El Arco Tensado (1: La Rueda)

Un joven de 22 años es educado por una dominatriz de 35, quien le enseña a emitir su semen gota a gota.

I – LA RUEDA

Así que la espero, de rodillas, un buen rato antes de su llegada. Desnudo y de rodillas, inmóvil. He tomado la pastilla ordenada, de modo que tengo el miembro duro como una piedra, erguido y casi dolorido por la tensión.

Tengo tiempo de pensar en ella y de anticipar sus pasos por el pasillo de entrada. Me pregunto, ansiosamente, si estará todo bien para sus ojos. Cuál será su humor. Siento un poco de frío. La ansiedad me produce una sensación de cosquilleo en el estómago. Me he ligado los testículos y el pene con el ajustador que me ordenó, y me lo veo hinchado, con venas gruesas como lápices. Quisiera tocármelo...cubrir el glande con el prepucio para protegerlo y mantenerlo húmedo, pero temo que le moleste. Me ordenó esperarla exactamente así, con el glande expuesto e hinchado como una ciruela, por si desea castigarme.

Miro el salón, a mis espaldas, buscando algo fuera de lugar. Todo está en penumbras, pero la poca luz, fría y azul, de los spots del techo, se refleja en los espejos, en los pisos relucientes, en los jarrones y los barandales metálicos.

Frente a la puerta de entrada donde estoy arrodillado se extiende un amplio recibidor, como un pasillo; detrás, en desnivel, ese salón amplio como un loft en cuyo centro, sobre una gran alfombra mullida, está el sillón donde ella suele sentarse. Más allá, lejos, esos ventanales con vitrales que crean formas de luz extraña durante el día. Ahora está oscureciendo.

Tengo un grueso collar de cuero ceñido al cuello (yo mismo me lo coloco para esperarla), con una fría cadena que baja por mi espalda, pasa entre mis piernas y termina en una lazada de cuero que me aprieta los genitales. Si no mantengo la espalda recta, casi arqueada hacia atrás, los testículos y el pene son forzados entre mis propias piernas de una manera dolorosa. Eso hace que cuando me ordena besarle los pies, mi miembro tieso como un palo, asome entre mis glúteos, dejándolo expuesto a su castigo o a su rara clemencia.

Ya llega. Oigo el ruido apagado del ascensor que se detiene en este nivel.. Oigo las puertas que zumban y, después de una breve silencio, el ruido pausado de sus tacos en el pasillo, la llave en la cerradura que gira, la puerta que se abre lentamente. Mantengo la vista fija en el piso, delante de mi. Las manos atrás, el cuerpo desnudo recto como una tabla, las piernas juntas, de rodillas, y con este pene hinchado que palpita de ansiedad y de temor, ofrecido para su inspección. Si no está absolutamente hinchado puede molestarse. Me ha indicado repetidamente que no estar excitado en su presencia es una ofensa.

Percibo su ingreso aunque sólo veo unas finas botas de cuero negro y reluciente. Cuando me da la espalda para cerrar la puerta la observo furtivamente. Tiene un largo tapado de cuero, también negro, guantes, y lo que parece ser un sombrero de ala ancha haciendo juego. Guarda las llaves en un bolsillo y con un movimiento lento toma la fusta que cuelga de la pared, al lado de la puerta. Gira hacia mi, así que bajo la vista para que no me sorprenda mirándola. Se acerca y se para delante de mi. Veo sus botas de altos tacos y quisiera agacharme a lamerlas. Se da unos golpecitos pausados en la caña de la bota mientras me observa. Camina lentamente a mi alrededor, en silencio, juzgando mi postura,...tal vez mirando el loft detrás de mi. Esta tan próxima que su tapado casi me rosa el glande. Mi ansiedad crece hasta convertirse casi en un espasmo. El pene me late y pienso, con terror, que puede asomar una gota en la punta del glande. Ella debe suponer lo mismo porque me lo levanta con la fusta para inspeccionarlo... pero no dice nada.

Finalmente me da la espalda y camina pausadamente por el pasillo. Ahora la observo de atrás, pendiente de sus movimientos. Es común que en este punto se detenga y se saque la bombacha para arrojarla al suelo. Entonces debo acudir rápidamente, recogerla con la boca, y volver a mi posición de espera, a veces a centímetros de sus nalgas, mientras se sigue desvistiendo o se quita alguna joya.

Pero ahora es diferente, camina unos diez pasos y se vuelve. Por fin me habla, mientras comienza a desatar el cinturón de su tapado.

-¿Has hecho tus deberes?-

No me está permitido hablar. Sólo se me permite manifestar asentimiento besándole los pies, y agradecimiento lamiéndole los pies o la vulva, según se me indique. Así que para responder me apresuro a llegar hasta sus botas y apoyar mis labios sobre ellas. Quiero que sepa que sí he hecho todo lo que me indicó. En seguida me aparta con la fusta y nuevamente permanezco tieso como una tabla, arrodillado, con las manos a la espalda. Delante de mi la veo quitarse el sombrero y dejarlo sobre el secreter, luego, lentamente, (la fusta cuelga de su muñeca derecha), se desprende el tapado cruzado, botón por botón, con movimientos lentos. Cuando va a quitárselo –mi corazón late aceleradamente-, suena, apagado, un teléfono en su bolsillo. Lo extrae y contesta con su vos suave y profunda. Escucha algo y en seguida comienza a hablar en un francés fluido. Mientras habla, me mira un momento y ladeando el tapado me deja ver la mitad de su cuerpo esbelto y bronceado. Sólo lleva una pequeña braguita negra, apenas un triangulito sobre los rizos suaves de su sexo; y medias de seda negras que terminan en sus muslos sujetas por ligas satinadas. Con la mano libre, hábilmente, baja su bombachita hasta la mitad de sus muslos y chasqueando los dedos me indica que se la termine de quitar (como me ha enseñado). Me acerco trémulo, apoyando mis manos en el suelo y con la boca, delicadamente, tomo la braguita y la deslizo por sus piernas hasta el suelo permaneciendo así para que ella pueda quitarlas de sus piernas con un movimiento fácil. Luego me yergo nuevamente con la bombachita entre mis labios (pasándole la lengua secretamente dentro de mi boca). Sigue hablando pausadamente y escuchando su teléfono, pero me observa, por momentos, controlando mis actos. Ha llegado a dejarme así, con su bombacha en mi boca, por tiempos prolongados, pero ahora extiende su mano enguantada, toma la prenda de mis labios, la arroja al suelo, y con unos golpecitos sobre su pubis me ordena que la lama. Me aproximo prestamente, en cuatro patas, y extendiendo mi cuello de una manera forzada, comienzo a lamerle lenta y pausadamente su vulva exquisita, mientras miro desde abajo su vientre y sus pechos entre los pliegues del tapado. Está atenta a su teléfono, pero de vez en cuando me mira distraídamente mientras me esfuerzo por lamerla como me ha enseñado: con pasadas de lengua pausadas y delicadas, primero alrededor de los labios carnosos de su sexo, después justo a lo largo de la hendidura que termina en su pequeño clítoris rosado.

Finalmente termina de hablar y me mira con más atención mientras guarda su teléfono.

- Basta - me dice secamente – recoge la bombacha y espérame.

Mientras me apuro a tomar otra vez la bombachita en mi boca, la veo irse hacia sus aposentos y me deja nuevamente en mi posición de espera, respirando con la nariz dilatada el perfume de su sexo y sus bragas.

Bajo la vista y noto con un sobresalto unas gotas en el piso que han salido de mi glande palpitante. Por suerte no las ha visto. No importa si eyaculo con un chorro incontenible o si sólo me sale una gota dolorida. Si es sin su permiso, el castigo es terrible.

Limpio rápidamente con la mano la humedad del piso rogando para que se seque ante de su regreso. Ha dejado la puerta entreabierta y la oigo deambular por su habitación y su vestidor. A la habitación no he entrado jamás, al vestidor raras veces.

Una vez me ordenó seguirla al baño, me hizo arrodillar, me ató del collar a una clavija en la pared y cruzando toda la habitación se sentó a orinar en el inodoro frente a mi. Estaba desnuda, salvo por unas botitas de charol de cañas cortas y altos tacos que he debido besar muchas veces. Después se paró y caminó hacia mi hasta casi apoyarme la vulva en la boca, yo no sabía que hacer. –Límpiame - me dijo, y comprendí que quería que le lamiera los restos de orina de su bello púbico. Rápidamente me convertí en un experto en lamer su concha meada. Y me gustó. Estaba enojada y tal vez quiso castigarme humillándome, pero para mi fue una experiencia perturbadora. Estar de rodillas lamiéndole la vulva y los restos de orina a una mujer que se ama y se teme me pareció un homenaje.

Otra vez me ordenó entrar en su vestidor. Estaba desnuda, con unas sandalias de finos tacos y tiritas de cuero que pasaban entre los dedos. Sentada al lado de su tocador, con las piernas cruzadas, se maquillaba tranquilamente. Me indicó con un gesto que me arrodillara ante ella y comenzó a interrogarme distraídamente mientras se miraba en el espejo. A cada pregunta yo respondía afirmativamente, de la única forma permitida, inclinándome para besarle los pies, rogando secretamente que no me preguntara algo como -¿has hecho algo que merezca castigo?- porque no puedo contestar negativamente y no sólo debo contestar (besando) que he cometido una falta, aunque no se cierto, sino que después debo agradecer (lamiendo), el castigo que me imponga.

- Te castigaré cuando hagas algo mal - me dijo al principio – y también cuando no hagas algo mal. Sólo porque yo crea que lo has hecho, o porque se me dé la gana. La arbitrariedad es lo que anulará tu voluntad y en eso consiste tu educación y tu adiestramiento. Tú no hablas, no opinas, sólo obedeces, aceptas y agradeces.

Volviendo a aquella noche del vestidor, cuando terminó de pintarse, se paró y se dirigió hacia el espejo del placard para verse de cuerpo entero. Comenzó a peinarse hábilmente. Un peinado alto con el pelo tirante sobre su nuca y torcido sobre la cabeza. Mientras lo hacía, me miró a través del espejo (su fina cara maquillada se veía hostil con el pelo tirante hacia atrás) y me dijo – Lámeme el culo mientras me peino - Sin dudarlo me arrodillé tras ella y comencé a besarle y lamerle delicadamente las nalgas suaves y duras que me enloquecen de excitación cuando camina. Apenas empezaba, cuando se dio vuelta bruscamente y mirándome desde lo alto, con las manos sobre la cabeza sosteniendo el peinado, me aclaró con un destello de rabia en sus ojos azules – no te dije que me lamas los glúteos...te dije que me lamas el culo - y se volvió irritada, mirándome por el espejo, siempre con las manos sobre la cabeza. Por un momento creí que me anunciaría un castigo y lo más suavemente que pude metí la cabeza desde abajo por entre sus piernas entreabiertas y, sacando la lengua cuanto pude, comencé a lamerle íntima y profundamente entre los glúteos, hasta que mi lengua se detuvo sobre el agujerito delicado, y de allí, por el periné, hasta su vulva carnosa que desde abajo se veía absolutamente femenina. Aunque no demostraba placer sino indiferencia, mi esfuerzo pareció apaciguarla porque después de un rato me dijo: – Puedes tomarme de los muslos para manejar mejor tu lengua -; de modo que tomé sus muslos suavemente para afirmar su cuerpo contra mi cara y lamerla más profundamente sin desequilibrarla. Deseaba meter la lengua en el agujerito pero temía que eso la molestara. Finalmente pensé que podía arriesgarme y lentamente extendí la lengua penetrándola. No dijo nada, y permanecí así, trémulo de ansiedad, mirando desde abajo sus nalgas y su espalda mientras mi lengua penetraba en su cuerpo caliente hasta dolerme. Ella parecía distraída, modificando su peinado y mirándose de un perfil y de otro como si no se decidiera y como si tener un hombre arrodillado tras ella con la lengua profundamente metida en su culo le fuera indiferente. Esa situación, no se por qué, me excitó a tal punto que sentí un espasmo de orgasmo inminente. Sabía que debía apretarme el glande para parar la eyaculación, pero temí que al retirar las manos de sus muslos se diera cuenta de que me estaba tocando sin permiso y eso significaría un castigo temible (- por más que un castigo correctivo te parezca terrible - me dijo una vez – haz de saber que siempre lo puedo empeorar -... y después supe por qué).

Por suerte estaba arrodillado y encogido tras ella, y mi miembro había quedado aprisionado entre mis piernas, con el glande entre los trabones de cuero de mis tobillos, de modo que cuando el orgasmo explotó lo hizo silenciosamente, chorreándome con semen caliente los pies y el piso.

En medio de mi terror mantuve mi posición inmóvil, disimulando mi estado con dedicados movimientos de la lengua. Si no me mira , pensé, si sale caminado sin mirarme, podré limpiar esto sin que se de cuenta.

Pero se dio cuenta. Volviéndose hacia mí (yo estaba con los ojos cerrados y la lengua extendida cuando me encontré frente a su pubis) puso las manos en la cintura y me dijo:

- Mírame - .Levanté los ojos hacia ella y supe que estaba perdido.

-¿Has eyaculado?- me preguntó mirándome con una mirada fría. Besé sus pies con frenesí y los lamí entre sus dedos pidiendo piedad y rogando, mudamente, por un castigo clemente.

-No has dejado escapar unas gotas, que desde ya te está prohibido, sino que te has vaciado como un perro caliente...¡y además has tratado de engañarme!-

Caminó alrededor mío mirando mis piernas chorreadas de semen y su alfombra llena de gruesas gotas pegajosas. – Limpia ese enchastre - dijo secamente – lávate y espérame en el loft.

Sin volver a mirarme caminó altivamente hacia su habitación.

Corrí a mi bañito, cruzando como un espectro ansioso todo el pasillo y el loft. Sentía frío, temor, ansiedad y vergüenza. Volví apresurado con un trapo húmedo y limpié afanosamente la alfombra. El recuerdo de haber estado allí penetrándola con mi lengua (más las pastillas que me ordena tomar), me mantenían el pene como una piedra, aunque goteando y rojo. Regresé a mi baño de presidiario y me lavé con agua fría las piernas y el sexo tratando de exprimir hasta la última gota de mi vergüenza. Después me ajusté los correajes de los testículos, tensé la cadena de mi collar y, para complacerla y apaciguarla me coloqué las muñequeras de cuero con trabones (por si decidía atarme o inmovilizarme) y corrí al loft para arrodillarme sobre la alfombra, junto al sillón.

Ya era de noche y esperé en la penumbra de la luz que entraba por los vitrales del fondo. Miraba ansiosamente hacia el pasillo por donde vendría esta hembra terrible a castigarme. En la oscuridad observaba los escasos muebles y objetos de esa amplia habitación diseñada y decorada sólo par la domesticación. Hay objetos, muebles y utensilios que no sé para que sirven, pero sé que están pensados para torturar y castigar. Algunos ya los conozco y me perturba la idea de que vuelva a usarlos conmigo.

Después de largo rato escuché sus tacos en el pasillo. Podría distinguir sus pasos y hasta su humor, entre miles de mujeres, sólo por la forma de caminar. Venía enojada.

Apareció ante mi en la barandilla de la pequeña escalera que desciende hacia el loft. No pude ver su mirada en la penumbra, pero si noté que se había puesto un body negro, armado por tiras de cuero que, partiendo de un collar tachonado, se entrecruzaban sobre su cuerpo unidas por argollitas plateadas, dejando sus senos expuestos. Dos finas tiritas pasaban por su entrepierna, a ambos lados de sus labios vulvares haciéndolos más prominentes pero sin cubrirlos, todo el conjunto dejaba expuesto su cuerpo atlético prácticamente desnudo. Sus piernas estaban cruzadas por tiritas de cuero que subían desde sus sandalias hasta las rodillas. El pelo recogido en lo alto, con mechas sueltas. Tenía una fusta larga en la mano. Se paró frente a mi, arqueando la fusta y mirándome como si considerara mi castigo.

- Has faltado el principio básico de tu educación -dijo fríamente – has eyaculado sin permiso. Aprenderás a contenerte y a eyacular sólo cuando se te ordene., y en la forma que se te ordene. Aprenderás a detener la eyaculación iniciada si yo cambio de parecer. Aprenderás a eyacular gota a gota, y soltarás cada gota cuando yo lo diga. No es una novedad ¿verdad?, ya te di estas instrucciones antes. Parece que lo único que has aprendido es a soltar tu semen en silencio, sin que se note. Pero no lo soltarás más sin permiso. Eso te lo aseguro.

-Por esto que has hecho andarás con cilicio hasta que te ordene sacártelo. Te presentarás ante mi, no de rodillas, sino en cuatro patas, con el culo para arriba y ese pitito incontrolado expuesto entre tus piernas para mi castigo. Pero eso será después. Ahora aprenderás que el orgasmo no es placentero. No par ti. La eyaculación es un tributo para la mujer y yo soy la dueña del tuyo.

Dicho esto se sentó en el sofá, cómodamente, cruzó sus piernas y jugueteando con la fusta me ordenó: - Tráeme champaña y un cigarrillo -

Corrí al bar, pasé tras la barra, saqué el champaña de la heladera, abrí la botella y lo serví en su copa, al regresar busqué en la penumbra su cigarrera y su encendedor. Puse un cigarrillo en la boquilla. Tomé una servilleta y corrí a arrodillarme a su lado ofreciéndole todo. Tomó el cigarrillo y me apresuré a encendérselo. Su rostro serio y hostil brilló con la llama del encendedor. Se reclinó expirando el humo al techo, como pensando, mientras yo sostenía su copa en actitud reverente. La idea del cilicio me llenaba de ansiedad... ya lo he probado. Es terrible.

De pronto me miró con decisión., tomó la copa de mis manos y señalándome con la fusta un dispositivo curioso que estaba bajo el ventanal, me dijo:- trae la rueda -

La "rueda" es en realidad media rueda, de madera laqueada, negra y brillante, de hombros redondeados y de unos cuarenta centímetros de radio por doce de ancho. Esta fijada por su diámetro cortado a una plataforma, también de madera laqueada, que la mantiene fija como si media rueda emergiera del piso. Yo no sabía cuál era su utilidad aunque había estado curioseándola en mis horas de soledad.

La cargué (no es pesada) y me apresuré a arrodillarme a su lado con el dispositivo en brazos. Con la fusta me indicó un lugar delante de ella, a sus pies:- Ponla allí - dijo secamente – Gírala hasta que quede atravesada frente a mi .

Hecho esto me dijo morosamente - Ahora arrodíllate sobre la rueda con una pierna de cada lado. Mete tu pitito sucio entre tus piernas y siéntate sobre él .- Apenas hube hecho lo indicado noté que las rodillas apenas me llegaban al suelo, a ambos lado de la rueda, de modo que la presión sobre el pene y los testículos era intensa.

- Pon las manos a la espalda - me indicó, e inclinándose levemente hacia delante, con una mano, enganchó los trabones de mis muñequeras y tirando hacia arriba enganchó todo en un eslabón alto de la cadena del collar de modo que quedé inmovilizado y con la espalda arqueada hacia atrás lo que aumentaba la presión sobre mis genitales. En esa posición el pene, hinchado y palpitante, quedaba asomando entre mis glúteos, apoyado sobre la rueda fría en una posición invertida.

Estar así mirando la pared lejana en la penumbra, bajo su mirada crítica, durante un tiempo prolongado, ya hubiera sido una tortura, pero no terminó allí.

Estuvo un rato mirándome, con las piernas cruzadas, un brazo (con la fusta) apoyado en el brazo del sillón, y el otro sosteniendo su copa que bebía sin apuro. Balanceaba la pierna cruzada de modo que yo sentía leves pataditas en mi costado. En la oscuridad apenas la veía con el rabillo del ojo. De pronto se movió, descruzó las piernas y elevando hasta mis labios su pié izquierdo me dijo -¿Quieres ser castigado?-. Inmediatamente besé el empeine y los dedos que me ofrecía para hacerle saber que sí. El olor del cuero de sus sandalias en la oscuridad me mareaba. De pronto, sin aviso, un fustazo fuerte y seco me estalló en el miembro aprisionado. El dolor y la sorpresa me dejaron atónito. Comprendí con terror que estar sentado en la rueda no era el castigo. El castigo estaba por venir.

- No quiero ni un gesto ni una queja – dijo su voz amenazante en la penumbra. – Agradéceme tu castigo - agregó apoyando su pie contra mi boca.

Sabía que vendría otro fustazo, pero no cuándo. Lamí su pie con esmero, pasando la lengua por su empeine, por las tiritas de cuero de la sandalia, por sus dedos finos y entre cada uno de ellos. Lamía para agradecer, según lo ordenado, pero secretamente lamía para complacerla, para aplacarla, para que no me volviera a castigar...

Ella movía su pie frente a mi cara, girándolo en diferentes ángulos y alejándolo o acercándolo a mi boca para obligarme a esforzarme por alcanzarlo, moviéndome sobre mi dolorido sexo.

El segundo fustazo me sorprendió nuevamente. El dolor, lento y penetrante, tardó en llegar a mi cerebro y mi pene comenzó a tener espasmos involuntarios.

- Tú sólo puedes eyacular en dos circunstancias - me dijo su voz en la penumbra – cuando yo te lo permito...y cuando yo te lo ordeno. Espero que notes que hay una diferencia sutil entre ambas; cuando te autorizo a soltar tu semen, te estoy dejando un pequeñísimo grado de libertad. Pero cuando te lo ordeno, eyaculas inmediatamente y en cualquier circunstancia...o en cualquier posición- agregó casi burlonamente. – Tus orgasmos no tienen por que ser placenteros. No estás aquí para eso. Si vas a aprender a controlarte, es mejor que sean dolorosos. Debes temerle al orgasmo. Sólo así lo controlarás para mi. Eso aprenderás primero. Finalmente lo dejarás en mis manos y ya ni siquiera dependerá de ti .

Estaba esperando, tembloroso el tercer golpe, pero me sorprendió nuevamente cuando llegó. El chasquido seco de la fusta contra mi glande, el ardor terrible y, lo peor, la imposibilidad de gemir, de gritar, de respirar con un quejido. La absoluta inmovilidad, el silencio, el agradecimiento con la lengua sobre su pie burlón. Los ojos llenos de lágrimas en la penumbra.

Y así siguió por un largo rato...una eternidad para mi. Los fustazos secos y terribles resonaban en la oscuridad, espaciados, imprevisibles. A veces esperaba minutos entre uno y otro. Cada golpe me dejaba el pene palpitando con latidos espasmódicos y prolongados. Manejaba mi expectación con sádica práctica. Movía la fusta en la oscuridad haciéndome tensar a la espera del chirlo, pero no lo descargaba inmediatamente, manteniéndome expectante, tiritando de ansiedad y de tensión hasta que llegaba el chirlo feroz y sorpresivo. Después parecía relajarse, como si hubiera decidido terminar mi suplicio. Me permitía lamerle dedicadamente el pie, me hablaba sin enojo, dándome instrucciones pausadas hasta que me relajaba, y entonces, me sorprendía con un nuevo fustazo fuerte y preciso, como si tratara de quebrarme, de arrancarme un gemido. Ella sabía bien que lo peor de mi agonía era no saber cuándo acabaría de castigarme. No contaba los golpes. No anunciaba cuántos serían. Simplemente me educaba en la total sumisión a su arbitrariedad. Me hacía sentir que podría tenerme así toda la noche.

Al cabo de más de una hora mi cuerpo empapado en sudor se acalambraba sobre mi sexo tumefacto, mientras mi lengua y mis labios rogaban piedad a su pie. Me sentía mareado por el dolor y la tensión.

A cada golpe mi pene quedaba palpitando frente a sus ojos en un orgasmo seco, truncado y agónico.

Finalmente me tuvo unos minutos más en total inmovilidad, estudiándome en la penumbra, hasta que me ordenó: - Ahora, eyacula , ... déjalo salir -.

Mientras hablaba me daba ligeros chirlitos apremiantes sobre el miembro dolorido. Comprendí que estaba midiendo el lugar exacto para descargarme otro fustazo, y un cosquilleo de anticipación bajó desde mi vientre hasta el sexo palpitante. De pronto un semen dolorido comenzó a derramarse sobre la madera; abundante, caliente, chorreaba sin parar, no con espasmos ni a borbotones, sino con un fluir parejo e interminable, como se vierte la sangre de una vena cortada. Ella jugueteaba satisfecha con la lonja de la fusta sobre la punta del glande, tapando y destapando ese caño que se vaciaba penosamente y jugueteando con el líquido pegajoso que se adhería al cuero. Finalmente se reclinó más cómodamente en el sillón y me miró satisfecha y relajada, sin dejar de darme golpecitos amenazadores en el miembro hinchado. Apenas la veía en la oscuridad. Había retirado su pie de mi boca y miró hacia el ventanal. Consultó su reloj y, descruzando las piernas, se paró y giró frente a mi de modo que su pubis quedó pegado a mi cara. Con la copa aún en la mano, me puso la fusta en la boca y me dijo burlonamente: – lame tu porquería -. después, forzando hacia mí su cadera me ordenó secamente: – agradéceme -.

Mientras le lamía la vulva carnosa entre las correas de fino cuero de su body, bebió indiferente un último trago de su copa y se alejó en la oscuridad, dejándome en esa posición torturada. Esperaba que me ordenara retirarme pero se metió en sus aposentos y me dejó ansioso y aturdido.

Me quedé así más de media hora. El semen, ya frío, chorreó por la madera lustrada hasta mis tobillos. Todo el periné, los testículos, el pene y el ano eran como un fuego húmedo presionados contra el canto de la "rueda". Apenas vislumbraba el perfil de los muebles con la escasa luz de los vitrales y, para mi vergüenza y humillación, mi propia silueta grotesca en el espejo del fondo.

Finalmente oí sus tacos por el pasillo. Por un momento pensé, con terror que venía continuar con mi tortura, pero la escuché llegar a la puerta y abrirla. – Espérame el jueves a las siete - dijo escuetamente, y salió cerrando tras de sí. El taconeo se perdió en el pasillo y después del zumbido del ascensor todo quedó en el más absoluto silencio.

Me había dejado malamente atado con las manos a la espalda en una posición muy forzada, así que me deslicé con dificultad hasta el suelo e inmediatamente me aboqué a desprender los tetones de la cadena. No era fácil. Luché, transpirando y contorsionándome con mi entrepierna entumecida. Finalmente pude desprender la cadena y soltar la traba de las muñequeras.

Me quedé acostado sobre la alfombra, en posición fetal sosteniendo mis doloridos genitales entre las manos... casi lloriqueando. Necesitaba tiempo y tranquilidad para meditar sobre lo sucedido. Sabía que lo más urgente era lavarme y ponerme hielo en el glande hinchado. También tenía que limpiar y guardar todo, pero estaba tan exhausto que no podía moverme. De pronto se me ocurrió que ella podía volver,... podría haberse olvidado algo, o simplemente intentar sorprenderme. Juntando los restos de mi voluntad y de mi energía me incorporé y caminé hacia mi bañito con pasos acalambrados y vacilantes.