El Arco Tensado (3: El Cilicio)
Un joven de 22 años es educado por una dominatriz de 35, quien le enseña a emitir su semen gota a gota.
III - EL CILICIO
Hoy debo ponerme el cilicio para esperarla, según me ha ordenado, como castigo por haber eyaculado silenciosamente en su vestidor mientras le lamía el ano.
Es un dispositivo malévolo que consiste en dos perneras elásticas unidas por un paño de cuero rígido forrado por detrás con un tejido de yute, de modo que al calzármelo por los muslos hasta las ingles, los testículos y el pene sólo pueden quedar forzados hacia atrás, entre las piernas, raspándose contra la superficie áspera. Todo el dispositivo se mantiene tensionado hacia arriba por dos tiradores de cuero que se atan al collar que siempre llevo puesto. La única forma de aliviar el sufrimiento es encorvándome hasta acercar la cabeza con las rodillas. Entonces el pene se separa del paño...pero queda expuesto, asomando entre mis nalgas.
Recuerdo la primera vez que me obligó a usarlo. Yo era inexperto todavía. Me ordenó desnudarme...
- En mi presencia siempre estarás callado, desnudo, y con el miembro erecto - dijo, y permaneció en silencio, mirándome, como si hubiera dicho algo muy simple.
Estaba sentada, con las piernas cruzadas, en su sillón mullido del loft. Acababa de llegar de la calle y tenía puesto un traje de cuero negro, chaqueta y minifalda, medias caladas, botas de altos tacos y guantes del mismo color. Una camisa de seda con cuello Mao, adornada con una cinta y un camafeo de marfil. Su rostro, bello y sereno, finamente maquillado. Tenía una peluca corta, de color muy negro y brillante, con un flequillo recortado tipo carré , que resaltaba su mirada azul y daba a su rostro un aspecto demodé , severo y ligeramente vicioso.
Yo permanecí parado, confuso, frente a ella.
- Por si no lo entendiste, estoy esperando que te desnudes - agregó molesta.
Vacilé unos momentos antes de comenzar a quitarme la ropa, avergonzado, frente a su mirada escrutadora. Me sentía ridículo quitándome cada prenda frente a esa bella mujer desconocida, pero al mismo tiempo me invadía un ligera excitación. Siempre había tenido la fantasía de estar desnudo ante una mujer vestida de cuero; de abrazar su cuerpo frío y de eyacular sobre ella.
Cuando me hube quitado toda la ropa, permanecí parado frente a ella tratando de ocultar, con las manos cruzadas sobre mi sexo, una ligera erección que me avergonzaba. Me miró severamente, como si algo la molestara. Se incorporó y se acercó, parándose frente a mi.
Era más alta que yo, y eso me cohibió aún más. Caminó alrededor mío estudiándome.
-Te falta ejercicio- dijo - te daré un programa de ejercitación ya que tendrás mucho tiempo libre.
Después de inspeccionarme se paró nuevamente frente a mi, muy próxima (¡tan alta!). con las manos en los bolsillos de su chaqueta.
- Retira la manos de tu pitito -dijo secamente, - Nunca vuelvas a ocultarlo ante mi .
Bajé las manos y la vista avergonzado. Sentí su mirada sobre mi miembro turgente.
- Espero que se te pare más que eso - Agregó despectivamente.- de todos modos te daré un régimen de pastillas y ejercicios que te ayudarán a parecer un macho aceptable.-
De pronto extendió la mano enguantada y me tomó los testículos con fuerza, tirándome hacia ella de modo que mi cuerpo se arqueó hacia delante.
Dada la posición de su brazo, mi pene quedó sobre la manga de su chaqueta, rozándola, y comenzó a endurecerse rápidamente.
-Ahora escúchame bien- dijo, - Te educaré a través de este pitito que siempre debe estar duro para mi. Aprenderás a eyacular a mi orden, gota a gota, durante horas si se me antoja . -Mientras hablaba me daba firmes tirones de los testículos, subrayando cada frase, y mi pene se refregaba involuntariamente por su manga y sus pulseras, de modo que el glande quedó expuesto al correrse hacia atrás el prepucio. Comencé a temer que un chorro de semen se escapara sobre su guante y la manga de su chaqueta.
Jamás permanezcas parado en mi presencia, a menos que yo esté sentada- Dicho esto comenzó a tirar de mis testículos hacia abajo hasta hacerme caer de rodillas. La presión de su puño se hizo tremendamente dolorosa. El escroto aprisionado y estirado entre su mano. Los testículos como dos blancos bultos exangües, asomando por debajo de su puño.
Cuando me tuvo en el suelo se sentó en el sillón, inclinada hacia delante, con los codos sobre sus rodillas, apoyando su mentón en una mano mientras que con la otra seguía sujetándome los testículos, y continuó dándome indicaciones y tirones, sádicamente.
El dolor, la tensión de mi espalda, la humillación y el temor de eyacular en su brazo, me impedían atender claramente la cantidad de órdenes e instrucciones que recibía.
Finalmente me soltó y me dijo: -¿has comprendido? .
Me incliné hasta sus pies, aliviado, y, por primera vez, le dije que si lamiéndole el empeine de la bota.
-Junta tu ropa y métela en una bolsa, después vete a tu celda. Tomas tus pastillas y espera mis órdenes - me dijo. Luego se levantó y se retiró taconeando parsimoniosamente sobre el mármol reluciente del loft.
A un costado del loft, en un rincón, está mi celda. Es un cuartito diminuto y oscuro, de piedra, que contrasta con el lujo frío del loft y el resto del penthouse. No tiene puerta. En su lugar una reja de gruesos barrotes ocupa casi toda una pared, de modo que ni dormido ni despierto puedo permanecer oculto de la vista. Está amueblado con una colchoneta dura, de lona, y un arcón de madera antiguo sobre el cual encontré una pequeña lámpara de kerosén y fósforos. En las paredes hay empotradas argollas amenazantes. Una pequeña puerta da a un bañito austero que ni siquiera proporciona agua caliente.
Sobre el arcón encontré varias bolsitas con pastillas de colores y, dentro de cada una, instrucciones de cómo y cuándo tomarlas.
Después de cumplir sus indicaciones me tiré en la colchoneta, confuso y ansioso. Me imaginaba a la perra preparándose para disfrutar una noche entera de torturas y humillaciones o, tal vez, sólo descansando o mirando televisión en un cuarto lujoso y cómodo, al otro lado del penthouse.
Se hizo de noche. Tenía hambre. Desde mi posición podía ver el bar surtido de bebidas (y tal vez de bocadillos) en la penumbra del loft, pero no me atreví a salir de mi celda.
Después de algunas horas me convencí de que ya no vendría a buscarme y se me ocurrió revisar el arcón. Prendí la lámpara, levanté la tapa y comencé a revolver su interior. Encontré un grueso collar de cuero, con cadena; unos trabones para muñecas y tobillos con tetones metálicos para engancharlos entre sí (ella me había ordenado que me los pusiera y los usara en forma permanente); diversos dispositivos de cuero y metal claramente diseñados para aprisionar genitales; una máscara de cuero con un cierre relámpago a la altura de la boca y, en el fondo, unas viejas fotos de mujeres desnudas en poses eróticas. Al verlas me asaltó la idea de encerrarme en el bañito y masturbarme. Tenía una erección notable, tal vez por efecto de las pastillas, o por el recuerdo de mi experiencia con esa bella perra que me había zarandeado de los testículos un rato antes, o por la excitación de atalajarme de cuero sabiendo que con eso sería humillado y torturado.
Me puse el collar y los trabones en muñecas y tobillos. Tomé las fotos y me recosté en la colchoneta, vuelto hacia la pared para examinarlas a la luz de la lámpara. En eso estaba, acariciándome distraídamente el sexo, cuando vi su silueta en la entrada de mi celda, recortada contra la luz tenue de lo vitrales del loft... Me sentí como un niño sorprendido en falta. Pensé que comenzaría a insultarme, a gritarme y a castigarme con una fusta que traía en la mano, pero en lugar de ello, dijo con voz apagada: - Ven acá -
Me apresuré a acercármele en cuatro patas y estuve a punto de decirle que las fotos no eran mías, que estaban en el arcón, que no me estaba masturbando, pero instintivamente guardé silencio porque no me pareció tan furiosa.
Permanecí a sus pies, en cuatro patas, con la vista fija en sus botas (aún estaba vestida como a la tarde, pero sin las medias), hasta que me dijo: -¿te estás masturbando? - Entonces comprendí que estaba perdido. La imposibilidad de negar es una regla absolutamente arbitraria que sólo puede imponérsele a quien será culpado de antemano.
Resignadamente me incliné y besé sus botas (si señora...me estaba masturbando).
Entonces llegó la pregunta fatídica: -¿mereces un castigo?-.
Nuevamente besé sus botas (si señora...merezco un castigo). En esa posición y con el pene duro balanceándose bajo mi vientre, debía parecer un animal en celo. Esperé un golpe en la espalda, o en las nalgas, rogando que no me llegara a los genitales.
Se volvió y caminó a través del loft (apenas una sombra) sin decir una palabra, subió la pequeña escalera y se perdió de mi vista por el amplio pasillo que lleva a sus aposentos. Me quedé allí sin saber qué hacer, pero casi en seguida escuche sus tacos sobre el mármol del pasillo. Regresaba.
Se paró frente a mi, en la entrada de mi celda y arrojó al piso, delante de mis ojos, el cilicio. Esa fue la primera vez que lo vi.
- Ponte esto - me ordenó.
Tome el dispositivo, confundido, sin saber qué hacer con él.
- Póntelo como un calzoncillo - me dijo impaciente, parada, con las piernas abiertas, las manos a la espalda, sosteniendo la fusta.
Rápidamente, de rodillas, me lo calcé hasta la ingle dejando mis testículos y mi pene ridículamente apretados hacia arriba.
- El pitito va para atrás - me dijo dándome un chirlo en el glande.
Con la mano, torpemente, pasé todos mis genitales hacia atrás e inmediatamente comprendí lo perverso del dispositivo
- Acuéstate sobre el baúl - me ordenó secamente.
Apenas me recliné sobre la tapa curvada del arcón, sentí el ardor del dorso de mi miembro raspándose contra el yute áspero del cilicio.
-Extiende los brazos hacia la pared y tómate de las argollas- dijo, e inmediatamente se inclinó sobre mi y prendió los tetones de mis muñequeras en las argollas de modo de dejarme inmovilizado. Se retiró dos pasos y, tocando entre mis nalgas con la fusta agregó: - Abre bien las piernas-.
Así quedé extendido, con el pene hinchado expuesto entre mis nalgas.
Cruelmente me hizo esperar el primer golpe por un rato prolongado. Finalmente estalló un fustazo terrible que me cruzó el culo y el pene.
-¡Ah!...-El gemido se escapó de mi garganta por el dolor y la sorpresa. Esperaba una lluvia de chirlos matizados con recomendaciones y reproches. Pero no dijo nada. Simplemete cambió de posición, como un buscando un mejor ángulo y dándose golpecitos con la fusta en la caña de la bota para mantenerme aterrorizado.
El segundo golpe estalló del otro lado cruzándome la nalga derecha y el glande. Ahora no fue un gemido si no un grito:
-¡Aaaah!,- seguido de un sollozo profundo.
Se movió nuevamente parándose al lado del arcón. Volví la cabeza hacia ella y pude ver su silueta en la penumbra. Se levantó la pollerita de cuero y con un movimiento ágil se sacó la bombacha.
Sorpresivamente se montó sobre mi, me tomó del pelo y tiró mi cabeza hacia atrás. Abre la boca - me dijo, e introdujo la bombacha , hecha un bollo, en mi boca. Enseguida la sujetó con una mordaza que ató fuertemente en mi nuca.
- No quiero más grititos ni lloriqueos - dijo tranquilamente.
A pesar de la violencia y el miedo, no pude dejar de percibir su sexo caliente sobre mi espalda y sus muslos alrededor de mis flacos. Cruelmente metió sus botas de finos tacos contra el faldón del cilicio empujando el paño áspero contra mi pene. Para evitar el contacto doloroso yo trataba de alejar mis ijares de sus botas, pero al hacerlo mi pene se proyectaba hacia atrás de mis nalgas facilitándole la aplicación de precisos fustazos.
- Esto es lo que le pasa a los pajeros - me dijo secamente. voy a montarte toda la noche -
Pensé que debía tratar de eyacular para desentumecer mi miembro hinchado, de modo que esa perra enloquecida no tuviera tanto para golpear, pero ella lo sabía y, cada vez que percibía un espasmo eyaculatorio, me aplicaba un fustazo preciso en glande impidiéndome soltar el semen.
A cada golpe yo me retorcía y me tensaba como si pudiera arrancar las argollas de la pared. Trataba de gritar a través de la mordaza pero sólo me escuchaba unos sonidos ahogados.
Me pareció que azotarme la excitaba porque percibía su respiración cada vez más acelerada, además sus muslos calientes se apretaban contra mi espalda sudorosa y me clavaba los tacos en la ingle en forma espasmódica. Como una amazona habilidosa, con una mano me jalaba la cabeza hacia atrás, tirando de los cabos de la mordaza, y con la otra me cruzaba hábilmente las nalgas y el glande con fustazos precisos y calculados.
De pronto soltó la mordaza y se quitó la peluca, dejando que una catarata de cabello rubio le cayera sobre la cara. Respiraba anhelante, levantando la cabeza hacia el cielorraso, con los ojos entrecerrados, como poseída.
Estoy seguro que estaba teniendo un orgasmo tras otro porque percibía el palpitar y la humedad de su sexo sobre mi espalda.
Para aumentar la presión de mi columna vertebral contra su sexo me hacía encorvar espoleándome con los tacones de sus botas, hundiéndomelos en la entrepierna a través de cilicio.
La idea de que se excitara torturándome me aterrorizó. En mi confusión y mi dolor intuí que era mejor estar, como la tarde anterior, en manos de una dominatriz fría, cruel y distante, que en manos de esa perra enloquecida .
Sin embargo era tan hermosa en su excitación que mi erección seguía creciendo entre sus botas y su látigo. Ansiaba que me soltara; darme vuelta y continuar regalándole orgasmos con mi lengua. Cogerme esa potra descontrolada sobre la colchoneta chupándole el sudor de su cuello y mordiéndole los labios carnosos. Hacerla gritar.
La pequeña lámpara, desde el suelo, irradiaba una tenue luz dorada por toda la celda y proyectaba en la pared de piedra, frente a mis ojos, la silueta distorsionada de la hembra frenética que me cabalgaba. Podía anticipar los chirlos ardientes viendo en la pared la sombra de su brazo levantado con la fusta.
Estaqueado como estaba, sólo podía tratar de complacerla moviendo mi cuerpo para facilitarle el contacto de su sexo contra mis vértebras, y sentía que eso la excitaba más.
Lentamente su furia se fue aplacando y sus chirlos se hicieron mas espaciados y leves. Estaba tan concentrada en su placer y en acoplarse a los movimiento de mi espalda y mis caderas que entró como en un trance, exprimiendo un orgasmo tras otro de su cuerpo y emitiendo unos sonidos bajos y guturales. Finalmente dejó de azotarme y de tirar de mi mordaza, limitándose a apoyar las manos sobre mis hombros para refregarse mejor sobre mi lomo de potro complaciente.
Por fin se quedó quieta y, lentamente aflojó la presión de sus piernas y sus botas sobre mis ijares. Respiraba aceleradamente. Yo descansé exhausto sobre el arcón, sintiendo sobre mi espalda cómo su cuerpo se relajaba lentamente.
Al fin me desató la mordaza, se desmontó y me sacó la bombacha empapada de la boca con movimientos lentos. Mientras me soltaba los trabones me dijo con voz ronca: Sígueme. -
Casi arrastrándome me volví y la seguí hacia el loft en penumbras. Al llegar al centro del amplio salón se detuvo y, señalándome el bar con la fusta, me dijo: - Tráeme champaña -
Me apresuré a pasar por detrás del mostradorcito y a la luz de la pequeña nevera saqué el champaña, lo abrí y le llené una alta copa de cristal. Regresé hasta ella , que seguía parada en el centro del salón en penumbras y me arrodillé a sus pies, irguiéndome cuánto pude por la presión del cilicio, para presentarle la copa.
La tomó de mis manos en silencio y se la bebió de una vez, con tragos profundos.
Yo la miraba desde el suelo y me pareció absolutamente hermosa, cansada y desprolija, con el pelo revuelto sobre la cara; y me pareció percibir en la oscuridad sus pupilas asombrosamente dilatadas.
Bajó la copa y me dijo Llévate esto y tráeme la botella -
Corrí nuevamente al bar y regresé para arrodillarme y ofrecerle la pequeña botella. La tomó por el gollete y, antes de empinársela, me miro con una semi sonrisa y me dijo Tú no volverás a mirar fotos de mujeres desnudas - después echó la cabeza hacia atrás y se bebió media botella con los ojos cerrados.
Finalmente bajó la vista y me dijo:
- Has tenido el privilegio de ver una mujer realmente poliorgásmica. Ahora comprenderás por que tu educación consiste en controlar la eyaculación. Algún día serás capaz de eyacular gota a gota, y cada gota será un orgasmo para la mujer que poseas - Tomó otro largo trago de la botella. Hablaba pausadamente.
- Ahora sácate el cilicio - me dijo
Bajé las perneras por mis muslos y liberé mi sexo lastimado conteniendo un suspiro de alivio. Asombrosamente noté que mi miembro dolorido y marcado de fustazos todavía estaba turgente. Me erguí a pesar del dolor, tratando de adoptar la posición de espera. Ella me miró el pene tumefacto y, lo inspeccionó, moviéndolo con la fusta de un lado a otro.
- He tenido varios orgasmos, como habrás notado - dijo y me he chorreado hasta las botas. Ahora me lamerás y me olerás bien para que recuerdes cómo sabe y cómo huele una mujer cuando realmente acaba. Así nunca te engañará ninguna puta de las que fingen .
- Tenme la fusta - me dijo, poniéndomela en a boca y la botella .-
Se sacó la chaqueta que dejó caer al piso a sus espaldas, y comenzó a desabotonarse lentamente la blusa sin dejar de mirarme.
- Deja todo en el suelo y tráeme el abanico que está sobre el secreter - me ordenó.
Cuando regresé y me arrodillé frente a ella se había quitado la blusa y sus tetas transpiradas brillaban a la luz de los vitrales. Se desabrochó y dejó caer la pollera, y pude sentir el olor de su sexo, mezcla del perfume de la tarde con el sudor y los orgasmos de la noche. Tomó el abanico de mi mano y caminado hacia el ventanal me dijo: - trae la botella y la fusta -
Corrí tras ella y me hinque a sus pies.
Con un movimiento relajado abrió el ventanal y expuso su cuerpo esplendoroso a la brisa de la noche, primero con los brazos abiertos y luego aireándose el cabello. Bajo una luz fría se volvió hacia mi y chasqueando los dedos me indicó que le alcanzara la botella, apoyó los codos en la baranda y se reclinó con las piernas abiertas.
- Comienza - me ordenó.
Trémulo, me acerqué a sus pies y comencé a lamer sus botas. Pasé la lengua por cada centímetro de cuero temblando de ansiedad y de excitación. Recordaba cómo esos tacos se habían clavado en mis ingles, y mi pene dolorido comenzó a palpitar nuevamente.
Fui subiendo por las cañas, con una lengua sumisa, y sintiendo una profundo deseo por esa mujer cruel y desvergonzada que me estaba convirtiendo en un perro feliz.
Cuando comencé a lamer sus muslos, siempre en cuatro patas, mi verga torturada se balanceaba en el aire, bajo mi vientre, como un mástil.
Ella se abanicaba lentamente y continuaba bebiendo de la botella con sorbos pausados.
Lamí delicadamente los jugos que habían chorreado por sus muslos, oliendo su piel tersa.
Finalmente, con infinito respeto y cuidado, comencé a pasarle la lengua por la vulva húmeda y fragante, mirándola desde abajo para apreciar sus reacciones ante mis delicadezas.
Lamí lentamente, con la aplicación de un escolar, tratando de complacerla. Aquí, el olor de sus orgasmos era intenso y sentía que me penetraba profundamente en el cerebro. De mi glande hinchado salían largas y finas hebras de líquido prostático, como clara de huevo, que flotaban movidas por la brisa nocturna.
Me sentía absolutamente feliz. Caliente como un padrillo, lamiendo a esa hembra embrujadora.
Después de un rato se dió vuelta y apoyándose en el barandal abrió las piernas y me permitió que siguiera lamiéndola entre los glúteos.
Supe inmediatamente que también había tenido orgasmos en el ano porque tenia el periné húmedo y relajado.
Mientras le lamía el agujerito delicioso con movimientos lentos de mi lengua, ella se inclinaba más, para abrirse, mirando distraídamente hacia la calle.
Finalmente se volvió hacia mi y me miró burlonamente cuando vio mi erección.
- Bueno - dijo para ser un principiante lo has hecho bastante bien -
- Ahora te masturbarás ante mi para darle un poco de paz a ese palito hinchado. No eyacules hasta que no te lo permita y no ensucies el piso con tu semen. Te harás una paja "limpia" descargándote en tu mano...¿has comprendido ?.
Respondí besando agradecido su bota y me incorporé sobre mis rodillas, recto como una tabla para comenzar a masturbarme, pero el dolor en el pene era tan intenso que cada vez que me estiraba el prepucio una puntada me obligaba a encogerme sobre mi mismo. La miré suplicante. (estaba amaneciendo y una suave luz dorada delineaba el perfil absolutamente femenino de su cuerpo). Pero no hubo piedad...
- No te he dicho que te detengas - dijo hazte la paja aunque te duela .
Medio encogido continué masturbándome rítmicamente, tratando de no pensar en el dolor y concentrándome en la humillación a la que me sometía esta mujer. Comprendí lo ridículo que me vería a la luz del día si continuaba demorando mi orgasmo.
De pronto, la certeza de estar en sus manos, indefenso ante su voluntad, se sobrepuso al dolor y una espasmo eyaculoatorio me subió lentamente por el miembro afiebrado. Una gota reluciente apareció, como una perla, en la punta del glande cruzado de fustazos.
Me extendí hacia ella, tensando hacia atrás el prepucio dolorido para ofrecerle esa gota agónica. Ella continuaba apoyada en el barandal, abanicándose, mientras me observaba con expresión entre divertida y burlona.
-- Suéltalo - me dijo déjalo salir- .
La explosión fue casi instantánea. Apenas me dio tiempo de poner la mano para recibir los chorros calientes que saltaban entre mis dedos. Me llené la mano de semen espeso mientras continuaba masturbándome enloquecido hasta exprimir la ultima gota. Me apretaba la verga para mitigar el dolor, que venía en oleadas crecientes tras el orgasmo.
Me quedé así, agotado, casi lloroso a sus pies, tratando de retener el semen que se escurría por entre mis dedos y goteaba de mis manos. Sentándome sobre mis talones, junté las piernas para que las gotas calientes cayeran sobre mis muslos si manchar el piso.
Finalmente quedé hecho un ovillo empapado en semen y levanté, avergonzado, la vista hacia ella. Me miró burlonamente y me dijo:- te pajeas como un mono...pero ya aprenderás .-
Avanzó dos pasos y se paró sobre mi (no frente a mi), con una pierna a cada lado de mi cuerpo encogido y trémulo. La seguí con la vista hasta quedar con la cara hacia arriba, a centímetros de su vulva.
- Agradéceme - dijo secamente mirándome despectivamente por entre sus pechos desnudos.
Estiré el cuello, forzadamente, hasta que mi lengua se deslizó por su vulva profundamente, desde el periné hasta el clítoris. Entonces avanzó parsimoniosamente y, pasando literalmente sobre mi, se alejó, espléndida, hacia sus aposentos.