El arquero de Oakwood
A pesar de lo habilidoso que se pueda ser en algo, todo el mundo puede comoeter errores. Sin embargo, unos se pagan más caros que otros.
La primavera bullía por todas partes en la aldea de Oakwood. Las casas amontonadas brillaban bajo el brillante sol de la mañana, muy luminoso pero no molesto. En el cielo, unas pocas nubes mancillaban la pureza de su azul celeste, pero de momento ninguna presagiaba lluvia. Una ligera brisa soplaba desde el este, trayendo los aromas del bosque y un ligero frescor que proporcionaba una temperatura suave y agradable. Los más pequeños aprovechaban el buen tiempo para salir a divertirse con sus infantiles juegos, llenando los rincones con sus despreocupadas risotadas. Los mayores se encontraban en sus quehaceres habituales, dedicándose a sus empleos para poder llevar una buena comida a sus hogares. En los campos de cultivo, la actividad se desenvolvía en la época de siembra, desperdigando sobre la tierra las semillas que luego habrían de convertirse en plantas. Y luego en el alimento que llenara sus mesas.
Pero Henry no se dedicaba a la labranza. Él era un cazador, y obtenía su alimento de la carne de las presas que adquiría en el bosque o a partir de su venta. Era un hombre bien formado, con veintidós inviernos vividos a su espalda. No tenía los hombros muy anchos, pero era fuerte y tenía una complexión atlética gracias al ejercicio que hacía a la hora de perseguir a sus capturas. Tenía el pelo largo y oscuro, que le llegaba hacia la mitad de la nuca; una barba no muy frondosa que cubría su mandíbula dura y armónica; los ojos castaños como la madera de los robles que daban nombre a la aldea; y una nariz fina y afilada que podía rastrear los animales casi como un buen sabueso. Una cicatriz dividía su mejilla izquierda en dos, producto de la primera cacería a la que había asistido con su padre. Aquello fue fruto de su propia distracción, pues no vio el ciervo que huía frenético, herido por su progenitor, y que le causó aquella grave herida al embestirle con sus cuernos. Entonces solo tuvo la suerte suficiente de no perder el ojo ni la vida en el proceso.
Henry vivía solo. Sus dos progenitores habían fallecido hace dos años, fruto de una enfermedad que no llegó a cobrarse su vida. Tenía una hermana mayor, pero ella tenía otro hogar que compartía con su marido y sus dos hijos. A pesar de que Henry era un hombre apuesto que enseguida atraía la mirada cautivada de las doncellas, todavía no había tenido a bien contraer nupcias. Sin embargo, estaba comprometido con Emily, la hija del molinero, una joven tres años menor que él y que, aunque no era la muchacha más hermosa del pueblo, era todo un encanto de mujer y se había enamorado perdidamente de ella. Si todo iba bien, contraerían nupcias cuando llegase el verano.
Aquel bello día de primavera, Henry salió de la que había sido la casa de sus padres para obtener algunas piezas que poder vender a la tarde. Vestía una camisa ligera y fresca, cuyo color blanco estaba empañado por las múltiples cacerías que había tenido y la falta de una mujer en el hogar, y unos calzones de cuero que le llegaban por encima de los tobillos, que no se le veían gracias a sus grandes botas. A su espalda llevaba un carcaj y un arco largo, su arma preferida, con la que había abatido a cientos de presas a lo largo de su vida. Sin embargo, el oficio de cazador no era sencillo, y no siempre conseguía acertar en algún punto vital. Para esos casos, llevaba un cuchillo bien afilado en el cinto, cuyo filo reflejaba la luz del sol.
Se encaminó hacia las afueras del pueblo; hacia el amanecer, donde se encontraba el bosque que daba nombre a la aldea. Pasó por delante de la herrería y saludó a Joe, el herrero, un hombre corpulento y con aspecto de gigante que golpeaba el metal candente rodeado de humo y con el pecho al aire. Su hijo Adam, una viva imagen de él mismo en sus años más mozos, le ayudaba en las mismas circunstancias. También se cruzó con Bob, el molinero, que también utilizaba su molino como batán e iba cargado con unos rollos de tela. Y pasó por delante de Priscilla, la hija del posadero, quien estaba descansando sentada frente al negocio de su padre. En el pasado, aquella chavala también había intentado captar su atención y cortejarle, antes de que se comprometiese con Emily, pero Henry la había rechazado. En primer lugar, porque todavía contaba solo dieciséis veranos, y en segundo, porque la pobre era más fea que el culo de un burro, con su sonrisa torcida y sus ojos estrábicos. Aunque sí que gozaba de buen cuerpo que dejaría para otro hombre.
Tras salir de los límites de la aldea, se encontró penetrando en la linde del bosque a un centenar de pasos más allá. Percibió los sutiles aromas y fragancias que empañaban su buen aire y que denotaban enseguida que la primavera estaba en pleno apogeo. Margaritas, amapolas y violetas tocaban los lados del camino con sus llamativos colores que asomaban entre las distintas hierbas que hacían de la floresta su hogar. A cada paso que daba, la aldea se iba perdiendo tras de él y la naturaleza le rodeaba por completo, con sus trinos de pájaros y su viento que mecía las ramas. Al poco llegó a una bifurcación, y se decantó por el camino que viraba hacia su izquierda. Unos pocos pasos más allá, en un pequeño claro despejado por la actividad humana, se encontró con una cabaña de madera de cimientos sólidos de piedra: la casa de Philip, el guardabosques. Un hilillo de humo se colaba por la chimenea con la sinuosa danza de la serpiente mientras se desvanecía en el aire. Henry era un buen amigo de ese tipo, al que había conocido de toda la vida, así que accedió con total libertad.
-Buenos días-saludó a los presentes.
Esperaba encontrarse allí a su camarada, pero este no estaba presente. Allí solo había cuatro mujeres que se giraron al oírle entrar. La mayor de ellas era Laura, la mujer de Philip. Era una mujer bellísima, de caderas anchas y senos generosos que todavía conservaba la gracilidad y la esencia de su juventud a pesar de sus más de cuarenta veranos y sus muchos partos. Las malas lenguas decían que el guardabosques había elegido a la gema más preciosa de toda la aldea y se la había llevado al bosque para que fuese solo suya y nadie más la pudiese ver, pero eran más fanfarronadas sin intención de ofender que otra cosa. Las otras tres chicas eran sus hijas, todas ayudándola con las tareas de la casa. Henry fijó la mirada enseguida en la mayor de ellas: Bella.
Tanto o más hermosa que su madre, ella le devolvió la mirada con un cierto gesto de fastidio. Y no era para menos: hacía dos años, Henry la había cortejado, hasta el punto de que ambos habían intimado y perdido la virginidad el uno con el otro en ese mismo bosque, ocultos a las miradas indiscretas del mundo. Sin embargo, a los pocos días de aquello, Henry conoció a Emily y se enamoró perdidamente de ella. Enseguida se arrepintió de esa correría y rezó a todos los santos para que no se quedase embarazada, pues eso supondría que se vería obligado a desposarla y apartarse de Emily. Por suerte, sus plegarias fueron escuchadas y ni ella llegó a concebir un bebé ni sus padres llegaron a enterarse de aquella aventura prohibida. Pero la joven se sintió dolida por el súbito abandono y todavía no le había perdonado.
-Buenos días, Henry-saludó Laura-. ¿Ya vas en busca de algunas piezas?
-Por supuesto-respondió él, despreocupado-. ¿Dónde se encuentra Philip?
-Ha ido en compañía de Jonathan a colocar trampas para obtener algunas presas-Jonathan era el segundogénito de Laura y Philip y su único hijo varón.
-Ya veo… Venía a pedirle permiso para cazar algunas piezas.
-No hace falta, Henry. Ya sabes que siempre gozarás de su permiso, al igual que tu padre. Tan solo ten cuidado con sus trampas.
-De acuerdo. Hasta luego.
Henry abandonó la cabaña y dejó a solas a las tres mujeres. Uno podía pensar que se encontraban solas y desvalidas, pero habían vivido allí toda su vida y no tenían miedo a los peligros del bosque. Todo el mundo sabía de una ocasión en que fueron acosadas por unos proscritos que tenían la intención de robarles cualquier cosa que tuvieran de valor y Philip no se encontraba cerca. Las tres fueron capaces de atrincherarse a salvo de los proscritos, que no fueron capaces de entrar en la casa, mientras la pequeña se colaba por un agujero muy estrecho y corría a la aldea a pedir ayuda. Aquello sucedió hacía muchos años, pero todavía recordaban con orgullo esa gesta.
Henry desanduvo el camino y volvió a la bifurcación, pero esta vez tomó el camino de la derecha. Avanzó unos cuantos pasos por el sendero y luego giró hacia el interior del bosque. A pesar de sus botas, sus pasos eran acertados y cuidadosos, con lo cual no hacía ruido a la hora de caminar. Tenía mucho cuidado de por dónde pisaba, para evitar cualquier rama caída o pedrusco suelto que pudiese ocasionar algún ruido indeseado. Henry había perfeccionado poco a poco la técnica para fundirse con el bosque. Todavía recordaba aquella vez en que se quedó tan quieto esperando a que una presa se pusiese a tiro que un pájaro se posó en la punta de su asta. Con su arco empuñado y una flecha preparada en la cuerda se fue adentrando en busca de la primera pieza del día.
Sus sentidos estaban alerta. Cada movimiento, cada sonido, cada olor… Estaba preparado para cualquier cosa, como un guerrero que está a punto de entrar en la lid. A su alrededor, podía seguir oyendo el aleteo y los cantos de pájaros no comestibles que revoloteaban como si su presencia fuese inexistente. Aún más, parecían burlarse de él porque sabían que su carne y su plumaje eran inservibles para los humanos y no se molestaban en abatirlos. Henry avanzó entre los árboles como un gato sigiloso, como una pantera buscando una presa sobre la que saltar. El viento soplaba de frente, de manera que si se encontraba algún objetivo, no sería capaz de descubrir su presencia por el olor.
Al poco rato llegó a un calvero, donde los árboles dejaban paso al cielo para que su luz llegase al suelo sin barreras. Allí, las hierbas y los arbustos habían crecido con más libertad y sin ningún concierto. Un ruido de hojas removidas puso enseguida en alerta a su instinto, y entonces lo vio: una liebre que asomaba tímidamente entre la vegetación. Su pelaje le permitía camuflarse con cierta habilidad, pero Henry tenía un ojo entrenado y sabía captar las sutiles diferencias entre el pelaje y la fronda, además de los cautelosos pasos del animal. Se detuvo por un momento con la cabeza alzada y las orejas en alto, atenta a cualquier señal de peligro que accionase sus músculos en una huida por su vida. Henry aprovechó el momento sin vacilar: alzó su arco, tomó un par de segundos para calibrar la puntería, y después soltó. La flecha voló con un veloz silbido, rasgando el aire a su paso. La liebre intentó saltar para escapar de su trayectoria, pero ya era demasiado tarde. La punta se clavó profundamente en su piel, justo en el pecho, y cayó al suelo. Henry soltó un leve grito de triunfo y saltó desde su puesto para recoger la primera pieza del día.
Sin embargo, apenas dio un par de pasos cuando, de repente, el suelo crujió y se hundió bajo sus pies. Entre la maleza, alguien había cavado un agujero, recubierto con hojarasca y ramitas, creado para que algún animal despistado cayese ahí sin posibilidad de escapatoria. Estaba tan bien oculto que Henry ni siquiera se había llegado a dar cuenta de su presencia. El entusiasmo le había obnubilado y había pagado caro su error. Cayó con pesadez en el fondo del hoyo, entre una maraña de hojas y polvo. Notó su cuerpo magullado, aunque no había salido herido de gravedad. Sin embargo, enseguida sintió un fuerte dolor en el pie: había caído malamente sobre él y se había torcido el tobillo. Soltó un agudo grito de dolor mientras se derrumbaba en el fondo.
-Maldición…-farfulló.
Con esa lesión no podría salir por sus propios medios de allí. Necesitaba ayuda y estaba en medio del bosque. Estaba atrapado sin remedio hasta que el autor de la trampa apareciese.
Calculó el tiempo pasar a través de la abertura. Tal vez fue una media hora, o más, cuando le pareció captar un nuevo ruido. Alguien se acercaba, por fin. ¿Podía ser amigo o enemigo? ¿O tal vez solo un animal? Daba igual, lo evaluaría más tarde. No podía morir allí abajo. Tenía que salir de ahí.
-¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda! gritó.
Sus gritos fueron escuchados. Un rostro humano apareció allí arriba. La contraluz le hacía sombra y no podía reconocerle, pero aquel le reconoció a él.
-¿Henry? ¿Qué haces aquí?
-He caído en esta trampa. Y me he torcido un tobillo. Ayúdame a salir.
-Enseguida.
El recién llegado desapareció. Luego se presentó de nuevo, y arrojó un palo muy largo. Henry se levantó con dificultad sobre el pie sano, apoyándose en las paredes del agujero. El cuerpo todavía le dolía un poco, pero nada comparado con la lesión que le estaba torturando. Consiguió asir la rama y subió a pulso, mientras su rescatador tiraba desde el otro lado. Un rato después, estaba fuera, lleno de tierra y sudor por el calor que había pasado ahí debajo.
-Llévame a la sombra, por favor-suplicó.
El otro accedió. Le sujetó por los hombros y le ayudó a cojear hasta el abrigo de los árboles. Henry se desprendió de su arco y de su carcaj y los arrojó a un lado para poder derrumbarse en un lugar más amplio y cómodo. Solo entonces pudo ver el rostro de su salvador.
-¡Jonathan!-exclamó-. ¿Qué haces aquí? Me dijeron que estabas con tu padre.
-Sí, pero he ido a inspeccionar mis trampas. He hecho varias como esa para atrapar algún animal.
-Pues está muy bien hecha-replicó, divertido-. Ni la he detectado.
Intentó reírse, pero enseguida se le torció el gesto por una punzada de dolor.
-¿Te has hecho mucho daño?-preguntó Jonathan.
-No creo que pueda andar así. Tendrás que pedir ayuda.
-Espera. Primero te la entablillaré.
Jonathan se alejó para buscar algunos palos. Henry también le advirtió de que había una liebre capturada entre los arbustos, para que fuese a buscarla. El chaval volvió con ambas cosas, además de un trozo de cuerda que había sacado de su zurrón.
-¿En qué tobillo ha sido?-preguntó.
-En el derecho.
Jonathan cogió la bota de Henry y se la fue quitando lentamente. El arquero podía sentir cómo el más ligero roce le provocaba una oleada de dolor mientras el joven intentaba, con el mayor cuidado posible retirarle el calzado. Estaba seriamente dañado. Cuando quedó a un lado, retiró ligeramente la pernera para disponer de más rango de acción. Retorciéndose de dolor como estaba, Henry no se percató de cómo le había acariciado el vello de las piernas de una manera melosa e innecesaria, infiltrando la mano por la prenda hasta llegar a la rodilla.
Unos segundos después, Henry alzó la mirada, extrañado porque Jonathan no le estaba entablillando. El joven reaccionó como una exhalación. Retiró la mano y empezó a disponer las ramas para la operación.
-¿Qué estabas haciendo?-inquirió el arquero con tono acusador.
-Nada-dijo el otro-. Sujetarte la lesión. ¿Qué iba a estar haciendo si no?
Henry notó su tono nervioso, pero lo achacó al hecho de que nunca antes había tenido que reforzar una lesión. Incluso se preguntó si se había imaginado algo. Luego, su cerebro disipó esas ideas cuando otra oleada de dolor le llegó. Jonathan había colocado cuatro palos a ambos lados, para mantener el pie en su sitio, y los había atado con gran fuerza para que no se moviese. Solo esperaba que no le quedase una cojera después.
-Gracias-musitó Henry.
-De nada.
-Y ahora ve a buscar ayuda. Necesitaréis unas angarillas para sacarme de aquí.
Sin embargo, el hijo del guardabosques, de cabello ralo y espeso, no se inmutó ante su orden. Se quedó allí, arrodillado a su lado, mirándolo como en una especie de trance. Henry estuvo a punto de decirle algo para que volviese en sí, cuando el chaval se abalanzó sobre él e intentó besarle. El arquero, atónito por la inesperada reacción, llegó a sentir el contacto de sus labios antes de poder rechazarle. A pesar de que el joven era delgado y menudo, había alcanzado recientemente la mayoría de edad y tenía una fuerza inusitada para alguien de su constitución.
-¿Qué te crees que estás haciendo?-exclamó Henry, indignado, cuando por fin pudo quitárselo de encima.
-Eres tan bello…-musitó.
-¡Yo no soy sodomita! ¡Y este no es el momento ni el lugar!
-Yo te vi aquel día… Tienes un cuerpo precioso que llevo añorando mucho tiempo…
Jonathan le puso una mano sobre la pierna y empezó a frotarla por encima de la tela. Sin embargo, Henry estaba más inquieto por lo que había dicho y la siniestra calma con que había hablado.
-¿Qué día? ¿A qué te refieres?
-Cuando te llevaste a mi hermana al bosque y la desvirgaste.
Henry se quedó en shock. Hubiera jurado que aquel día Bella y él estaban solos. No habían oído nada: ni una ramita, ni un pájaro, ni tan siquiera el viento. Se habían desnudado a escondidas y habían hecho el amor con pasión, seguros de que nadie podía observarles.
-¿Estabas allí?-inquirió, enfurecido.
-Así es. Mi hermana es bella, pero tú lo eres más. Llevo desde entonces soñando con que me poseas, tal y como la poseíste a ella.
-¡No digas locuras! ¡La sodomía es pecado! ¡Y ahora ve a buscar ayuda!
Jonathan se quedó mirándolo a los ojos. Había conocido a aquel chaval desde que había nacido. Había cuidado de él, le había enseñado cosas… Era como un hermano pequeño para Henry, pero allí, en esas circunstancias, no le reconocía.
-Me iré-dijo, levantándose-. Pero no volveré con ayuda. Te quedarás aquí, y morirás de inanición. Y nadie encontrará tu cuerpo jamás.
El arquero no daba crédito a lo que oía.
-¿Hablas en serio?
-Sí.
-¡No puedes hacer eso!
-Puedo. Y lo haré. Salvo que accedas a catar conmigo.
La palabra “indignación” se quedaba corta para describir lo que sentía Henry. Estaba completamente incapacitado para andar, en medio de un bosque poco frecuentado, y su única salvación era un chaval que le estaba utilizando, le estaba chantajeando para tener relaciones impuras con él. Era básicamente una decisión de vida o muerte a traición.
-¿Por qué quieres hacer esto?-preguntó, desesperanzado.
-Porque te adoro. Quiero sentir tu cuerpo, tal y como hizo mi hermana.
-No. ¿Por qué aquí y ahora? ¿Por qué me estás haciendo esto?
-Porque sé que en circunstancias normales no aceptarías. Te marcharías y jamás tendría otra oportunidad tan buena como esta.
Henry apretó los labios. No tenía otra alternativa. Podría haber apuñalado al joven con su cuchillo o con una flecha, pero todas sus armas habían caído más lejos de lo que podía llegar. Arrastrarse hasta ellas no sería una opción, puesto que Jonathan reaccionaría aún más rápido que él. Y, aunque consiguiese herirle de muerte, eso jamás le ayudaría a volver a la civilización.
-Está bien…-claudicó.
Jonathan sonrió. Enseguida se retiró la camisa y la arrojó a un lado. Tenía un cuerpo núbil y fino, todavía atrapado en la adolescencia, con muy poco vello. Se sentó a horcajadas sobre Henry y con un brazo le instó a que se echara. Este cerró los ojos e intentó invocar el recuerdo de su amada Emily para pasar el mal trago.
Mientras sentía cómo las manos de Jonathan se infiltraban bajo su camisa, intentó imaginar que eran las manos de su Emily las que le acariciaban y rozaban su piel. Que los frágiles dedos de ella se entrelazaban entre su vello varonil y le desataban la camisa con gentileza y sin premura. De vez en cuando, un pinchazo proveniente de la pierna le hacía gruñir y perder la concentración. Recordaba que esas manos eran las de Jonathan, el hijo de su amigo, el primogénito del guardabosques, y tenía que volver a concentrarse y recordarse por qué lo hacía. Porque tenía que volver con ella, con su amada Emily, y ese maldito niño venido a menos le había coaccionado. Jonathan, por su parte, interpretaba esos gruñidos de dolor como si fuesen de placer, y le ponía más empeño a su propio disfrute. Cuando la camisa de Henry estuvo abierta por fin, pudo vislumbrar su cuerpo: atlético, bien formado, velludo y perlado del sudor. Quiso saborear esa esencia varonil que emanaba de todos sus poros. Y empezó a recorrer cada palmo de su piel, cada centímetro de su musculatura, con la lengua y con los dientes.
-¿Es necesario?-gruñó Henry.
No hubo respuesta. Daba a entender que todo lo era. Se sentía violento e indefenso. Volvió al recuerdo de su dulce Emily, a visualizar que aquella boca húmeda era la suya. No se lo perdonaría jamás.
Henry creía que las cosas no podían ir a peor. Pero se equivocaba. Al rato después, cuando Jonathan se cansó de pasar la lengua por su cuerpo, se incorporó. El arquero pensó que ya le iba a dejar en paz, que ya se había divertido lo suficiente, pero no. Notó como sus manos asían su cinturón, en el que antes había tenido la daga, y le liberaban de su ceñidura. Henry abrió los ojos, alarmado, y se incorporó para repeler al chico.
-¡Eso sí que no!-gritó.
Llegó a empujarle. Jonathan perdió el equilibrio y se desplomó de espaldas. Estuvo a punto de caer sobre la reciente lesión del arquero, pero detuvo la caída con los codos.
-Está bien-dijo-. Entonces me marcharé y no volveré.
Otro nuevo chantaje. Henry notaba la sangre bullir en las venas.
-¡No puedes hacerme esto! ¡Te estás pasando! ¡Dos hombres no pueden tener un contacto de este tipo!
-Te lo he dicho. Quiero sentir tu cuerpo, tal y como lo hizo mi hermana. Es el trato.
-¡Lo que propones es indecoroso!
-Pero placentero… Puede que al final te acabe gustando.
-¡Jamás me gustará!
-Entonces no te importará lo que hago. Lo necesitas si quieres volver a la aldea.
¿Había jurado ya que le odiaba? Pues así era. Mil veces odioso. Jonathan vio su gesto de rendición y enseguida llevó sus manos a los calzones de Henry. Acabó de desceñir el cinturón y retiró la prenda. Allí estaba: el miembro de Henry. Un buen ejemplar que brotaba de entre su mata de vello púbico y sobre sus testículos. Yacía flácido, caído hacia un lado. Jonathan lo asió con una mano. Henry notó su tacto; una sensación que solo había sentido una vez, con Bella. Se prometió que permanecería impasible. Nada de lo que dijese o hiciese cambiaría las cosas, para bien o para mal. Tenía que pasar por aquella mala experiencia. Y cuando terminase, lo desecharía de su mente. Y esta vez no apartó la vista. Era un hombre valiente, que se había enfrentado a bestias de todo tipo en ese bosque. Eso no podía ser peor.
Jonathan todavía le mantenía agarrado por la hombría. Y estaba acercando su boca a ella.
-Eso está sucio-comentó.
-Pero te gustará, ya lo verás.
Lo dudaba mucho. Jonathan lo engulló, laxo como estaba. Henry sintió la humedad de su boca. Había tenido esa sensación antes, con la humedad del sexo de una mujer, pero esta vez era muy distinto. Podía notar sus dientes rozándole y su lengua jugueteando con ello. Y le hacía cosquillas. Fue entonces cuando su cuerpo le traicionó. Se había prometido impavidez y tenacidad, pero en ese momento la sangre empezaba a bajarle hacia abajo, y su hombría empezaba a endurecerse. Intentó con la mente dar una orden a su organismo para que dejase de hacer eso, pero llegaba tarde y, en cualquier caso, era inútil. En unos pocos segundos, había llenado la boca de Jonathan con toda la extensión de que disponía. Y este disfrutaba como un niño pequeño, deleitándose en el placer que saboreaba y que producía a Henry. Y este sufría en su fuero interno, en su honra, en su dignidad, porque sentía que disfrutaba a manos de otro hombre.
El arquero no supo decir cuánto tiempo duró aquello. Tan solo fue consciente de nuevo de quién era él cuando el chico le soltó.
-¿Has acabado ya? ¿Vas a ir a buscar ayuda de una vez?
-No. Aún queda lo mejor.
Había oído hablar historias de aquello. En los sermones del padre Mathias, cuando enumeraba los numerosos pecados de la carne que su religión sancionaba. Cuando conminaba a arrepentirse de todos los que se hubiesen cometido, con el objetivo de purificar el alma y librarse de las llamas infernales que aguardaban al otro lado. Sin embargo, nunca se habían detallado las maneras en que se practicaba la sodomía. Pero Henry sospechaba algo, al igual que todas las gentes que sabían algo sobre orificios que excitaban a las mujeres. Y sus sospechas se iban a disipar enseguida.
Jonathan se levantó y se quitó sus propios calzones, que resbalaron hasta tierra desprendidos de su sujeción en la cintura. Era la primera vez que Henry contemplaba el pene erecto de otro hombre. El de Jonathan era de tamaño medio, tirando a corto, y el glande apenas asomaba tímidamente en la punta. Ahí abajo ya había crecido todo el vello varonil que tenía que crecer, aunque era más escaso que el de Henry.
-No irás a…-musitó, sin atreverse a continuar.
-Pues claro que sí. Es lo mejor de todo.
-No puedes hacer eso.
-Claro que puedo. Ya lo he intentado antes con Adam.
¿Adam? ¿El hijo del herrero? ¿Él también era sodomita? Tenía la misma edad que Jonathan y un temperamento huraño que le hacía permanecer distante la mayor parte del tiempo. Sin embargo, también era un chaval fornido y bello que podría ganarse a todas las chicas que quisiera, si no fuera porque estas rehuían su carácter arisco y una personalidad explosiva que podía estallar en cualquier momento, y no en el buen sentido. Ahora Henry tenía más incógnitas que nunca y más secretos que tendría que sellar entre sus labios.
Mientras tanto, ahí llegaba el momento. Jonathan, desnudo y excitado, a punto de sentarse sobre el miembro erecto de Henry. Todo a cambio de su supervivencia. El primer contacto fue duro, y ambos notaron el ligero primer dolor de la fuerza ejercida. El muchacho se levantó, y volvió a intentarlo una vez más. A la tercera, Henry notó cómo su glande se hundía en el ano. Ambos lanzaron un gemido de placer, uno ansiado, el otro inesperado. El proceso se repitió una y otra vez, cada intervalo más profundo, cada rato más placentero. Jonathan gozaba. Henry no se podía creer que de verdad su cuerpo pudiese reaccionar de manera tan positiva.
-Te gusta, ¿verdad?-preguntó el hijo del guardabosques.
El arquero no le devolvió ni la más mínima réplica.
-Es una pena que no me desees-prosiguió-. Podrías poseerme tal y como hiciste con mi hermana. Disfrutarías como nunca.
Pero eso no se parecía en nada, pensó Henry. Las mujeres eran húmedas, tenían senos que agarrar y solían dejar que los hombres las montasen. Jonathan no era húmedo, no tenías las dulces y suaves curvas de una fémina y, sobretodo, no estaba siendo montado, sino que montaba. Aún peor, le estaba forzando, le estaba utilizando para su propio disfrute. Y él se sentía vulnerable, desarmado, indefenso, descubierto, desnudo hasta el alma. Y sucio como jamás en la vida se había sentido.
De cuclillas y a horcajadas sobre él, Jonathan iba subiendo y bajando, exprimiendo cada gota de su ser, apoyando las manos en el vientre de su amante forzoso y gimiendo con un chillido que Henry nunca había oído. Henry forzaba labios, dientes, encías, uñas, lengua y hasta las uñas para aguantar aquel cosquilleo en sus gónadas que se producía durante el acto carnal. Y, sin embargo, a través de esa defensa férrea, algunos leves gemidos llegaron a escapar de su garganta. y cada vez que llegaba a oídos de Jonathan, este aumentaba el ritmo con que caía sobre su miembro tieso dentro de él. Y Henry sentía cómo se hundía cada vez más en la tierra, con los hierbajos clavándose en su piel desnuda, mientras los pájaros se burlaban de él con sus trinos, pues era un cazador cazado.
¿Cuánto tiempo duró aquello? No sabría decirlo con certeza. Pero sí supo cuándo se acabó. Cuando, con un último y casi lastimero gemido, su varonil fuente de leche explotó. Jonathan le acompañó a coro, como dos lobos que aullasen a la luna.
-¿Ya… ya te has quedado… a gusto…?-balbució Henry, mientras su cuerpo vibraba de manera inconsciente.
-Sí…
Por fin, Jonathan se levantó. Henry vio un hilillo de semen que corría entre sus muslos. Por lo menos, se dijo, no tendría que preocuparse por embarazos no deseados. Aunque poco podía hacer la pulla por aliviar su indignación. Henry se arregló la ropa y se volvió a vestir, avergonzado como estaba de sí mismo. No se sentiría a gusto sin ropa durante una buena temporada. Jonathan también se volvió a vestir.
-Ahora iré a buscar ayuda-dijo.
-Has amenazado con abandonarme. ¿Cómo sé que no cumplirás tu amenaza ahora?
-Tranquilo. Tenemos un trato. Además, eres demasiado apuesto como para permitir que mueras.
Jonathan empezó a alejarse. Pero Henry le detuvo un instante.
-¡Espera!
-¿Qué quieres?-inquirió el otro indolente, como si no hubiese sucedido nada.
Henry se giró lo que pudo para mirarle a la cara. Desearía rajarle la garganta a ese chaval y a la actitud tan soberbia que estaba tomando. Pero tenía que tragarse su orgullo propio.
-Prométeme que no le contarás esto a nadie. Nunca.
Jonathan sonrió con malicia.
-Descuida. No lo haré. Al igual que mi hermana, yo también sé guardar secretos.
Henry se sintió aliviado, mientras un escalofrío le recorría la espalda.
Varios minutos después, Jonathan volvía junto con su padre y otros tres hombres, armados con unas angarillas, dispuestos a llevarse al herido de vuelta a casa. Ninguno de ellos sospechaba lo que allí había sucedido entre el joven hijo del guardabosques y el arquero de Oakwood que se iba a casar ese mismo verano.
Y, por el bien de este y de su amada, nadie lo sabría jamás.