El árbol torcido (1)

María nació en un hogar de la buena sociedad, con un futuro cuidadosamente trazado. Sin embargo, siendo niña, alguien la fué desviando del camino de la virtud...

CAPÍTULO I

La pequeña María

Hay personas que vienen al mundo con un destino claramente prefijado por su entorno; los padres, los estudios, las relaciones sociales. Sin embargo, a veces la vida hace caprichosos quiebros que convierten a una persona en alguien totalmente diferente de lo esperado, como un árbol que creciera de manera singular, como desafiando a las leyes generales de la naturaleza. Quienes tienen la oportunidad de educarse en el convencimiento de que existen valores morales sólidos e ideales elevados, pueden desarrollar los más sórdidos gustos y las más abyectas aberraciones.

Ese es el caso de María. Evitaremos mencionar su apellido, dado que pertenece a una de las más poderosas y conocidas familias del país, y las consecuencias del escándalo podrían ser insospechadas.

Sus padres son poseedores de una inmensa fortuna; él es un rico industrial, un hombre de mundo que ha viajado mucho y se define como muy tolerante, aunque con los años se ha ido volviendo bastante conservador. Tenía conexiones industriales y financieras en todo el mundo.

Su esposa pertenecía  a una adinerada familia aristocrática, de firmes convicciones religiosas, católica hasta la médula. Pertenecía a diversos patronatos, asociaciones benéficas y cofradías religiosas de corte bastante reaccionario. Era  decoradora de casas de lujo, como la suya propia.

Siempre le habían concedido todos los caprichos a su única hija, María, aunque no pasaban mucho tiempo con ella. Su aya la atendía, la acompañaba al colegio, a veces hasta jugaba con ella, pero en general se podía decir que la niña crecía sola.

Sólo en las poco frecuentes reuniones familiares se la hacía caso; aunque no tenía primos de su edad, siempre había alguien que la demostrara cariño. Su carita dulce y sus ojos azules, un rasgo inusual en aquella familia, hacían de ella el centro de todas las atenciones. Hasta que llamó también la atención de un personaje decisivo en su vida; alguien que, sin pretenderlo, torcería el bien trazado destino de la niña: su tío Crispín.

El tío Crispín andaba por los cuarenta. Tímido y apocado, no se le conocían amoríos ni relaciones con el sexo opuesto, y como tampoco tenía ocupación fija en esta vida, con cierta frecuencia le tocaba cuidar de su sobrinita, que entonces contaba unos seis años.

Durante una temporada, la institutriz que cuidaba a los niños de la casa tuvo que ausentarse los jueves por la tarde por problemas familiares. Durante un lapso de unas dos horas, María se quedaba a solas con su tío Crispín, jugando con su osito de peluche y viendo dibujos animados en la habitación de su tío.

Era verano, hacía calor, y el tío Crispín sugirió a su sobrina que se desnudara para estar más fresca. Ella obedeció y siguió enfrascada en la pantalla del televisor, sin preocuparse de su tío, que la recorría con la mirada.

El tío Crispín era enormemente cauto. No avanzó ni un paso más hasta el jueves siguiente, otro día de calor en el que las ventanas cerradas mantenían la habitación innecesariamente caldeada. María se desnudó otra vez, y el tío Crispín puso un vídeo de dibujos animados con divertidos personajes que hacían cosas sorprendentes unos con otros, empleando largos objetos que parecían formar parte de sus anatomías. A la niña no le llamó especialmente la atención, aunque sí pensó que no era el tipo de dibujos que ella estaba acostumbrada a ver.

La naturalidad dio confianza al pederasta en ciernes que, con manos temblorosas, cambió de cinta. La de ahora no era de dibujos animados; los personajes eran reales, aunque el argumento parecía ser el mismo.

Él empezó a hacerle preguntas que ella contestaba asintiendo o negando con la cabeza, sin perder detalle de lo que ocurría en la película.

Así transcurrieron varios jueves. Ella vio toda la videoteca secreta de su tío; algunas cintas, varias veces incluso.

El tío Crispín se fue animando. Por fin, un día alargó la mano. Aunque ya era casi invierno y no hacía calor en absoluto, ella había adquirido el hábito de desnudarse en aquella habitación durante esas dos horas del jueves. En la pantalla se veía una de las escenas más tórridas de la videoteca, una brutal penetración a una niña poco mayor que María.

El tío Crispín rozó temblorosamente las nalgas de la niña, sus muslos infantiles, sus delgados hombros...

María, absorta hasta entonces en la pantalla, volvió el cuerpo hacia su tío, mirándole con aquellos dulces ojos azules; no dijo nada. El tío Crispín siguió acariciándola, mientras le preguntaba:

–¿Te gusta que te acaricie?

Ella afirmó con vocecita angelical, sonriendo levemente. Él siguió con sus caricias, que se fueron repitiendo varios jueves, como una rutina. En cierta ocasión, había estado acariciando largamente el pubis de su sobrinita, hasta que su mirada se nubló, experimentó un estremecimiento y suspiró de forma entrecortada. Otras veces había sucedido lo mismo, y como otras veces, él se levantó, encorvado, y dijo:

–Tengo... tengo que ir al lavabo. Ya sabes, no abras a nadie, eh?

–¿Por qué, tío Crispín?

–Pues... porque no quiero que nadie entre en mi cuarto, ya te lo he dicho. Sólo tú puedes estar aquí, sabes?

Y dejó la habitación.

Cuando regresó, la niña jugaba sobre la cama con su inseparable osito de peluche. Lo tenía sobre ella, entre sus piernas, y lo hacía subir y bajar sobre su cuerpecito de una manera bastante explícita. Miró a su tío con su mirada angelical y le dijo:

–Mira, tío Crispín; mi osito no tiene rabito.

Siguió con su juego unos segundos antes de decir:

–Les pediré a los Reyes Magos uno con rabito, para jugar como en tus películas.

El tío Crispín se quedó helado. Sin duda, no sabía mucho de niños; de otra manera, hubiera sabido que, tras meses viendo vídeos porno, ella iba a reproducir aquellas escenas en sus juegos. Aquella certeza le aterró. Se sintió descubierto. Era como si la niña le dijera: "Voy a decírselo a papá y a mamá y a todo el mundo."

El tío Crispín la hizo vestirse precipitadamente y la llevó con su aya, que ya había vuelto a la casa.

Desde entonces dejaron de verse los jueves. El tío Crispín pasó una temporada silencioso y preocupado, pero como no sucedió nada más, pensó que la niña lo habría olvidado todo. Poco tiempo después se mudó a su apartamento de Madrid, con todas sus pertenencias, excepto una: una cinta de video titulada “El cartero entra por la puerta de atrás”. Por más que la buscó no la pudo encontrar. Pensó que estaría con las demás sin él haberse percatado; ya aparecería cuando pusiera el apartamento en orden. Sonrió levemente al pensar en su vida futura; animado por la experiencia de María, ahora sabía a qué dedicar su vida. Meses después fue detenido y encarcelado por abusos sexuales a menores.

María pasaba largas horas en su habitación viendo sus videos preferidos. Especialmente uno que atesoraba en un escondite secreto: aquél que le recordaba a las caricias del tío Crispín.

CAPÍTULO II

María en el huerto

Cuando María tenía diez años estudiaba en un colegio religioso donde los valores morales cristianos eran un tesoro que había que inculcar en las mentes juveniles. Era su madre quien había elegido aquel centro, y su padre pensó que sería una buena idea para la educación de su retoño. La férrea autoridad de las monjas aseguraba que no se descarriara el rebaño, y eso era positivo a juicio de los padres de María. La vida allí estaba totalmente regulada por la disciplina, pero siempre había niñas que, por su carácter rebelde o por cualquier otra razón, buscaban resquicios de libertad en el sistema. Algunas, por medio de complicadas tretas, conseguían escapar a una huerta cercana durante unos minutos. La huerta formaba parte de una gran propiedad semiabandonada. Allí hablaban de chicos y encendían cigarrillos que fumaban con deleite antes de romper a toser con violencia.

María no frecuentaba esas escapadas; alguna vez había ido con una amiga, por acompañarla nada más. Hasta que, en cierta ocasión, tuvo oportunidad de saber que en aquel escondite también se desarrollaban otras actividades.

*   *   *

Un día, sin objeto aparente, quizás sólo queriendo estar sola, fue a aquella huerta. Era pequeña, las ramas de una gran higuera ocupaban un ángulo cercado por una tapia de piedra, sobre la que se apoyaba un cobertizo hecho con puertas viejas. Dentro se guardaba leña, sacos vacíos y algunas herramientas oxidadas. Frente al cobertizo había un tocón mohoso que alguien debió usar en el pasado para cortar leña. Allí se sentó María con aire absorto.

A los pocos minutos sintió la extraña sensación que da el saber que alguien te está mirando. Volvió la cabeza, y se sobresaltó al ver a un hombre joven, de quizá veinticuatro años, con aspecto de labrador o de jardinero, que la miraba desde detrás de un avellano. No hizo ademán de esconderse, sino todo lo contrario; se acercó despacio mirándola con curiosidad. Le preguntó:

–¿A quién esperas?

Ella le miró sin saber qué contestar.

–¿Dónde está Miriam?

Nuevo silencio.

–Tú no eres de su clase. ¿Cuántos años tienes?¿Doce?

–Diez.

Él pareció dubitativo. Se volvió hacia el tronco de la higuera.

–Entonces no has venido con ella. Con Miriam.

María no conocía a ninguna Miriam. Siguió callada.

El retornó lentamente junto a ella, que seguía sentada.

–Ponte de pie.

Ella obedeció. Él se le acercó con cautela, rodeándola por detrás. Se arrodilló a su espalda y le puso las palmas de las manos sobre las pantorrillas. Al no observar ninguna reacción en María, fue ascendiendo suavemente bajo la falda plisada azul, haciendo

el mismo recorrido que en su día inició el tío Crispín. Introdujo las puntas de los dedos bajo las braguitas y las deslizó hacia adelante. Acarició el pubis de la niña. A estas alturas estaba claro que ella no iba a empezar a gritar. Parecía sorprendentemente serena.

Él se sentó en el tocón y le bajó las bragas de un rápido gesto.

Ella volvió la cabeza, pero no dijo nada.

El le levantó las faldas al tiempo que la cogía por la cintura y la sentaba sobre él. La apretó contra él y le preguntó:

–¿La sientes?

Al principio ella no supo a qué se refería; hasta que se dio cuenta de que debía ser aquello duro que parecía querer salir de su pantalón y presionaba contra sus nalgas.

–Sí.

–Sí ¿qué?

–Que sí, que la siento.

Ahora le deslizaba las manos por debajo del jersey y de la blusa.

–No tienes tetas. Eres pequeña todavía.

Volvió a meter las manos por debajo de la falda. La acarició y la manoseó durante un rato, con cierta rudeza que ella no recordaba de su experiencia con el tío Crispín. La hizo levantarse bruscamente. Ella, con las bragas en los tobillos, cayó hacia adelante sobre la hojarasca.

Él estaba muy excitado. Se soltó precipitadamente los botones de su pantalón de jardinero y se sacó el pene, erecto, enorme. Pensó que ahora ella sí que iba a gritar.

–No te asustes; no voy a hacerte daño.

María le miraba con una mirada indefinible. No parecía asustada. Siguió allí, sobre la hojarasca, mientras él la observaba. –Creo que no es la primera vez que ves esto. ¿Quieres tocarla?

Ella se encogió de hombros por toda respuesta.

–Ven. Ven, acércate.

Ella se le acercó a cuatro patas, hasta ponerse de rodillas frente al hombre. Éste le cogió la mano e intentó llevarla hasta su pene. La niña hizo ademán de retirar la mano, un poco asustada, pero él la sujetó con determinación. Por fin ella tocó aquel gran falo con la punta de los dedos. Se miraron a los ojos; él intentó tranquilizarla con una sonrisa.

–No pasa nada, bonita. Anda, rodéala con los dedos.

Ella lo agarró con toda la mano, al tiempo que él la iba guiando arriba y abajo, arriba y abajo. María acabó empleando las dos manos.

Así siguieron durante un buen rato; él miraba al vacío, mientras María experimentaba una turbadora sensación al sentir deslizarse bajo sus manos aquel órgano poderoso, cálido y duro. Era como un mecanismo perfecto, hecho para que aquel movimiento alternativo no tuviera fin. Hasta que él, repentinamente, pareció haber sido tocado por un rayo. Se le cortó la respiración, dijo algo ininteligible y puso los ojos en blanco. De su pene salió un vigoroso chorro de semen que salpicó la cara y el jersey de la niña. Esta vez sí que María se asustó. Cayó hacia atrás y reptó para alejarse de él. En realidad había visto cosas así en los vídeos del tío Crispín, pero evidentemente no era lo mismo en vivo.

El hombre se iba recobrando. Tuvo que levantarse para abotonarse de nuevo el pantalón. Realmente parecía haber pasado por una experiencia memorable. Sonreía.

María intentaba limpiarse como podía. Él la ayudó con un pañuelo mientras le decía:

–Eres muy buena en esto. ¿Cómo te llamas?

–María.

–María, ¿eh? Pues yo me llamo Gabriel.

Ella le siguió mirando con ojos misteriosos. Gabriel no parecía sentirse molesto por ello.

–Lástima que no seas un poco mayor.

En el colegio sonó una campana. María se levantó de un salto. Iba a empezar el rosario.

–Tengo que irme.

Corrió hacia la tapia que debía saltar, pero se quedó dudando; no estaba segura de cómo subirla. Aún no tenía práctica.

Gabriel la ayudó, enseñándola dónde poner los pies. Cuando ella ya estaba a caballo sobre el muro, él la preguntó:

–¿Cuándo volverás?

Ella se detuvo un momento, mirándole pensativa. El hombre percibió algo turbador en ella.

–Nunca.

Y desapareció al otro lado.

Gabriel se sorprendió a sí mismo al sentir cierta contrariedad por la negativa. Cualquiera de las chicas mayores con las que se citaba estaba más desarrollada que aquella mocosa, pero jamás sintió la más mínima dependencia de ellas. Sólo eran cuerpos temblorosos que se dejaban hacer. Pero ésta guardaba algo nuevo para él.

"Volverá", se dijo. Ese pensamiento le reconfortó, lo que supuso otra sorpresa para el jardinero.

Aquella tarde, María fue seriamente reconvenida por asistir al Santo Rosario desaliñada y con el jersey manchado. Mientras volvía a su puesto en la fila tras la regañina, sus compañeras la vieron esbozar una enigmática sonrisa.

*   *   *

María volvió regularmente a aquellos fugaces encuentros con Gabriel en la huerta. Evitaba ser descubierta por las monjas o por sus compañeras. Como no tenía muchas amigas, ésto último no le resultó difícil. A veces no pasaban más de tres minutos, en los cuales el depravado jardinero le hacía practicar las más procaces técnicas sexuales: empezaron con tocamientos y masturbaciones del estilo de la primera; luego siguieron con el miembro viril de Gabriel frotando los genitales de ella, y siguieron con todas las posibles formas de felación que la imaginación pueda concebir. Él no llegó a penetrarla nunca, aunque estuvieron todo lo cerca que se puede llegar de ello. Lo mejor para Gabriel era que ella parecía disfrutar con aquellas prácticas nefandas, aunque María jamás lo dijera. De hecho, casi nunca hablaban. María saltaba la tapia, comenzaban algo parecido a lo ya hecho la vez anterior, él la daba alguna instrucción seca que ella obedecía sin el menor escrúpulo, Gabriel se corría y ella volvía a saltar la tapia. Para cuando terminó el curso, ella dominaba técnicas sexuales que muchas mujeres adultas no llegaban a conocer a lo largo de sus vidas.

Con las vacaciones se acabaron aquellos procaces contactos, y dado que los resultados escolares de María no habían sido demasiado brillantes, sus padres optaron por cambiarla de colegio. Con ello se cerraba definitivamente la etapa de Gabriel.