El arte de manipular (2)
Todo cuanto sucede en este relato es puro producto de mi imaginación, de mis fantasías, y no tiene más visos de realidad. Al contrario, soy de la opinión que cualquier mujer debe ser respetada y considerada, y que cualquier acto degenerado y punible debe ser denunciado (nota de la autora).
Ágata oteó el largo pasillo de la academia, pero no le vio. Hacía ya dos días desde que se habían declarado mutuamente y no le había visto desde entonces. Ansiaba su compañía; la necesitaba, sobre todo para reafirmar su compromiso, para escucharle decir de nuevo que la quería. Ni siquiera había dormido bien desde entonces y tuvo que obligarse a calmarse ya que sus padres sospechaban que algo ocurría al verla tan agitada. Quería que la abrazara, que la mimara, que la besara tiernamente y le susurrara su amor al oído. Quería hacer todas aquellas ñoñerías que siempre había despreciado en las películas románticas.
No fue capaz de aguantar más de media mañana y salió a buscarle. Finalmente, le encontró preparando la obra entre bambalinas, a solas. Frank la escuchó llegar. Sus zapatos planos rompieron el silencio de la sala de actos.
— Ágata – murmuró él.
— Quería verte – susurró ella, aún más bajo.
Frank miró hacia la puerta y agitó una mano en su dirección.
— Ven, deprisa. No has debido venir, puede entrar cualquiera.
— Necesitaba verte – repitió ella.
La condujo detrás del telón y la abrazó entre dos decorados verticales. Allí estaban a salvo de cualquier mirada.
— Lo siento, no quería regañarte. Me alegro tanto de que hayas venido – le dijo, acariciándole el sedoso cabello rojizo.
— Oh, Frank, ¿por qué no nos vemos en tu casa?
— Hoy no puede ser. Tengo una reunión con el consejo administrativo – le dijo, atrayéndola más contra su pecho. – Eres tan bonita, tan perfecta. He soñado contigo. Tenía muchas ganas de ti...
Con aquellas palabras, Frank derribó cualquier posible barrera y se inclinó sobre ella, besándola tiernamente. No utilizó la lengua en un primer momento, sino que dejó que sólo los labios aspiraran la fresca boca. Ágata gimió y se pegó a su cuerpo todo lo que pudo. Le echó los brazos al cuello y fue ella misma la que introdujo su lengua en la boca del hombre. Frank se dio cuenta de que no era ninguna experta besando y eso le gustó aún más. Él se encargaría de educarla.
Ágata notó la erección del hombre contra su vientre y se turbó un poco, pero no quiso apartarse. Las manos de Frank recorrieron su espalda hasta llegar a sus nalgas, las cuales acarició suavemente a través de la tela de la larga falda. Ella jadeó en su boca. Aquellas manos la enloquecían. Fuertes, cálidas, amorosas.
— Oh, Ágata, no puedo resistirlo más... – susurró Frank, besándola en el cuello.
Una de sus manos abandonó el trasero y ascendió lentamente por el costado de la chica, hasta acariciar uno de los pechos, ocultos bajo el jersey de lana. Ágata sintió como sus pezones se erguían ante la caricia. Nunca la habían tocado de esa manera y lo estaba deseando.
— Frank, Frank... aquí no... – jadeó ella, sin voluntad alguna.
— Sueño con acariciarte, con gozarte, una y otra vez. Cenar y reírnos a la luz de las velas, bañarnos juntos en agua caliente, viajar...
Las palabras la desarmaban, anulaban su mente. La mano que le atormentaba los pechos bajó a lo largo de su vientre y se apoyó contra su pubis, tocando el elástico de las bragas. Sin querer, lanzó su pubis hacia delante, gozosa. Sin dejar de susurrarle palabras de amor, Frank le fue alzando lentamente la falda hasta dejar al descubierto sus bragas. La apoyó contra el cartón piedra del decorado que tenía a la espalda. Ella abrió un poco más las piernas al notar la presión de la mano que se coló por debajo del elástico de las bragas. Frank jugueteó con uno de sus dedos sobre el vello púbico, preguntándose si sería igualmente rojizo. Finalmente, al notar que Ágata estaba dispuesta y abierta para él, hizo descender su mano aún más, acariciando la vulva y el clítoris. La chica se estremeció y cerró los ojos. Sus dedos se enroscaban en el pelo de su nuca, siempre abrazada a su cuello. Se quedó casi colgada de él. La masturbó lentamente, mirándola a la cara, aprovechando que ella no le miraba. Le excitaban aquellos pequeños gestos de su rostro al gozar de la caricia. Observó como se humedecía los labios, como entreabría la boca, como respiraba agitadamente. Su cuerpo vibraba con la cadencia de los dedos del hombre.
— Ah, roja mía, goza de mi mano, gózala...
— Frank... ¡Frank! Ya... ya no... yaaaa... – gimió ella, estremeciéndose totalmente. Sus muslos se cerraron y aprisionaron la mano de su profesor. Él la besó largamente en la boca, acallando sus suspiros.
Cuando Ágata se marchó de allí, su mente aún le daba vueltas. Se sentía eufórica y locamente enamorada. Ahora, deseaba estar más a solas con él, mucho más tiempo...
Días más tarde.
Frank la vio llegar a través del jardín. Sonrió con una mueca. Ágata estaba despampanante. Seguramente se había arreglado para él. Minifalda, tacones de mujer y, seguramente, alguna blusita que ahora tapaba la cazadora. Removió con la cuchara la taza de chocolate caliente, disolviendo la cápsula de Loto Azul que había vertido en el oscuro líquido. De esa forma, sería más sencillo.
Abrió la puerta y la chiquilla se le lanzó en los brazos, abrazándole y besándole apasionadamente, antes de que pudiera cerrar la puerta.
— Eh, con calma. Déjame que cierre la puerta – le dijo.
— ¡Tenía muchas ganas de verte! – exclamó ella, quitándose la cazadora. Había imaginado bien. Una blusita de seda azulada apareció debajo. – No veía llegar la hora de estar contigo.
“Está colada. Ha llamado doce veces en estos dos días”, se dijo él.
— Tranquila, tenemos toda la tarde para nosotros. Ahora, nos tomaremos un par de chocolates calientes y charlaremos.
— No quiero chocolate, Frank. Me salen granos.
— No te preocupes. Es bajo en calorías. Además, nos servirá para relajarnos.
Se sentaron a la mesa de la cocina, como dos viejos amigos, y sorbieron de sus tazas. Hablaron sobre las clases, sobre el tiempo, pero la mirada de Ágata estaba fija en él y, finalmente, la conversación derivó hacia sus sentimientos.
— Esto es algo muy serio, Ágata. Tengo edad suficiente para ser tu padre. No quiero que esto sea un simple ligue de verano – dijo él, muy serio.
— Ni yo tampoco. Te quiero, Frank. No podría vivir sin ti.
— Eso es aseveración muy fuerte. Eres demasiado joven para decir algo así.
— Es lo que siento.
— Tienes que comprender que no soy ningún adolescente. Ya he pasado por todo eso. Mi relación con una mujer debe ser plena y satisfactoria. Ya no tengo edad para juegos de manos. Quiero un compromiso absoluto, tal y como yo me entrego.
— Lo entiendo – dijo ella, bajando la vista y enrojeciendo. Sabía a lo que Frank se refería. Aunque era virgen, estaba dispuesta a entregarse totalmente, a dejar que le enseñara todo su saber y compartir su cama. No era tonta. – Estoy preparada. He acudido al médico. Sabía que esto pasaría.
“Buena chica. No hubiera querido utilizar condones”.
— Hablaba generalmente, Ágata. No soy un viejo verde que persigue a las niñas. Pero, dejémonos de seriedades y divirtámonos. ¿Sabes?, he pensado en dar una vuelta en el coche esta tarde. Te llevaré a un par de sitios que conozco.
Con alegría, pudo ver la desilusión, por un momento, en el rostro de Ágata. La chiquilla estaba preparada para hacer el amor y no se lo había pedido. Pero Frank no quería correr. Tenía en mente otras ideas mejores a la larga.
Aquella tarde, visitaron un zoo y un museo, cogidos de las manos, como amantes. Ágata se lo pasó muy bien, sobre todo cuando la llevó a cenar a un sitio elegante. Era como revivir una vieja película. Se sentía fogosa y ardiente. Hubiera querido demostrarle su amor haciendo el amor en cualquier lugar, en un portal o en el coche. Durante la cena, llegó a acariciarle la pierna bajo la mesa en un par de ocasiones, pero él la recriminó con la mirada.
Las tardes se sucedieron, los paseos continuaron. Ágata se acostumbró al rito del chocolate y a las reprimidas caricias en lugares públicos. Quería mucho más, pero también se sentía feliz así. Sin embargo, una semana después, el tiempo era tan malo que decidieron quedarse en casa de Frank. Éste la condujo hasta un coqueto salón y puso música.
— Baila para mi – le pidió, sentándose en el sofá.
Totalmente desinhibida por el Loto Azul que llevaba tomando días, Ágata, con una sonrisa, se contoneó delante de él, lascivamente, subiéndose la falda lentamente pero sin enseñar nada. Frank sonreía y aplaudía o la animaba según la ocasión. Ágata se sentía flotar; su sangre corría por las venas como si fuese fuego líquido. Su mirada se clavó en la entrepierna del hombre, una y otra vez.
— Acércate, ángel mío – susurró Frank.
Ella se acercó hasta quedar delante de él, de pie entre sus rodillas. Intuyó que lo que había estado esperando, sucedería ahora.
— Eres una diosa, una aparición – dijo Frank, inclinándose hacia delante y colocándole las manos en la parte baja de los muslos que la falda dejaba al descubierto. – Déjame adorarte como un pagano...
Muy lentamente, fue subiendo las manos, introduciéndolas bajo la falda. Sintió el suspiro y el envaramiento de Ágata, pero no se opuso. Pellizcó la vulva con dos de sus dedos, por encima de las bragas. Notó la humedad en la prenda. Ágata estaba dispuesta, siempre lo había estado. Frotó el nudillo de su dedo índice contra la vagina, presionando el clítoris. La chiquilla se abrió de piernas y se inclinó un poco hacia delante, apoyando sus manos sobre los hombros de Frank, aún sentado. Tenía los ojos cerrados y rotaba las caderas lentamente, disfrutando de la caricia.
Frank le bajó muy lentamente las bragas, a lo largo de las piernas. Ágata levantó un pie y luego el otro para que pudiera retirar completamente la prenda íntima. Frank colocó sus manos sobre las nalgas, atrayéndola contra su rostro. Apoyó su nariz y boca sobre su vientre, lamiendo y mordisqueando sobre la falda. Con un gruñido, la chiquilla se levantó la falda hasta que el hombre pudo lamer la piel desnuda. Quería sentir su boca en su sexo, de una vez. El hombre se aplicó a la tarea, deslizando su lengua sobre el clítoris y los labios. Abrió éstos con sus dedos y la penetró con la lengua. Ella retozó, abrumada.
— Oh, Frank, no puedo... más... – gimió.
Él se apartó; no quería que se corriera aún. Le sacó la blusa por la cabeza y la dejó totalmente desnuda. Se puso en pie y la abrazó; se besaron largamente, con sus afanosas manos recorriéndose el cuerpo mutuamente. Frank deslizó una mano sobre los enhiestos pechos, irguiendo los pezones todo lo que pudo. Ágata volvió a gemir. Tomó una mano de la chiquilla y la condujo lentamente hasta su entrepierna. La dejó allí, complacido de que ella explorara manualmente su entrepierna.
— Desabrocha mi pantalón – le dijo al oído.
Ágata le obedeció y le bajó los pantalones hasta quitárselos. Aferró, sin que le dijera nada más, el bulto que crecía bajo los calzoncillos.
— Ven, quiero sentir tu boca en mi – la atrajo hasta acostarla sobre él en el sofá.
— ¿Mi boca?
— Sí, devuélveme la caricia que te he hecho.
Ágata, aún dubitativa, se concentró en la ingle del hombre, sacando el miembro de su encierro. Lo sopesó, manipuló y admiró un momento, antes de acercar sus labios. Después, la pasión se apoderó de su mente y Frank no tuvo que indicarle nada más. Era la primera vez que chupaba una polla pero, instintivamente, sabía lo que tenía que hacer. A Ágata le encantó el sabor y la textura. Le alucinó volcar todo su ardor en aquel miembro que se alzaba como un dios. Sentir cómo palpitaba dentro de su boca cuando lo engullía o acariciar aquellas bolsas peludas. Frank se retorcía con cada caricia y eso la volvía frenética.
— Espera, espera. Quiero hacerte mujer – la apartó Frank, a punto de correrse.
La tumbó en el sofá, con las piernas abiertas, y se colocó entre ellas. Ágata se colgó de su cuello y le besó profundamente. Se mordió un labio cuando sintió aquel émbolo separar sus vírgenes carnes. Finalmente, la tuvo dentro completamente y el dolor menguó, convirtiéndose en una molestia ocasional que pronto desapareció. Bajó sus manos hasta colocarlas sobre las nalgas del hombre, pellizcándolas. Se sentía morir y excitantemente viva a la vez. Ahora comprendía mucho mejor el deseo de todas aquellas mujeres que sufrían por sus hombres. Frank embestía en su interior y Ágata se sintió parte de él, de su vida; le pertenecía. Gritó cuando se corrió y siguió gimiendo cuando el hombre se derramó dentro de ella, una sensación indescriptible, tranquilizadora.
Dormitaron en el sofá casi toda la tarde, estrechamente abrazados y desnudos, acariciándose ocasionalmente y sin decir ni una palabra. No hacía falta.
Días más tarde.
— ¡Ágata! – la interpeló Alma en el pasillo de la academia. – He visto al profesor Warren en la sala de actos. Me ha preguntado por ti. Por lo visto, te busca para una prueba de maquillaje o algo así.
— Gracias, Alma – dijo Ágata cambiando el rumbo.
— Estás muy ocupada con esa obra, ¿no? Se nota que es muy importante para ti.
— Sí, por el momento, llena mi vida. Debo irme, perdona. Después, nos veremos.
— Desde luego.
Si no hubiera estado tan cegada, se hubiera dado cuenta que Alma sospechaba de algo. Pero solo pensaba en reunirse con su amado. La había llamado. Descendió hasta el sótano desde donde pretendía acceder a las bambalinas sin ser vista. Una voz la llamó desde el almacén de trajes.
— Ágata.
Reconoció ese tono de voz. Estaba lleno de deseo, de urgencia. Su coño se inflamó nada más escucharle.
— Ven aquí. No nos verá nadie.
la abrazó nada más entrar, acariciándole el respingón trasero con ansias.
— No puedo más. Voy a reventar. Tengo la polla llena de leche para ti, mi dulce roja.
Con esas palabras, se desabrochó la bragueta, sacando su polla ya crecida. La instó a que se arrodillara, justo detrás de uno de los grandes baúles que contenía trajes de época. Ágata tomó aquella polla adorada con sus labios, tragando todo lo que pudo. Al mismo tiempo, se llevó una de sus manos bajo la falda. Desde que se veía con Frank, solo utilizaba faldas cortas o amplias. A su profesor no le gustaban los pantalones en las chicas. Además, así era más cómodo a la hora de hacer el amor clandestinamente. Su coño ardía. Se acarició el clítoris con un dedo; ella también estaba deseosa.
— Buena chica, buena chica. Ven, túmbate sobre el baúl. Te la voy a meter por detrás...
Gimiendo por la excitación que la embargaba, Ágata se tumbó de bruces sobre el gran baúl, quedando con la cabeza un tanto baja y las nalgas al aire. Nunca le había dicho el placer que sentía cuando la hablaba así, cuando la trataba como un objeto, pero parecía que Frank lo supiese. Le levantó la falda por detrás y le bajó las bragas. Le acarició el coño a placer, incluso lo lamió fugazmente. Después, puesto en pie e inclinado sobre ella, condujo con una de sus manos la polla hasta el orificio apropiado. La penetró de un golpe, con fuerza. Ágata gritó, pero se aguantó. Sabía que era así como le gustaba a su profesor. Pronto estuvo gozando con los embistes de su hombre. La presión del cuerpo de Frank sobre su espalda la aplastaba contra el baúl, cortándole casi la respiración. Las fuertes manos le apretaban las nalgas con avidez y podía escuchar la respiración afanosa de Frank sobre su nuca.
— Mi pequeña actriz putilla, ¡qué coño tienes, madre mía! ¡Me enloquece, me sorbe entero! – masculló Frank.
Ágata ya no sabía dónde estaba; el placer la envolvía en olas cada vez más fuertes. Con un estremecimiento, se corrió; siempre lo hacía antes que él.
— Vamos, tómala toda. Trágatela...
Ágata se deslizó hasta el suelo y reptó hacia su macho, que empuñaba firmemente su polla. Ésta temblaba entre sus dedos, prontas para descargar. No tuvo más que lamerla un par de veces y el semen le salpicó la cara. Aún recordaba la primera vez que lo había hecho y lo feliz que se había sentido Frank. Le dijo que era maravillosa, que hacía lo que una mujer de verdad hacía para su hombre. No le gustaba demasiado tragarse el esperma; sabía salado y algo acre, pero quería contentar a Frank siempre que pudiera. Se lo tragó todo y limpió el pene con la boca.
Poco después, los dos estaban hablando de la obra sobre el escenario, como si no hubiera ocurrido nada, aunque ella le devoraba con los ojos cuando no miraba nadie.
La obra fue todo un éxito según Frank. La verdad es que el público se puso en pie para aplaudir. Ágata quedó muy convincente en su papel de Norma y sus padres la felicitaron por todo lo que había aprendido en el verano. Tuvo la certeza que podría seguir en la academia cuando empezara el curso del instituto. Aquella noche, en la celebración, no pudo acercarse a Frank más que como alumna y, la verdad, es que deseaba follar con él.
— No te preocupes, Ágata. Mañana lo celebraremos a solas, como se debe – le dijo en una ocasión en que estuvieron solos un minuto.
A la tarde siguiente, hicieron el amor con locura y bebieron champán. Cuando acabaron, Frank trajo un estuche a la cama.
— Es un regalo muy especial para mi mejor actriz – le dijo.
— Oh, ¿qué es? – preguntó ella, incorporándose sobre un codo, desnuda como una Venus.
— Algo que te hará recordar este día siempre y que contribuirá a nuestra felicidad. Ábrelo.
El estuche era rectangular y estrecho. Seguramente, se dijo, contendrían un reloj o una pulsera. Ágata pensó que Frank era muy romántico al regalarle aquello. Abrió el estuche y se quedó mirando el interior, sin comprender en un principio.
— ¿Qué es? – preguntó, desconcertada.
— Es lo que se llama vulgarmente un ensanchador. Es de plata pura – dijo Frank, quitándoselo de las manos.
— ¿Un ensanchador para qué?
— Para tu precioso culito, mi amor. Ha llegado la hora de poseerte por ahí, mi vida.
— ¿Por el culo? ¡Me harás daño! -- exclamó ella, asustada.
— No te preocupes. Para eso es este aparatito – explicó, alzándolo entre sus dedos.
Se trataba de un tubo romo, parecido a un consolador, pero sin forma explicita, de plata. Resplandecía bajo la luz de la lámpara. Tenía una largura de unos quince centímetros y no tenía más de dos o tres de circunferencia. Frank lo desarmó y Ágata comprendió que se componía de varias piezas. Todas de la misma forma, pero con tamaños diferentes.
— Empezaremos con éste – dijo, enseñándoselo. – Es poco más grande que un supositorio. Te lo insertaré en el recto y lo llevarás durante toda una semana, a todas partes, en todo momento. Así, tu esfínter se dilatará. Dispone de una cadenita para retirarlo en cualquier caso que se engancha al elástico de las bragas. Al cabo de una semana, aumentaré el tamaño hasta que te acostumbres.
— Frank, no quiero hacer eso. No estoy segura...
Frank la miró, con esa expresión molesta que tanto le dolía.
— ¿No harías eso por mí? Piensa en cómo voy a gozarte de esa forma, en la felicidad que nos dará. Si fueras mayor, no tendríamos que utilizar este ensanchador, sino que ya te habrías entregado a mí por tu voluntad.
Ágata no supo qué replicar; siempre se quedaba sin palabras ante sus propuestas.
— Ya verás. No es doloroso. Puede que sea un poco molesto cuando te sientes, pero en cuanto te acostumbres, pasará. Además, me han dicho que puedes llegar a gozar en silencio mientras lo llevas. Déjame que te lo meta...
Ágata no supo negarse y, como un niño con un regalo nuevo, Frank corrió a por una crema al cuarto de baño. La puso de bruces, con una almohada en el pubis para levantarle las nalgas. Embadurnó muy bien el ensanchador así como el recto, usando su dedo meñique. Al sentir aquel contacto, Ágata se tensó, nerviosa, pero reconoció que era placentero. El ensanchador penetró muy lentamente un par de centímetros y ella se quejó. Frank la consoló hasta introducirle los otros cuatro centímetros que faltaban.
— Probablemente se te saldrá en más de una ocasión. Quiero que me prometas que te lo volverás a introducir. No debes estar ni un momento sin él. ¿Me lo prometes?
— Sí – respondió ella, quejosa.
Le estaba costando trabajo mantenerse sentada en la silla. Ni siquiera escuchaba lo que el profesor estaba explicando.
— ¿Te ocurre algo, Ágata? – le preguntó Alma, a su lado.
— No, sólo estoy un poco nerviosa, eso es todo.
La verdad es que el ensanchador presionaba su recto con fuerza. Aquella misma mañana, Frank le había introducido la tercera y penúltima pieza en el trasero, había comenzado la tercera semana de su especial aprendizaje y, con ella, el curso escolar. Tenía que darle la razón a Frank. Gozaba en innumerables ocasiones llevando el ensanchador en el culo. Cualquier movimiento un tanto forzado, o simplemente sentarse, la ponía frenética. Cuando se acostaba, debía masturbarse hasta quedar rendida, agobiada por el tremendo calor que sentía en el ano.
La semana pasada, Frank la desvirgó analmente, cuando retiró la primera pieza del ensanchador. Le dolió una barbaridad, pero Frank parecía frenético por hacerlo. Cada tarde, la penetró analmente y, a la tercera ocasión, no sintió apenas dolor y si placer; un placer indescriptible y nuevo.
“Oh, me he puesto cachonda al recordar”, pensó al notar cómo su coño se humedecía
— ¿Puedo salir un momento? – preguntó al profesor, levantando la mano.
Se dirigió a los lavabos, dispuesta a masturbarse furiosamente antes de regresar. A la hora del almuerzo, acudió al despacho de Frank, quien la hizo pasar, con un beso.
— Me está matando – le dijo ella.
— Te gusta, ¿eh? – sonrió él.
— No puedo concentrarme en nada mientras que lo llevo puesto.
— De eso se trata. Veamos cómo estás.
Ágata solo necesitó una indicación para saber lo que Frank quería. Se acercó al sofá y se quitó la ropa, aún de pie. Después, se arrodilló sobre el mueble y apoyó sus manos sobre el asiento, quedando a cuatro patas, con el trasero alzado. Frank se arrodilló detrás de ella y tiró de la cadenita que colgaba. El ensanchador salió lentamente, produciéndole escalofríos. El hombre lo dejó caer en una palangana preparada para tal efecto, llena con agua, jabón, alcohol y colonia, en donde el instrumento se enjuagaría. Frank dejó caer un buen hilo de saliva en el ano y, a continuación, introdujo su dedo índice completamente.
— ¡Estupendo! Estás muy abierta ya.
— Entonces, ¿no me tengo que poner más ese cacharro?
— Oh, de eso nada. Hay que completar las cuatro fases. Sólo una semana más y se acabó. Tranquila, pequeña. Es por tu propio bien.
Mientras hablaba, la mano de Frank le acariciaba el coño lentamente, incrementando la excitación que la muchacha ya sentía. Ella agitó sus caderas, dispuesta.
— Y ahora, vamos a probar ese negro agujerito – dijo él, bajándose la cremallera.
Ensalivó un poco más el ano y condujo su miembro hasta el esfínter, presionando en él con el glande. Ágata se mordió el labio y se relajó; sabía, por experiencia, que si no se relajaba, el pene nunca entraría y le haría daño. Lentamente, el miembro fue desapareciendo en su interior, tragado por el recto. El miembro de Frank era algo mayor que el ensanchador y le costó trabajo meter más de media polla, pero lo consiguió. Ágata se sintió totalmente llena, desbordada. Sintió unos deseos inmensos de defecar, pero se aguantó. El dolor empezó a menguar. El ensanchador cumplía con su misión. Jadeó en cuanto Frank empezó a bombear. El glande rozaba las paredes de sus intestinos y eso la enloquecía. Su coño moqueaba literalmente. Tuvo que llevar un par de dedos a su clítoris y masajearlo para procurarse el placer que su cuerpo le pedía.
— Oh, Dios, ¡qué culo! – exclamó Frank, aprisionado por el esfínter.
— Oooh.... uuuuh... – jadeó ella, febril.
— ¡No puedo más!
— ¡Eso! ¡Riégame por dentro! ¡Suelta tu leche en mis tripas! – aulló Ágata, corriéndose.
Cayeron hacia delante, Frank sobre ella, desfallecidos.
La próxima semana, te la meteré entera, ya lo verás – le dijo Frank, besándola en la mejilla.