El Arco Tensado (6: La Doctora y la Putita)

Un joven de 22 años es educado por una dominatriz de 35, quien le enseña a emitir su semen gota a gota.

VI – LA DOCTORA Y LA PUTITA

Después de que fui anillado y comenzó mi verdadera educación, cada vez que me anunciaba su llegada me aseguraba, una hora antes, de arrodillarme a la entrada, frente a su fusta que colgaba en el llavero, al lado de la puerta, y masturbarme afanosamente sobre un diario extendido en el piso. Primero me bañaba; me rasuraba todo el cuerpo según lo ordenado; tomaba mis pastillas; me atalajaba de cuero (collar con cadena, trabones en muñecas y tobillos, ligadura de cuero en los testículos, y cadenita de plata colgando del anillo del prepucio), y luego corría a cumplir mi tarea con dedicación y empeño, como si ella estuviera controlándome. En realidad siempre temí que me filmara o me observara subrepticiamente con alguna cámara oculta.

De todos modos cumplía la tarea con ansiedad y placer. Me visitaba una o dos veces por semana y masturbarme me estaba prohibido salvo una hora antes de su llegada, pero mis pastillas debía tomarlas diariamente de modo que estaba casi siempre excitado, con el pene, si no erecto, al menos turgente; y con la mente puesta en ella permanentemente, ansiando su llegada.

Masturbarme frente a su fusta, en soledad, me hacía sentir ridículo y avergonzado al principio, pero poco a poco se fue convirtiendo en una especie de vicio. Lo humillante y vergonzoso de la situación me producía una ansiedad y una excitación inexpresable y comencé a introducir variantes y perversiones en mi ejercicio masturbatorio, como por ejemplo darme chirlos en el pene mientras trataba de lamer la fusta, pendiente del perchero e inmóvil, como si ella me obligara a hacerlo sosteniéndola en la mano. El recuerdo de mis tribulaciones cuando me castigaba, aumentaban mi excitación hasta hacerme reventar en gruesos chorros y goterones sobre el periódico.

A veces dejaba saltar el semen a borbotones, rápida y brutalmente, pero otras veces trataba de controlarlo y dejarlo escurrir de a poco, prolongando el orgasmo con apretones en el glande y arrojando gotitas espasmódicas. Llegué al fin a dominarme tanto que podía incluso soltarme el miembro en el momento en que sentía subir la eyaculación, y poniendo las manos a la espalda, dejar fluir el semen sin tocarme, estimulándome y conteniéndome sólo con contracciones perineales y un enorme esfuerzo de voluntad, mientras observaba la fusta, sacando la lengua como un poseso. Aquellos ejercicios vergonzosos me producían un placer indecible y me encantaba ver después los abundantes eyaculados sobre el diario, mientras esperaba su llegada, como un alumno que ha hecho los deberes y espera la felicitación de la maestra.

A veces la espera superaba la hora indicada. La ansiedad, la excitación y la vergüenza al oír sus tacos aproximándose por el pasillo aceleraban mi corazón al doble de su ritmo normal.

Sabía que al entrar controlaría primero mi deposición sobre el papel, mientras yo permanecía arrodillado con la vista baja, y después, generalmente, tomaría la fusta y caminaría a mi derredor controlando mi posición y mi erección. No era raro que me corrigiera con ardorosos fustazos en las nalgas, o que probara la tensión de mi miembro dándome chirlos con la fusta.

Rara vez me hablaba en esas ocasiones y jamás ponderaba el volumen de mis eyaculados. Parecía que mis progresos le eran indiferentes.

En realidad, en las semanas que llevaba como su prisionero, había cambiado en cuerpo y alma.

Físicamente me sometía a dos tipos de ejercicios diferentes: Los primeros, que realizaba en el gimnasio austero que estaba del otro lado del pasillo de entrada, eran ejercicios normales de fortalecimiento consistentes en trote sobre cinta, flexiones, pesas, salto de cuerda, "lagartijas", isometría, etc. Mi cuerpo, privado de alcohol y tabaco y sometido a este régimen extenuante, pronto fue adquiriendo un aspecto musculoso, magro y austero. Como me ordenaba permanecer totalmente afeitado y, a veces, untarme con aceites aromáticos antes de sus sesiones educativas, yo observaba con asombro mis cambios en el gran espejo del loft, y me sentía como un gladiador preparándose para un festival guerrero. Así, cuanto más me humillaba y doblegaba, más viril y potente me hacía. No me disfrazaba de mujer, ni me ordenaba hacerlo. No me prohibía las erecciones, ni me ligaba el pene de forma que no pudiera tenerlas, sino que por lo contrario, me exigía homenajearla con un sable duro y fervoroso todo el tiempo. Quería dominar un macho; tenerme tenso como un arco; hacerme gotear semen por ella cada vez que se le daba la gana... amaestrarme.

El segundo tipo de ejercicios tenían por objeto que dominara toda mi musculatura, particularmente la pelviana y la perineal, para que controlara mis orgasmos, no según mi voluntad, sino según la de ella. No tardé en comprender que el proceso se dividía en dos etapas: yo dominaba mi sexo con la mente, y ella dominaba mi mente con su presencia, de modo que mis eyaculaciones pasaban a ser un reflejo de sus órdenes.

Finalmente entendí, aunque nunca me lo explicó claramente al principio, que lo que deseaba era instruirme de tal modo que pudiera satisfacer una mujer manteniendo la verga como una palo durante horas, dándole placer con eyaculaciones controladas, sin cansarme y sin "secarme".

- Hay machos bien adiestrados- me dijo un día –que pueden tener orgasmos sin eyacular, con lo cual duran horas y le dan mucho placer a sus mujeres; pero yo no acepto eso porque se me antoja como un orgasmo fingido. Puede ser ofensivo para una dama tener orgasmos en manos de un payaso que bombea toda la noche sin acabar. La mujer quiere semen...mucho semen. Quiere sentir el poder de vaciarle los huevos a su hombre. Por lo tanto, un macho bien educado debe tributarle leche a su señora cuando esta lo desee o lo necesite. Inclusive cuando no estén follando. Debe estar en condiciones de eyacular donde su dama lo desee, sobre sus pies, sus piernas, sus nalgas o su espalda, en sus manos, en el suelo, frente a ella, o sobre su ropa o sus zapatos. Una mujer desea que su hombre se moje los pantalones por ella en cualquier lado, en la calle, en un taxi, en un ascensor o en un restaurante. Con sólo pedirlo, o con sólo tocar el bulto siempre hinchado de su macho, quiere ver una mancha de semen agrandándose en su entrepierna. Eso la hace sentirse deseada feliz. Algún día lo entenderás .

Lo cierto es que progresé, clase tras clase, hasta llegar a eyacular arrodillado ante ella, con las manos a la espalda, sin tocarme ni moverme, y exactamente cuando me lo ordenaba. Pero nunca logré reprimir los orgasmos después de comenzados, de modo que mi dominio sólo alcanzaba para dejar fluir el semen como un río interminable y manso, pero que no cesaba hasta agotarse, chorreando desde la punta de mi glande por toda la verga, los testículos y las piernas hasta el suelo. Eran orgasmos que me volvían loco de placer por su lentitud, su profundidad, por la humillación de estar tan vulnerable ante su mirada despectiva, y sobre todo porque sabía que la incontinencia sería castigada..

Estos fracasos la enfurecían y las clases terminaban generalmente en torturas y humillaciones degradantes como lamer mi "porquería" del piso.

A veces me ordenaba poner el miembro sobre un taburete y, pisándomelo, me obligaba a eyacular interrumpiendo y permitiendo alternativamente la eyaculación con la presión de su bota. Estos pisotones prolongaban mis orgasmos durante largos minutos y me producían verdaderas convulsiones en la musculatura eyaculatoria, pero no la satisfacían en cuanto no dependían de su voluntad sino de su castigo.

Otras veces me cortaba los orgasmos con fustazos en el glande, pero, para mi desesperación, el castigo me descontrolaba a tal punto que a veces terminaba soltando un chorro a varios metros como en mis primeros días de entrenamiento, y eso terminaba siempre en escarmientos feroces y sádicos como el uso del cilicio por períodos prolongados, o el pinzamiento de los pezones unidos al glande por la terrible cadenita de plata.

Cualquiera que fuera el resultado de las clases siempre terminaban con la orden de agradecerle devotamente lamiéndole las botas, los zapatos o las sandalias. A veces, cuando se excitaba castigándome, me ordenaba agradecerle lamiéndole la vulva o el ano, o ambos, lo cual solía terminar para ella en orgasmos extraordinarios, y para mi en largas noches de ansiedad, humillación y terror. Otras veces se hacia lamer sin excitarse, sometiéndome a un frío control, degradándome sádicamente y rebajándome con frases ultrajantes.

No importando cuan terrible fuera su visita, yo esperaba la siguiente loco de excitación y ansiedad.

A veces, después de las sesiones de entrenamiento, quedaban bragas o medias de seda, o lencería tirados por el loft, que yo juntaba y depositaba en un canasto, a la entrada de sus habitaciones, para que las recogiera la señora de la limpieza. Más de una vez, cuando me tocaba masturbarme sobre el periódico, antes de su llegada, corría al canasto y, furtivamente, tomaba una braguita perfumada para chupar y lamer mientras me manoseaba arrodillado ante su látigo.

Una vez, cansada de azotarme por mi descontrol, se sentó en el secreter y se puso a escribir mientras yo lamía sus pies, con las nalgas y la espalda ardiendo. Mantenía los pies cruzados bajo la silla mientras escribía, calzados con unas bellas sandalias. Tenía una pulsera con un dije en el tobillo y algunos anillos en los dedos, así que yo se los lamía con devoción, hecho un ovillo bajo la mesa, golpeándome el abdomen con el glande hinchado de excitación.

Después de un rato se paró, introdujo una nota doblada en un sobre y dejándolo sobre el secreter, me dijo: - Mañana irás a esta dirección y seguirás las instrucciones que se te den. La señora Olga te dejará por la mañana la ropa que necesites para salir a la calle.

Me apresuré a aceptar la orden, gateando para besar sus pies, mientras me preguntaba extrañado qué me estaría mandando a hacer.

Después que se fue tomé la carta del secreter pero estaba cerrada y no pude enterarme de su contenido. Sólo tenía escrita en el sobre, con su letra bella y firme, una dirección.

Al día siguiente, después de la partida de la señora de la limpieza, me vestí apresuradamente con la ropa que me dejó en una bolsa (pantalón, camisa, zapatillas, y un impermeable) y salí a la calle por primera vez en meses. Pelado, mal vestido y con un dije en la lengua, era un extraño para mi mismo cuando me reflejaba en las vidrieras y escaparates. Me sobresaltaban los bocinazos y el bullicio matinal después de meses de silencio y soledad en mi prisión. Pero me sentía extrañamente desinhibido y libre. Atlético, elástico; miraba a las mujeres como un depredador, conciente de que más de una vendería su alma por conocer mis habilidades y secretos sexuales.

Caminando, (no tenía dinero) llegué hasta la dirección indicada: un departamento alto en un edificio céntrico en cuya coqueta puerta de roble se leía una placa de bronce "Doctora Ileana Yello – Sexóloga" . Apenas entré me encontré en un recibidor donde aguardaban varias mujeres de diferentes edades. Al fondo, sentada tras un escritorio muy moderno y ergonómico, un jovencita revisaba alternativamente un fichero y la pantalla de su computadora. Me acerqué tímidamente y esperé a que levantara la vista y me atendiera, pero continuó concentrada en su tarea ignorándome deliberadamente. Era apenas una adolescente con un par de granitos de acné. Tenía una cara bonita, pero con un aire insolente y provocativo. Masticaba chicle abriendo una boquita de aspecto vicioso y moviendo la cabeza constantemente para apartar el flequillo de sus ojos. Era fácil imaginársela masturbándose con sus deditos infantiles.

Después de un rato levantó la vista inquisitivamente hacia mi. Sin saber que decir, le extendí el sobre. Cuando lo vio se dibujó en su rostro de putita, apenas, lo que me pareció una sonrisa.

- Debo tomarle los datos – me dijo con una mirada entre burlona y aburrida; y procedió a interrogarme mecánicamente llenado una ficha. - Tome asiento - me dijo finalmente señalándome los sillones con la cabeza y escrutándome con descaro - La doctora lo atenderá cuando se desocupe -

Esperé por más de una hora observando el trajinar de la putita atareada con papeles de los pacientes y comunicándose con la doctora por un intercomunicador. De vez en cuando se paraba y se dirigía al interior del consultorio llevando fichas o historias clínicas, y pasaba delante de los pacientes, enfundada en un casaca blanca corta, sin mangas, y contoneando un culito provocativo bajo una minifalda que casi dejaba ver sus braguitas, calzada con unas botitas cortas, de buen taco, abotonadas al costado y rematadas con unos soquetes con puños de puntillas. Finalmente, cuando ya no quedaba nadie en la espera, me llamó por mi apellido y, haciendo un globito con el chicle me indicó con la mano la puerta del fondo, observándome irónicamente mientras cruzaba el salón.

Apenas traspasé la puerta me encontré en un amplio consultorio dividido por el decorado y los muebles en dos secciones netamente diferenciadas: la parte de la entrada estaba revestida en madera, totalmente alfombrada, con dos paredes cubiertas de libros, un gran escritorio de caoba, plantas de interior, lámparas de pie y bonitos cuadros con escenas cortesanas y bucólicas. La otra parte era un verdadero laboratorio con piso de cerámica, mesadas, una camilla, aparatos modernos como tomógrafos, o electrocardiógrafos, con cables, tableros de lucecitas de colores parpadeantes y cintas de papel continuo de registro.

La doctora estaba sentada en su escritorio leyendo la nota de mi dominatriz. Era una mujer fina y alta, delgada, como de treinta o treinta y cinco años. Tenía un fino cabello rubio ondulado y corto y un aspecto de extrema pulcritud con su guardapolvo blanco almidonado. Sus únicas alhajas eran una sortija, una cadenita y un reloj de oro en la mano izquierda. Bajo el escritorio pude ver sus largas piernas cruzadas, enfundadas en medias de seda de color marrón oscuro y calzadas con unos elegantes zapatos de charol con hebillas doradas y finos tacones.

Yo saludé y me mantuve parado al lado de la puerta sin saber que hacer.

No me contestó. Permaneció un rato evaluando la nota y finalmente levantó hacia mi unos hermosos ojos verdes y me estudió críticamente por encima de sus anteojos.

- Parece que tiene usted un problemita con la contención de sus orgasmos – me dijo como si yo fuera un eyaculador precoz. – Vamos a tener que hacer algunos estudios para ver que está pasando - y volvió a estudiar la nota por un rato. Quise argumentar o aclararle mi situación, pero me interrumpió, diciendo sin mirarme: - Lo que usted se propone es difícil, no todos los hombres pueden lograrlo. Voy a tratar de ayudarlo. Ahora contamos con técnicas bastante eficientes para esto... va a tener que quitarse la ropa para hacer los estudios - agregó.

Extremadamente turbado, comencé a desnudarme sobre la alfombra. Tenía poco que sacar, así que casi en seguida estuve desnudo, en zapatillas, tapándome torpemente el sexo con las manos. Levantó la vista y me estudió profesionalmente sin percatarse de mi vergüenza.

- El calzado también, por favor - dijo mientras se paraba y rodeaba el escritorio tomando una regla larga de la biblioteca y caminado hacia mi. Por un momento pensé que me estaba por asestar un reglazo y tuve el reflejo de arrodillarme, pero pasó a mi lado y se dirigió hacia una lámina que mostraba la anatomía de los genitales masculinos.

- Venga - me dijo – quiero mostrarle como funciona -

Me acerque tapándome el sexo hasta estar a su lado frente a la lámina. Tenía un perfume delicado y era bastante más alta que yo. Ambas cosas me turbaban en extremo. La sentía pulcra, fina y distante, y yo me sentía grotesco, con mi pene afeitado y anillado, las nalgas tal vez marcadas por algún fustazo profundo, descalzo, desnudo y torpe.

Hablaba con su bello rostro vuelto hacia la lámina y me explicaba detalles de mi sexualidad, señalando las distintas partes con la regla que empuñaba con la mano izquierda, de finas uñas, mientras mantenía la derecha enfundada en el bolsillo de su guardapolvo de modo que sólo asomaba el pulgar.

Me daba una clase técnica perfecta, nombrando y señalando músculos que yo jamás había imaginado, y explicándome detalles fisiológicos, como si yo estuviera vestido y tomando notas. Cada vez que movía el brazo o cambiaba de posición, su guardapolvo almidonado hacia un ruidito de fricción y se desprendía de su cuerpo una fragancia delicada que me hacia pensar en su guardarropa.

Lamenté haber tomado mis pastillas esa mañana porque me estaba creciendo una erección bajo las manos, y la cara me ardía de vergüenza.

No pude prestar atención a la mitad de las cosas que me dijo, pero comprendí que se refería al control muscular de las emisiones de la próstata y de las vesículas seminales, y de cómo progresaban a lo largo del pene erecto.

De vez en cuando me miraba a los ojos como para evaluar mi comprensión de sus explicaciones y yo asentía estúpidamente rogando que no bajara la vista hacia mis manos y mi sexo. Si comprendía mi turbación lo disimulaba. Tal vez no le importara o estuviera habituada a situaciones similares.

Finalmente me explicó que debía colocar electrodos en diferentes partes, que me señalaba con la regla, para comprobar la fuerza y la sincronización de mis contracciones. Luego me miró el sexo y dijo profesionalmente: -veo que tiene una erección, no se preocupe, es mejor así, porque la vamos a necesitar. Pase por aquí -

Caminó hacia el laboratorio y yo la seguí ardiendo de vergüenza y mirando la costura perfectamente alineada de sus medias de seda.

- Va a estar más cómodo si se acuesta sobre la camilla mientras le coloco los electrodos - me dijo mientras se calzaba unos guantes de látex que tomó de una cajita sobre la mesada.

Me subí a la camilla terriblemente avergonzado y permanecí mirando el techo y tapándome el sexo con las manos.

Ella arrimó algunos aparatos que se deslizaban sobre rueditas y parándose a mi lado tomó crema o vaselina de un pote y unos anillos cableados y, tocándome las manos con el dorso de la suyas me dijo: - Retire las manos, por favor, no se preocupe, relájese que este es un estudio totalmente indoloro. Voy a lubricarlo para colocarle los electrodos. Si puede, mantenga la erección. - Dicho esto me tomó delicadamente el pene con una mano y lo lubricó hábilmente, luego me pasó un anillo grande por el glande hasta la raíz y me coloco otro, más pequeño justo detrás de la cabeza, tocando mi anillito prepucial. Después levantó los testículos y los abrazó con una cinta metálica, también unida a cables, que abrochó, bastante ajustada, sobre mi pubis afeitado. Finalmente tomó un largo tubo metálico, redondeado por un extremo y lleno de cables en el otro, y lo lubricó de la misma forma diciéndome: - Esto será un poquito más incómodo, pero no doloroso, abra las piernas y relájese .- Lo entibió un momento en su mano y luego, ladeándome los testículos y el pene con una mano, me lo introdujo profundamente en el ano con un movimiento suave de rotación.

Me quedé paralizado, apretando el cilindro con movimientos involuntarios del esfinter anal y profundamente perturbado mientras ella encendía los aparatos y controlaba las pantallas lectoras y el papel continuo del portarrollos.

Varias líneas rectas se dibujaron en la pantalla, menos una, que dibujaba una onda rítmica y aplanada.

- Este es el esfínter anal que Ud. está contrayendo - me dijo señalándome la onda. – Trate de relajarse para que podamos comenzar-

Mirando la pantalla conseguí relajarme y la onda fue desapareciendo. Entonces apretó una tecla y puso en movimiento el papel continuo sobre el que más de veinte agujas dibujaban líneas y ondas aplanadas como en los encefalogramas.

Ella estudiaba sus controles sin mirarme. Al fin se volvió hacia mi y me dijo - ¿Podría masturbarse suavemente cuidando de no desprender los cables?

Rojo de vergüenza comencé a masturbarme torpemente el miembro anillado y cableado. Inmediatamente algunas agujas se activaron y comenzaron a dejar sobre el papel un trazo irregular repetido a cada estiramiento del prepucio.

- Bien - dijo,- así... Continúe, por favor, trate de no eyacular -

Y así comenzó a darme instrucciones precisas mientras marcaba sobre el papel, con un lápiz rojo ciertas ondas que le llamaban la atención: - Estimúlese el glande,... bien. Eso es... Basta.... apriéteselo, más fuerte... deténgase...continúe,...bien .

En un momento en que yo me apretaba torpemente el glande con una mano mientras me masturbaba con la otra, me dijo sin mirarme: - No,...mire, así - y tomándome la cabeza hinchada entre su pulgar y sus dedos índice y mayor comenzó a presionármela de manera rítmica, con apretones secos, fuertes y breves; totalmente concentrada en las pantallas y el papel mientras yo sentía subir un chorro de semen hacia su mano.

Me soltó justo a tiempo dejándome el pene erguido en el aire, cabeceando y palpitando a punto de explotar. Entonces bajó un dial de la consola y me sorprendió con una descarga eléctrica indolora y leve, pero tenaz, que me dejó el pene rígido como un palo, como si me hubiera agarrado un espasmo tetánico, incapaz de relajarse o emitir nada. Me dio unos golpecitos con el dedo en el meato urinario abierto en el espasmo y me dijo sonriente: -¿Ve que está insensible?

Asentí con la cabeza confundido y asombrado ante la tensión espasmódica de ese garrote anillado que se elevaba como un mástil desde mi entrepierna. Los testículos, blancos como huevos de paloma, estaban a mitad de camino, arrastrados por la contracción tetánica del miembro. Mirando sus controles mantuvo una mano cubriendo delicadamente la cabeza hinchada como para probar su tensión. Yo no podía creer que no me explotara un chorro de semen entre sus dedos, viéndome el tamaño y la dureza del glande. Luego movió nuevamente el dial y la corriente cesó con lo que el pene, aún erecto, se redujo una cuarta parte.

- Aquí no hay nada que usted no pueda controlar – me dijo al fin, - ahora veamos que pasa adentro. Tendría que pararse, si le es posible, con cuidado con los cables .

Me incorporé trabajosamente, precedido por ese garrote vergonzoso, lleno de gruesas venas, cableado y aceitado, y me paré a su lado sin saber que hacer con las manos.

Ella me miró brevemente para comprobar si todo estaba en su lugar y se sentó a mi lado en un taburete bajo cruzando las piernas con la vista fija en sus controles, ignorando totalmente el sexo tieso que tenía a su lado.

- Trate de masturbarse otra vez - me dijo tranquilamente - no contenga la eyaculación, más bien trate de eyacular, yo lo contendré desde aquí.

Comencé a masturbarme, parado a su lado como un perfecto idiota, muerto de vergüenza y de excitación. Apenas sentía una contracción eyaculatoria en la zona perineal, ella lo advertía en alguna de sus ondas y moviendo hábilmente los diales ora me tetanizaba el culo y el sexo, ora me los relajaba, pero en todo caso cortaba el progreso del orgasmo. Luego me dejaba venir y cuando estaba por saltar el primer chorro, volvía a manipular los controles y me producía espasmos inversos. Después de un rato, deliberadamente, me dejó salir una gota, mirando alternativamente las pantallas y mi glande que sostenía delicadamente en la palma de su mano enguantada.

- Bien,...¿ve?...esto es lo que usted quiere lograr. Sienta qué músculos intervienen, preste atención a lo que yo le permito relajar y a lo que yo le permito contraer. Usted puede lograrlo si percibe como manejar sus músculos...¿Ve esta onda aquí?, fíjese como se transforma en una meseta sostenida cuando se contrae este músculo...¿lo nota? - Y al decir esto corría una perilla y me descargaba una corriente continua que me tetanizaba algún músculo dentro del bacinete a la vez que me abría la boca del glande sobre su mano, como un pececito ahogándose en el aire, para emitir una gotita lastimera.

De pronto sentí que el cilindro se deslizaba de mi ano.

- Perdón doctora - dije tímidamente,- pero se me está saliendo el aparato de atrás -

- Ah bueno -dijo distraídamente atenta a las pantallas -¿puede sostenérselo con una mano?

Muy incómodo me esforzaba por mantenerme el cilindro en el recto mientras que con la otra mano trataba de seguir sus instrucciones de masturbarme, contenerme, volverme a masturbar, tratar de eyacular, parar, apretarme el glande.

Ella vio mis dificultades y trataba de ayudarme con su mano libre manipulándome el glande, pero se le dificultaba manejar los controles así que terminó (para mi espanto) por llamar a su ayudanta:

-¡María!-.

Después de una breve espera se abrió la puerta del consultorio y apareció la putita

-¿Me llamó doctora?-dijo haciéndose cargo inmediatamente de la situación y mirándome a mi con un globito de chicle inflándose en su boquita provocativa.

- Si, necesito que me ayudes aquí un momento con el señor. Ponte guantes, por favor -

La putita pasó a mi lado ignorándome pero pude sentir su perversa alegría. Fue hasta la mesada, contoneando el culito, y se calzó unos guantes de látex, ajustándolos entre sus dedos mientras me miraba con satisfacción por encima de la doctora que continuaba atenta a sus controles. Luego tomó vaselina del pote y se lubricó los guantes acentuando el gesto de lubricarse el dedo mayor ante mi vista para indicarme que me lo metería en el culo, mientras me miraba descaradamente sin dejar de masticar el chicle con la boca abierta, exagerando deliberadamente el ruido y reventando globitos.

Finalmente se acercó a nosotros y se paró a mi lado sin mirarme.

- Sostenle al señor el miembro - dijo la doctora, - y sigue mis instrucciones .

La putita me tomó el pene con su mano enguantada mirándome provocativamente a los ojos y esperó las indicaciones de la doctora sopesándomelo disimuladamente.

Así seguimos por un largo rato, haciendo pruebas y contrapruebas, la doctora pendiente de sus aparatos y a veces explicándome sus lecturas, moviendo perillas y dando indicaciones, y la putita y yo luchando una guerra silenciosa de apretones y estirones que yo no podía ganar. Cada vez que sentía que me venía una eyaculación, trataba de lanzársela a la putita a la cara, pero la doctora, ajena a nuestra batalla, me la cortaba con descargas eléctricas o le indicaba a ella que me presionara el glande, dejándome indefenso ante la turrita que me gozaba burlona, y exageraba los tirones y las presiones para producirme dolor y burlarse de mi.

Cuando la doctora le indicaba que permaneciera quieta, con mi pene en la mano, ella me lo hacia rodar disimuladamente entre los dedos como quien afloja el tabaco de un puro, para hacerme doler con los anillos y los cables; o me miraba con sorna el anillo del prepucio y me daba tironcitos dolorosos metiéndole, como sin querer, el dedo meñique adentro.

Después de más de una hora la doctora dijo al fin: - bien, si usted cree que ya ha identificado todos los músculos que intervienen en su orgasmo, ahora "vamos" a eyacular para ver todo el proceso. María, acércale un frasco al señor.

La putita se volvió hacia la mesada y, pudiendo elegir uno mayor, tomó deliberadamente un tubo de vidrio bastante pequeño, de boca estrecha, y regresó con él a mi lado. Sin esperar indicaciones de la doctora me tomó el miembro y me lo embutió en el frasco con deliberada torpeza.

- Ahora lo haré eyacular, trate de hacerlo lentamente - me dijo la doctora, y comenzó a producirme descargas eléctricas desde lo profundo de mi ano, moviendo los controles, y aumentando gradualmente la corriente que me dirigía a los testículos y a los anillos que me abrazaban el pene.

Este comenzó a hincharse dentro del frasco que sostenía la putita y ella deliberadamente me lo presionaba contra el pubis y lo giraba disimuladamente para molestarme. El miembro creció monstruosamente, las venas se llenaron y todo el sexo adquirió un color violáceo mientras los espasmos eyaculatorios empujaban el frasco entre las manos de la putita.

De pronto comenzaron a saltar chorros fluidos y abundantes que bajaban por las paredes interiores del frasco, llenándolo de un semen espeso. La putita miraba como hipnotizada ese frasco que palpitaba frente a ella. Seguramente sentía el calor a través del vidrio. Dejó de masticar el chicle y se pasó la lengua por los labios regordetes con los ojos brillantes clavados en el recipiente que se llenaba entre sus manitos pajeras.

Sentí la fuerza de ese orgasmo como un triunfo, pero las descargas eléctricas que continuaban contrayéndome el ano comenzaron a ser dolorosas y cerré los ojos para ocultar mi sufrimiento. La putita recuperó inmediatamente la compostura y me miraba triunfante sintiendo como me debilitaba frente a ella y torturándome con movimientos forzados del frasco.

Finalmente todo cesó. La doctora giró hacia nosotros y tomó el frasco de manos de la putita que comenzó inmediatamente a comportarse como una ayudanta solícita y eficiente.

- Por favor María, quítale los electrodos - dijo la doctora mientras miraba mi eyaculado a contraluz de una lámpara.

Yo comencé a tratar de quitarme los anillos del glande y del pene, pero la putita me apartó las manos y tomándome el sexo entre sus guantes me estiró el prepucio hacia atrás dolorosamente mientras sacaba los anillos con un movimiento hábil, mirándome sonriente como un mago que saca un conejo de la galera. Luego me desabrochó la abrazadera de los testículos, moviéndome el pene erguido y goteante de un lado a otro con deliberada torpeza.

Finalmente me retiró el cilindro del ano, no sin antes empujarlo arriba y abajo varias veces como si me estuviera follando. Al retirarlo aprovechó para meterme un dedo en el culo, me lo movió adentro como un gusanito burlón, y lo retiro deslizándomelo por la zanja, entre las nalgas, hasta el cóccix.

- Doctora - dijo con su mejor voz de alumna aplicada mientras me tocaba el glande con el índice -¿ha notado que el señor no tiene período refractario?... la erección continúa -

- Es porque está medicado - contestó la doctora distraídamente, cortando y plegando el largo papel de la máquina con el registro de mis atribuladas contracciones.

La putita me miró triunfante y se fue a lavar los electrodos a la pileta moviéndome el culo desenfadadamente.

- Ya puede vestirse - dijo la doctora – mientras preparo el informe .

Me vestí rápidamente y esperé un largo rato parado frente al escritorio a que la doctora redactara sus conclusiones e hiciera su prescripción.

Cuando la putita terminó de limpiar todo, pasó a mi lado y me dijo :-¿Por qué no espera en la sala?, la doctora va a tardar.

Me quedé sentado otro largo rato en la sala mirando a la putita que conversaba por teléfono en voz baja y se reía, ignorándome. Finalmente sonó el intercomunicador y ella corrió al consultorio regresando al rato con un sobre grande cerrado que me extendió. Cuando intenté tomarlo lo retiró bruscamente y me dijo exagerando los movimientos de su boquita obscena.

- Se que a ti te están entrenando para lamer coños... yo lo tengo bien afeitado, y cuando acabo me meo en la cara de los tipos como tú. Te haces el listo, pero si te silbo te vienes a meter debajo de mi pollera cuando yo quiera .

- Tal vez - le dije,- y no tiene nada de malo, pero no te confundas, eres todavía una niña, pero alguna vez tal vez te tenga gritando toda la noche en la punta de mi verga .

Sus ojos destellaron cuando me entregó el sobre.