colchón. Continuaron las caricias por parte de él. Parecía excitarle tremendamente tener a su merced a una chica con un cuerpo tan joven y tan suave. Unos labios tan tiernos aún, y unos senos que apenas se atrevían a dejarse ver por el escote del vestido de verano que los cubría.
Se separó y le pidió que se desnudara; si a ella le había atraído un pintor, eso es lo que le daría. Ella se despojó tímidamente de su ropa, aunque estaba decidida a llegar hasta el final. Dejó caer al suelo su vestido y se descalzó, para deslizar su ropa interior por su cuerpo hasta quedar totalmente desnuda. Era excitante estar entregada a aquel hombre, aún vestido completamente, que la miraba con la misma pasión con la que observaba el mar el primer día que ella le vio.
Él, tomó un pincel y volvió a la cama. Mientras se deshacía rápidamente de la ropa, le explicó que era un pincel muy suave, de pelo de marta, algo que no solía utilizar para sus cuadros. Cuestión de gustos. El pincel estaba limpio, era un regalo de una antigua compañera y no había sido estrenado, dado el gran valor sentimental del instrumento.
Laura no supo diferenciar si la madera tenía realmente ese color oscuro sólo estaba barnizada así para darle mejor aspecto. Era plano, con la punta de las cerdas redondeada, casi anaranjadas en la base y más oscuras en el extremo, ceñidas por una pieza metálica que brillaba bajo la tenue luz del cuarto.
Sintiendo que el cuerpo de ella era su lienzo, Carlos recorrió su rostro con los pelos del pincel. Bajó por la nariz, con un trazo seguro, para colorear la boca de la chica con un rojo intenso. Siguió su descenso por el cuello, dándole una textura suave y apetecible al beso, para llegar en unos segundos casi interminables al valle entre sus senos. Ella recibía las caricias del pincel con curiosidad, descubriendo que la habilidad del artista era mucho más interesante que las aburridas marinas que pintaba en el espigón del muelle. El pelo rodeó la base de sus senos con una cosquilla increíblemente suave, dejando sombras y luces en cada volumen de su cuerpo.
Continuó trazando las líneas de su cintura estrecha, dando especial importancia al vientre y al ombligo, absoluto protagonista de la escena. Pero el cuadro estaría incompleto si terminara ahí, y optó por hacer surgir de las sombras de su lienzo un monte de venus coronado por una tímida mata de pelo corto. El descenso del pincel era cada vez más atrevido cuando ella dio sus primeras señas obvias de excitación. Su cuerpo temblaba ligerísimamente al sentir que el pincel acariciaba su cuerpo con trazos largos y sinuosos.
Carlos sólo podía admirar la belleza de su obra, tumbada con la boca entreabierta y observándole mientras él daba color a la noche que compartían.
Entonces creyó oportuno dar un giro y pasar de la suavidad a formas más rotundas, más viscerales, un arte mucho más embriagador y espontáneo. Giró el pincel cuando rozaba la vulva de la joven, y le introdujo apenas unos centímetros de la madera en la vagina mientras un dedo acariciaba el clítoris de la muchacha. El pincel continuó su descenso, hasta que no pudo entrar más allá. Ella se retorcía de morbo y placer, mientras la electricidad recorría su cuerpo hasta la nuca en un último suspiro. El pintor sacó la herramienta del coño de ella, empapada, y la lamió de forma ostensible saboreando el líquido que lo bañaba.
Para sorpresa de Laura, utilizándolo como una vara, le dio unos golpecitos en la cadera incitándola a erguirse. Se arrodilló a los pies de la cama mientras él se sentaba, y le ofrecía el pincel. A los ojos de Carlos, el espejo que había en la puerta del armario, a los pies de la cama, era un regalo de los dioses. Su pene se erguía pidiendo su turno, y fue recogido por la boca de ella mientras lo mecía ligeramente con la mano que tenía libre. La mamada estaba bien, pero acompañada del espectáculo que pretendía darse el artista, no había comparación.
El pincel tenía un por qué en todo aquello, y Laura comprendió. Tomaba con una mano el miembro de su amante, ayudando a su boca en la tarea de lamer y chupar; mientras que la otra mano empuñaba el pincel con el que se empaló el coño frente al espejo. Él podía ver con todo lujo de detalles la masturbación de la chica, que gemía alto, como una perra en celo, a pesar de tener la boca llena. La lengua de la joven se enroscaba en el glande del hombre, mientras él la tomaba por el sedoso pelo castaño de la nuca para dirigir sus movimientos. Los ojos expertos del pintor no perdían un detalle de lo que ocurría en el reflejo, creyendo llegar a ver cómo serpenteaba un fino hilo de flujo transparente por el pincel.
Pero nada dura eternamente, y cuando el orgasmo de él estaba próximo, la hizo apartarse. La tumbó boca abajo en la cama y tironeó de ella hasta que tuvo el culo en pompa; penetrándola a cuatro patas con violencia. La humedad del coño le facilitó la tarea, y cuando el orgasmo era inevitable, dejó las nalgas de la joven bañadas de blanco.
Pasaron unas horas descansando, jugando y dándose al placer como la pareja satisfecha que eran en ese momento. Pero cuando ella miró el reloj, consideró que sería más prudente irse ya a su casa. Ambos se arreglaron, y Laura agradeció a su amante el detalle de acompañarla hasta el portal, como si fuera el broche perfecto de la noche, a falta de poder despertar a su lado.
Se despidieron con un beso profundo, sabiendo que probablemente sería el último, con la esperanza de que prolongara eternamente el placer de sus bocas fundidas por la pasión.
Pasó el tiempo y el pintor nunca más apareció por el espigón del puerto, pero Laura aún conserva con un fetichismo casi religioso un pincel, que según ella, apareció misteriosamente en su bolso a la mañana siguiente
A mi artista particular que en algún puerto ha de estar.
Gracias por leerme (animaos con las críticas, buenas o malas)