El árbol torcido (2)

María casi ha dejado atrás la infancia, pero no las prácticas nefandas que inició en aquella huerta junto al colegio de monjas...

CAPÍTULO III

Reencuentro

Pasaron unos años; María tenía ya quince, y se había desarrollado mucho, tanto física como psicológicamente. Tenía un cuerpo esbelto, con casi todas las curvas de una verdadera mujer, pequeños pechos que se alzaban provocadores bajo la ropa y largas piernas de andar elegante y felino. Había ya superado aquella etapa de la adolescencia en que las chicas se avergüenzan de su propio cuerpo.

También había evolucionado mentalmente. Había desarrollado una faceta rebelde que mantenía cuidadosamente oculta, en especial hacia sus padres, si bien éstos no dejaron de detectar, perplejos, un cierto cinismo que no esperaban en ella. Se hubieran muerto en el sitio de saber que ella había mantenido una tórrida relación con un cura amigo de la familia, pederasta consumado él, en la que ella tomó la más entusiasta iniciativa después de que experimentara su primer orgasmo. Practicaron todo tipo de juegos, con los dedos, con la lengua, con el pene, exploraron cada orificio y cada zona sensible de sus cuerpos hasta la saciedad. Hasta que él la empezó a encontrar demasiado mujer, demasiado adulta, y se centró en un primito de María.

Pero ahora María era, a sus quince años, una bomba sexual con la apariencia de una niña bien; y sin embargo, aunque parezca asombroso, ella había conseguido mantenerse técnicamente virgen, aunque el cura lujurioso, y Gabriel mucho antes que él, habían visitado con frecuencia la antesala del sagrario de su virtud. Y es que, si María había asimilado algo de su rígida educación, era que la virginidad de una joven era su más preciado tesoro, aquel que la hacía pura, sin importar cuáles fueran sus actos públicos o privados. Perder ese tesoro fuera del sacramento del matrimonio era ser una pecadora de por vida. Eso le decía su madre, eso le habían dicho las monjas, y ella lo creía a los diez años, y a los once... pero no a los quince. Sin embargo, sabía que perder el certificado de garantía  no tenía vuelta atrás, y creía firmemente que si un día encontraba al chico de sus sueños y él descubría que no era virgen, la despreciaría por impura. Nadie tenía por qué saber las prácticas nefandas a las que se había entregado en el pasado y que, afortunadamente, no habían dejado pruebas físicas en ella.

*   *   *

El día de su décimosexto cumpleaños se acercaba, y a su madre se le había ocurrido que deberían celebrarlo con una fiesta por todo lo alto; una verdadera puesta de largo para su dócil y callada María.

Los preparativos comenzaron semanas antes. La enorme mansión en que residían fue remozada, se cambió la decoración del salón principal, se reformaron los jardines y se construyó una hermosa pérgola que acogería a los invitados. La propiedad bullía de actividad.

Un día, María paseaba por el jardín, en el que trabajaban varios hombres arreglando los parterres, cuando se encontró de sopetón con un viejo conocido: Gabriel el jardinero.

A pesar de los años transcurridos, ambos se reconocieron mutuamente. Lógicamente, era María la que más había cambiado en aquellos años, pero se reconocieron en el acto. Durante un segundo el estupor los dejó helados. Ella se repuso la primera; siguió andando con sangre fría, casi rozando a Gabriel al cruzarse, como si él no existiera.

*   *   *

Fue él quien hizo el esfuerzo de buscarla. María esperaba en el garaje a su mamá, que la iba a llevar a la modista a probarse el vestido que luciría el día de su cumpleaños. Él irrumpió repentinamente. Se miraron sin decirse nada, no muy seguros de cuál sería la reacción del otro. Ella vestía vaqueros y un polo blanco, y estaba apoyada en el Mercedes de su madre. Él llevaba un buzo azul manchado de polvo.

–Hola. –saludó él sin moverse.

–Hola.

Gabriel se le aproximó rápidamente y se detuvo a un palmo escaso de ella. Miró nervioso hacia la puerta. Luego, impulsivamente, puso su mano entre las piernas de María mientras la rodeaba por la cintura con el otro brazo.

Pero ella se zafó de su abrazo. Aquello era demasiado repentino, después de tantos años, y cualquiera podía entrar en el garaje. Intentó mantener las distancias. No era fácil, con un hombre nada escrupuloso que casi la doblaba en edad.

–No.

–¿No te acuerdas? Tú y yo hacíamos muchas cochinadas tras la tapia del colegio. Y ahora estás lo bastante crecidita como para llegar más lejos.

Volvió a aferrarla con violencia, apretándose contra ella. La tenía atrapada entre su cuerpo y el coche.

–Vete, por favor. Nos van a ver. Gritaré.

–Eso, hazte la estrecha, que me la pones dura. ¿Te acuerdas de cómo me la ponías antes? Pues ahora la quiero aparcar en el garaje.

La estaba sobando las tetas groseramente, manchando de tierra su polo blanco. Ella empezó a apurarse. Gabriel estaba jugando fuerte, muy fuerte. En último término, si les descubrían él sería acusado de intento de violación y ella negaría haberle visto en su vida. El hecho de que, a pesar de ello, él se arriesgara tanto, hacía que María se sintiera sin control sobre él.

Se oyeron voces tras la puerta de comunicación con el resto de la casa. La madre de María se acercaba. Gabriel se apartó de la chica y huyó de un salto por otra puerta, diciendo:

–¡Te veré pronto! –y desapareció.

María trató de recuperar el aliento, descubriendo horrorizada que su polo blanco estaba sucio de polvo, precisamente allí donde él había puesto sus manos. Mamá estaba a punto de entrar. Precipitadamente, corrió a un rincón y cogió un balón de baloncesto del suelo, en el mismo momento en el que su madre entraba en el garaje. La miró consternada:

–¡María! ¿Qué te ha pasado? ¡Estás completamente sucia!

María encontró la entereza suficiente para contestar:

–Es que, mientras te esperaba, me he puesto a jugar con el balón y me habré manchado...

–¡Pues así no podemos ir donde la modista! ¡Ahora mismo subes a tu habitación y te cambias de arriba a abajo! ¡Y date prisa! ¡Ya hablaremos de ésto en el coche!

María corrió sumisamente a su habitación a cambiarse de ropa. Más tarde, ya en el coche, no pudo evitar sonreír para sus adentros mientras su mamá terminaba de regañarla.

CAPÍTULO IV

La puerta de atrás

El Gran Día había llegado. María recibió flores, regalos, cumplidos, visitas, felicitaciones y parabienes de todos sus parientes y amigas, los socios de su padre y sus esposas... Habían comido todos bajo la nueva pérgola, ella había apagado las dieciséis velas de una gigantesca tarta llena de volutas de nata. Los elegantes invitados, sus padres radiantes, ella misma hecha una princesa, con un elegantísimo vestido ajustado a la cintura, de amplia falda de seda dorada y tul vaporoso que llegaba hasta el suelo. Todo era perfecto. Tras el ágape hubo discursos, ¡y ella misma tuvo que decir unas palabras! Luego comenzó el baile, y todos querían bailar con ella. Bailó con papá, con el abuelo, con todos aquellos elegantes caballeros que la trataban ahora como a una dama. A continuación comenzó la música para los más jóvenes, y también bailó con sus primos y con sus amigas del colegio. Al rato, agotada de rock, entró en la casa para ir al servicio. Volvía tarareando despreocupadamente, cuando oyó a alguien siseando desde la puerta del despacho de su padre. Se detuvo, escudriñando la oscuridad de la estancia.

–Hola, preciosa.

María reconoció la voz de Gabriel.

–¡Tú!

–No irás a salir corriendo, ¿no? Sólo quiero estar un ratito contigo. Ven.

Ella miró a los lados antes de entrar. No había nadie cerca. Afuera sonaba la música a pleno volumen. Él cerró la puerta suavemente.

–¿Qué tal va la fiesta? ¿Te estás divirtiendo?

La joven no supo qué debía contestar. No estaba segura de las intenciones de Gabriel. Guardó silencio.

–He pensado que yo también debería hacerte un regalo. Algo que te gustaba mucho antes.

María sintió un estremecimiento producido por la sensación de un vago peligro, mezclado con placer anticipado. Intentó mirarle con dureza, pero esta vez sus ojos acerados sólo consiguieron transmitir fragilidad.

Gabriel se le acercó, mirándola intensamente. No parecía el violador potencial que la asaltó en el garaje la vez anterior, sino un hombre hechizado por la belleza de la joven.

La cogió suavemente por los hombros y rozó su cuello con los labios.

–¡Dios mío, qué bien hueles! Eres toda una mujer, sabes?

Ella cerró los ojos y sonrió, complacida. Se sintió como si fuera una mujer adulta con un apasionado amante. Se dejó hacer, apoyada de espaldas a la pared.

Gabriel la acariciaba con delicadeza, como nunca antes lo hizo. Deslizó la mano sobre el lujoso vestido, recreándose en los volúmenes que ocultaba debajo. La seda crujió suavemente.

–¿Recuerdas cómo te besaba aquí abajo?

–Mmm... bueno, me metías la lengua, sí.

–Quisiera hacértelo otra vez, pero mejor. Te gustaba muchísimo, verdad? Ahora te gustará aún más, mucho más.

Siguió hablándola así, con voz aterciopelada. Ella seguía de espaldas a la pared, con los ojos cerrados, sintiendo por primera vez la embriagadora sensación de estar siendo seducida por alguien que parecía adorarla. Él se fue arrodillando, sin dejar de hablarle. Introdujo sus manos bajo la falda y las enaguas, acariciándole los tobillos, y comenzó a ascender lentamente por sus piernas, como aquel día hacía casi seis años.

–Te haré feliz, preciosa, muy feliz. Esta vez te haré una mujer de verdad. Primero te acariciaré con la lengua, y luego te haré mía.

Obviamente, Gabriel se iba excitando más y más, y su forma de hablar lo atestiguaba.

–¡Dios, qué buena estás! Sí que te has hecho mayor. No podré contenerme, preciosa. Te voy a dar mucho más de lo que pensaba regalarte. Te haré el amor como te mereces, como se lo hace un hombre a una mujer.

María abrió los ojos. Aun a sabiendas de que se había dejado hacer demasiadas cosas, todavía reservaba  un ideal de quinceañera; un día conocería a un chico maravilloso, y haría el amor con él. Se querrían mucho, y todo sería perfecto. No podía dejar que Gabriel le estropeara su sueño. Tenía que ponerlo bien claro.

–Oye, no, eso no, por favor. Todo menos eso.

Él la miró estupefacto. De modo que aquella mocosa había aprendido a decir que no?

–¿Qué quieres decir? ¿Por qué no? ¡Todas las mujeres quieren hacerlo, es con lo que más se disfruta!

Ella se zafó de él y caminó hacia el fondo de la estancia.

–No me importa hacer otras cosas, pero eso no; no quiero. Quizás más adelante...

–¡Pero qué estás diciendo! –se levantó, irritado– ¡Pero qué dices! ¡No me jodas que te has vuelto una zorra calientapollas!

Se aproximó a ella a grandes pasos y la arrinconó contra el imponente escritorio que presidía el despacho. Ahora María estaba empezando a asustarse de verdad, deseando que la música ocultara la airada voz de Gabriel. Nunca, a pesar de las turbias relaciones que había mantenido con hombres, habían tratado de forzarla de aquel modo. Habló con voz compungida, como una niña:

–¡Antes no me obligabas a hacer nada!

–¿Y quién te obliga? ¡Pero si es un regalo! ¡Ya no eres una cría, ya estás lo bastante crecidita para que nos dejemos de juegos! ¡Eres una zorrita buena, sólo tienes que dejarte...!

El jardinero buscaba el modo de hacer saltar los cierres del vestido, amenazando con romperlo.

–¡No puedo hacerlo! ¡Todavía soy virgen, y no quiero hacerlo aún!

–¡Virgen! ¡Ja, ja, ja! ¡Eres lo menos parecido a una virgen que conozco!

Ella tenía la respiración entrecortada por el miedo.

–¡Hablo en serio! ¡Si me follas, digo que me has violado, cabrón!

De fuera llegaba la música de la fiesta.

–No, no lo dirás, porque eres una puta; naciste puta, naciste para ésto. ¡Estáte quieta! Con diez años me la chupabas y te corrías de gusto. Si te follo ahora, te gustará, putaza. –la agarró con fuerza por las muñecas. Ella tenía los ojos desorbitados– ¡Y no dirás nada, porque si lo haces, es como si mintieras aun diciendo la verdad! Ni tú tienes bastante cara para éso. ¡Si vas donde un poli a contárselo, acabarás mamándosela a él también!

Mientras hablaba luchaba por levantarle la falda de seda y las aparatosas enaguas. Ella gemía sin atreverse a gritar. Trató de escapar subiéndose al escritorio de caoba de su padre. Gabriel la volvió a sujetar, aplastándola boca abajo contra el mueble. Todo lo que había sobre la mesa cayó al suelo estrepitosamente, abrecartas, plumas, blocs de notas, pisapapeles. Fuera sonaba  una samba a todo volumen. Ella jadeó al sentir el peso de él, que ahora volvía a buscar su sexo bajo aquel mar de puntillas, lazos y encajes. Por fin él sintió sus tersas nalgas contra sí, si bien a través de la braguita y del panty.

Ella se volvió todo lo que pudo, le miró con la mayor determinación que sus ojos podían transmitir, y le espetó con voz enronquecida:

–Si me follas, te mataré.

Gabriel sintió que no mentía. Ella siempre había transigido en todo, menos en aquello. Incluso en aquella postura de indefensión, sus ojos grises la hacían parecer temible. Decidió modificar un poco el plan.

–De acuerdo, no te voy a desvirgar. Además, las violaciones no suelen ser satisfactorias; lo haremos de otra manera...

María dejó de forcejear y permaneció en suspenso. El sonrió. Sabía que ella accedería si podía preservar su virginidad.

–¿De qué hablas?

Él la tocó el culo diciendo:

–De la puerta de atrás...

Ella comprendió.

–¡No! ¡No! ¡Eso duele! ¡No quiero!

–¡Oh, vamos, ¿cómo lo sabes? Nunca lo intentamos en los buenos tiempos.

Comenzó a bajarle el panty. Ella volvió a forcejear. El delicado tejido se desgarró. Fuera se oían risas y música caribeña.

–¡Déjame! ¡No quiero! ¡Sí que lo he intentado, y me hizo mucho daño!

–¿Qué? ¿Con quién? ¡No, si cuando digo yo que eres una puta...!

Le terminó de bajar el panty con esfuerzo, a pesar de su rabiosa oposición. Si se lo dejaba a la altura de las rodillas, ella no podría huir corriendo. Seguía teniéndola boca abajo contra el escritorio. Volvió a hablar:

–Escucha, yo no tengo interés en que sufras. Se puede hacer bien, con mucha suavidad, y lo disfrutarás mucho; pero tenemos que dejar de pelear, porque entonces sí que te harías daño.

–¡De eso nada! ¡Tú lo que quieres es desvirgarme! ¡En cuanto me quede quieta, tú...!

–¡Ssshh, calla! ¿Pero no ves que a los hombres nos gusta mucho más por el culo? ¡Es mucho más excitante! ¡Si no quieres que me acerque al coño, no lo haré, joder! ¡Las putas cobran más por hacerlo por ahí, porque hay más demanda!

María aminoró sus intentos de desasirse. Esto animó a Gabriel, que le bajó las bragas con mucha suavidad. Ella se quedó inmóvil.

–¿Seguro que no me dolerá?

La pregunta tuvo la virtud de acelerar el ritmo cardíaco del jardinero.

–¿Cuándo te he hecho daño? Si algo no te gustaba, lo dejábamos. ¿No te acuerdas?

Durante unos tensos segundos sólo se oyó la música del exterior. Luego ella habló con voz trémula:

–Si me haces algo que no quiera, o si me haces daño, te clavo este cuchillo, hijoputa.

En la penumbra del despacho, Gabriel vio relucir algo en la mano de la muchacha. Era un enorme abrecartas de plata en forma de cimitarra.

Sonrió. Luego dijo con voz suave:

–Vaya, ahora sí que tengo que portarme bien. Está bien, como quieras; si te hago daño, me lo dices.

Decidió tomarse su tiempo. El abrecartas sobresalía de la mano de María. Se lamió el dedo índice. Luego lo puso entre sus nalgas, que estaban tensas como para comenzar a luchar de nuevo, buscando el ano de María.

–Relájate.

Acarició su esfínter con gran delicadeza. Ella permaneció inmóvil.

Lo rozó durante unos segundos, percibiendo su suavidad. Después se lamió el anular e hizo lo mismo con él. Ella siguió tensa e inmóvil, sobre el escritorio, con el puño crispado sobre el arma. La música que llegaba de la fiesta era ahora más reposada, un soul.

Cuando Gabriel repitió la operación con el dedo corazón, sus nalgas comenzaron a relajarse. Sus piernas colgaron fláccidas de la mesa, su respiración se calmó.

Suavemente, él introdujo la punta del dedo en el ano, que cedió sin resistencia. María experimentó un pequeño estremecimiento. Seguía empuñando firmemente el abrecartas. Fuera sonaba el soul.

El dedo comenzó un imperceptible movimiento hacia adelante y hacia atrás, sin introducirse más allá de la primera falange. Las nalgas de María estaban ahora ligeramente separadas, relajadas.

Gabriel frunció los labios y dejó caer algo de saliva en su dedo, al tiempo que entraba y salía suavemente del ano de la chica.

Pronto éste estuvo tan lubricado como una vagina anhelante.

El jardinero miró a María; se diría que dormía, aunque el puño seguía cerrado sobre el abrecartas. Con la mano izquierda se soltó trabajosamente el pantalón. No necesitó extraer su pene del calzoncillo, porque estaba tan tieso como una estaca, y sobresalía abruptamente.

Se colocó en posición, justo tras ella, con el pene erecto, sin dejar de menear el dedo medio dentro del esfínter de ella. Entonces, suavemente, lo sacó y colocó su glande desnudo entre las nalgas húmedas.

Cuando empujó sus caderas hacia adelante y llegó a tocar el ano con la punta del pene, ella se tensó de nuevo como un arco. Él la sujetó con fuerza por las caderas, manteniendo las enaguas en informe montón blanco sobre la espalda de María. Gabriel presionó suavemente hacia adelante, penetrándola por fin, con gran delicadeza. Ella gimió, hizo un intento de sacudirse, pero el puño con el arma no se movió. La respiración de la chica se aceleró un poco.

Gabriel sonrió, sudoroso. Aún no estaba seguro de que ella no le fuera a clavar el abrecartas. Podía hacerlo; con un amplio gesto hacia atrás podía hundirle el arma en el muslo o en el costado. Sin duda a ella le dolía; él tenía mucho cuidado, pero era un hombre fornido con un pene bastante grande, y ella casi una niña que cumplía dieciséis años aquel mismo día. La música había acabado y alguien hablaba por la megafonía.

Gabriel se fue moviendo con mayor amplitud. Ella gemía y se sacudía levemente, aunque parecía irse calmando poco a poco. Gabriel sentía en su pene la firme presión de aquel esfínter adolescente, sentía que cada vez entraba y salía con mayor facilidad, atrás-adelante-atrás-adelante, causándole una sensación de placer como pocas veces había experimentado. María seguía gimiendo, aunque ya no se movía, si no era por el vaivén que él la imprimía.

Así siguieron durante un rato, ausentes a todo lo que no fueran aquellas poderosas sensaciones; la de sodomizar a una adolescente para él, la de ser absolutamente poseída, para ella.

Llegaron a un clímax vertiginoso; él sentía que se iba a correr con tal intensidad que cuando lo hizo fue como un cataclismo. Disparó un potente chorro de semen en las entrañas de la joven, sin dejar de entrar y salir del prieto esfínter.

Ella no decía nada. Parecía esperar pacientemente a que él acabara. Gabriel se fue calmando, y dejó de moverse. Permaneció con su pene bien metido en el culo de María.

Se fue relajando, y los dos permanecieron inmóviles en la oscuridad por unos segundos. Entonces Gabriel vio que la mano abierta de María no empuñaba ya el abrecartas de plata.

Oyeron voces fuera. Alguien llamó:

–¡María!

Gabriel se desenganchó bruscamente y María exhaló un pequeño gritito. Él la chistó y se metió tras un sofá. Ella se enderezó y trató precipitadamente de subirse la ropa interior. Comenzó a andar hacia la puerta mientras se alisaba la falda. Iba ya a coger el picaporte cuando la puerta se abrió ruidosamente. La luz invadió el oscuro despacho, cegándola. Era su padre.

–¿María?

–Sí, sí.

Él la miró perplejo.

–¿Qué hacías ahí? ¿Estabas sola?

–Er, sí, claro. Me dolía la cabeza, quería estar sola.

Su padre paseó la mirada por la habitación, pero sólo percibió oscuridad. Ni siquiera pudo ver el desorden en el escritorio de caoba. Tras él se veían algunos invitados.

–Te estábamos buscando. Los de la tuna quieren dedicarte una canción. –La estaba mirando receloso. Ella no fue capaz de aguantar su mirada y se escurrió fuera de la estancia, donde fue recibida estruendosamente por los invitados, ya bastante beodos.

El padre de María cerró la puerta lentamente, sin dejar de escrutar en la penumbra.

A los dieciséis años, una chica no necesita arreglarse mucho para parecer radiante, y las mejillas arreboladas de María fueron atribuídas a las pícaras coplas de los tunos, que no podían sospechar que aquella elegante jovencita azorada sobre el estrado acababa de experimentar  un coito anal sesenta segundos antes de aparecer ante ellos.