El Arco Tensado (4: Perfumes)

Un joven de 22 años es educado por una dominatriz de 35, quien le enseña a emitir su semen gota a gota.

IV - PERFUMES

Estoy desnudo frente a la puerta de entrada, en cuatro patas, con mi collar y mis trabones...y con el cilicio puesto. Cuánto más bajo la cabeza y encorvo la espalda, menor es el contacto del dorso del pene con el cilicio, porque este se proyecta entre mis piernas, en el aire, de una manera aliviadora.

Lo he usado por tres semanas en las cuales me ha visitado seis veces y aún no me permite sacármelo. Creo que disfruta más teniéndome culo para arriba con la boca en sus pies, que de rodillas. De todos modos a veces me hace adoptar por largo rato la posición de espera (arrodillado, con la espalda recta, los brazos atrás, la cabeza erguida), porque sabe que con el cilicio puesto esa posición es una terrible tormento para los genitales aplastados entre las piernas contra el tejido áspero del artificio.

Por supuesto que puedo sacármelo cuando ella no está. Siempre me indica el día y la hora de su próxima visita antes de irse. Con los fechas es rigurosa, pero con las horas es deliberadamente impuntual, de modo que debo estar listo en posición de espera, por lo menos una hora antes de la indicada...y a veces llega más de una hora después.

La espera me produce una ansiedad creciente. Cada vez que zumba el ascensor mi corazón se acelera y oleadas de adrenalina me recorren el cuerpo tensionado y me producen espasmos en pene estrangulado por correas de cuero y posiciones forzadas.

Hoy ha pasado más de media hora desde la hora indicada, y aún no llega. Estoy loco de excitación. Desde que me ordenó ponerme el cilicio no me ha permitido eyacular.

- Aprenderás a contenerte - me dijo. -Por supuesto puedes intentar masturbarte en tu pocilga o en tu baño cuando yo no esté, pero hay dos razones por las que no te conviene hacerlo: primero porque me daré cuenta, con sólo mirarte... y, en segundo lugar porque, como habrás notado, este penthouse está lleno de resquicios donde puede haber cámaras registrando tus actividades, aún en tu celda. Además, si eres obediente, me complacerá.-

No se si es cierto lo de las cámaras...pero no me atrevo a arriesgarme. A veces cuando llega me deja esperando, arrodillado, frente a la puerta de sus aposentos y pasa largo rato dentro de ellos. Puede estar durmiendo, o bañándose, o leyendo... o puede estar revisando cintas de video con horas de mis actividades grabadas. Todo el penthouse está lleno de vericuetos, muebles, molduras, agujeritos, lámparas...

Oigo el ascensor. La puerta automática que zumba (¡es en este piso!). Los tacos pausados que se acercan. La cerradura. Siento que me inunda la adrenalina. El glande me late...¡felicidad, miedo, ansiedad!.

Entra,...y puedo sentir su perfume. Cierra la puerta con llave, descuelga la fusta de la pared y se vuelve hacia mi, en silencio. Tengo la cara contra el piso, la vista clavada en el mármol brillante y me esfuerzo por hacer latir el sexo forzado entre mis piernas para complacerla con mi erección extrema.

Camina alrededor mío y se para frente a mi boca. Tiene puestas unas delicadas sandalias plateadas de fina suela y altos tacos, con brillantitos sobre las capelladas, sujetas con una ancha pulcera de cuero alrededor del tobillo; y unas medias de seda oscuras, casi negras, bajo las cuales veo sus uñas perfectamente esmaltadas. Apoyo mis labios sobre sus deditos delicados y los rozo, apenas, con la lengua.

Como si hubiera estado esperando este saludo devoto, retira el pie y se aleja caminado por el pasillo. Debo seguirla. Me vuelvo y me incorporo para correr en cuatro patas tras sus pasos. El cilicio me raspa miserablemente y deseo que se detenga para poder volver a aplastar mi cara contra el suelo, pero no puedo evitar mirarla desde abajo cuando la sigo. Trae una minifalda blanca, tableada que se balancea a su paso. Una fina remera transparente que deja su espalda totalmente desnuda. El largo pelo rubio suelto, casi hasta su cintura, con un mechón sujeto alto sobre la nuca mediante un peinetón de gruesos dientes en pinza. La mano que lleva la fusta está llena de anillos y pulseras finas que tintinean. En la otra, una pulsera dorada ancha y plana como una muñequera. Sus uñas largas y cuidadas le dan a sus manos una feminidad que me abruma.

Vestida así, caminado pausadamente con ese contoneo indiferente de sus nalgas, parece una modelo, pero las medias negras, con costuras, sujetas bien arriba por portaligas, y una diminuta bombachita negra que cubre el bulto provocativo de su vulva, y que puedo entrever desde abajo mientras camina, le dan un toque perturbador a su figura, como si algo obsceno se hubiera colado en un arreglo inocente.

La he seguido hipnotizado por el largo pasillo. Abre la puerta del fondo y se introduce en su vestidor sin volverse y sin invitarme.

Me quedo en la puerta, con la frente contra el piso, descansando y aliviando mi pene del cilicio.

La tarde esta nublada y calurosa. El cielo oscuro. Puedo escuchar un trueno lejano.

Finalmente sale y, sin mirarme, me pasa por al lado y camina nuevamente hacia la entrada. No se ha cambiado pero siento a su paso un intenso perfume que deja como una estela. La sigo.

Desciende los escaloncitos y cruza el loft, con su paso pausado y elegante, hacia los ventanales. Los abre y, sin mirar siquiera el cielo tormentoso, se vuelve y camina hasta el barcito. Me acuclillo tras ella, ya sin atreverme a levantar la vista por miedo a que se vuelva sorpresivamente. Pero no me mira

- Sírveme champaña - me ordena ásperamente.

Corro a acuclillarme del otro lado de mostrador, abro la heladerita, saco una botella de tres cuartos de champaña, la destapo con cuidado y sirvo una alta copa que le alcanzo. Ha tomado un cigarrillo de arriba del mostrador y me apresuro a encendérselo. Lugo corro otra vez alrededor del bar y me encojo a sus pies con la cara contra el piso.

Está apoyada en el mostrador con un pie descansando sobre la barra de bronce.

-¿Disfrutas el cilicio?- me pregunta de pronto perversamente, sin mirarme

Me apuro a besar su pie.

Luego continúa interrogándome distraídamente mientras hojea una revista de modas bebiendo y fumando pausadamente .

-¿Has hecho tus ejercicios?- . -¿Has tomado tus pastillas?-

A cada pregunta beso su pie repetidamente, con ahínco. Sus preguntas son retóricas ya que no pudo decir que no. He comprendido que en realidad no le interesa en absoluto mi respuesta. Sólo me somete a un ejercicio perverso de humillación. Juega conmigo.

Un trueno profundo y cercano retumba a través la ciudad. Por la venta entra un soplo de brisa fresca, cargada de humedad.

Sorpresivamente me ordena: - Huéleme las bragas y tráeme el mismo perfume que estoy usando.-

Me incorporo sobre mis brazos y estirando la cabeza debajo de su pollerita huelo su sexo como un perro adiestrado.

Corro a su vestidor, torpemente, con el cilicio que no me deja casi separar los muslos y que me raspa dolorosamente el dorso del pene.

Alineados sobre el tocador descubro más de diez frasquitos de perfume, de finas y curiosas formas. Los huelo ansiosamente tratando de identificar el que está usando. Dudo. Algunos me son familiares...se los he lamido de la vulva. Otros...tal vez...no sé.

Finalmente tomo uno casi al azar. Me preocupa más su impaciencia que un error en la elección.

Regreso a sus pies y le ofrezco el frasquito en la palma de mi mano. Sigue hojeando la revista distraídamente. Finalmente mira el frasquito por sobre su hombro y me dice secamente: - Este no es, ve a buscar el correcto y esta ves no te equivoques.-

Intento oler nuevamente su sexo, desde atrás, pero me detiene con la planta de su sandalia en el pecho y me empuja hacia atrás clavándome el tacón.

- Vete ya - me dice amenazante.

Corro nuevamente al tocador e intento identificar la fragancia, pero se de antemano que no podré. Dejo el frasquito equivocado y tomo otro, directamente al azar.

Regreso y se lo ofrezco.

Toma el frasco de mi mano y lo deja, malhumorada, sobre el mostrador.

-¿De que me sirve un perro que no reconoce mi perfume? – me dice tomando la fusta.

Se vuelve hacia mi, sus sandalias frente a mi boca.

- Bésame los pies y levanta el culo - me ordena – te enseñaré algo de perfumería .-

Otro trueno profundo y prolongado retumba entre los edificios con un ruido ahogado, como una descarga de artillería lejana. Comienza a llover con gruesos goterones.

En una posición forzada, con los brazos flexionados sobre el piso, apoyo las manos a los costados de mi cara y los labios sobre su pie. Extiendo las piernas de modo de ofrecerle las nalgas con el pene palpitante asomando entre ellas. Se para a mi costado y, maliciosamente, me clava el tacón en la mano. Luego, tomando la cadena que corre por mi espalda desde el collar hasta la mordaza de los genitales tira hacia arriba de modo de ahorcarme y elevar mi pene más aún entre mis nalgas, balanceándolo en el aire.

Con un movimiento hábil y brusco me estampa un fustazo en el pene.

- El perfume que te ordené traerme se llama "Castigo", ¿lo podrás recordar?.

Lamo desesperado el nylon de sus medias, beso sus sandalias brillantes (sí, sí señora ... lo recordaré, pero por favor no me pegue más así. Por favor...)

-" Castigo ",- insiste.

Otro fustazo seco me cruza las nalgas y el miembro ofrecido.

¡Oh bruja deliciosa!, ¡Cuánto he esperado que me escarmientes!. ¡Pégame hasta excitarte!, ¡enloquece sobre mi!, ¡úsame!, ¡necesítame!, ¡sáciate en mi!...¡déjame elevar mi boca ansiosa hasta tu sexo y disfruta de mi!.

Pero no. Se detiene y me empuja con la rodilla apartándome.

- Quédate quieto - me ordena.

Con un movimiento hábil tuerce la cabeza y abre las pinzas del peinetón, soltándose el resto del pelo que cae como una cascada sobre sus hombros desnudos. Parándose detrás de mí me lo coloca en el glande, como una dentadura aguda que se clava alrededor de la cabeza tumefacta cuando ella lo suelta.

Se aleja en silencio, balanceando su pollerita.

Permanezco inmóvil, forzando mis brazos y mis piernas para mantener las nalgas elevadas.

Afuera aumenta el repiqueteo de la lluvia contra las ventanas y, por la que está abierta, entra agua que golpea contra el mármol del piso, salpicándome con un fino aerosol helado. Los truenos retumban cada vez más seguido.

Después de un rato regresa. Sólo veo sus piernas que pasan delante de mi y se dirigen hacia el piano, en un rincón, detrás del bar.

- Ven acá - me ordena.

Me apresuro a seguirla, gateando. Las cortinas se baten con el viento freco y húmedo.

Se para frente al piano, con las largas piernas abiertas y ordena prolijamente los frasquitos de perfume sobre la tapa cerrada del teclado. Luego se vuelve hacia mi y arroja al piso un puñado de braguitas, negras, blancas, rojas, caladas, con puntillas y voladitos, con florcitas...

- Veamos - dice, - alcánzame esa - y me señala con la fusta una color lila, casi transparente, que es sólo un triangulito de nylon con tiritas para las caderas y la entrepierna.

Rápidamente la tomo entre mis labios y me aproximo a su mano. La toma de mi boca y me la aplasta contra la nariz. – Huele bien – me ordena – Asegúrate de poder seguir este olor -, y, metiéndola otra vez en mi boca me señala la hilera de frasquitos con la fusta. – Ahora tráeme el perfume correspondiente.-

Como un animal asustado me enfrento a los frasquitos, olfateando cada uno, pero la braguita en mi boca me confunde y dudo. Ella espera, impaciente, detrás de mí.

Tomo uno dudando y me vuelvo hacia ella.

- No - me dice fríamente y apoyándome un pie en el cuello me baja la cabeza hasta el piso clavándome el tacón con crueldad, se inclina sobre mi y retira el peinetón del glande.

- Levanta el culo y ofréceme el pene para que te lo castigue – me ordena al tiempo que tensa la cadena de modo de forzar mi sexo hacia arriba y atrás por entre mis piernas. Luego se yergue y espera un tiempo ante de pegarme un fustazo terrible en el pene.

El dolor me aturde. Casi grito. Me coloca nuevamente la pinza mordiéndome la corona palpitante.

- Pon más atención esta vez - me recomienda liberándome la cabeza e indicándome el piano con la fusta.

Esta vez tengo suerte...elijo el frasquito correcto

- Lee bien el nombre - me dice, no te conviene olvidarlo. Y tomando el frasco de mi mano lo apoya sobre el bar a la vez que retira la braguita de mi boca.

- A ver esa - dice secamente señalándome otra bombachita del piso.

La tomo entre mis labios oliendo ansiosamente el perfume y la arrimo a su mano. Chasquea los dedos impaciente y me señala el piano.

Nuevamente olfateo ansioso y dubitativo. Elijo uno ...y me equivoco.

Sin decir una palabra ni tomar el frasco de mi mano me apoya el pie sobre la espalda, me reira la pinza y me clava el taco con furia al tiempo que me descarga otro fustazo rabioso contra el miembro ofrecido.

- Mal - dice fríamente. – Dos errores, dos correctivos - y sorpresivamente vuelve a castigarme en el mismo lugar entumecido.

¡Mmmh!, se me escapa.

- Ni se te ocurra lloriquear - me advierte. – Ve por el perfume correcto -

Así seguimos por más de una hora. La tormenta arrecia y los truenos casi continuos le dan un toque de locura a la escena. El fragor de la lluvia ahoga su vos y mis gemidos. Cada error suma un chirlo, y al final, equivocarme implica una verdadera paliza, pero me azota pausadamente, sin ritmo, a veces burlándose, otras haciéndome recomendaciones y otras en silencio. Clavándome en la espalda, metódicamente, sus tacones. Sabe que cuento los fustazos y los demora sádicamente, disfrutando con la agonía de mi sexo tumefacto que pulsa frente a ella. A veces me da ligeros toquecitos en el glande con la fusta lo que provoca que instintivamente me encoja contra el cilicio y, cuando me estoy relajando y volviendo a la posición de castigo, me sorprende con un chirlo seco y calculado que me hace encogerme como un ovillo. Mientras me castiga sostiene en la otra mano la pincita de cocodrilo, y la hace sonar en el aire para aterrorizarme antes de prendérmela nuevamente sobre el glande. Se divierte. La luz de los relámpagos y el viento que se cuela por el ventanal le dan por momentos un aspecto diabólico a su fría crueldad.

Con lágrimas en los ojos, las espalda lacerada por sus tacones, las nalgas amoratadas de fustazos y la verga hinchada y cruzada por líneas rojas en todas direcciones, termino eligiendo el penúltimo frasquito que pongo en su mano. La lluvia está amainado y los truenos se alejan. Un aire suave y fresco entra por el ventanal y mece las cortinas.

- Bien, ahora es como comenzar desde el principio - me dice burlonamente...- Huéleme las bragas y a ver si descubres qué perfume estoy usando-

Estiro el cuello y rozo con la nariz y la lengua el bultito de su sexo bajo las braguitas negras casi transparentes. Puedo ver la humedad de sus muslos transpirados por el ejercicio. Por un momento me asalta el impulso de besar esos triángulos de carne firme, suavemente curvada, que quedan entre el portaligas y las braguita,... pero no me atrevo. No puedo resistir un golpe más sin gemir como un animal a sus pies y presiento, por la humedad y el olor de su entrepierna, que desea seguir atormentándome.

Rápidamente tomo el ultimo frasquito del piano y se lo alcanzo sumisamente.

- Por fin - me dice con sorna...- Ya eres todo un experto -

Camina un par de pasos hasta el bar y apoyándose en un taburete de espaldas al mostrador, con las piernas semi abiertas, chasquea los dedos para que acuda a su lado y me indica que me arrodille frente a ella.

- Ponte derecho - me ordena inmisericorde a sabiendas de que en esa posición el cilicio me raspa el pene inflamado terriblemente. – Ahora vas a perfumarme las bragas -

Inclinándose ligeramente hacia delante, con la fusta colgando de la muñeca, me pone el frasco de perfume delante de la cara como si fuera a echarme aerosol en los ojos.

- Abre la boca y saca la lengua - me ordena, y procede a rociarme largamente perfume sobre la lengua y los labios. Es amargo, ardoroso y embriagador.

- Ahora pásamelo por acá - agrega abriendo obscenamente las piernas frente a mi cara con una mirada maliciosa.

Acerco mi lengua, como una cuchara cargada de perfume, hasta su sexo, aprisionado en la suave seda transparente, y perfumo ese bultito enloquecedor, con sumisa devoción. Perfumo el borde de su braguita, el suave hueco que forman los tendones estirados en sus muslos abiertos, la piel delicada de sus ingles, el nacimiento de su vientre. Los bordes de sus medias, las tiritas de sus portaligas, el vello rizado de su monte de venus.

Ella se deja hacer, relajada, con los codos apoyados en el bar, a sus espaldas.

Si trato de mirarla sólo veo sobre mis ojos la pollerita blanca que no se ha molestado en levantarse. Estoy literalmente bajo su pollera, entre sus piernas, demorándome en pasarle perfume por cada centímetro de su feminidad, con mi lengua ardiente.

Finalmente me dice: - Si pasas una prueba, te dejaré quitarte el cilicio -

Yo hago más profundas mis lamidas para demostrarle mi agradecimiento, y espero ansioso que me indique qué hacer.

- Arrodíllate bien derecho - me indica apoyándose en sus piernas abiertas y arqueando su espalda para mantener su sexo frente a mi cara.- Pon las manos atrás y quédate quieto como una estatua. Sólo puedes mover la lengua entre mis piernas .-

Al adoptar esta posición, el pene inflamado se aplasta contra el cilicio produciéndome un terrible sufrimiento. Pero venciendo mi reacción instintiva de despegar mi sexo del yute áspero logro ponerme tenso como una tabla con la lengua en su sexo y el pene rígido hacia abajo, entre mis piernas. Entonces baja la mano y se corre la braguita hacia un costado dejando mi boca frente a su sexo.

Lámeme- me dice burlonamente - y eyacula sobre el cilicio sin moverte -

Pasando la lengua lenta y profundamente por su vulva; inmóvil, tenso, me concentro en su orden y aprieto rítmicamente mis músculo perineales para provocarme el orgasmo. Por momentos el dolor en el sexo castigado se impone y siento que no podré lograrlo, pero cada vez lo traigo más cerca, ayudándome con una visión hipnótica de su sexo frente a mi cara, respirando profundamente su olor a hembra perfumada, lamiendo entre los labios de su vulva. Me dejo ganar por visiones de ella caminado con su pollerita blanca y su taconeo indiferente.

De pronto me asalta el temor de que se aburra de esperarme y me ordene detenerme o aparte de mi boca su sexo embriagador y, entonces, siento fluir entre mis piernas contra el cilicio un chorro de espeso semen caliente, contenido durante semanas, que chorrea de mi glande abundante, silencioso, como un río manso e interminable.

No hay placer en esta descarga agónica a través de mi miembro castigado. Sólo un alivio, una liberación, después de días de abstinencia, tortura y represión.

Ella ve el charco de semen que se va formando en el piso, entre mis piernas y, retirando la pollerita de mi cara con la otra mano, me mira a los ojos para comprobar si permanezco inexpresivo e inmutable como me ha ordenado.

Con una sonrisa burlona se para y camina alrededor de mi observando cómo chorreo.

Con la fusta me inspecciona el glande moviéndolo para un lado y para otro. Por un momento temo que me descargue un fustazo y esa idea me produce un espasmo profundo en los músculos perineales que hace fluir un grueso chorro de semen ante sus ojos, pero sigo inmóvil como una estatua, mientras siento sus presencia amenazante tras de mi.

Entonces la oigo caminar hacia el centro del salón. Se sienta distraídamente en el sillón y me llama chasqueando los dedos al tiempo que cruza las piernas.

Cuando me acerco presuroso me detiene con un gesto de la mano:

- No se te ocurra arrodillarte en la alfombra con el culo chorreando ,- me dice groseramente, - Sácate el cilicio, lávalo bien y lávate tú. No tardes .

De rodillas en el borde de la alfombra me bajo las perneras del cilicio, liberando mi sexo tumefacto ante su mirada irónica. Después corro a mi celda y apresuradamente lavo el cilicio, mis piernas y mi sexo. El agua fría me alivia la hinchazón y, mientras me lavo, noto, con asombro, el comienzo de una erección, así que, venciendo el dolor agudo, me masturbo con delicadeza hasta lograr que el pene inflamado se mantenga firme delante de mi. Es la primera vez en semanas que puedo presentarme ante ella con una erección casi libre, a no ser por la mordaza de cuero que llevo en forma permanente.

Regreso rápidamente y me arrodillo frente a ella en posición de espera.

Está relajada, hundida en el sillón con la fusta cruzada sobre la falda, y una mano, llena de pulseras, colgando distraídamente a un costado. Mira hacia el ventanal como si recién evaluara la tormenta pasada.

Tiene las piernas cruzadas y balancea su sandalia frente a mi. Me mira fijamente, un poco divertida cuando ve mi voluntariosa erección, pero no hace comentarios. Un muslo exquisito, fuerte y largo, de seda negra, va desde su pollerita blanca hasta su rodilla contrayéndose mórbidamente en cada vaivén.

Extendiendo hacia mi el pie que balancea me dice: - sácame las sandalias-

Delicadamente suelto la hebilla de su tobillo y libero su pie de la sandalia, besándolo. Luego tomo un almohadón del otro sillón, lo coloco sobre la alfombra, y deposito su pie sobre él. En seguida levanta el otro pie y lo pone contra mi boca, provocativamente, extendiendo su pierna fuerte y mórbida. Abro la boca y dejo que me penetre, lamiendo la suela de su sandalia y sus dedos enfundados en seda. Torvamente mueve el pie obligándome a lamerle el tacón, el empeine y la pulsera de cuero del tobillo. Finalmente lo deja quieto como indicándome que la descalce.

Le saco la sandalia y deposito el pie cuidadosamente junto al otro. Entonces se para frente a mi y levantándose la pollerita, desprende hábilmente los portaligas de sus medias y se las baja por los muslos una después de otra mientras me observa impertérrita.

Luego se sienta y levanta ambas piernas hacia mi para que le termine de quitar las medias con la boca.

- Masajéame los pies - me dice seriamente apoyándome uno sobre el hombro y otro contra los labios. – Puedes lamerlos -

Tomo su tibio pie entre mis manos y comienzo a acariciarlo y friccionarlo suavemente. Es un pie largo y fino. Luego aumento la presión sobre el talón, el borde curvo de la planta y la eminencia metatarsiana, bajo sus dedos.

Tomo cada dedo delicadamente y masajeo la yema. Su dedo mayor visto por la planta es un óvalo perfecto, y los otros cuatro sendos botoncitos redondeados, carnosos u suaves.

Masajeo metódicamente con ambos pulgares en la planta y el resto de los dedos en el dorso. Acaricio el empeine y estiro los metatarsos con pequeños crujidos. Su pie se ablanda en mis manos hasta ser como un animalito cálido.

Ha reclinado la cabeza en el respaldo del sillón y veo, desde el suelo, el fino perfil de su mentón, su boca carnosa y sus pómulos altos. Creo que tiene los ojos cerrados.

Comienzo a besarle los dedos y la planta del pie con amorosa devoción, luego, tímidamente saco la lengua y la deslizo por donde la he besado. Después lamo entre sus dedos finos, buscando la humedad y el calor de los intersticios. Me atrevo a observar su cuerpo relajado. Los pechos, los pezones deliciosos bajo su blusa transparente. Sus manos exánimes llenas de pulseras. Pienso que ese pie cálido que descansa en mis manos y se abre para mi lengua, es el mismo que hace un rato torturaba mi espalda...

Ese poder que tiene sobre mi, me asusta y me excita.

Depositando el pie servido en el cojín, tomo el otro y continúo con mi tarea metódica: primero el masaje relajante...luego la lengua. Trabajo con los ojos cerrados, disfrutando del olor y el sabor de la piel suave de su pie. Estoy jugueteando con la lengua en el hueco de su meñique y abro los ojos para observar si mi caricia le hace algún efecto... ha erguido la cabeza y está mirándome fijamente, es obvio que mi esmero le es indiferente.

- Escucha tus instrucciones mientras lames - me dice secamente.

Durante los siguientes quince minutos me ordena detalladamente qué debo hacer antes de su próxima visita.

Finalmente retira el pie de mis manos y, señalando las sandalias con la fusta, me indica se las ponga.

Calzo gentilmente sus pies y ajusto las pulseras de cuero sobre sus tobillos, luego me inclino para besarle los dedos y me arrodillo en actitud de espera.

Se para, pasa frente a mi sin mirarme y se retira a sus aposentos dejando las finas medias caídas sobre la alfombra. Permanezco en mi posición largo rato mientras la tarde tormentosa declina. Finalmente, casi en penumbras, la oigo caminar pausadamente hasta la puerta y salir.