El árbol chino

La historia ocurre en un suburbio de Buenos Aires entre un hombre, una niña y su mamá inmigrante de Hungría.

El árbol chino

Pedido de asilo

Nicolás Martín Altaparro ya no es un chico pero aún es joven. De rostro agradable, siempre se muestra bien vestido, bien calzado, bien peinado. Vive exclusivamente de lo que le dan los padres para que se encargue de hacerles todos los trámites de su fábrica metalúrgica y para que les cuide la costosa casa de fin de semana que poseen en Villa Zapiola, barrio marginal de la ciudad de Paso del Rey, unos 40 Km al oeste de Buenos Aires.

Fue precisamente en un bar y pizzería situado frente a la estación ferroviaria de Paso del Rey, donde nos conocimos hace ya varios años luego de trabar una ocasional conversación. Desde entonces somos amigos y compinches de correrías diurnas y nocturnas. Además, en tiempo de verano suelo ir a nadar en la pileta de su chalet en Villa Zapiola.

Nunca, salvo cuando se zambullía desde el trampolín de la pileta, lo vi despeinado, y por eso me sorprendí la tarde en que, luego de apretar con insistencia el timbre de mi casa en Buenos Aires, se me presentó evidentemente alterado, apenas vestido con un pulóver liviano pese al frío del mes de julio, y con el pelo en desorden.

-¿Qué te pasó? - pregunté asombrado.

-¡Ayudame, Daniel! ¡ Escondeme unos días en tu casa, te lo pido por favor! - me dijo a manera de saludo e inmediatamente entró como una tromba, se desplomó sobre el sillón en que yo había estado leyendo hasta que él tocara el timbre, y comenzó a hablar a borbotones tratando de explicarme los terribles momentos que había vivido.

En realidad me fue difícil entenderlo pues, tan alterado como estaba, empezaba su historia por el final, saltaba al principio, luego volvía al final para pasar después a relatarme lo del medio. Finalmente, luego de largo rato de conversación pude reconstruir lo sucedido. Y es esta historia de sexo y violencia la que, ya más o menos ordenada, pongo a disposición de los lectores.

Relato de Nicolás

-¿Te acordás Daniel de esos húngaros de Villa Zapiola, los Temesvari, que vivían al lado de mi casa? Llegaron al barrio en 1956 directamente desde Budapest, donde habían estado complicados en un levantamiento contra los rusos que terminó con una matanza y con el fusilamiento de Imre Nagy. Los Temesvari y algunos otros que alcanzaron a escapar, fueron ayudados por una organización anticomunista que les facilitó terrenos en Villa Zapiola para que construyeran sus casas.

Aunque muy amigos de la botella, estos húngaros en general son trabajadores, especialmente Tibor Temesvari, habilísimo para arreglar cuanto estuviera roto, sea un mueble de madera o una máquina de envasar líquidos. Su mano todo lo arreglaba.

Durante la guerra Tibor había sido oficial húngaro al servicio de Alemania, país que idolatraba. Casi al fin del conflicto fue herido y capturado por los rusos. Milagrosamente recuperó su libertad pudiendo regresar a Budapest donde se casó con Zsofia, mujer que también la había pasado mal e incluso fue violada por los soviéticos.

Allí ambos vivieron varios años en paz hasta que la naturaleza violenta de Tibor, incrementada por los odios acumulados durante la guerra y la posguerra, hizo eclosión durante el levantamiento de 1956. Producida la entrada de los tanques rusos, el matrimonio apenas pudo escapar con lo puesto y dejando allá a sus hijos a los que sólo volvieron a ver años después.

En la Argentina, Tibor siempre se sintió como un tigre enjaulado que no encuentra como descargar tanto odio acumulado. Había sufrido mucho y había hecho sufrir a otros durante los años de guerra. A veces me contaba su participación en atrocidades como las de hacer fuego desde arriba de los camiones a los enemigos inermes enterrados en la nieve hasta la cintura, o castigar a las aldeas rebeldes fusilándoles a la mitad de sus pobladores. Incluso me explicó como era posible ahorcar a un prisionero con sólo 50 cm de alambre. Y también de como lo apalearon los soviéticos. Y me habló del hambre y del frío y del miedo.

A veces descargaba esa violencia tirando al blanco en el fondo de su casa con su revólver Rubí calibre 22 cargado con munición de poca potencia, especial para el tiro. Pero varias veces me mostró su otra arma, una Ballester-Molina calibre 45 a cuyas balas les había ahuecado la punta para que al impactar causaran un daño irreparable.

Bueno, esta historia que paso a relatar comenzó un domingo en que como en otras ocasiones mis padres invitaron a almorzar al matrimonio húngaro y a su hija argentina, Lenka, nena de once años e iniciadora de todo este drama que estoy viviendo.

La comida transcurrió normalmente hasta que a Tibor, ya un poco alcoholizado -como todos los sábados y domingos-, se le dio por contar cuentos subidos de tono mientras la nena estaba sentada en mis rodillas. Contaba el cuento casi hasta el final pero cuando llegaba a la parte porno, ordenaba:

-¡Lenka, afuera!

Después que la chica salía al jardín, Tibor terminaba el chiste.

-"...y entonces el lorito le dijo... ¡chupame un huevo!" – concluía Tibor.

Pasadas las risas, ordenaba:

-¡Lenka, adentro!

Y la nena entraba sonriente para volver a sentarse nuevamente en mis rodillas.

Los dos matrimonios seguían charlando y riendo sin observar como la nena me abrazaba pegando su cara contra la mía mientras con la mano libre me tomaba la mano izquierda y la hacía apoyar sobre su rodilla.

Me inquietó ese contacto porque aunque me era placentero, también se me antojaba un poco pecaminoso. Además me sentí algo culpable pensando que la niña me hacía una caricia inocente sin tener noción de que a mí me correteaban ratones libidinosos por dentro de la cabeza.

Después de un largo rato de sujetarme la mano sobre la rodilla, Lenka me la corrió hasta la mitad de su muslo. Yo me empecé a inquietar fluctuando entre el placer que me producía tocar la piel suave y tibia de la nena y la sospecha de que su actitud no era tan inocentemente infantil como creí al principio. También me inquietaba, y mucho, el pensar que percatándose de estas dudosas maniobras, Tibor se fuera a buscar su Ballester-Molina 45 con las balas de punta hueca.

En ese momento el hombre estaba por terminar uno de sus inagotables cuentos.

-¡Lenka, afuera!

Bajando de mis piernas, la nena salió al jardín. Recién entonces percibí que mi pene estaba en erección. Lo acomodé con disimulo para que el calzoncillo no lo oprimiera.

Cuando Tibor terminó su chiste, la piba volvió a entrar y a sentarse sobre mis piernas. Y por supuesto sobre mi bulto que ya había crecido un poco más.

Ingenuamente creí que mi táctica de mantener las manos apoyadas sobre el borde de la mesa bien a la vista de todos me salvaría del peligroso acoso de Lenka, pero ella resultó más insistente de lo que yo calculé. Con delicadeza pero con mucha firmeza, volvió a tomarme la mano y a tironearla para hacerla bajar hacia sus piernas.

Comprendí que si me resistía, el tironeo se haría evidente para todos.

Cedí.

Pero esta vez no me llevó la mano al muslo sino que, con la pollerita levantada guió mis dedos hacía su diminuta vulva mientras con la mano libre corría el borde de su bombacha. Entonces mis dedos palparon una vulva pequeña y calentita, aún sin rastros de vello.

Fue justo en ese momento que la húngara levantó la vista y nos miró fijamente haciendo que los demás siguieron su mirada. Me di por muerto. El pene tan erguido y arrogante hasta ese momento se redujo de pronto al tamaño de una cucaracha.

-¡Cómo lo quiere la nena a Nico! - exclamó doña Zsofia, una mujer rolliza, avejentada por los años, los trabajos y los peligros corridos a lo largo de su azarosa vida. De grandes tetas caídas, mal vestida y falta de un par de dientes, lucía casi el mismo peinado que usaba al huir de Hungría en 1956. Aunque si se arreglara un poco, no sería fea mujer a pesar de sus años.

Seis pares de ojos se clavaron en los míos mientras yo trataba de apartar la mano retenida en el tajito provocador de la piba.

-Cuando lo ve a Nicolás se le ilumina la cara. Es el tío que no tuvo. A todo los chicos les hace falta un tío que los mime - continuó la madre.

Aprovechando la situación dije en voz alta:

-Sí, es una chica muy cariñosa conmigo. Pero ahora, Lenka, bajate que se me durmió la pierna.

Enseguida me paré y tratando de disimular mi turbación salí a caminar por el jardín. Dando un corto paseo entre los árboles me acerqué hasta el ginkgo para acariciar su corteza, como hacía siempre que estaba angustiado o entristecido, ya que ese antiquísimo árbol chino tenía un misterioso influjo sobre mí.

Más sereno, entré al viejo garage que había transformado en dormitorio con baño y cocina. Encendí la radio y la computadora. Mientras la máquina se habilitaba, me lavé los dientes en el pequeño baño. Después me desabroché el pantalón y me dispuse a orinar.

Un pequeño ruido me hizo girar la cabeza hacia la puerta.

Contra el marco, sonriente como siempre, estaba Lenka con los ojos clavados en mi miembro.

-¿Qué hacés acá? ¡Andate!

Sin dejar de mirar mi pene y sin dejar de sonreír, me contestó:

-Quiero verte hacer pis.

-¡Andate de una vez, por favor!

-No me voy. Quiero verte hacer pis.

Volví a rendirme.

-Bueno, pero después te vas.

Me costó hacer salir el primer chorrito como si los nervios retuvieran el orín en la profundidad de mis riñones. Mientras me esforzaba en tratar de orinar lo más pronto posible para que la chica se vaya de una vez, ella poco a poco se fue acercando hasta ponerse a mi lado.

-Nena... ¿porqué no te vas? Puede venir tu papá y se va a armar un escándalo.

-No creo, ya tomó mucho vino y no se va a levantar de la silla hasta que mamá y yo lo ayudemos a irse a la cama. Hacé pis de una vez.

Como obedeciéndola, el orín comenzó a fluir. Ella miraba extasiada el espectáculo. De pronto, sin consultarme, estiró la mano y tomando mi pene con dos dedos empezó a guiar el chorrito contra las paredes del inodoro.

-¡Parece una manguerita!- exclamó.

Por supuesto que cuando acabé de orinar en esa forma tan inusual, tenía la verga totalmente endurecida.

-¡Cómo se agrandó!- dijo con asombro a la vez que la movía para arriba y para abajo.

  • Es porque vos la estuviste tocando. Ahora andate.

-¿No querés ver como hago pis yo?

-No. Lo que quiero es que te vayas de una vez.

-Dejame que te muestre y después me voy.

Volví a ceder ante esta nenita caprichosa, cosa que ya se estaba transformando en costumbre.

Lenka se bajó la bombacha y se sentó en el inodoro, pero enseguida, cambiando de idea, se quitó la quitó totalmente y se puso en cuclillas sobre el borde.

-Así vas a ver mejor- aseguró.

Con su habitual sonrisa y con las mejillas teñidas de rubor - fruto de la excitación y no de la vergüenza-, comenzó a dejar salir desde su vulva minúscula, una fina columna de líquido dorado.

Te confieso Daniel, que estuve tentado de poner la palma de la mano bajo ese tibio chorrito de oro, pero no me atreví.

El flujo de pis amenguó hasta transformarse sólo es esporádicas gotas.

-Ya terminé... ¿te gustó?

-Sí. Pero ahora andate.

-Bueno, pero primero secame.

Llegar a mi actual grado de perversidad me costó años y muchos esfuerzos. En cambio, esta nena parecía haber nacido con la técnica del pecado incorporada.

Tomé un trozo de papel higiénico, lo llevé hasta la vulvita sobresaliente y lampiña, y con varios toques le enjugué hasta la última gotita. Aunque te reconozco que efectué varios toques más de los estrictamente necesarios.

-Ahora andate, por favor.

Cuando por fin se fue, cerré la puerta con llave para impedirle cualquier intento de regreso, me bajé los pantalones y tirado en la cama me masturbé acabando en el pañuelo con la misma energía que si hubiera acabado adentro de la mejor de las vaginas.

Pasados los temblores espasmódicos del orgasmo, me sentí aliviado de tantas tensiones vividas y sentado en el borde de la cama me fui exprimiendo la verga con el pañuelo para sacar cualquier resto de semen que hubiera quedado dentro.

Estaba ensimismado en esa tarea cuando al levantar la cabeza, vi los ojos de la piba mirando toda la escena desde la reja de la ventana.

Quedé abochornado.

-¿Porqué me espiaste?- la increpé indignado cuando pude reaccionar.

Ella bajó la cabeza sin contestar.

Furioso, empecé a bajar la persiana que podía aislarme definitivamente de esa muchachita tan pertinaz. Pero cuando la persiana estaba por la mitad, al impulso de una curiosidad morbosa detuve su descenso.

-¿Te gustó verme masturbar?

Posiblemente en ese instante fue cuando la astuta nena comprendió mi debilidad y decidió que yo sería ineluctablemente su rehén sexual.

-¡Sí!- respondió con la carita resplandeciente de júbilo- ¿Lo vas a hacer de nuevo?

-Otro día.

Terminé de bajar la persiana y me puse a trabajar en la computadora.

El acoso

A partir de ese momento tuve que vivir bajo llave pues prácticamente no pasaba día sin que la pequeña lasciva se pusiera frente a mi ventana para tratar de ver nuevamente un espectáculo de masturbación como el que involuntariamente le había brindado tiempo atrás. Si dejaba la persiana baja, ella comenzaba a golpearla suavemente con el canto de una moneda. Sabía la muy pícara que, si bien mis padres no podían oír desde el chalet el leve golpetear de la moneda, si ella incrementaba las fuerza de los golpes el ruido inevitablemente les llegaría. Y también sabía que para evitar el escándalo yo levantaría la persiana y le daría el espectáculo que ella quisiera ver.

A veces -solo a veces- se conformaba con que le hiciera un strip-tease, casi siempre con el miembro dormido, aunque ella obviamente prefería verlo erecto.

Otras veces exigía que fuera a orinar dejando la puerta del baño abierta para poder observar.

Pero lo que la apasionaba al límite era que yo me masturbara. Sin embargo, como no podía pajearme todos los días, decidió concederme jornadas de descanso entre paja y paja pero a condición de que cuando me hiciera la manuela, lo hiciera en el estilo que ella me exigiera.

A veces quería que me tirara vestido en la cama y que abriéndome el cierre sacara la pija afuera, que le humedeciera la cabeza con saliva y que lentamente me hiciera una paja clásica. Otras veces prefería que me vistiera con un pantalón "náutico", esos pantalones baratos sin bolsillo ni bragueta que se sujetan a la cintura con un elástico. De ese pantalón la atraía que para dejar el pene a la vista, me lo tenía que bajar hasta la mitad de las piernas.

El problema no consistía sólo en que constantemente se le ocurrían múltiples variantes, sino que me exigía realizarlas. Por ejemplo, a veces quería que me masturbara arrodillado frente a ella. Otras veces pretendía que me acercara lo más posible a la venta para que ella, metiendo el brazo entre la reja, pudiera tocarme la punta de la verga. En realidad yo me podría haber acercado lo suficiente como para que la agarre toda, pero me complacía en hacerla desear y no le permitía más que tocarme la puntita. Y sólo por breves instantes.

Sus exigencias fueron aumentando con el correr de los días.

Al principio cedí presionado por temor al escándalo y sin ningún deseo de ejecutar esos actos tan ridículos. Pero cuando en una ocasión faltó a la ventana por dos o tres días, me descubrí yendo hasta el ginkgo para avizorar desde allí su posible llegada. Esa tarde comprendí que la nena me había atrapado definitivamente en ese diabólico juego.

Una fresca tarde de otoño la vi acercarse por el sendero de piedras lajas en las que cuando era más pequeña le había enseñado a buscar fósiles de ammonites. Se paró frente a la ventana con su habitual sonrisa mezcla de candor y firmeza.

-Abrime. Papá se fue hasta La Reja a reparar el compresor de un frigorífico y mamá fue a comprarse zapatos en Moreno.

Ante mi vacilación, ella me urgió:

-Dale, que tus viejos tampoco están y la mirona de enfrente se fue a tomar mate a la Sociedad de Fomento.

La "mirona de enfrente" era doña Clota, una flaquísima solterona curiosa que estaba siempre mirando lo que ocurría en las casas de los demás. Su eterna presencia tras las ventanas, oteando y registrando cuanto ocurriera en el barrio era conocida y temida por todos. Aunque conmigo era siempre muy afectuosa ya que me conocía desde chico, ahora la consideraba peligrosa como una bomba de tiempo con lengua en lugar de espoleta: algún día la iba a mover y la bomba estallaría. Ella constituía una de las principales causas por las que nunca dejaba entrar a Lenka en mi garage-dormitorio. Y aún así, la asidua concurrencia de la nena frente a mi ventana seguramente no había escapado a la mirada inquisidora de la arpía.

Felizmente yo había tomado precauciones y preparado una coartada perfecta diciendo a todo el mundo que la nena se paraba frente a mi ventana para ver como yo trabajaba en la computadora y que, además de aprender computación, se entretenía viendo el juego de "La tortuga Manuelita".

En realidad esto no era totalmente falso, salvo que en vez de interesarse en "La tortuga Manuelita", a la nena la entretenía ver páginas pornos de sexo duro. Incluso a veces disputábamos porque a mí me gustaba ver fotos de gordas desnudas y a ella la entusiasmaban las imágenes de tipos con vergas descomunales. Esas vergas que seguramente son prótesis pues no creo que ningún hombre pueda cargar semejantes bultos. Aunque tal vez haya algo de envidia en esta creencia.

Bueno, la cuestión es que esa tarde no tenía excusas para impedirle ingresar.

No bien entró se colgó de mi cuello y me dio un beso. Un beso inexperto pero que me excitó como a un potro. Enseguida me tomó de la mano arrastrándome al baño.

-Hacé pis- ordenó

Bajándome el pantalón náutico, dejé libre al miembro ya endurecido y con la punta húmeda. Ella lo tomó con dos deditos y apuntó al centro del sanitario esperando pacientemente a que yo consiguiera emitir el orín. Al salir el primer chorrito lanzó una exclamación de júbilo y comenzó a jugar lanzando el flujo hacia un lado y hacia el otro.

Después que terminé de orinar, la nena me la sacudió como me había visto hacer a mí cuando espiaba a través de la ventana.

-Ahora hago pis yo -dijo- ¿Querés ver?

-Sí, pero vamos a hacerlo de otra manera.

Primero encendí la estufa de gas.

Después me saqué toda la ropa yo y luego comencé a desnudarla a ella, que por supuesto no opuso la menor resistencia. Empecé por el pulóver a rayas horizontales rojas y negras. Después le desabotoné la blusa bajo la cual tenía una camiseta de frisa no muy limpia, la que también le saqué.

Me arrodillé para desprenderle el cierre de la pollera que hice descender hasta el suelo.

Ya la nena estaba sólo cubierta por la bombachita que, al igual que la camiseta, no podría aprobar un examen de blancura. Sin embargo esa prenda me hipnotizó a tal punto que resolví comprarle media docena de bombachas nuevas y canjeárselas por la bombacha sucia que ahora miraba deslumbrado.

Lentamente le fui bajando la prenda.

Luego me detuve unos instantes para grabar bien en mi mente esa imagen de la nena desnudita y con la bombacha por las rodillas.

¡La hungarita era realmente hermosa!

Cuando terminé de desvestirla, la abracé y le pasé la lengua por el cuello haciéndole poner la piel de gallina. Percibiendo el gusto ligeramente salado de su transpiración, recordé a mi fallecido amigo Antonio, el que se había enamorado de una nínfula de doce años que vivía a lado de su casa, en la calle Bolaños. Un día Antonio me confesó su debilidad: le exigía a la chica que antes de encontrarse con él, se bañara y que luego saliera a dar dos o tres vueltas en bicleta alrededor del Parque Avellaneda. Decía que solamente después de ese ejercicio, la ninfulita recuperaría en las axilas y en la vulva ese aroma a nena que tanto lo excitaba y que el olor del jabón torpemente destruía.

-Vení, quiero que hagas pis de otra manera- le dije sentándome en el inodoro y haciéndola sentar a ella arriba mío, pecho contra pecho y con sus piernitas delgadas colgando a los costados.

Mi endurecida pija quedó apoyada en esa región desolada que las mujeres tienen entre el agujero de la vagina y el del ano, y con su abultadita vulva estrechamente apoyada sobre los pendejos de mi pubis.

Miré su carita, sus ojos azules, el pequeño lunar que le señalaba el pómulo izquierdo, esa sonrisa con mezcla de ángel y de puta. ¡Sí, estaba hermosa la hungarita!

-¿Y ahora?- preguntó.

-Ahora hacé pis.

-¡Pero te voy a hacer pis en el pito!

-Eso es lo que quiero. Hacé, tontita.

Ella comprendió. Me echó los brazos al cuello, apretó su cuerpo contra el mío, su mejilla contra mi mejilla. Y cuando le metí la lengua en su oído, se relajó totalmente y apoyando el mentón en mi hombro comenzó a mear.

El pis fluyó calentito, más calentito de lo que yo esperaba (después me explicó un médico que la temperatura interior de los cuerpos humanos es más elevada y más constante que la de la piel, causa por la que ellos prefieren tomar la temperatura rectal y no la axilar. Y es por eso que cuando penetramos una vagina o un recto, nos parece sentir un agradable calorcito en el pene)

Fue una sensación deliciosa, indescriptible, percibir su orín calentando mi verga y corriendo tibio a lo largo de mis piernas mientras ella se apretaba con furia contra mí.

Cuando terminó sentí que su cuerpito se relajaba como si hubiera tenido un orgasmo. Le acaricié suavemente la espalda. Aspiré su levísimo olor a páprika, ese pimentón fuerte del que abusan los húngaros. Fui bajando mis manos hasta llegar a sus caderas. Las apreté un poco y bajándolas un poco más aún las coloqué sobre sus pequeñas nalgas.

-¡Qué lindo que fue! - musitó en mi oído.

-¿Te gustó?

-Sí, sí Nico. Mucho.

Ya el pis derramado comenzaba a enfriarse y a enfriar nuestros cuerpos. La tarde estaba fresca porque eran los primeros días de abril. A través de la ventana podía ver a mi gingko, cubierto de otoñales hojas doradas que lentamente iban cayendo al suelo.

Le indiqué que se levantara y se pusiera bajo la ducha. Conecté la manguera. Con el agua caliente regué el inodoro, el piso orinado y después a ella.

La empecé a enjabonar, comenzando por el cuello. Luego por la espalda, los brazos, sus diminutos pezones. Seguí por las caderas, las nalgas. Arrodillado, le enjaboné las piernas, las rodillas, los tobillos, los pies. Adrede dejé para el final el ano y la vulva porque eso sería la frutilla del postre.

Llegado el momento, le hice separar bien las piernas, para lavarle ese lugar. Empecé por el ano, que supongo que no estaría demasiado limpio. A medida que se lo enjabonaba, se lo iba duchando para remover cualquier rastro de caca que pudiera tener. Siempre fui un poco maniático en ese sentido, pero esta nena me curó de muchos de mis melindres higiénicos.

Después que la enjuagué bien, con el dedo mayor enjabonado comencé a presionar en la puerta del culito, pero sin penetrar.

Fue notorio que le placía porque se inclinó apoyando ambas manos en mis hombros y ejecutó un leve meneo. Venciendo la tentación de introducirle el dedo, le enjuagué definitivamente el ano y pasé a enjabonarle la vulva, que realmente era muy pequeña.

También su clítoris era diminuto aunque duro y sensible como lo demostró con sus casi imperceptibles jadeos y estremecimientos.

-¿Te gusta que te toque acá?

-Sí, mucho, mucho

-¿Vos te tocás ahí?

-A veces

Dejé en paz al clítoris y llevé el dedo bien enjabonado a la entrada de la vagina. Intenté meterlo, pero no entró demasiado porque indudablemente aún no la habían desvirgado.

Terminé de enjuagarla y comencé a enjabonarme yo.

-¡Yo te hago!¡Yo te hago! - exigió la nena arrebatándome el jabón de la mano.

Me agaché un poco para que enjabonándome los hombros, el pecho y la espalda, fuera repitiendo conmigo las maniobras de lavado que yo había empleado con ella. Al llegar al pene, preguntó levantándolo con un dedito:

-¿Acá también te lavo?

-¿Vos querés lavarlo?

-¡Sí!

Sin esperar más indicaciones, comenzó a pasarme las manos espumosas a lo largo del endurecido miembro, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Al cabo de un par de minutos, comprendiendo que ya estaba a punto de acabarle entre los dedos, le rogué que se detuviera. Entonces se dedicó a lavarme primero el ano y después los testículos, que tanta curiosidad le despertaban.

-Bueno, ya está. Ahora enjuagame.

La ducha caliente en esos lugares incrementó mi excitación.

-Listo, Nico. Ya no tenés más jabón.

-Bueno, chiquita, ahora arrodillate.

Cuando se arrodilló frente a mí, le acaricié las mejillas y le di unos golpecitos abajo del mentón con la punta de la pija. Eso la hizo reir.

-Ahora abrí bien la boquita.

Verla arrodillada desnuda, con la cara levantada hacia mí y abriendo la boquita como se lo había pedido, me enloqueció de deseos. Sin esperar más, le tomé la cara con ambas manos y le metí la verga en esa boca tan rosada por dentro y por fuera.

Al principio la nena no supo que hacer con la pija, pero pronto, instintivamente, la empezó a chupar.

-¡Ay, chiquita! ¡Qué lindo que es esto! ¿A vos te gusta?

Sin dejar de chuparla, me hizo señas con la cabeza de que le gustaba mucho.

Al rato la hice detener.

-Bueno, pará, que me vas a hacer acabar.

Con cierto pesar retiré el miembro de su boca tibia.

Nos secamos.

Después, agachándome un poco la abracé por debajo de las rodillas, la levanté y me la puse al hombro como si fuera una bolsa de maíz. Ella se reía sacudiendo las patitas. Así la llevé hasta la cama donde la dejé caer de espaldas.

Miré arrobado su carita sonrojada por la emoción, su cuerpo de nena, sus piernitas estiradas. Sentado en el borde del lecho comencé a pasarle la mano por las caderas, por las ingles, por el vientre. Inclinado sobre ella, le besé lentamente el cuello, la parte inferior de las orejas por donde también le pasé la punta de la lengua.

La mano que tenía apoyada sobre el vientre detectó, como si fuese un sismógrafo, el levísimo remezón que le provocaban mis besos. La oí ronronear como una gatita.

Subí a su frente y descendí por las mejillas hasta llegar a su boca entreabierta pasándole mi lengua por los labios húmedos. Sus dientes me aprisionaron con delicadeza la lengua para poderla poner en contacto con la suya.

Después fui bajando mi lengua por su mentón, la hice resbalar por esa garganta tan blanca y finalmente la detuve en su pecho de pezones diminutos, mojones que señalaban el lugar donde pronto brotarían dos hermosas tetas.

Semi incorporado volví a mirar su cuerpito desnudo, infantil; su blancura fugazmente quebrada por los ojos azules. Emocionado de placer ante esa visión, ante tanta belleza, tuve ganas de llorar como cuando en una iglesia de Toledo, inesperadamente me encontré ante el "Entierro del conde de Orgaz", pintado por El Greco.

Separándole un poco las piernas observé, detenidamente y por largo rato, la abultada conchita. Apreté suavemente el bultito que en su interior ocultaba el clítoris que yo ansiaba lamer. Para poder verlo aparté los labios vulvares. Y ahí estaba el clítoris, húmedo, turgente, esperando mis dedos y mi lengua. Apenas lo toqué con el dedo ensalivado, la nena volvió a brincar gimiendo imperceptiblemente.

Hice que flexionara las piernas abriéndolas lo más posible. Ensalivé mi dedo índice y lo puse en la puertita de su culo empujando con suavidad para que entrara la punta. No bien el dedo traspuso la valvulita anal, me frené para no causarle dolor ya que siempre creí que el secreto del sexo está en gozar haciendo gozar.

Con la punta del dedo clavada en el esfínter, me incliné sobre la vulva recorriendo toda la ranura con la lengua. Cuando la lengua llegó al clítoris, la nena gritó.

-¡Nico, tío Nico, qué lindo es lo que me hacés! ¡Haceme más, más! ¿A vos también te gusta?

Ocupado como estaba con la vulva, no pude contestarle. A cada lengüetazo su culito se contraía como tratando de absorber el dedo que tenía incrustado. Casi sin darme cuenta, le fui metiendo el dedo más y más adentro.

-¡Tío, me viene, me viene! - volvió a gemir.

Entonces me detuve retirando el dedo y la lengua de esos lugares tan sensibles.

-Esperá un poquito- le dije -¿A vos te gusta mirar cuando me hago la paja?

-Muchísimo.

-Bueno, ahora yo quiero ver como te hacés la paja vos.

Sin vacilar se llevó ambas manos a la minúscula conchita. Con dos dedos de la mano izquierda separó los labios vaginales y con el índice derecho ensalivado comenzó a rozarse el clítoris en forma circular.

De su boca entreabierta escaparon leves gemidos. Mentalmente le agradecí esa levedad porque siempre aborrecí a las mujeres que relinchan el placer en lugar de susurrarlo, como ahora lo susurraba esta inexperta nena de suburbio.

-Tío, tío... ¡me viene!

-¡Esperá, por favor!- le rogué apartando sus manos de la conchita.

Desesperado, me eché sobre ella aferrándola como una boa, apretando el miembro furioso contra su vulva. La piba correspondió fervorosamente a mi abrazo y con la boca en mi oído musitó anhelante:

-¿Me vas a coger, Nico?

No le contesté. Había tenido tiempo de pensar que si me dejaba llevar por el instinto, iba a cometer un peligroso error.

-Decime, tío... ¿no me vas a coger?

-No. Sos virgen y te puedo lastimar. Es mejor que te desflore un chico de tu edad y después yo te la podré meter sin problemas.

-Pero Nico, yo quiero que me desvirgues vos. ¡Y ahora mismo!

-No te quiero lastimar y dentro de un rato vuelven tus padres. Ya no vas a tener tiempo de que se te desinflame la conchita y ellos se van a dar cuenta.

-¿Y cómo por Internet se ven hombres con unas pijas mucho más grandes que la tuya que se las meten a las señoras por delante y por atrás y no las lastiman?

-Porque vos tenés una conchita chiquita y cerrada, y esas señoras tienen unas aberturas más grandes que el túnel subfluvial Hernandarias. Pero te prometo que cuando se dé una mejor oportunidad te la meteré adentro hasta que te canses.

Para consolarla le pasé la mano por la vulva tanteándole el orificio con los dedos. Entonces descubrí que el meñique, aunque un poco forzadamente, entraba totalmente en la cuevita de la piba. Pensé que con ese método de saliva, dedo y paciencia, en algunos días podría ir estirándole la abertura hasta poder penetrarla sin dolor ni daño alguno.

Pero nuestro tiempo ya se agotaba porque en cualquier momento los húngaros podrían retornar.

-Vení, acostate con el culito en el borde de la cama.

Le tomé las dos piernitas que colgaban al costado de la cama y se las levanté haciéndoselas flexionar. En esa posición y estando yo arrodillado en el suelo, su tajito quedaba exactamente a la altura de mi boca.

Creeme, Daniel, que me hubiera quedado horas mirándola en esa posición. Así, completamente desnuda, su blanquísimo cuerpito relajado en una pose de entrega, su vulva lampiña, su sonrisa lasciva, sus ojos azul oscuro flotando en una niebla de éxtasis. Era una belleza solo comparable a la de la Gioconda, a la del Partenón. Y no te digo comparable a la de la cancha de River Plate porque sé que sos de Boca.

Acercando mis labios a esa fuente suprema del placer, comencé el trabajo de cunningun lingüis, mi especialidad. Al principio ella ayudaba teniéndose agarradas las piernitas pero luego, a medida que el lengüeteo realizaba su obra fue abandonándolas para concentrarse en amarrarme la cabeza como si temiera que yo me fuera a apartar de su vulva. Le sostuve las piernas por abajo de las rodillas y seguí extrayendo con la lengua el orgasmo que hacía un rato tenía acumulado en algún secreto lugar de su cuerpo.

Jadeaba suavemente musitando palabras que no siempre alcanzaba a entender

-Tío, tío, te quiero mucho. ¡Cómo me hacés, tío! No pares... Nico, Niquito... ah!

Su lúbrico gemir era suave, delicado. Era casi una canción.

Después, los suspiros, los gorgoteos que emitían su garganta se fueron acelerando.

De pronto lanzó un gritito agudo, infantil, acompañado por una contracción de su cuerpo que se arqueó como en un paroxismo de tétanos y se quedó arqueado unos largos instantes. Luego suspiró profundamente, la espalda volvió a tocar la cama, el cuerpo se le ablandó.

Había acabado.

Se quedó tendida, inmóvil, con las piernitas colgando de la cama sin llegar a tocar el suelo. En sus ojos aún perduraba la neblina del placer.

Cuando pasado un rato comenzó a reanimarse y volver al mundo real, me miró sonriente.

-Bueno, Lenka, levantate que te tenés que ir.

Miró mi verga endurecida. Estiró la mano y la tomó.

-Pero primero quiero que acabes vos- dijo apretándomela dulcemente.

-¿Me querés hacer la paja?

-No. Te la quiero chupar como te hice en el baño.

-Bueno, dale.

Me puse de pie acercándome al borde de la cama donde ahora estaba sentada con las patitas colgando. Sin más preámbulos se la metí en la boca y ella enseguida la empezó a chupar.

-¿Te animás a que te acabe adentro?

Asintió con la cabeza mientras la seguía chupando. Era muy inexperta, pero compensaba esa inexperiencia con el fervor de la mamada.

Cuando comencé a sentir la llegada del orgasmo tuve escrúpulos de acabarle adentro de la boca.

-Chiquita, voy a acabar.

Su respuesta fue redoblar la presión de sus labios sobre mi glande

-¡Nenita, pronto me va a saltar!

Nuevamente, su silenciosa respuesta consistió en incrementar la succión sobre la cabeza de la pija. Me retorcí de placer.

  • ¡Ya estoy por acabar! ¿Querés que acabe afuera?- le propuse por un escrúpulo de último momento.

Su cabeza hizo un gesto negativo.

-Bueno - pensé -, si algún día le va a tener que tragar la leche a alguno... ¿porqué no a mí y hoy?

Ese pensamiento desató súbitamente el orgasmo que me llegó antes de lo previsto. Algo brutalmente, sujeté con ambas manos la cabecita rubia de la nena y en un estallido desesperado le comencé a descargar la manguera adentro de la boca.

La pobre, aún con la boca llena me seguía succionando la verga que no paraba de sacudirse.

Cuando pude calmarme, saqué de su boca la pija pegoteada y desfallecida, y le indiqué que fuera al baño a escupir todo ese engrudo.

La obligué a vestirse y retornar a su casa. Aceptó, pero antes enunció su programa para el futuro.

-Quiero hacerlo otra vez. Y que me desvirgues como me prometiste.

Al fin se fue y nadie se enteró de la fiesta ocurrida en mi garage-dormitorio.

Lo que no supe avizorar, fue que en ese momento terminaba una etapa y comenzaban otras.

Mucho más complicadas.

Noche violenta

Un sábado a la tarde en que salía del chalet para ir a tomar un café en la "confitería" de Guido, célebre bar instalado en el corazón de Villa Zapiola, encontré a la piba esperándome en la esquina para proponerme una cita nocturna en su propia casa.

-Los sábados papá se emborracha después de la cena y cuando se emborracha no hay nada que lo despierte.

-Pero está tu mamá.

-Ella a veces lo acompaña en la borrachera. Si yo veo que los dos están bien dormidos, te hago una señal aflojando la lámpara del fondo que siempre queda encendida. Te abro la puerta y vos entrás sin hacer ruido y te vas para mi pieza.

Me convenció.

Esa noche esperé ansioso que se apagaran las luces de la casa de doña Clota, la vieja espía de enfrente. Al rato, cuando se apagó la lámpara del fondo por obra y gracia de la mano de la nena, me fui para allá todo vestido de negro y con un gorro negro de lana. Me deslicé entre los eucaliptos como esos comandos de las películas. La noche era oscura y sólo el croar de las ranas del zanjón entrecortaba el silencio.

Con mil precauciones crucé el jardín de los húngaros, entré en el vestíbulo donde me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a una penumbra mayor que la de la calle y para calmar a mi asustado corazón. Durante ese respiro observé que, tal vez por la cercanía de la niña o tal vez por la tensión del momento, tenía el miembro completamente endurecido. Como dispuesto a todo.

El farol de la calle, filtrado por la distancia y por las ramas de los árboles, apenas alcanzaba a introducir en la habitación un amortiguado resplandor.

Cuando ya pude distinguir los objetos que me rodeaban, reinicié la marcha hacia la piecita de la piba, pero aunque conocía perfectamente la disposición de los muebles, no pude evitar tropezar con una silla.

Me pareció que nadie había oído nada y ya volvía a ponerme en movimiento cuando en la penumbra distinguí la ropa clara de doña Zsofia parada frente a mí. Los pelos de la nuca se erizaron como alfileres.

-¡Adónde va, Nico!

Quedé mudo y con el corazón paralizado.

La mujer me agarró de mis ropas sacudiéndome enérgicamente.

-Yo le voy a explicar, seño...

-¡No me explique nada, degenerado! ¡Usted iba para la pieza de la nena!

-No señora, escúcheme...

-¡No lo escucho nada... y váyase ante de que se despierte Tibor y lo mate!

Yo estaba más que dispuesto a aceptar la invitación y a borrarme de la escena antes de que con ese batifondo se despertara el húngaro pero ella, un poco alcoholizada, no había quedado satisfecha en su rabia y me volvió a zamarrear con violencia tironeándome de acá para allá como a un muñeco. Yo no veía el momento de zafar de sus garras y emprender la fuga más veloz y humillante de la que se tengan noticias.

Lamentablemente, en uno de los tantos zarandeos su mano rozó mi miembro endurecido. Furiosa me lo apretó hasta hacerme doler.

-¡Mire como está, asqueroso! ¡Ahora no puede negar con que intenciones entró a esta casa! ¡Quería abusarse de la nena, pobrecita!

Toda su cólera la descargaba sobre mi desdichado pene al que retorcía y estrujaba como si fuera la esponja del baño. Urgido por el dolor y por el pánico la empujé con violencia haciéndola caer despatarrada sobre el viejo sofá pero cómo no me había soltado el pene, yo caí sobre ella, entre sus piernas.

Y entonces no sé que me pasó. Los instintos de mis antepasados cavernarios me surgieron incontenibles.

Le levanté el camisón a la vez que me bajaba el elástico del pantalón. Antes de que pudiera reaccionar le planté entre las piernas la pija recién liberada. Intentó cerrarlas pero no tuvo tiempo: estaba sin bombacha por lo que mi pija llegó sin impedimentos hasta la vulva recubierta por un matorral de pelos. Sentí como le entraba la punta, mientras ella me rechazaba con fuerza. No me contuve y sin poder ir más adelante le eyaculé en la puerta.

Y fue en ese preciso momento en el que sacudiéndome en los estertores del orgasmo, de un manotazo derribé una de las malditas botellas de grappa Chissotti que el húngaro tenía desparramadas por toda la casa. Cuando la botella cayó haciéndose mierda contra el piso, comprendí que mi vida pendía de un hilo.

Automáticamente giré la cabeza hacía la puerta del dormitorio y como lo temía, alcancé a ver la figura de Tibor apenas sugerida por el resplandor amortiguado que llegaba desde la calle.

Intenté pararme. Justo en ese momento oí dos estampidos y simultáneamente sentí una punzada atroz en la nalga que me recorrió toda la pierna como una descarga eléctrica. Transido de dolor me subí los pantalones intentando desesperadamente llegar hasta la puerta. La pierna no me respondía pero el terror me ayudó acumulando adrenalina en mis músculos. Salí al jardín más velozmente que si hubiera estado sano.

A mis espaldas se oyó otro disparo, imprecaciones en húngaro y gritos de mujeres. Escurriéndome entre la sombra de los eucaliptos conseguí entrar a mi casa sin ser visto por nadie.

Arrastrando la pierna llegué hasta el ginkgo, toqué su corteza pidiéndole fuerzas y puse el auto en marcha. Con los faros apagados salí por el portón lateral que daba a la calle de tierra, mientras en el barrio alterado por el escándalo se abrían las puertas y los vecinos se asomaban en las ventanas recién iluminadas. Antes de acelerar, distinguí la silueta de la mirona doña Clota cruzando apresurada en dirección a mi casa. Rogué que no me hubiera visto salir de la casa de los húngaros.

Calculando que el hospital de Moreno me quedaba demasiado lejos, decidí cruzar el pequeño puente que al final de avenida Zapiola salvaba al río Reconquista en un intento por llegar a la guardia de auxilios de Merlo antes de desmayarme o morirme. Ahora sé que la herida no era tan grave, pero en ese momento estaba tan aterrado que me veía rumbo al cementerio adentro del sobretodo de madera.

Cuando bajé del auto ya la sangre había manchado el asiento. El médico de guardia y la enfermera me tranquilizaron, me desnudaron y me acostaron en la camilla.

-¿Qué le pasó? -preguntó el médico.

-No sé. Me bajé del auto para tomar un café frente a la estación de Paso del Rey. Enseguida oí gritos de una pelea, sonaron unos tiros y sentí que me habían herido. Volví a subir al auto y me vine urgente para acá.

El médico no dijo nada. Me revisó todo el cuerpo, de adelante y de atrás. Después comenzó la curación. Al final me aplicó un par de inyecciones.

-Bueno - me dijo al terminar -, tuvo suerte por dos razones: el proyectil era chico, seguramente calibre 22, y entró y salió sin causar daños importantes. Pero si hubiera entrado unos centímetros más arriba, pudiera haberle dado en la médula. La otra suerte es que hoy no estaba el policía que suele estar siempre acá, sino le hubiera tenido que dar a él una explicación más veraz que la que me dio a mí.

-Le dije la verdad, doctor.

-No. No me dijo la verdad. La verdad es que usted estaba con una mujer y lo sorprendió el padre o el marido.

Me quedé boquiabierto.

-¿Cómo lo supo?

-Porque en los muslos usted tiene restos de semen todavía fresco.

De reojo miré a la enfermera y vi que no podía ocultar la risa.

-Además, cuando recibió el balazo usted estaba desnudo. Ni en su pantalón ni en su calzoncillo encontré perforaciones. Y contando las de entrada y las de salida tendría que haber cuatro en total. Aparte, alrededor de la herida de entrada está bien visible la huella de la deflagración de la pólvora, típica de los disparos hechos a corta distancia sobre una piel desnuda. Vaya a su casa y descanse unos días. Después, si se siente bien ya puede salir a caminar. Pero no vuelva a pasar por la casa que usted sabe. Y no vaya a la playa nudista de Moria Casán hasta que se le borre el fogonazo le quedó en la nalga.

La enfermera seguía riéndose y yo me fui abochornado, pero consolándome al pensar que si el húngaro, en vez de manotear el Rubí calibre 22 con munición para tiro al blanco hubiera manoteado la Ballester-Molina 45 con balas de punta hueca, el impacto me hubiera arrancado medio culo.

Aparece el rengo

No sabía que había pasado en la casa de los húngaros, por lo tanto no podía volver al chalet. Ni podía ir herido a la casa de mis padres en Ciudadela. Pensé que lo mejor era guardarme por un tiempo hasta que se aclarara la situación. Por eso me fui a esconder en lo del rengo Lipparotti, ese mecánico que me arregla el coche y que tiene el taller en la ruta 7, pasando el Banco Provincia.

No bien le toque el timbre, el rengo me abrió. Cuando le conté lo ocurrido me procuró un colchón y unas mantas para que pudiera pasar la noche y preparó unos mates. Lipparotti vivía solo y por lo tanto allí yo estaba seguro.

A la mañana siguiente, el rengo se largó para el bar de Guido con la misión de averiguar que había ocurrido. Y de que, si estaba todo tranquilo, se llegara hasta el chalet y cerrara el portón y las puertas de la casa que dejé abiertas durante mi fuga.

Guido, que siempre estaba al tanto de todo lo que sucedía en la Villa, lo informó de lo que se sabía en el vecindario

"Parece ser – le dijo- que el húngaro estaba durmiendo muy borracho. A medianoche la mujer se levantó a mear y en la oscuridad tiró al suelo una botella de grappa. Cuando se emborracha, al húngaro no lo despierta ni la explosión de una bomba. Pero que le rompan una botella de grappa ya es demasiado.

Creyendo que era un ladrón quien le había roto la botella, salió con el revolver, hizo fuego al bulto y casi mata a la señora. Entre la mujer, la hija y algunos vecinos pudieron sujetarlo hasta que llegó la policía. A la mañana cuando se despertó en el calabozo, no se acordaba de nada. Por lo tanto la policía después de hacer algunas averiguaciones, aceptó la versión de las dos mujeres y no va a investigar más. Fue una suerte que todo quedara así porque los tres son muy buenas personas. Lástima que Tibor se descontrole con la bebida todos los sábados y cada tanto termine durmiendo en el calabozo de la comisaría. Sin embargo esta vez el asunto se la va a complicar porque hubo disparos y ahora no va a salir hasta que no lo indague un juez de la ciudad de Mercedes."

Cuando el rengo me trajo estos datos respiré aliviado. Nadie me había mencionado.

Pasados tres o cuatro días lo volví a mandar a la Villa con la misión de encontrar a Lenka y con mucha discreción hacerla venir para que me contara todos los detalles.

Lenka vino. Al verme herido en la cama, se puso a llorar. La consolé como pude y entonces me contó que el juez había dispuesto la prisión del padre, pero que teniendo en cuenta que era un hombre honrado y muy trabajador, y que todos los vecinos testimoniaron a su favor, había decidido cambiarle la prisión por una internación en una clínica de Moreno especializada en tratamientos para corregir el alcoholismo. Durante la semana podía salir para ir a trabajar y dormir en su casa, pero desde el viernes a la noche, hasta el lunes por la mañana debía quedarse encerrado en la institución. Dijo que su madre estaba furiosa conmigo y que sabiendo que ella encontraría la forma de ubicarme, le había encargado que cuando me vea, me dijera que quería hablar muy seriamente conmigo de algo que no le quiso explicar a Lenka.

Cuando ya se estaba por ir, Lenka me dio unos besitos que me pusieron frenético. Lo llamé al rengo y le dije que por un ratito no entrara en la habitación. El rengo entendió y se fue a tomar un café en la pizzería de la estación.

No bien cerró la puerta, la hungarita me estampó un beso en la boca mientras metía las manos debajo de las sábanas buscando mi verga para acariciarla. Cuando la encontró la sacó de adentro del calzoncillo y me la quiso chupar.

-No –le dije -, tengo mucho olor al desinfectante que me pongo en la herida. Haceme solamente con la mano.

Me la agarró bien con una de las manos mientras con la otra me tomaba los testículos. Después de acariciarla un poco, se escupió en la yema de los dedos y me pasó esa tibia saliva por el prepucio y alrededor de la cabeza. Comenzó a pajearme.

Yo no sabía si me calentaba más el roce ensalivado en el glande o el ver a esa mano tan infantil, aferrando la pija que le quedaba un poco grande. En uno de sus dedos lucía un anillito barato, de bronce que había perdido su baño de plata. Me produjo ternura ese anillito tan pobre y gastado.

Cuando ella se dio cuenta de que yo comenzaba a estremecerme redobló la energía puestas en la masturbada y me dio un beso metiéndome su lengua en la boca. No me pude contener más. La nena giró la cabeza para ver hasta donde me saltaba la leche y en ese momento acabé. Después la chiquita me la fue exprimiendo para hacerle gotear todo lo que hubiera quedado adentro.

-¡Qué alto que te saltó, Nico!

-Es que vos me habías hecho calentar mucho.

-¿Más que mi mamá la noche del lío?

Me quedé petrificado.

-¿Porqué decís eso, Lenka?

Me dio un beso en la boca y se despidió. Pero antes de salir, me dijo sonriendo:

-Yo tengo buenos oídos, Nico.

Se fue dejándome intrigado y limpiando las manchas de semen que habían salpicado la frazada que me prestó el rengo.

Como me imaginé que iba a ocurrir, Lenka volvió al día siguiente. Entonces me confesó que ella había oído los ruidos que hice cuando violaba a la madre, y que además mientras desarmaban al enloquecido Tibor, observó como la madre tenía un poco de semen en la pantorrilla.

Me contó que su madre le dijo que si encontraba la forma de comunicarse conmigo, me hiciera saber que era inútil esconderme porque ella o la policía, finalmente me encontrarían. Que sería mejor para mí volver al chalet para reponerme de la herida y presentarme urgentemente en su casa para hablar con ella.

Después de decirme todo eso, la piba comenzó a besarme con esa boca de labios rosados y húmedos que tanto me gustaba.

Sabiendo que el rengo estaba ocupado en su taller reparando frenos y cajas de cambios, la atraje hacía mí y le metí la mano debajo de su corta pollerita tableada de colegial. Sin perder tiempo le saqué la bombacha color celeste, que era una de las que le había comprado a cambio de aquella sucia que me hipnotizó la tarde en que la desnudé por primera vez.

Mojando en mi saliva el dedo meñique se lo empecé a pasar por su encantadora vulvita. Se lo apoyé justo en el agujerito y suavemente se lo fui introduciendo. Entró todo.

-Ves, Nico, que me entra sin dolor. Estoy segura de que podré aguantarte esa pijita tan linda que tenés.

-Esperá unos días hasta que me cure y veamos si se arreglan las cosas. Ahora arrodillate encima mío con las piernas separadas.

Obedeció.

Cuando tuve la vulva de la nena tan cerca de mi boca, alargué lo más que pude mi lengua y se la pasé por el clítoris haciéndola lanzar uno de sus clásicos grititos. La sujeté por las nalgas aunque ella no tenía ninguna intención de escaparse. Sólo se ocupaba de gemir y de acariciarme la cabeza.

Me aparté un momento para ensalivarme el dedo que enseguida le apoyé en el puntito del culo. Acaricié el pequeño agujerito que acaba de ensalivar y luego, a la vez que volvía a chuparle la vulva, le fui metiendo el dedo adentro del culo.

Fue demasiado placer para ella y sin poder aguantar más, acabó retorciéndose entre grititos y gemidos.

Ya satisfecha se dejó caer sobre mi pecho metiéndome la lengua en la boca.

Pasado un largo rato en esa posición, recién me di cuenta de que el dedo aún estaba adentro de su culo. Lo saqué con cuidado. Después la abracé quedándonos así largos minutos.

-Tío, te quiero mucho.

-Yo también, Lenka.

-Tío, ahora te la quiero chupar aunque tengas olor a desinfectante.

Como no le contesté, se fue deslizando sobre mi cuerpo hasta llegar a poner su cara a la altura de mi pija.

-¡Está durísima, tío! –me dijo después de apretarla un poco- ¿No te duele?

-Al contrario. Y va a estar todavía más dura cuando te desvirgue por adelante y por atrás.

-¿Por atrás también?

-Sí... si vos me lo permitís.

-¡Sí, tío, sí! Y no me hagas esperar tanto.

Lenka tomó mi verga con amor, la movió un rato para arriba y para abajo, y finalmente se la metió en la boca.

A la primeras chupadas me sentí en el paraíso.

-¡Lenka,... nenita linda!

A cada succión, en el culo se me producían contracciones de parto. Lentamente fue apareciendo el orgasmo, hasta que de pronto estallé.

Percibí cuando el semen pasaba por la uretra rumbo a esa boquita divina.

Durante la violenta acabada me sacudí como un torturado sin que a la nena se le escapara la verga de la boca. Cuando largué la última gota quedé laxo, como muerto.

Pasado unos momentos la miré. Ella también me miraba manteniendo el glande adentro de la boca. Se lo saqué.

Ella me miró sonriendo.

-¡Me la tragué, Nico! Me la tragué toda.

Acaricié sus mejillas.

-Gracias Lenka. Fue muy lindo.

Doña Zsofia entra en acción

Al día siguiente volví al chalet. Enterada de mi regreso, doña Zsofia me mandó a decir que no me olvidara de ir a hablar con ella el viernes a la noche, hora en que Tibor estaría internado en la clínica.

El viernes esperé la salida de las estrellas respaldado en el tronco de mi ginkgo para que me transmitiera alguna partícula de su fortaleza. Cuando la noche se hizo bien densa, crucé preocupado el jardín de los húngaros y apreté el timbre.

Doña Zsofia estaba parada en medio de la habitación con los puños apoyados en la cintura y un gesto de enojo en la cara.

-¡Hola!- me dijo con sorna – Veo que por lo menos tuvo el coraje de venir después de todos lo problemas que causó.

-Vengo a pedirle perdón, señora.

-Mi marido está preso por culpa suya y a mí me violó... ¿ y ahora se cree que pidiendo perdón lo va a arreglar todo? Lo voy a mandar a la cárcel... ¿entiende, hijo de puta?... a la cárcel.

-Me la merezco, señora. Usted me hizo perder la cabeza, pero yo debí haberme controlado.

-¿Yo le hice perder la cabeza? ¡Usted venía con la intención de abusarse de la nena y felizmente me le crucé en el camino!

-¡Eso no, señora! Es cierto que entré para ir a la pieza de Lenka, pero era sólo para charlar. Usted sabe que con ella somos muy compinches y que yo la quiero como a una sobrina.

-¡Cállese, degenerado! –gritó enfurecida, y señalándome la bragueta, agregó – Cuando yo lo toqué ahí abajo usted ya la tenía parada.

-¡Pero fue por usted, señora! Cuando la vi en camisón y usted me puso las manos en el pecho y sentí su perfume de mujer, me enloquecí de excitación.

En realidad el "perfume" que había sentido era un fuerte vaho alcohólico fruto de la grappa Chisotti que ella había ingerido después de cenar.

De todas maneras mis palabras parecieron surtir algún efecto. Aunque era obvio que no me creía, también era obvio que deseaba creerme. Ella era mujer y, tratándose de cuestiones de amor, en las mujeres pesan más las fantasías que las realidades.

Aprovechando su vacilación le puse las manos sobre los hombros sin que ella me rechazara.

-Señora fue usted y solamente usted, la que sin proponérselo me sacó de mis cabales. Desde hacía mucho que mantenía oculta esa pasión por su persona que me llevó a cometer semejante canallada. Créame, señora.

Recordando el consejo de Giácomo Casanova de que a las mujeres hay que pedirles con la boca lo que nuestras manos ya han tomado, mientras hablaba le iba acariciando los brazos.

Me di cuenta de que el pene había entrado en estado de erección.

-Señora, ahora la nena no está presente y sin embargo yo estoy tan excitado como aquella noche. Compruébelo usted misma.

Y sin darle tiempo a reaccionar, le tomé una mano y se la apoyé sobre mi bulto que ya estaba durísimo. Cuando ella palpó el bulto retiró la mano como si se la hubiera picado una víbora yarará.

-¿Qué hace, asqueroso? Mire si entra Lenka y ve esta escena. Usted no escarmienta. Es un peligro para la sociedad y va a ser mejor que lo encierren en la cárcel.

-Señora, estoy preparado para ir a la cárcel, pero antes quisiera tener el consuelo de poder abrazarla una sola vez sin que usted me rechace. El recuerdo de sus brazos en los míos me va a hacer más llevaderos los años de prisión. Un solo abrazo y nada más. ¿Sí?

Vaciló.

-¿Un solo abrazo? ¿Pero uno y nada más...?

-Sí, señora. Uno sólo y me voy.

-Bueno. Uno sólo. Pero acá no. Espéreme en el dormitorio que yo voy a ver si la nena está dormida.

Entré al dormitorio dando por ganada la partida. Al rato, doña Zsofia regresó.

-¿Dormía Lenka? – le pregunté.

-Sí. Y le puse una mantita más para que no tome frío. Ahora deme el abrazo y terminemos con este asunto de una vez.

No esperé más y poniéndole los brazos sobre los hombros la apreté contra mí. Comencé por besarle el cuello. Aunque no se resistió alcanzó a decir:

-Usted me dijo que solamente sería un abrazo...

-Bueno, un abrazo y algún besito – contesté mientras mis manos, metiéndose por debajo de su pulóver ya tocaban sus cansadas tetas que aunque bastantes caídas, eran gordas y suaves.

Ella no hizo mucha resistencia y para probarla, le dije mientras apretaba esos globos carnosos:

-Bueno, señora. Ya me voy. Y no le demuestro toda mi pasión porque tengo miedo que entre la nena.

-No, no va a venir. Estuvo jugando toda la tarde y se durmió muerta de cansancio.

Viendo que ya no habría oposición le levanté la pollera para palparle los muslos carnosos. Noté que le gustaban esas caricias pese a fingir indiferencia. Seguí acariciándole los muslos un largo rato. Después le introduje las manos por debajo de la bombacha hasta agarrarle las dos nalgas.

Bueno, Daniel, en realidad no las agarré por completo porque semejante culo es inabarcable para dos manos humanas. Calculo que cada nalga de doña Zsofia equivalía cuatro veces a las dos de la hija juntas.

Las nalgazas estaban calentitas.

Llevé las manos a su cintura, estiré el elástico de la bombacha y empecé a bajársela.

-¡No! ¡Que me está haciendo... degenerado! - protestó en voz baja pero sin impedirme la maniobra. Fui haciendo descender la prenda hasta llevarla al piso. Entonces doña Zsofia levantó de a una por vez sus gruesas pantorrillas para que yo pudiera quitarla del todo.

Retornando a poner una de mis manos sobre sus nalgas atraje a la mujer hacía mí, mientras la otra mano se abría paso en medio de su matorral de pendejos.

El dedo mayor alcanzó la vulva, ya totalmente lubricada con fluidos vaginales. Hurgué un poco sobre el orificio y después enterré el dedo en la vagina.

La húngara gimió, sus piernas temblequearon.

Con un leve empujón la arrojé cruzada sobre el cubrecama de piel de oveja que había hecho Tibor no bien llegaron desde Hungría. Al subirle la pollera quedó a la vista su vientre adiposo y su entrepierna peluda. Entre la selva de pendejos rubioscuros era visible la abertura rosada que parecía estar boqueando a la espera del alimento que pronto iba a darle.

Subiéndole el pulóver dejé a la vista sus tetas enormes moviéndose como postres de gelatina.

Ella misma abrió y flexionó las piernas como invitándome al coito. Me bajé los pantalones, sujeté mi pija por la raíz y se la pasé varias veces a lo largo de la vulva. Al encontrar el orificio, se la sepulté hasta la mitad.

-¡Qué me está haciendo, degenerado!- exclamó.

Fue su última protesta.

Cuando empecé el vaivén de la cogida, me abrazó con desesperación.

-¡Ay, ay... Tibor! – clamó confundiéndome con el marido.

Aferrando sus enormes tetas enterré la verga en su totalidad en esa vagina que me resultó algo más estrecha de lo esperado.

Recién me reconoció cuando al sentirla toda adentró, notó que era una pija de mayor calibre que la del borracho de su marido, a quién el abuso con la grappa le impedía una erección aceptable. Lo festejó con berridos y aferrándome la cintura con sus robustas piernas.

-¡Así, Nico, así!

La copulé con ganas porque en realidad la húngara me había hecho calentar y en ese momento no la hubiera cambiado por la hija. Sus tetas blandas y calientes con pezones duros como dos corchitos, se desbordaban de mis manos.

-¡Ay, Nico, como te siento la cabecita...! ¡Nico... qué cosquillas me hace tu cabecita!

Durante un largo rato la cogí con ardor mientras ella gemía con los ojos cerrados.

De pronto, dejando de gemir exclamó:

-¡Voy a acabar, Nico de mi vida! ¡Voy a acabar! ¡Qué bien que me cogés!

Tuve la crueldad de decirle:

-Aprovécheme ahora porque cuando esté en la cárcel no voy a poder hacércelo más.

-Estúpido... sos un estúpido... ¡Ay que acabo, Niquito! Ya se me pasó el enojo aquel... ahora quiero que me hagas así todos los días... ay, ay. ¡Voy a acabar, Nico, voy a acabar, voy a acabar! ¡Más rápido, más rápido, Nico! Acabo, acabo...

No me contuve y la acompañé en el orgasmo llenándole la abertura de semen.

-Ay, Nico, acabé... acabé... Qué lindo.

Nos fuimos sacudiendo cada vez más lentamente hasta que el agotamiento nos venció. Quedé con la cara entre sus tetazas mientras la verga seguía goteando en el estuche de la húngara.

Pasado un rato me fui levantando lentamente. Ella, con las robustas piernas ya relajadas y con las tetas caídas una para cada lado, se tapaba la cara con las manos, de entre las cuales aún escapan algunos gemidos.

Me levanté un poco más y todavía no se la había sacado de adentro cuando alcé la vista hacia la ventana.

Allí, con las mejillas encendidas y los ojos azules abiertos como nunca, estaba la nena mirando toda la escena a través del vidrio. Quedé espantado.

Le hice un disimulado gesto con la cara indicándole que se fuera.

Saqué de un tirón mi pistola de la vagina de doña Zsofia e intenté decirle algo para distraerla, pero fue demasiado tarde: al abrir los ojos doña Zsofia observó reflejada en el espejo de la cómoda, la cara de su hija espiando lo ocurrido.

Lanzó una exclamación, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar.

-¡Vio todo! ¡Mi chiquita vio todo! ¡Qué va a pensar de mí!

-Cálmese señora. Usted vístase, que yo voy a hablar con ella.

Salí al fondo a buscar a la piba.

-¿Qué hiciste, tontita?

Ella estaba un poco asustada. La tomé de la mano y la arrastré al dormitorio poniéndola cara a cara con la madre que lloraba avergonzada.

-El único culpable soy yo, que entré a esta casa sólo para causar problemas. Les prometo que no volveré más. Ahora cálmense, hablen entre ustedes y arreglen las cosas. Van a ver que todo tiene una explicación y una solución.

Me fui dejando a las dos mujeres charlando en privado sus problemas.

La nueva situación

Al día siguiente la nena vino temprano a buscarme al chalet.

-Nico, se arregló todo. Mi mamá me explicó que no hay mujer que no tenga alguna vez una debilidad como la que ella tuvo anoche con vos. Que eso pasó debido a que siempre se siente sola porque papá esta todo el día afuera, y las pocas horas que está en casa las pasa borracho. Qué vos le dijiste cosas lindas y la hiciste sentir una mujer deseable. Que por eso perdió la cabeza. Pero que no volverá a ocurrir. Y que menos mal que la cosa fue con vos, que sos serio y muy bueno y que no lo andarás contando por ahí. Yo le dije que tampoco le contaría nada a nadie, pero le reproché que ella nunca te permitiera visitarme cuando lo único que yo quería era que vos vinieras para hacerme adivinanzas y contarme cuentos de gauchos y de indios. Me dijo que podrías visitarme cuando quisieras. Y además quiere que vengas esta noche a cenar a casa para que los tres hagamos las paces. Te va a preparar goulasch, esa comida húngara que a vos te gusta. Pero dice que no entres por la puerta porque la podrida de doña Clota siempre está espiando para este lado. Mejor poné una escalera contra el alambrado del fondo que nosotras vamos a poner una escalera de nuestro lado, así pasás por ahí sin que la espía maldita te vea.

Esa noche, doña Zsofia puso la mesa con el mejor mantel que tenía. Ella misma estaba arreglada, bien peinada, perfumada. Parecía otra mujer. Evidentemente los pijazos de la noche anterior la habían transformado.

Cuando empezamos a comer, las bromas y la alegría ocuparon el lugar que antes habían ocupado la violencia y las lágrimas. Cordial conmigo y dando a Lenka un tratamiento más de mujer a mujer que de madre a hija, Doña Zsofia era otra persona. Cuando al terminar la cena propuso un brindis por nuestra amistad, yo levanté la copa con la mano izquierda y con la derecha, metida por debajo de la mesa, le apreté el muslo. Las mejillas se le encendieron. Enseguida comprendí que su propósito de mantenerse casta acababa de naufragar.

Sirvió café, una copita de licor y encendió el televisor.

Los tres nos sentamos en el sofá a ver un programa de humor. Como yo estaba sentado en el medio, me sentía un poco disputado: doña Zsofia apretaba insistentemente su desbordado muslo contra el mío. Del otro lado, la chiquilina me acariciaba el dorso de la mano.

Faltando unos 15 minutos para la medianoche, doña Zsofia se levantó.

-Bueno, yo me voy a acostar. A las doce apagan el televisor, Lenka se va a la cama y Nico se va a su casa. Pero, Nico, antes de irte pasá a saludarme.

Doña Zsofia se metió en su dormitorio.

Cuando Lenka calculó que su madre ya estaría acostada se acercó a mi oído para hablarme en voz baja.

-Yo sé que saludo quiere que le hagas. Quiere que la saludes con esto – dijo apretándome la verga que, entre las dos, me habían hecho endurecer.

En sus ojos y en su voz eran evidentes los celos.

-Mejor así, Lenka. Cuanto más esté ella complicada en esto, menos argumentos va a tener para impedir que yo me vea con vos.

-Pero igual nos va a vigilar y no va a permitir que vengas a mi pieza.

-No, Lenka, la cosa no será siempre así. – le dije mientras la sentaba a caballo sobre mis piernas.

-¿Te acordás cuando por primera vez te metí el dedo chiquito por acá? – le pregunté mientras después de apartarle el elástico de bombacha, le tocaba la entrada de la vagina con el dedo meñique – Entonces apenas entraba la punta, pero tiempo después, con paciencia y saliva entró todo.

-¿Y eso que tiene que ver?

-Tiene que ver con que las cosas se consiguen poco a poco. Ayer conseguimos que no me haga ir a la cárcel, hoy conseguimos que me trate bien y que me deje estar un rato a solas con vos.

Mientras le explicaba estas cosas mis dedos recorrían su húmeda rajita. Llevé el dedo mayor a la puerta del lubricado orificio.

-Pronto tal vez te pueda meter este dedo más grande – le dije mientras muy cuidadosamente, el dedo le dilataba la virginal conchita.

Apretado, pero sin resistencias traumáticas fue entrando lentamente.

-¿Te duele?

-Apenas, un poquitito. Pero me gusta que me lo hagas. – musitó en mi oído.

De pronto comprendí que el dedo había entrado por completo. Ella también lo sintió. Abrazándome con fuerzas me besó en la boca.

-¡Tío... qué lindo, entró todo!

-¿Viste, tontita, como paso a paso lo conseguimos? Primero el meñique, después el dedo mayor y seguramente pronto te entrará esto que vos tanto exigís. Lo mismo pasará con la vigilancia de tu mamá: hoy llegamos hasta acá, pasado hasta allí y cuando nos queramos acordar, no impedirá que yo pase la noche en tu pieza.

El reloj ya estaba cerca de marcar las doce.

-Bueno, chiquita, ya es casi la hora que fijó tu mamá para que te vayas a dormir.

-Claro - protestó fastidiada mientras me apretaba el bulto parado–, vos te vas a calmar con mi mamá, pero a mí me mandás a dormir así caliente como estoy.

  • No, tontita, no te voy a dejar ir así. Parate y sacate la bombacha.

Entonces la hice sentar abierta de piernas en el mismo lugar en que había estado sentado yo. Me arrodillé ante ese bultito con una ranura casi invisible en el medio.

Me hubiera quedado horas mirándolo pero el tiempo urgía.

Apoyándole una mano en cada muslo le separé las piernitas un poco más, acerqué la boca y con la lengua fui apartando los labios vulvares que se abrieron como párpados. Cuando la lengua rozó el clítoris excitado, la nena dio un brinco y lanzó un pequeño grito sofocado por prudencia.

La conchita tenía un leve olor a pis de nena que a mí me pareció maravilloso. Lo aspiré como si fuera el más delicado perfume francés.

¿Porqué será, Daniel, que algunos olores que en situaciones normales nos repugnan, cuando provienen de las personas que amamos nos parecen esencias?

La cuestión en que seguí aspirando ese aroma perturbador mezcla de vulva y pichín a la vez que pasaba la lengua por la ranura de Lenka. Cada vez que mi lengua le tocaba imperceptiblemente el clítoris, la piba se estremecía y gemía en forma casi silenciosa.

Comprendí que se le acercaba el orgasmo cuando con la respiración entrecortada, sus manos apretaron mi cabeza contra sus genitales y sus delgadas piernitas se enroscaron en mi cuello.

Acabó en medio de largos estertores musitando en voz baja:

-Tío... tío... ¡qué cosas lindas que me hacés!

Esperé que se calmara del todo para retirar mi cara de su entrepierna.

-Ahora que estás tranquilita, andate a dormir que ya son las doce.

Se bajó del sofá y haciéndome inclinar me dio un beso de despedida.

-Bueno, ahora andá saludarla a mamá, que debe estar ansiosa esperando tu saludo – me dijo con sorna no exenta de celos.

Después de que ella se fue, esperé unos momentos antes de dirigirme al dormitorio de doña Zsofia. Di dos suaves golpes en la puerta.

-Adelante-

Cuando entré, a la luz del velador, vi a doña Zsofia tapada hasta el cuello con una gruesa manta. En mi homenaje había desanudado su anticuado rodete dejando sobre la almohada una catarata de cabellos rubios y ondulados con algunas canas entremezcladas enmarcando su cabeza.

Me encantó verla así. Hasta me pareció hermosa.

Sospeché que debajo de la manta, la mujer estaba totalmente desnuda. La verga, que ya venía parado por la lengüeteada que acababa de hacerle a la hija, se me encabritó aún más al imaginarme las carnes desbordadas de la madre.

-¿Me venís a dar el besito de las buenas noches, Nico?

-Sí, señora – dije arrodillándome a su lado – Vengo a darle el besito.

Le di un delicado beso en la frente a la vez que metía una mano debajo de la frazada apretando una de sus descomunales tetas.

-¡Nico, mi amor... qué cariñoso que sos!

Me pasó la mano por el pelo.

-¡Chiquito mío!- susurró.

Dejando que me siguiera acariciando el pelo deslicé mi mano a lo largo de su vientre y de sus piernas.

-Vení, chiquito. Desvestite rápido y vení acá conmigo.

En menos de cinco segundos estaba desvestido y metido a su lado debajo de la manta.

-¡Qué lindo que sos,... qué suavecito!

Es una sensación rara, un poco incómoda, sentir que una mujer te diga piropos... ¿no es cierto, Daniel? Porque eso invierte la situación: de seductor pasás a ser el seducido. Sin embargo me tuve que ir acostumbrando al nuevo rol y después me gustó.

Bajó su mano hasta el bulto.

-¡Qué duro tenés el pitito! ¿Después me vas dejar que te lo bese?

-Sí, Zsofia. Está parado por usted, así que puede hacerle lo que quiera.

-Anoche te lo quería besar y acariciar con la lengua, pero como Lenka se puso molesta no lo pude hacer. Me daba vergüenza que la nena viera semejante escena. Es muy chica para enterarse de esas cosas.

Lo apretó un poco más.

-También te lo pienso chupar. ¿Me vas a dejar que te lo chupe?

-Todo lo que quiera, Zsofia.

-No me llames Zsofia. Llamame "mamita", porque ahora soy tu mamita y te voy a dar todos los gustos. Ninguna mujer, por más linda y joven que sea, te va a hacer gozar como yo.

Como respuesta, me subí arriba de ella.

La sensación de apoyar el pecho sobre esas tetas gelatinosas que se apartaban hacia los costados dejándome calzado, fue maravillosa.

La húngara no quiso esperar más y flexionó las piernas proponiéndome que la penetrara. Ese movimiento de sus piernas apartó la manta por lo que quedé con el culo al aire. Sin embargo no sentí frío. Más bien sentí fuego en todo el cuerpo. En su impaciencia, ella tomó mi pene con dos dedos y lo guió hasta la puerta de la vagina. La punta percibió el calorcito que emanaba del interior de la abertura. Afirmando las rodillas contra el colchón me prepare para dar la embestida que se la metiera tan adentro como diera el largo, pero justo en ese momento se abrió la puerta del dormitorio y entró Lenka.

-¡Qué estás haciendo acá, Lenka! ¡Cómo entraste sin permiso! ¡Andate ya mismo! – ordenó furiosa la mujer.

Lenka, haciendo como que no oía, tomó la silla y cruzando las piernas se sentó frente a nosotros.

-¡Te dije que te fueras ya mismo, Lenka!

La chica continuó sentada en su lugar, imperturbable como si la madre le estuviera hablando al gato.

Creí necesario intervenir.

-Lenka, tu mamá te está diciendo que te vayas. Si no le hacés caso me voy a enojar con vos y te juro que no voy a volver nunca más a esta casa.

La nena se inquietó por la amenaza pero como era su costumbre, comenzó a negociar.

-Bueno, me quedo cinco minutos y después me voy.

-¡Andate ya mismo! – la urgió la madre.

-Espere Zsofia. Ya entró, ya vio todo. Dejémosla esos cinco minutos y después se va a ir ¿no es cierto, Lenka?

-Sí, después me voy.

La húngara, confundida y avergonzada, no supo que partido tomar. Para entonces ya estábamos nuevamente cubiertos con la manta pero, si bien Lenka no podía ver nuestros cuerpos, no le era difícil imaginar lo que ocurría debajo.

Como la señora había quedado paralizada en la posición que tenía cuando entró la nena, aún seguía con las piernas separadas y con el glande en la puerta de la vagina. Con un breve movimiento le enterré el miembro en su totalidad.

Doña Zsofia pegó un repingo sin poder ahogar una exclamación.

De inmediato la comencé a bombear. Al principio, la mujer trastornada por la situación se mantuvo insensible, pero a medida que el miembro iba haciendo su trabajo comenzó a gemir. Después, perdiendo un poco los escrúpulos me abrazó con pasión.

-¡Nico! –me decía al oído tratando de que Lenka no oyera - ¡Nico... nenito mío!

Miré de reojo a Lenka comprobando que mantenía los ojos clavados en la manta que subía y bajaba al compás de la cogida.

Los dedos de doña Zsofia se clavaron en mi espalda, señal segura de que se preparaba para acabar.

Su cuerpo, que estático hasta ese momento comenzó a moverse rítmicamente, los ojos cerrados, la cara encendida, la boca entreabierta dejando escapar contenidos gemidos, me alertaron de que le llegaba el orgasmo.

Unos bombeos más y de pronto explotó. Olvidada de la presencia de la hija me estranguló con su abrazo y me zarandeó con sus sacudidas espasmódicas.

-¡Nico, acabo, acabo... rico, acabo... Nico, me hiciste acabar!

Oyendo estas palabras no pude impedir aflojar la válvula de mi esperma. Me retorcí unos instantes, le llené la abertura de leche y terminé agotado sobre sus tetas flácidas.

Durante un largo rato quedamos como planchados.

Cuando Zsofia consiguió volver a la realidad, giró la cabeza descubriendo que Lenka seguía allí, mirando todo con avidez.

-¡Lenka, te había dicho que te fueras! ¡Te parece bonito desobedecerme así!

-Déjela señora. Ya vio todo y eso no tiene remedio. – y dirigiéndome a la chica – Lenka, me habías prometido que te ibas a ir .

Por fin la nena aceptó retirarse.

-¡Mañana la pongo en penitencia! – dijo furiosa la húngara en cuanto Lenka cerró la puerta.

-No le diga nada, doña Zsofia. Será peor. Es mejor tenerla de nuestro lado para que no cuente por ahí lo ocurrido esta noche. La culpa otra vez fue mía. Le prometo no pisar más esta casa para no causarle más problemas.

-No seas tontito. Si yo quiero que vuelvas todas las veces que quieras. Vení a comer el próximo viernes, después de que Tibor salga para el instituto donde se interna. Pero pasá por el fondo para que no te vea la mirona de doña Clota.

Por un tiempo y sin muchas variantes el programa de todos los fines de semana consistió en cenar los tres juntos. Después la señora se iba a esperarme acostada en su dormitorio dejándonos solos a Lenka y a mí viendo televisión hasta las doce.

Esos breves momentos de libertad los aprovechábamos al máximo: la nena, no bien su madre cerraba la puerta, se apresuraba a abrazarme y besarme. A veces, sentada en el sofá, me obligaba a pararme frente a ella para bajarme cómodamente el pantalón y poder mirar largo rato la verga parada. Después me titilaba los testículos con la punta de los dedos, me acariciaba la pistola frotándola suavemente con su mejilla enrojecida, me la lamía y me la mordía levemente. Cuando reconocía que yo lo deseaba, abría esa boquita adorable que tiene y se metía la cabeza adentro.

Me la chupaba con cariño hasta que yo llegaba al límite de mi resistencia.

-¡Pará, chiquita, que me vas a hacer acabar!

Un poco frustrada ella detenía la chupada.

-Claro, te tenés que reservar para mi mamá – reprochaba celosa.

-Vos sabés como son las cosas. Tené un poco más de paciencia que pronto todo mi tiempo va a ser para vos.

Para tranquilizarla, después de sacarle la bombacha, la sentaba sobre mis rodillas y le empezaba a tocar el clítoris. A veces ella no se podía contener y acababa en esa posición. En otras ocasiones le metía en la vagina el dedo largo que ya le entraba cómodamente. Posteriormente la sentaba en el sofá y arrodillado frente a ella le pasaba la lengua hasta que alcanzara el orgasmo. Luego la mandaba a acostarse.

Al entrar en el dormitorio de la madre, lo primero que hacía era bajar las persianas de la ventana y cerrar la puerta con llave para garantizar que Lenka no viniera a perturbar mi encuentro con doña Zsofia.

A veces, la húngara de caliente que estaba, se ponía impaciente por mi tardanza en cerrar la puerta y la ventana. Incluso una vez, mientras yo me desnudaba empezó a gemir: había acabado sólo porque me vio la pija parada.

En ocasiones me esperaba desnuda, arrodillada en el borde de la cama, y en cuanto yo me ponía a su alcance me la empezaba a chupar.

Me obligaba a cogerla en todas las posiciones imaginables: ella abajo, ella arriba, yo sentado en la silla con ella arriba ensartada en el palo, de parado contra la cómoda. Una de las cosas que más le gustaba era hacerme sentar en ese mueble y chupármela mirándose al espejo para no perderse ningún detalle de la mamada.

También le gustaba apoyar las dos manos sobre la cómoda de espaldas a mí, sacar las nalgas para afuera arqueando las piernas y hacer que yo, desde atrás le metiera el falo en la vagina. En esa pose podía ver reflejada en el espejo mis manos sujetando sus tetas enormes y su propio rostro deformado por los espasmos del orgasmo.

Por mi parte, lo que más me excitaba era cuando se arrodillaba en la cama con la cara contra la almohada, las piernas separadas y el monumental culo apuntando hacia el techo. De esa forma podía ver simultáneamente el orificio del ano y la peludísima concha.

Tener ante mis ojos las nalgas gordas y poceadas por la celulitis, el oscuro orificio anal y la concha emergiendo de entre la maraña de pelos rubios, me enloquecía de calentura. Me agachaba y le pasaba largo rato la lengua por ambos orificios. Cuando empezaba a gritar que ya no aguantaba más, me arrodillaba detrás de ella, la sujetaba por las caderas y la hacía acabar metiéndole la verga desde atrás como si cogiera a una perra.

Lo que nunca hice fue metérsela por el culo.

Siempre tuve resistencia a sodomizar a alguien. Un poco porque no me gusta causar dolor, y otro poco por miedo a lastimarme el bicho haciendo fuerza. Soy de piel muy delicada.

Pero un par de veces cuando la tenía en esa posición de cara en la almohada y el culazo apuntando al techo, me tenté y le metí un dedo adentro. Ella no se quejó, por el contrario, eso le causó placer, pero me dijo que por el momento prefería que no la cogiera por ahí. Que ella no podía negarme nada y que además estaba segura de que le gustaría sentirme adentro, pero que con ese asunto tenía un problema de vieja data. Y entonces me confesó algo que le ocurrió durante la guerra.

Sucedió que cuando los soviéticos entraron en Budapest, hubo mucha gente que salió a vivarlos y a arrojar flores a su paso. Pero hubo otros muchos que por haber sido partidarios de los alemanes se tuvieron que ocultar. Entre estos últimos estaban los parientes de Zsofia quienes escaparon del incontenible Ejército Rojo. Zsofia y su madre, al no tener tiempo de huir se escondieron en la panadería que poseían en las afueras de la ciudad.

Ahí estuvieron seguras hasta que un vecino las denunció a los rojos.

Una tarde entraron en la panadería siete u ocho soldados rusos, rompiendo las puertas y los vidrios hasta encontrarlas ocultas detrás del horno, de donde las sacaron a empujones.

Mientras dos sujetaban a la madre, los restantes tomaron a Zsofia, que entonces tenía catorce años y la desnudaron por completo, la acostaron arriba de una pila de bolsas de harina y por riguroso orden jerárquico la fueron violando.

El primero fue el oficial, quien tuvo el honor de desvirgarla. La madre gritaba desesperada mientras los soldados continuaban violando a la hija por turno.

Calientes por la escena que veían, los dos que sujetaban a la madre no pudieron esperar más. Le bajaron los calzones a la vieja, la tiraron arriba de otra bolsa, y se la cogieron también a ella.

Cuando todos terminaron de sacarse la calentura acumulada en tantos días de combate, las dejaron que se levanten y se vistan.

Parecía que todo había terminado pero cuando los soldados estaban por irse, a uno de ellos se le ocurrió una idea diabólica.

-¡Karkuk! – gritó - ¡Traigamos a Karkuk!

Todos rieron y uno de ellos fue comisionado para traer a ese tal Karkuk.

Cuando Karkuk entró, Zsofia vio que se trataba de un soldado siberiano muy flaco y alto, con cara de estúpido.

-Esta chica es para vos, Karkuk. Metésela.

Zsofia supo lo que le esperaba porque entendía ruso y alemán.

El siberiano se acercó a Zsofia, le palpó un poco las tetas y le metió la mano en la concha. Después se desabrochó la bragueta dejando a la vista una impresionante verga que era el doble de las que tenían los otros. Cuando vio eso, Zsofia se puso a llorar.

Insensibles a su desesperación, entre cuatro tomaron a la chica por las manos y los pies, la extendieron boca abajo en el aire y le dieron a Karkuk la orden de metérsela por el culo.

El flaco le corrió la pollera hasta la cintura, le arrancó la bombacha y le apoyó la punta de la enorme verga en el esfínter anal. A la orden del oficial, empujó.

Zsofia sintió como si le metieran un poste. El siberiano, como respuesta a sus gritos, se la enterró toda. Mientras Zsofia aullaba enloquecida de dolor, el flaco, la bombeó inmutable hasta acabar.

Dando por terminado el espectáculo, la dejaron tirada boca abajo sobre la pila de bolsas y se fueron riéndose. Zsofia lloraba desconsolada sobre las bolsas de harina.

Más tarde su madre la llevó al baño, le lavó la sangre y el semen y la acostó en la cama. Allí pasó varios días dolorida.

La madre le contó que al día siguiente al entrar en el depósito se impresionó viendo la bolsa manchada de sangre y esperma. Para no verla más, la arrastró hasta la hornalla donde la incineró junto con la leña.

Cuando conoció a Tibor, Zsofia no le ocultó esta historia.

Lo que sí le ocultó siempre, fue la segunda parte. La que me confesó a mí una noche muy fría en la que ya saciados de sexo, nos hacíamos arrumacos bajo la frazada, ella acariciando mi flácido pene y yo toqueteándole sus gruesos pezones.

Sucedió que uno de los soldados violadores volvió por la panadería exigiendo verla. La madre, escarmentada de la brutalidad militar, lo hizo pasar enseguida. Pero el soldado venía con buenas maneras y enamorado de Zsofia.

Volvió muchas veces más.

Para evitar habladurías de los vecinos el ruso entraba de noche pasando directamente al dormitorio de Zsofia. El soldado le afirmó a la joven húngara, que él no había participado de la brutal violación. Ella le creyó.

Con ese ruso, Zsofia supo lo que era el placer y el amor, y lentamente fue perdiendo ese rechazo al sexo que la violación le había producido.

Después de hacerse el amor, solían sentarse junto a una mesa de la trastienda para tomar té, muy caliente y azucarado como les gusta a los rusos. Entonces el soviético, que antes de la guerra integraba la Opera de Leningrado, le cantaba antiguas canciones rusas y fragmentos de arias italianas. Muchas veces también su madre se sentaba a escuchar la hermosa voz del soldado mientras tejía un pulóver para que Alexei no sufriera frío en su inminente marcha hacia Berlín.

Zsofia jamás olvidó ese gélido enero en el que conoció el terror y el amor.

Un día el soldado debió marchar con su regimiento y Zsofia nunca más lo vio. Por un tiempo siguió recibiendo cartas suyas. Luego otro soldado le escribió que Alexei había muerto en la avenida Unter den Linden, durante el asalto al Reichstag alemán.

Zsofia sufrió mucho tiempo ese duelo. Un año después conoció a Tibor.

Tibor no le hubiera perdonado sus amores con un soldado comunista. Por eso Zsofia fue una tarde hasta la ribera del Danubio con el montoncito de cartas de Alexei. Una a una las fue arrojando al río y a través de sus lágrimas, Zsofia vio como el Danubio arrastraba esos papeles de amor rumbo al mar.

Después de los momentos de sexo apasionado, abrazada a mí, Zsofia me contaba esas historias y muchas otras más de sus años de guerra, de sus excursiones por las praderas húngaras, de su infancia en la aldea de Szöd. A mí encantaba escucharla mientras la acariciaba, tapado hasta la nariz con la manta de piel de oveja.

No te voy a engañar, Daniel, pero la madre me cautivaba tanto que me fui desinteresando de la hija y de mi promesa de desvirgarla.

El rengo en la escena

Pero la nena no estaba dispuesta a permitir que las cosas quedaran así y fue exigiéndome cada vez con más firmeza, que cumpliera lo que había prometido. Incluso llegó a fijarme un plazo.

Como ya había comprobado de lo que era capaz esa nena aparentemente frágil, me puse a buscar seriamente una solución que me permitiera quedar bien con las dos mujeres.

Cuando creí haberla hallado la puse en práctica de inmediato.

Comencé por decirle a Zsofia que había un hombre que estaba enamorado de ella, que siempre la esperaba a la hora en que ella salía a hacer las compras en el supermercado de la villa, solamente para verla pasar.

Doña Zsofia se rió pero fue evidente su satisfacción por imaginarse deseada. Lentamente, con el correr de los días fui aumentando la presión sicológica, pintándole la pasión de su enamorado con mil colores y detalles lascivos.

-¿Lo conozco yo? – preguntó al fin.

-No sé. Es el mecánico de la ruta 7 que me arregla el coche. Renguea ligeramente y siempre anda con un bastón.

-Ya sé quien es. Pero nunca observé que me mirara.

-Porque cuando usted pasa la mira de reojo. Pero después la sigue desde atrás, algunas veces varias cuadras. Dice que lo enloquece verla caminar. Y algunas otras cosas...

-¿Qué otras cosas?

-No me haga hablar, Zsofia. Él me lo dijo en confianza. Además, si se lo digo usted se puede enojar.

-No. No me voy a enojar. Contame todo que voy a guardar el secreto.

-Bueno, le tomo la palabra de que no va a enojarse. Dice que le gusta ver como mueve las nalgas cuando camina y que daría cualquier cosa por poder apoyarle la mano ahí. Y que a veces, cuando en verano usted se pone una blusa, él mira con disimulo a ver si se le suelta un botón y puede verle las tetas.

-¡Qué atrevido! Tenía que ser amigo tuyo para ser tan degenerado.

La sonrisa que se dibujó en sus labios desmintió esa falsa indignación.

-¿No me deja que lo traiga mañana para presentárselo?

-¿Cómo se te ocurre traer a casa a un tipo que yo no conozco? Y además... ¿no tenés miedo de que yo me enamore de él y te deje a vos?

-No, señora. Yo me tengo confianza. Y si después de todo usted lo prefiere a él, no voy a ser tan egoísta como para impedir su felicidad. Bastante ya ha sufrido usted en la vida como para que yo trate de causarle un problema más.

Zsofia quedó pensativa.

Cuando ya me iba, se decidió.

-Bueno, traelo mañana a cenar. Pero que no se propase. Y vos no te despegues de mi lado.

El siguiente paso era instigar al rengo, quien no sabía nada de este embrollo y ni siquiera conocía a doña Zsofia. Pero no me resultó difícil persuadirlo porque como no tenía suerte con las mujeres, unicamente se sacaba la calentura a fuerza de pajas, y a veces con alguna de esas vagabundas que dormían en la estación de Paso del Rey. Ellas, en las noches de mucho frío, le pedían permiso para dormir adentro de su taller a cambio de hacerle una chupada de pija. Por eso calculé que la posibilidad de cogerse a la húngara sería más que interesante para él.

El viernes siguiente lo llevé a la casa de Zsofia. El rengo estaba bañado, afeitado y perfumado.

A la húngara le cayó bien porque Lipparotti es muy simpático y conversador.

Cenamos los cuatro y a eso de las once de la noche la nena, que ya estaba advertida de la maniobra, se fue a su pieza alegando que estaba cansada de tanto jugar toda la tarde con los otros chicos del barrio.

Cuando quedamos los tres solos charlando y bebiendo vino, yo me encargué de que la húngara bebiera un poco más de la cuenta.

En determinado momento, tal como estaba acordado el rengo se apartó con la excusa de pasar al baño.

Aproveché ese momento para tocarle un poco las piernas a Zsofia haciéndola calentar. Cuando me pareció que estaba a punto le dije.

-Zsofia... ¿porqué no le da el gusto a este muchacho de permitirle que le toque las nalgas aunque sea una vez? Así se va a ir a dormir con la felicidad de haber cumplido su viejo sueño. Se las toca unos momentos y después le digo que se vaya. Nadie se va enterar nunca de nada.

Zsofia, entre la calentura y el alcohol, tenía bajas las defensas.

-¿Y si viene la nena y nos ve?

-La nena ya debe estar dormida... ¿no vio como se le cerraban los ojos cuando estábamos comiendo? Pero por las dudas entramos al dormitorio y cerramos la puerta con llave... ¿qué le parece?

-Bueno, pero un rato nada más. Y vos tenés que estar presente porque yo no lo conozco y no quiero estar sola en mi pieza con un desconocido.

-Me parece bien. Entonces vaya al dormitorio y espérenos vestida con ese camisón negro que me gusta tanto. En cuanto Lipparotti se vaya a su casa, se lo levanto hasta la garganta y le acaricio los pechos hasta gastárselos.

-¡Qué divino que sos! No te puedo negar nada.

Antes de irse a su habitación me dio un beso de lengua a la vez que me apretaba el nabo, que ya estaba parado y listo para cualquier emprendimiento.

Cuando el rengo regresó del baño, esperamos un tiempo prudencial y después entramos.

Al verla parada al pie de la cama con el camisón negro que le llegaba a la mitad de los muslos blancos y que le dejaba la mitad de las tetas a la vista, el rengo casi se infarta.

Ambos se miraron con simpatía y deseo, pero como el rengo se había quedado paralizado decidí tomar la iniciativa para romper el hielo.

Apoyándome de espaldas contra la cómoda la llamé.

-Venga, Zsofia.

Ella se acercó descalza hasta ponerse frente a mí. La abracé, le di un beso al que respondió ansiosa.

-Vení, Lippa, ponete atrás de la señora y toca eso que querías tocarle. Ella prometió que por esta vez te va a autorizar.

El rengo no se hizo esperar. Arrastrando su pierna defectuosa se ubicó detrás de la húngara y comenzó a palparle sus descomunales nalgas con las dos manos.

Por mi parte, metí las manos en el escote del camisón, le tomé ambas tetas y se las saqué afuera. Las amasé largo rato haciéndola temblar cada vez que le pellizcaba suavemente los pezones. Mientras, el rengo aprovechaba para levantarle el camisón y toquetearle a gusto las cachas.

Después de un rato, la húngara me dijo aunque sin mucha convicción:

-Bueno, creo que el señor Lipparotti ya se debe de haber sacado el gusto. Me parece que es hora de que se retire.

-Tiene razón, Zsofia. Pero espere un momentito.

Y tomándola de los hombros la hice girar de forma de quedara de espaldas a mí y de frente al rengo quien, cuando le vio las tetas al aire, quedó casi sin respiración.

-Tocá esos pechos, Lippa. Vas a ver que suaves que son.

Sin vacilar, el rengo puso sus manos sobre esas tetas tan ajadas y tan tentadoras.

Levantándole el camisón por detrás, yo le metí la mano entre las piernas hasta alcanzarle la vulva, que estaba tan mojada que casi podía gotear.

Seguro de que el rengo estaba bien al palo, le dije:

-Lippa, antes de irte mostrale a la señora tu pene para que vea como te excitó acariciar su hermoso cuerpo.

El rengo se llevó las manos a la bragueta sacando su pija afuera. Yo no podía verla porque doña Zsofia se interponía entre los dos, pero ella girando la cabeza me comunicó asombrada:

-¡Es enorme! – y se corrió un poco para que yo también la pudiera ver.

Tenía razón. Era tan grande que me sorprendí. Por lo gruesa y nudosa parecía uno de esos bastos de los naipes españoles.

Yo nunca tuve tendencias homosexuales, pero te juro Daniel que por un momento estuve tentado de tomarla con las dos manos.

-Señora, aprétesela un poco a ver si es tan dura como parece.

La mujer estiró la mano para constatar la rigidez de esa verga, pero no la soltó de inmediato. Mantuvo sus dedos en torno al palo como si se hubiera quedado pegada por una descarga eléctrica.

-Lippa, pasásela un poquito por la puerta para que doña Zsofia compruebe mejor su dureza.

No fue necesario convencer a Zsofia. Ella misma, sin soltar la tremenda pija, se la llevó hasta la entrada de la vagina, a la vez que arqueando las piernas le facilitaba a Lippa el contacto.

El rengo se agachó un poco, apuntó con su herramienta y empujó. Por el temblor de doña Zsofia comprendí que le había entrado la cabeza.

-Bueno – les dije – ya veo que se entienden bien. Lippa, sacate la ropa y andá a sentarte en la silla que doña Zsofia va enseguida a jugar un rato con vos.

Lippa se desnudó lo más rápido que pudo. Ya sentado en la silla, con el enorme pingo parado, parecía el Rey de Bastos.

-Vaya señora. Hágale algunos mimitos a nuestro amigo así se queda contento y se va de una vez.

Doña Zsofia se le acercó. Se arrodilló delante del brutal nabo mirándolo con embeleso. Giró la cabeza hacia mí como pidiendo permiso.

-Es todo suyo, Zsofia – la incité.

-Bueno, ya que vos insistís... ¡pero no mires!

-Me quedo con los ojos cerrados.

-No, porque vas a espiar. Mejor date vuelta.

-Si quiere me voy afuera, así se queda tranquila.

-No. No tengo confianza con el señor Lipparotti y no queda bien que me quede sola con él en mi dormitorio. Es suficiente con que te des vuelta.

Me di vuelta, pero quedando frente al espejo para ver reflejado todo el espectáculo.

La mujer, sin conocer mi artimaña se inclinó sobre la verga del rengo, la sacudió varias veces y después se metió en la boca la tremenda cabeza.

Después de un rato de chuparla, se paró, se subió el camisón hasta cintura y bien abierta de piernas se sentó sobre la pija del rengo. Poco a poco, moviendo las caderas, la fue haciendo entrar. Cuando le entró lo suficiente, comenzó a subir y bajar, cada vez más rápido. Así fue llegando al orgasmo. Al iniciar la acabada lanzó un gemido profundo. En ese preciso momento el rengo la abrazó por las caderas sentándola bruscamente sobre el nabo que se enterró en su totalidad. Acabaron simultáneamente. El rengo la llenó de la leche que tenía acumulada en sus testículos desde hacía tiempo.

Se quedaron un rato tranquilos, descansando abrazados y sin ganas de separarse.

-¿Ya puedo mirar? – pregunté.

-Sí – dijo Zsofia después de haberse bajado el camisón lo más que pudo para que yo no viera como todavía tenía la estaca del rengo clavada en las entrañas.

Cuando después de un rato se levantaron de la silla para ir hasta la cama, la leche del rengo goteó sobre la alfombra.

Sentados en el borde de la cama, el rengo con una mano la tenía abrazada por la cintura mientras que con la otra le masajeaba las tetas salidas del camisón. Era evidente que estaban tan calientes como al principio.

La mano de Zsofia apoyada sobre el pene de Lippa lo obligó a retomar su anterior consistencia.

-¿Vos que estás mirando, sinvergüenza? ¡Date vuelta! – me ordenó Zsofia.

Obedecí, pero sólo para volver a mirar por el espejo.

Así pude ver como Lippa la hizo poner de pie para despojarla suavemente del camisón. Cuando la tuvo toda desnuda, la abrazó y la besó apasionadamente.

Cuando yo vi a Zsofia totalmente desnuda ofreciendo sus gorduras a las manos de otro hombre, sentí unos celos que me cerraron la garganta. Pero las cosas son así: tener varios amores a la vez, siempre implica ganar algo a costa de perder otro algo.

Tuve el rabioso impulso de acercarme, hacerla acostar, aferrarle sus dos tetas y penetrarla. Seguramente ella no hubiera puesto impedimento alguno, pero debía refrenar mis instintos porque Lenka me estaba esperando impaciente para que cumpliera mi palabra.

Lippa la hizo ponerse de espaldas a él, con la cabeza apoyada en la cama y con su culazo levantado frente a al nudoso As de bastos. El rengo ensalivó bien su glande y se lo apoyó en la puerta del ano.

Entonces Zsofia protestó.

-¡No, señor Lipparotti, por ahí no!

-Un poquito nomás, apenas la puntita. No le va a doler, señora.

También le susurró al oído algo que no alcancé a escuchar pero que pareció conmoverla. Finalmente ella cedió.

-Bueno, pero nada más que la puntita. Y que Nico no mire porque me da vergüenza.

-¡Si yo estoy dado vuelta, Zsofia!

-Vos sos capaz de espiar. Mejor andá al comedor ver televisión. Y no subas mucho el volumen porque la nena se puede despertar.

Ese pedido era justo lo que yo estaba esperando. Sin hacerme rogar, salí del dormitorio para ir a buscar los bracitos de la nena. Pero antes de alejarme, una curiosidad malsana me impulsó a entreabrir un poco la puerta y mirar. Reflejada en el espejo se veía la imagen de doña Zsofia arrodillada en el borde de la cama, con la cabeza apoyada en la piel de oveja y sus tetazas y su vientre colgando excitantes y separando ambas nalgas con las manos para facilitar la penetración.

Sujetándola por las caderas, el rengo empujó. Antes de cerrar totalmente la puerta pude ver como la enorme pija se perdía en las profundidades insondables de ese culo. Evidentemente el trauma sicológico que le había producido en 1945 el siberiano Karkuk, estaba siendo curado con la terapia del rengo.

Al fin solos

Cruzando el comedor, di unos golpecitos en la puerta de la nena.

-¡Adelante! - me invitó.

A la luz del velador la vi, linda como siempre, acostada y cubierta con una manta.

-¿Me estabas esperando?

-Claro, tonto. ¡Mirá! – contestó apartando el cobertor.

Estaba totalmente desnuda, bañada y perfumada con esa colonia infantil que a mí me enloquecía. Sentado a su lado fui acariciando su cuerpo menudo, sus rodillas, sus pies. Sus pies me gustaban enormemente. Encorvado sobre ellos fui pasando la lengua por los intersticios de los dedos y me metí el dedo gordo en la boca para chuparlo con el mismo deleite con que la nena acostumbraba a chuparme el pene.

Levantándole la piernita fui haciendo descender la lengua a lo largo de la pantorrilla, desde el talón al hueco trasero de la rodilla. Desde ahí fui bajando hacia la nalga, la que además de morder, lamí cuidadosamente. Y desde ahí hasta el agujerito del culo había un sólo paso. Lo di.

Pasé la lengua por ese orificio tibio, sin rastros de pelos, cerrado como un puñito. Y desde ahí a la vulva había pocos milimetros de distancia, corto sendero que mi lengua recorrió gustosamente.

Luego puse el extremo de la lengua en la puerta de la muy cerrada vagina intentando meterla dentro del agujerito. Mucho no entró, apenas la punta porque esa concha infantil era muy estrecha. Sin embargo ese poco bastó para que la nena gimiera y pataleara.

Saqué la lengua de ese saladito lugar y la llevé hasta el clítoris.

-¡Nico, qué lindo lo que me hacés! Me vienen muchas ganas de acabar.

Me aparté para evitarle un orgasmo anticipado y siguiendo camino arriba llegué hasta el ombligo. Nunca la había lamido en ese lugar pero por sus temblores comprendí que le gustaba.

Ascendiendo un poco más, pasé por el esternón donde se unían las pequeñas costillas infantiles resaltadas por su delgadez.

Un poco más arriba me tropecé con sus pezones incipientes. Casi no sobresalían del pecho porque aún era una niña, pero ya habían comenzado a eclosionar. Dentro de unos meses estarían transformados en rosados taponcitos que me prometía chupar hasta el cansancio.

El contacto de la lengua en sus pezoncitos la hizo lanzar apagadas exclamaciones. Seguí subiendo hasta alcanzar el lugar que más me gustaba: la garganta, que era sumamente delgada, de piel blanquísima, casi transparente. Viéndola tan tersa, tan tentadora, con pequeñas venas azules latiendo bajo la piel sedosa, comprendí las debilidades del Conde Drácula.

Al mordisquearla suavemente, a la nena se le puso la piel de gallina. Aproveché ese momento para unir la punta de mi falo con la semiclausurada puerta de su vagina.

-¡Nico... ¿por fin me vas a desvirgar?

-Sí, pero si te duele avisame que la saco.

-Vos empujá, Nico, que si me duele mucho te aviso.

Empujé. Percibí como la puerta se abría con alguna resistencia. Era como si una mano húmeda me aferrara el miembro tratando de impedir mi avance.

-¡Empujá, Nico, que no me duele! – me incitó desesperada por la calentura.

Pero yo me contuve para no dañarla. Saqué el pene, lo ensalivé y volví a introducírselo después de ponerle la almohada debajo de las nalgas. Fui haciendo fuerza conteniendo las ganas de acabar que esa resistencia me producía.

Lentamente la pija fue entrando.

-¡Nico, qué lindo... apenas me duele... seguí empujando mi amor! – me decía mientras hacía fuerza con la pelvis para facilitar la penetración.

En cierto momento estimé que le había llenado casi por completo el conducto vaginal pues ya tenía adentro las tres cuartas partes de la pija. Pensé que eso era más que suficiente por el momento, y lo que faltaba meter lo reservé para otro día.

Cuidando de no sobrepasar ese límite comencé el mete y saca, lentamente al principio pero aumentando paulatinamente el ritmo.

Sintiendo la verga tan estrechamente oprimida y especialmente al contemplar su carita enrojecida por el placer, con los ojos semicerrados y la boca entreabierta musitando palabras ininteligibles, mis ganas de acabar se hicieron casi incontenibles.

Me detuve unos instantes para tratar de serenarme. Ya más calmo reanudé el bombeo.

-¡Nico, Nico, voy a acabar!

-¡Acabá chiquita, acabá, que me gusta verte acabando!

-¡Sí, Nico, no aguanto más! ¡Me viene, me viene, ay que lindo! ¡Nico, Nico, estoy acabando! ¡Estoy acabando, papito...!!

Se sacudió como enloquecida. Mientras se iba calmando me abrazó más fuerte que antes.

-Acabé mi amor... ¡qué felicidad!

Apoyé mis labios sobre los suyos. Ella metió su corta lengüita en mi boca y siguió estremeciéndose cada vez más lentamente. Después quedó como desmayada.

-¡Mi amor - me dijo luego de un rato, – qué lindo que es acabar así!

-¿Te gustó?

-Sí, me gustó muchísimo pero... ¡cuántos días me hiciste esperar, malvado!

-Pero al final cumplí mi promesa. ¿Te dolió mucho?

-Un poquito nomás pero... ¡fue tan lindo! ¿Y vos no vas a acabar en mi conchita? Quiero sentirte cuando acabás cogiéndome.

Me levanté para ir a buscar un preservativo que tenía en el bolsillo.

Cuando me lo puse, ella protestó.

-¿Porqué te ponés eso? Yo quiero sentir tu pijita pelada, sin esa porquería de goma.

-Si te dejo preñada me van a meter preso. Por hoy lo hacemos así. Después te traigo píldoras anticonceptivas y esto no lo usamos más.

Volviéndome a poner sobre ella le separé las piernas y ensalivándole bien la conchita se la volví meter. A los primeros bombeos me retornaron intensamente las ganas de acabar. Como ahora ya no tenía que contenerme, las dejé venir.

Al comenzar mis primeros espasmos ella los detectó.

-¿Estás gozando, Nico? ¿Vas a acabar?

-Sí, mi amor, sí.

Me apretó la cintura con sus delgadas piernas.

-¡Gozá Nico, gozá mucho que me encanta sentir como acabás!

Sentí que se me iba la vida en ese polvo.

El esperma comenzó a abrirse paso tumultuosamente por mis conductos seminales, y justo en ese momento ella exclamó:

-¡Nico, Nico... acabo de nuevo! ¡Nico, me hacés acabar otra vez... Nico...!!

Exploté en el orgasmo más lindo que tuve en mi vida mientras la nena me abrazaba desesperada.

-¡Nico... papito... me hiciste acabar otra vez!

Cuando alguien escriba la Antología Mundial de los Polvos, este va a figurar en las primeras páginas.

Nos quedamos largo rato abrazados. Después me incorporé para contemplar su divino cuerpito. Al verla tan linda pero tan nena, sentí algunos escrúpulos: yo, que siempre critiqué a los pedófilos, acababa de desvirgar a una niña que aún no tenía once años.

-Bueno, ya está hecho y no tiene remedio – pensé –, y como además me van a dar tantos años de cárcel por un polvo como por treinta y dos, va ser mejor que de ahora en adelante me eche todos los que pueda.

Me volví a acostar a su lado y así, sin darnos cuenta, nos quedamos dormidos.

Un ruido seguido de un resplandor terminó bruscamente con nuestro plácido sueño.

Furiosa, doña Zsofia estaba abriendo bruscamente las cortinas de la ventana. La luz de la mañana invernal nos cegó por un momento.

-¡Qué bonito! ¡Pasaron la noche juntos y abrazados! ¡Viste Nico que sos un degenarado! ¡Por lo menos espero que no la hayas manoseado ni violado! ¡Y vos, Lenka, preparate porque se lo voy a contar a tu padre!

Yo estaba aterrado sin saber que decir, cuando de pronto Lenka, en una reacción inesperada, corrió súbitamente la manta que nos cubría quedando los dos desnudos ante los ojos horrorizados de Zsofia.

-¡Sí, me manoseó toda la noche! ¡Y yo lo manosié a él...mirá! – gritó enardecida mientras agarraba mi pene que para ese entonces tenía menos consistencia que un caracol fallecido - ¡Y además me la metió bien adentro!

Doña Zsofia estaba espantada.

-Y no te vas a atrever a contarle nada a papá porque vos te pasaste la noche fifando con el rengo. ¡Y esta pija que ahora tengo en la mano vos también la tocaste y la besaste!

-¡Como me tratás así, sinvergüenza, soy tu madre...! – alcanzó a decir la húngara antes de romper en un llanto desconsolado.

Viendo que la cosa se ponía muy fea decidí salir de la escena.

-Yo me voy al baño mientras ustedes arreglan sus cosas – dije y me fugué con la ropa bajo el brazo.

Cuando después de lavarme, peinarme y vestirme pasé por el comedor lo encontré a Lipparotti sentado frente a la mesa en la que estaba la cafetera y una fuente con tostadas.

-Zsofia me dijo que iba a ver si la nena seguía dormida para poder servirme el desayuno. No sabíamos que vos todavía estabas acá. Seguro que te descubrió con la hija.

Me senté yo también para saber como terminaba este nuevo lío.

Pasados diez minutos llegaron las dos. Zsofia me miró muy seria y sin decir palabra fue a buscar las tazas donde sirvió el café con leche para todos. Por el contrario, la sonrisa triunfal que me dirigió la nena comprendí que la sangre no había llegado al río.

Lentamente comenzamos a charlar y lentamente la tensión se fue aflojando, aunque Zsofia no me miraba ni me dirigía la palabra.

Para tantear hasta donde llegaba su enojo metí la mano por debajo de la mesa y le acaricié la rodilla. Ella apartó bruscamente la pierna a la vez que me enviaba una mirada cargada de furia. Insistí en acariciarle la rodilla. La volvió a apartar pero esta vez dirigiéndome una mirada de enojo, esa típica mirada de las mujeres enojadas que quiere decir: "Estoy furiosa y no quiero saber más nada con vos... pero, no sé, a lo mejor te perdono."

Dos minutos después mi mano estaba apretada entre sus muslos.

La tensión desapareció y entre tostadas y bromas concluimos el desayuno.

Antes de irnos Zsofia nos dio un beso a cada uno recomendándonos salir por el fondo con cuidado para evitar que nos viera la solterona vigilante de enfrente.

El reparto de Yalta

Por la tarde Lenka fue como siempre a buscarme al bar de Guido con un cuaderno y un libro en la mano para fingir que la ayudaba en sus tareas escolares. Todo el vecindario creía esa farsa, pero yo sabía que no podía engañar al viejo perdulario de Guido, a quien nunca se le escapaba nada ya que desde chico rodó por las calles, y conoció la cárcel y el delito. Sin embargo yo estaba tranquilo porque la regla de oro de Guido era: "ver, oír y callar".

La nena venía a relatarme lo que había ocurrido entre ella y su madre.

Al principio de la charla, doña Zsofia le reprochó que hubiera aceptado tener relaciones sexuales conmigo pues aún era una niña que además desconocía los peligros de la vida y que hasta podría quedar embarazada. A su vez Lenka le reprochó a su madre que hubiera mantenido relaciones sexuales con Lipparotti, un hombre al que acababa de conocer y en la propia cama matrimonial.

La madre lloró. La hija también. Lloraron abrazadas.

Lenka le dijo a su mamá que la comprendía ya que había sufrido mucho en la guerra y en el exilio. Y que, aunque su padre era un hombre bueno, el vicio de la bebida lo anulaba como marido.

Zsofia a su vez aceptó que se había equivocado al creer que Lenka aún era una niña. Que ahora se daba cuenta de que ya era una mujer. Pero que temía que yo la dejara embarazada. Ahí fue cuando la nena levantó del suelo el preservativo que yo había usado y se lo mostró. A la vista del forro, Zsofia se tranquilizó, aunque dijo que le llamaba la atención lo lleno que estaba.

Finalmente ya calmadas, comenzaron a negociar un acuerdo. Ese acuerdo se pareció a la Conferencia de Yalta en que las superpotencias se repartieron el mundo.

Pero en este caso, "el mundo" éramos Lipparotti y yo, quienes ni siquiera fuimos consultados.

Acordaron lo siguiente:

1) Los viernes la nena pasaría toda la noche conmigo.

2) Los viernes Zsofia pasaría toda la noche con Lipparotti.

3) Los sábados la nena podía juguetear conmigo en el sofá del comedor hasta la medianoche.

4) Terminado ese jugueteo, yo debería ir al dormitorio de Zsofia, la que me esperaba en su cama donde me retendría hasta la hora del desayuno.

5) Durante la semana yo estaba obligado a ayudar a la nena en sus estudios y, si la nena tenía buena aplicación, teníamos libertad de hacernos algunos mimos livianos (siempre y cuando el padre no estuviera en la casa)

6) Cuando la nena estuviera en el colegio, con Zsofia teníamos libertad de hacernos algunos mimos livianos (siempre y cuando el marido no estuviera en la casa)

7) Quedaba aclarado que los mimos livianos no incluían penetración ni eyaculación, aunque ellas se reservaban en derecho de alcanzar algún orgasmo, si se daba el caso.

8) En las noches de los viernes, Lipparotti y yo debíamos cenar con ellas, para lo cual teníamos la obligación de aportar algunos comestibles y bebidas.

9) La nena tenía derecho a presenciar, aunque fuera sólo una vez, como copulábamos Zsofia y yo.

10) Esta última cláusula se mantendría algunas semanas en suspenso hasta que Zsofia pudiera acostumbrarse a la idea de que su propia hija presenciara como yo me la cogía.

Durante tres meses las cosas transcurrieron de acuerdo a lo previsto. Los viernes a la noche Lippa y yo, como dos fantasmas, cruzábamos el alambrado el alambrado del fondo amparados por la oscuridad. Ellas nos esperaban con la comida lista y después de cenar los cuatro juntos, Zsofia y la nena se iban a esperarnos cada cual en su cama. Nos quedábamos tomando la última copa con Lippa y después de despedirnos hasta la mañana siguiente rumbeábamos a los brazos de nuestros respectivos amores.

Por la mañana, los cuatro desayunábamos alegremente y en familia.

Durante esos desayunos, la húngara y yo éramos los más gratificados porque dado que el rengo y la nena no se atraían entre sí, yo podía tocar con disimulo las piernas de las dos mujeres y Zsofia, aparte de mis caricias recibía las del rengo.

Estos toqueteos eran hechos con mucha discreción pues, aunque nadie se hubiera asombrado de que Zsofia se arrodillara para chuparnos la verga, tratábamos de guardar las formas.

Lipparotti estaba un poco descontento por no poder venir los sábados, el día que me tocaba amar a Zsofia, pero ella insistía que quería tenernos una noche a cada uno porque para ella representábamos una especie de "volver a vivir" sucesos de su juventud.

En otra de esas madrugadas de intimidad en la que los amantes desatan sus lenguas diciendo cosas que en otros momentos callarían, Zsofia me reveló otro de sus secretos. Nunca, reconoció, dejaron de rondar por su cabeza las dos figuras que marcaron definitivamente su vida sexual al final de la guerra: Karkuk, el soldado siberiano que cruelmente le desfondó el ano y Alexis, el dulce leningradense que después de hacerle el amor le cantaba arias de Puccini con su voz de barítono.

Ahora Zsofia era feliz, según decía, porque había podido reunir bajo un mismo techo a dos hombres que en su imaginación, representaban a aquellos dos soviéticos de 1945. Lipparotti encarnaba al siberiano brutal, expeditivo y muy dotado. Y yo, le hacía recordar a Alexei, el ruso suave, contemplativo, casi afeminado.

Por su parte, Lenka parecía no conformarse con la rutina sexual y siempre estaba inventando nuevos juegos y formas de acariciar. Esto me preocupaba un poco porque sabía que era imposible prever hasta donde podía llegar esta nena multiorgásmica.

Una noche, cuando después de miles de caricias estaba en trance de penetrarla por la vagina, a Lenka se le ocurrió que se la metiera por atrás, como Lippa se la había metido a su madre la primera noche en que el rengo estuvo en la casa.

-¿Y como sabés que Lippa se la metió por atrás? – pregunté asombrado de que la piba conociera ese detalle.

-Porque al día siguiente, entre la ropa sucia que estaba en el lavadero encontré una bombacha de mamá con manchas secas de sangre y leche en la parte trasera. Y sé que fue él, porque si tu pistolita nunca me hizo sangrar a mí, mucho menos la pudo hacer sangrar a mamá. ¡El rengo debe tener un pedazo enorme!

A esta nena era difícil ocultarle las cosas.

-Bueno, dale... metémela – me incitó a la vez que se ponía arrodillada apoyando la cabeza en la almohada y ofreciéndome su pequeño culito.

Al ver ese panorama me estremecí.

Yo sé Daniel, que a vos no te gustan las nenas, pero si hubieras estado en mi lugar a lo mejor cambiabas de opinión.

Sin embargo, me contuve porque una idea lujuriosa tomó forma en mi cerebro al relacionar esa pose de la nena con la de la madre la noche en que me hizo salir del dormitorio para que no viera como la sodomizaba el rengo.

Recordarás que cuando salí del dormitorio, mi alma de voyeur me impulsó a entreabrir la puerta y espiar. Entonces había podido ver como la húngara, arrodillada casi en el borde de la cama y con la cabeza apoyada sobre la manta de piel de oveja, le ofrecía al rengo su trasero descomunal a la vez que con ambas manos mantenía separadas las desvencijadas nalgas para que Lippa pudiera encontrarle el orificio sin ninguna dificultad.

Esa escena de la húngara con las tetazas colgando y de la pija del rengo entrando hasta lo más profundo del culo, originó el proyecto perverso consistente en postergar el desvirgamiento anal de la nena hasta la noche siguiente. Esa noche, cuando según el reparto de Yalta me tocara servir a la madre, yo le diría a la señora que ya era hora de cumplir el punto de ese mismo pacto por el cual Lenka estaba autorizada a presenciar nuestra cópula.

Seguramente la húngara pondría mil objeciones, pero finalmente no tendría más remedio que cumplir el pacto. Después yo buscaría la forma en que la nena además de mirar, participara del acto sexual.

Llegado ese momento, las haría poner a las dos, una junto a la otra, arrodilladas en el borde de la cama y con las cabezas sobre la colcha de oveja. Así tendría ante mis ojos a los dos culos tan dispares entre sí pero igualmente enloquecedores. El de la madre, robusto, con las nalgas marcadas por la celulitis y el orificio anal oscuro y coronado de pelos rubios. Y a su lado, el diminuto de la hija, lampiño, con un agujerito rosado y estrechamente cerrado.

Cada uno tenía su atractivo. El de la madre era más excitante por lo voluminoso pero, precisamente por el tamaño de las nalgas, mi moderado pene encontraría en ellas un tope para entrar muy adentro. En cambio el de la piba, era tan escueto que no impediría que mi pelvis hiciera contacto con su esfínter anal.

Estando ambos culos a mi disposición, podría penetrar alternativamente en uno o en el otro. ¿En cual de los dos acabaría? Eso aún no lo sabía y lo dejaría librado a mi inspiración del momento. Sería una forma de definir cual de ellos me calentaba más.

-¿Y, tontito... no me la vas a meter de una vez por todas? – dijo Lenka volviéndome a la realidad.

Con varios argumentos postergué el desfloramiento de su culito para la noche siguiente, cuando ya me las veía a las dos arrodilladas, con las nalgas levantadas, esperando la caricia de mi nabo.

Me la imaginaba a Lenka berreando cuando la verga se abriera camino dentro suyo. Pero ella había insistido y ahora se la tendría que aguantar.

Finalmente esta postergación me resultó fatal. Ahora pienso cuanta razón tienen esos dichos populares que afirman: "nunca dejes para mañana lo que puedas hacer hoy", y el que dice "lo perfecto es enemigo de lo bueno", y el otro que afirma "más vale pájaro en mano que cien volando", porque lo que sucedió al día siguiente "me dejó sin el pan y sin la torta".

La maldad de Clota

Hoy, después del mediodía estaba en el boliche Guido haciendo sobremesa y charlando con los muchachos después de haber almorzado como un duque, cuando por la ventana vi venir corriendo a la nena. Su rostro denotaba pánico.

Asombrado de verla así salí a su encuentro.

-¡Nico, escapá! ¡La alcahueta de doña Clota le contó a mi viejo el asunto entre mamá y ustedes dos y ahora el viejo está furioso buscándolos con la pistola para matarlos! ¡Mamá se escondió en la iglesia y yo me salvé porque la vieja podrida de doña Clota no sabe nada de lo nuestro!

Entré corriendo al bar, tomé el teléfono y lo llamé a Lipparotti.

-¡Rengo, se pudrió todo y el húngaro nos está buscando con el fierro en la mano! ¡Manoteá unos pesos, cerrá el taller y andá a esperarme en la pizzería de la estación que ya salgo para allá!

Dios pareció haberme mandado al ómnibus 541, al que siempre hay que esperar casi una hora y en ese momento justo pasaba por la puerta del bar. Lo tomé estando en marcha, y al querer despedirme de Lenka a través de la ventanilla trasera, pude ver en la esquina la inconfundible silueta de doña Clota siguiéndome con los ojos. Parecía haber venido hasta allí para gozar de los resultados de su maldad.

Cuando llegué a la pizzería me senté frente al rengo y sin mediar saludo alguno lo puse en antecedentes del caso. El rengo me escuchaba con la boca abierta y sin poder articular palabra, tanto era su asombro y su terror.

De pronto, en el medio de la charla, un instinto de supervivencia nos hizo girar las cabezas al unísono. Desde la vereda de enfrente, la que da a las vías, el húngaro nos estaba mirando con la 45 en la mano y los ojos extraviados como los del Pato Donald cuando se enfurece.

Me incorporé de un salto, gritando:

-¡Corré, rengo, corré, que este hijo de puta nos mata!

Al adivinar que nuestro verdugo entraría por la puerta del costado, enfilé para la de la esquina derribando un par de sillas y un cartel de cerveza Quilmes. Crucé a toda velocidad la calle oyendo a mis espaldas las pisadas irregulares del rengo y su angustiado jadeo. De inmediato escuché el primer cohetazo y los gritos del rengo que ya se iba quedando atrás:

-¡No corras, Nico! ¡No corras que es peor!

Pero yo no estaba con ánimo de aceptar consejos de esa naturaleza. Aceleré aún más mi carrera hacia el paso a nivel preocupado por si iba a tener tiempo de frenar al llegar al kiosco de cigarrillos.

Sonó otro cohetazo y en el vidrio del quiosco se dibujó una estrella fracturada. Poco antes de girar hacia el molinete oí dos nuevos estampidos y el ruido metálico del bastón cayendo en la vereda. Aterrado, me lancé imprudentemente hacia las vías. Alcancé a percibir una sombra rugiente que se abalanzaba sobre mí y conseguí a dar un salto sobrehumano. Era el tren rápido a Luján que no me tocó por milésimas de milímetro aunque me hizo tambalear por la presión del aire desplazado.

En el andén opuesto estaba entrando el tren de Moreno a Buenos Aires. Di toda la vuelta a los andenes, trepé la escalinata y alcancé a subir en el furgón de los ciclistas justo cuando arrancaba.

No recuerdo mucho más porque quedé como inconsciente hasta llegar a la estación de Once con una boleta en la mano. Evidentemente al encontrarme sin el pasaje, el guarda del tren me cobró la multa de rigor. Pero yo no lo recuerdo. Casi no sé como llegué hasta tu casa para pedirte refugio.

-¿Y a Lipparotti que le pasó? – le pregunté al alterado Nico.

-¡No sé, no sé! Pero me lo imagino... ¡pobre rengo!

Nicolás se cubrió el rostro con las manos y se largó a llorar.

Porqué pasó lo que pasó

Acá termina la historia que Nico me contó entre temblores y sollozos.

Por un tiempo lo oculté en mi casa de la calle Rondeau. Un par de días después supimos por intermedio de contactos mantenidos con Guido, como se habían desarrollado los sucesos antes y después del tiroteo.

Como ya sabíamos, la causante de todo había sido doña Clota, la vieja solterona, que una mañana subió a la terraza de su casa a quitar las hojas que taponaban el desagüe y quiso la casualidad que justo en ese momento Nico y el rengo pasaban sobre el alambrado del fondo. Desde la terraza la solterona alcanzó a ver como Zsofia despedía a sus amantes con un beso en la boca de cada una y una afectuosa palmada en las braguetas.

Inmediatamente bajó de su atalaya, llamó por teléfono a la clínica donde Tibor cumplía la terapia judicial y le contó cuanto había visto, tal vez agregándole algunas malévolas opiniones que lo enardecieron aún más.

En el momento en que el húngaro maldiciendo y enloquecido de rabia abandonó la clínica sin que nadie pudiera contenerlo, el director médico llamó a la casa para alertar a Zsofia quien corrió a esconderse en la iglesia del padre Luis. Tibor llegó a su casa como un vendaval, tomó la pistola Ballester-Molina 45 y buscó a Zsofia hasta adentro del gallinero. Desatendiendo las súplicas y las lágrimas de Lenka, salió a correr enloquecido por las calles del barrio. Cuando encontró a los dos libertinos planeando la fuga en la pizzería de la estación, se abalanzó hacía ellos con la decisión de matarlos, especialmente a Nico, que además de cogerle a la mujer, simpatizaba con los comunistas.

Como mi amigo alcanzó a esquivar los primeros tiros cruzando las vías cuando pasaba el tren rápido hacia Lujan, Tibor descargó su furia y su mortífera pistola sobre Lipparotti, que por ser rengo se había retrasado en la fuga.

El primer balazo que le tiró, lo alcanzó en la pierna lisiada. El segundo fue a estrellarse contra una señal ferroviaria porque un policía de civil que patrullaba el lugar alcanzó a tomarlo del brazo haciéndole fallar el tiro. Después de una intensa lucha en la cual ayudaron varios comerciantes de la cuadra, el húngaro fue desarmado y conducido a la comisaría de Paso del Rey, donde lo tuvieron que atar para que no se rompiera la cabeza contra la pared.

Al rengo lo trasladaron al hospital de Moreno. Allí le operaron la pierna, la cual le quedó bastante mejor que antes del balazo. Lo grave fue que por el susto estuvo varios días sin poder hablar ni acordarse de quien era.

Pero la solución al problema la aportó Guido, hombre ducho en toda clase de embrollos y trapacerías, quien afirmó a la policía y al juez que todo había sido fruto de un lamentable error. Que lo que había ocurrido fue que, como la noche antes la húngara vino a decirle que se le había descompuesto el motor de la bomba del agua, él le prometió que a primera hora de la mañana mandaría al mecánico Lipparotti para que se la reparara. El rengo llegó muy temprano y le pidió ayuda a su amigo Nico. Una vez reparada la bomba, la húngara también les pidió que podaran las ramas del níspero que estaba dañando el alambrado. Por eso fue que la solterona los vio arriba de la escalera. Al despedirse, Zsofia agradecida porque no le quisieron cobrar nada les dio un beso maternal a cada uno. En cuanto a lo del toqueteo en las braguetas que creyó ver la solterona, fue sólo un producto de su calenturienta imaginación, ya que era imposible que una señora de los años de Zsofia, tuviera esas actitudes para con dos muchachos que podrían ser sus hijos.

Todo el barrio creyó la historia urdida por Guido porque Zsofia era una mujer muy querida y, en cambio, la solterona Clota tenía fama de mujer huraña y curiosa.

Por charlatana, el juez condenó a Clota a tres meses de cárcel. En realidad sólo pasó un par de días en el calabozo de la comisaría pues el juez la liberó bajo palabra de que no volvería a espiar ni a meterse en la vida de los vecinos.

Hasta el desdichado Tibor creyó la fabulación de Guido. Amargamente arrepentido de su locura y mandó a pedir disculpas a todos, especialmente al rengo. Lipparotti se las aceptó, contento de que las cosas quedaran así.

Al único que no pudieron engañar fue al cura. El padre Luis, que ya la tenía estudiada a Zsofia, le hizo confesar toda la verdad del asunto. Después le pegó un sermón, le hizo rezar Padrenuestros y Ave Marías durante dos horas, y finalmente la absolvió haciéndole jurar que no volvería a cometer semejantes pecados. La húngara lloró y juró y rejuró que se iba a corregir, pero el padre Luis, que es un hombre experimentado y un profundo conocedor del corazón humano, no le debe haber dado mucho crédito a esas promesas de castidad.

De todas maneras el cura, obligado a mantener el debido secreto de confesión y deseando no dañar aún más a Zsofia y a su familia, toda gente muy católica y fervientemente devota de Santa Isabel de Hungría, prefirió callar.

Ignorado amor

Cuando Nico volvió al chalet estuvo varios días sin aparecer en público, aguardando a que las cosas se enfriaran del todo.

Una tarde, decidiendo dar por terminada su clausura, salió a caminar con el ánimo de ir a tomar un café en el bar de Guido, pero al pasar por la casa de doña Clota, la solterona apareció en la puerta y lo llamó.

-Vení, Nico. Tengo que hablar con vos.

-Pero yo no tengo nada que hablar con usted... ¡vieja charlatana!

-Nico, no me trates así. Entrá que te voy a explicar todo.

-No necesito que me explique sus maldades... ¡y váyase a la mierda!

-Vení, Nico, por favor. No me dejes con un secreto que pesa mucho en mi alma. Entrá a tomar un cafecito que te voy a confesar toda la verdad. Una verdad que vos no conocés y que te va a asombrar.

Intrigado, Nico entró en la casa.

-Sentate que enseguida te traigo el café.

Unos minutos después Clota entró con el café humeante.

-¿Qué me tiene que decir, malvada mentirosa? – preguntó Nico mientras fingiendo indiferencia se llevaba el pocillo a los labios.

La vieja solterona se paró frente a él.

-No seas tan duro conmigo, Nico. Decime cualquier cosa menos mentirosa. Vos sabés bien que yo no mentí. Que lo que le dije a Tibor era cierto.

-¿Y a usted que le importaba, vieja charlatana?

-Nico, no seas así. Comprendé lo que pasó por mi cabeza cuando vi como esa mujer te manoseaba. Yo te conocí desde chico. Cuando tus padres construyeron el chalet tenías cinco años. Entonces me querías y te gustaba venir a esta casa. ¿Ves esa rayadura en el borde de la mesa? La hiciste vos jugando con un autito de lata. Pero el origen de todo lo que pasó ahora ocurrió cuando ya tenías seis años. Vos no podés acordarte, pero una tarde tus padres te dejaron un rato en mi casa porque ellos tenían que ir a firmar unos documentos en la inmobiliaria de Mortara. Yo te serví una taza de chocolate con unos pastelitos de dulce de membrillo que te gustaban mucho. Al rato fuiste al baño a hacer pis, pero como no pudiste abrir el cierre me pediste ayuda. Yo lo pude abrir apenas un poquito y por ese agujero metí los dedos y te saqué la pistolita teniéndola entre mis dedos mientras vos hacías pis. Después te la sacudí y te la volví a poner adentro del pantalón. Nico, aunque no lo creas esa fue la primera y la última vez que yo toqué el miembro de un varón. Cuando tus padres volvieron de la inmobiliaria pasaron a buscarte. Pero al quedarme sola, la sensación de la pistolita no terminaba de retirarse de mi mano. Y a la noche fue insufrible. Pero peor fueron las noches siguientes. Muchas veces me levantaba desvelada, prendía la radio o el televisor y me sentaba a tomar café en el mismo lugar en que vos estás sentado ahora, con la mente puesta en ese pequeño pene, blando, suave, calentito. Me imaginaba que te lo volvía a sacar, que lo palpaba. Y que lo besaba. Que después de un rato de tenerlo afuera, se te enfriaba y entonces yo te lo volvía a entibiar teniéndolo dentro de mi boca. Vos fuiste creciendo. Y yo acompañé ese crecimiento con mi imaginación. Día a día fui contemplando tus cambios físicos. Cada vez que te veía un poco más alto, imaginaba un poco más largo tu penecito. Cuando ya eras más grande y venías al terreno de al lado a jugar al fútbol con otros muchachos, yo me pasaba la tarde entera detrás de la ventana espiándote. Algunas veces -pocas- , tuve la suerte de poder ver como ibas a hacer pis contra el eucalipto, como la sacabas, como te salía el fino arco de pis y como, después de sacudirla, la guardabas ¡Cuantas veces me masturbé imaginando que la almohada que me ponía entre las piernas eras vos! Esperándote me mantuve virgen. ¿Te acordás del negro uruguayo que trabajaba en el supermercado de Chela? Bueno, ese hombre anduvo años detrás de mí proponiéndome casamiento. Pero yo no cedí porque te aguardaba a vos.

Clota sonrió con amargura

– Puede decirse que la principal tarea de mi vida fue esperarte y asistir al desarrollo de tu persona. Era por seguirte con la mirada que me pasaba los días enteros espiando desde la ventana. En el barrio pensaban que vigilaba la vida de todos. ¡Qué me importaba a mí la vida de los otros vecinos! Sólo me interesabas vos. Imaginaba el día en que por primera vez te besara una chica. Al principio me moría de celos pero después me fui acostumbrando a la idea. Llegué al extremo de elegirte imaginariamente una novia entre las chicas del barrio. Pero un día me pareció que esa chica no era digna de vos y en mi fantasía, disolviendo el noviazgo te adjudiqué otra. Supe al detalle todos tus amores reales. Lo que no podía ver porque ocurría fuera del alcance de mi mirada, lo deducía y lo reconstruía mentalmente.

Clota sonrió.

-Hasta supe de tu actual romance con Lenka. No te asombres. Ese romance se evidenciaba en las miradas cómplices que se dirigían cuando fingían hablar de tonterías parados en la vereda. Supe que los viernes pasabas la noche con la nena porque desde aquí veía hasta muy tarde el resplandor de su ventana. Una vez alcancé a devisar tu silueta recortada contra la luz del velador. Fue apenas una mancha oscura y borrosa, pero yo te conozco hasta por tu sombra, Nico. Comencé a sospechar ese romance la noche en que el húngaro te encontró adentro de la casa y te corrió a balazos. Cuando oí los estampidos corrí hasta la ventana alcanzando a verte cuando salías huyendo. Por la forma en que arrastrabas la pierna comprendí que estabas herido. Me tiré un abrigo encima y cruce hacia tu casa para ayudarte, pero en el momento en que llegué al portoncito vos salías con el auto por el portón grande de la vuelta. Pasé horas de angustia hasta que encontré a Lenka y traté de sonsacarle que sabía de vos. Ella fingió ignorar tu paradero y tu estado, pero por sus gestos y miradas adiviné que te había visto y que estabas bien. La policía anduvo haciendo preguntas al vecindario, y especialmente a mí, porque parece que mi fama de curiosa llegó a oídos del comisario. Le dije que había estado toda la noche mirando para ese lado y sin embargo no había visto entrar ni salir a nadie. El comisario se conformó, dio por terminada la investigación y le informó al juez que el tiroteo fue fruto de una gran borrachera de Tibor que lo hizo víctima del delirium tremens. Y ya ves que sabiendo toda la verdad, no le conté nada a nadie porque no soy capaz de hacer ni decir nada que pudiera perjudicarte. Pero cuando vi que la húngara maldita te tocaba la bragueta perdí la cabeza y busqué venganza sin reflexionar que la víctima de Tibor pudiste haber sido vos. Recién cuando Tibor vino a buscar el arma, tomé conciencia del peligro en que te había puesto. Corrí a avisarte al bar de Guido pero la nena ya se me había adelantado. Nico... ¡si supieras cuanto sufrí y cuanto te he querido! Conservo en mi memoria hasta los hechos más triviales de tu infancia y de tu adolescencia. Hechos que difícilmente vos puedas recordar. Seguramente tampoco te acordarás del día en que yo estaba enferma y vos me visitaste trayéndome una hoja de tu ginkgo, ese árbol que tanto querés y con el que te pasabas las horas hablando. Decías que poniendo el oído contra el tronco podías escuchar lo que el árbol te contestaba. Yo sé que aún ahora lo hacés. Y hasta puedo adivinar cuando estás preocupado, porque desde acá te veo acariciarle la corteza en forma distinta a la de los demás días. Bueno, esa tarde en que yo estaba enferma, entraste muy serio con la hoja en la mano. "Te va a ayudar", me aseguraste dejándola sobre mi almohada. Y desde ese mismo momento empecé a mejorar. Creo que lo que realmente me ayudó fue tu gesto, tu visita. La hoja que me regalaste la hice enmarcar para que estuviera siempre ante mis ojos.

Clota fue hasta una repisa.

-Mirá.

Nico vio la olvidada hoja apresada bajo el vidrio de un portarretratos de plata.

-Antes de enmarcarla hice una plantilla de cartulina con su contorno y bordé esa figura en casi todas mis ropas. Esperaba que crecieras para poder contarte estas cosas, para poder confesarte mi amor. Pero a medida que crecías, yo me iba derrumbando. Me fui desangrando al revés, Nico. Me desangré para adentro. Me consumí como una astilla en el fuego. Así me hice vieja, así me transformé en un esqueleto arrugado. Pasaron muchos años, que para tu vida son pocos pero para una mujer sola significan siglos. Fui perdiendo dientes, me llené de canas, me arrugué. Mi cuerpo, que cuando viniste a la Villa era joven y atractivo, se convirtió en una piltrafa.

¡Y una mañana veo horrorizada que una vieja de mi edad te besa y te manosea la bragueta! Súbitamente comprendí que había perdido mi carrera por alcanzarte. Me incendié de rabia, Nico. No pensé en lo que hacía cuando llamé al húngaro para contárselo. No pensé que la victima podías haber sido vos. Me impulsaba la envidia porque Zsofia, al revés de mí, se mantuvo robusta, siempre con su enorme culo y esas tetazas que no le caben en el corpiño. Y yo en cambio, Nico, no tengo nada para poder ofrecerte, nada para competir con ella. Soy un esqueleto irrecuperable. Los años me arrasaron, de mi lindo cuerpo solo quedó un harapo.

En un acceso de desesperación doña Clota se arrancó brutalmente el vestido haciendo volar cierres y botones. Su maltrecho cuerpo quedó a la vista de Nico, cubierto solamente por la bombacha.

-¡Mirá en lo que me transformé! ¡Mirá como me dejaron tantos años de angustia y de espiarte por la ventana!

La desdichada mujer parecía la momia de Ramsés. Las piernas eran flacas como dos caños un poco abultados en el lugar de las rodillas. La piel de sus brazos se derramaba en pliegues y sus tetas eran dos pequeñas bolsitas vacías con largos pezones apuntando al centro de la Tierra. Nico no podía creer lo que estaba viendo.

-¿Ves, Nico, como me carcomió el tiempo? ¿Comprendés ahora mi impotencia cuando supe que la húngara podía besarte y tocarte esa parte de tu cuerpo que yo casi consideraba de mi propiedad?

La desvalida doña Clota bajó los brazos y silenciosamente se puso a llorar. Invadido de ternura, Nico tuvo ganas de acompañarla en su llanto pero decidiendo que mejor era irse, apoyó el pocillo en su platito y se levantó de la silla. Volvió a mirar una vez más el rostro arrasado en lágrimas de la mujer, su cuello arrugado, sus hombros angulosos, sus melancólicas tetitas de solterona. Al deslizar más abajo su mirada observó las costillas sobresalientes, el vientre consumido. Y más abajo la bombacha blanca.

Y en la bombacha, exactamente en el lugar donde el pubis forma una estrella con las piernas, vio bordada la inconfundible silueta de la hoja del ginkgo.

Una rápida y cambiante sucesión de estados de ánimo pasaron por el alma de Nico. Primero sintió odio hacia esa mujer obsesiva. Después lo embargó la ternura. Y de ahí a la pasión mediaron segundos. Un impulso interior más fuerte que su voluntad lo obligó. Sus manos se apoderaron de las derrumbadas tetitas y antes de poder pensar en lo que hacía, estampó en los labios trémulos de doña Clota un beso apasionado.

Apoyó sus manos sobre los hombros escuálidos y las fue haciendo descender a lo largo del pálido esqueleto. Se arrodilló a sus pies como pidiéndole perdón por los años de sufrimiento. Al bajar la vista volvió a ver esa hoja de ginkgo guarneciendo el pubis.

La besó.

Después sus manos temblorosas tomaron el elástico de la bombacha haciéndola bajar hasta las rodillas.

Entonces...

Esto fue lo último que pudo decirme Nico porque la congoja y el pudor le cortaron la voz.

Nunca más me habló del tema, pero el momento en que le bajó la bombacha a doña Clota, fue el inicio de una serie de gravísimos escándalos que estremecieron al tranquilo vecindario de Villa Zapiola.

Bs. As. Agosto 2005 JH