El apartamento

He conocido a una familia austríaca durante las vacaciones. Me encapriché de la madre y de la hija, me la meneaba viendo sus braguitas, pero fue el hijo quien me hizo vivir una aventura pasional extraordinaria. (Difícil de catalogar para mi. Creo que puede entrar en la categoría de bisexuales)

Puede sonar a tópico o a recurso fácil, pero la casuística que me llevó a un apartamento en la playa de San Juan de Alicante es real. Tuve que interrumpir mis vacaciones en agosto por una urgencia en la fábrica donde trabajo. La mala leche que se me puso no desapareció con el paso de las semanas, así que mi esposa se encargó de buscarme un apartamento para que me fuese yo solo a relajarme estos últimos días de octubre.

El edificio estaba casi vacío. Apenas estaban ocupados una decena de los cerca de cincuenta apartamentos que había en el edificio. Aquella misma tarde, interrumpieron mi breve siesta unos ruidos en la vivienda contigua. Ya era casualidad que con todos los apartamentos que había, me hubiesen tocado a mi los nuevos vecinos. Los conocí minutos más tarde. Un acontecimiento curioso a unos doscientos metros de la costa concentró en el paseo marítimo varios vehículos de emergencias. Un grupo de delfines daba vueltas y vueltas en el mismo punto. Lo vi con mis prismáticos. Tras unos minutos de observación, en el que aproveché para echar un vistazo a las mujeres que tomaban el sol, me percaté de que mis vecinos también curioseaban. A partir de entonces, y para abreviar, se sucedieron pequeños detalles que ayudaron a crear el clima de buena vecindad y confianza que sólo se puede dar entre personas que no albergan un pasado plagado de rencillas. Venían de Innsbruck, en el Tirol. La mujer chapurreaba decentemente el español y todas las conversaciones pasaban a través de ella. Les presté los prismáticos, me invitaron a una cerveza, les hice gazpacho, me dieron ensalada alemana,….

Al día siguiente, las puertas de nuestros apartamentos estaban abiertas. No había más vecinos en el rellano. Yo pasaba el día con un bañador tipo boxer, pero ellos alternaban bikinis, bañadores y ropa interior. La diferencia de edad en el matrimonio se notaba. El rondaba los cuarenta y pico, como yo. Ella apenas pasaba de los treinta. El chico andaba por los 20 y la niña uno o dos años menos, aunque sus caderas igualaban a las de su madre. Esos fueron mis cálculos de mal fisonomista. No negaré que me llamó poderosamente la atención la delicada silueta de Anja, casi perfecta, pero demasiado delgada. Las dos pequeñas y puntiagudas tetas y las nalgas, ligeramente desproporcionadas pero redondas y respingonas, atraían mi atención irremediablemente.

Mi soledad y la cercanía de aquella tirolesa me llevaron a masturbarme en la terraza la primera noche, observando de reojo la braguita blanca que había en un tendedero portátil. Sólo podía fantasear aprovechando las miradas indiscretas que les dirigía. Tuve que contener mi curiosidad porque las nalgas de la niña me atraían poderosamente. Anja salía a tender los bañadores sólo con una braguita. Mostraba las dos pequeñas tetas, dotadas de unos pezones grandes como aceitunas. Su marido la ayudaba y no parecía importarles que yo la mirase. A la mañana siguiente la vi en topless en la playa. Me alteró ver cómo la braguita se incrustaba en la hendidura de su coño y por las ingles aparecían unos vellos rubios. Aquella misma tarde, estuve viendo un partido de fútbol con Kurt y el muchacho. Yo sabía cuatro palabras en inglés y, al parecer, eran las mismas que conocía él. Fueron suficientes para tomarnos un par de cervezas viendo cómo la selección alemana vapuleaba a los holandeses.

Al anochecer, se presentó en casa de mis vecinos un matrimonio ya maduro. Eran parientes de Kurt. Vivían en Torrevieja. Como buena previsora, Anja me preguntó si su hijo Karl podría dormir en mi sofá. Sospechaba que tendría que alojar a sus invitados porque no le parecía conveniente que cogiesen el coche después de una cena en la que, seguramente, la ingesta de cerveza superaría las cantidades razonables. El muchacho era muy educado. Delicado, diría yo. Hasta ese momento no me había fijado en él. Llevaba el cabello un poco largo, sin llegar a melena. El flequillo le caía sobre la frente y estaba continuamente apartándoselo de los ojos con un gesto entre provocador y coqueto. Sonreía permanentemente.

Los vi llegar desde mi terraza, mi refugio nocturno para mimarme un poco, animado casi siempre por los recuerdos de la braguita de Anja incrustada en sus labios mayores. Confié en que la erección bajase antes de que mis vecinos llegasen a la tercera planta. Mi sensual vecina no ayudaba. Sólo llevaba una camiseta blanca ajustada a su silueta. Le llegaba a medio muslo. La prenda definía perfectamente la pequeña protuberancia de las tetas y el desafío de los pezones; dejaba ver sus piernas torneadas y movía provocadoramente el culo respingón.

Llamaron al timbre a pesar de que la puerta estaba sólo entornada. El muchacho venía en pijama y le acompañaba su madre.

-       Karl puede dormir perfectamente en el sofá. Mañana cuando se despierte, se vendrá a casa sin molestarle. Y gracias por su hospitalidad. – Traía un par de sábanas y una almohada.

Sólo le dije que pidiesen lo que necesitasen. Mis ojos no se apartaban de la marca de los pezones en la camiseta. Ella se dio cuenta y me sonrió.

El muchacho me acompañó a la terraza mientras yo daba fin a un güisqui. No podíamos hablar más allá de las cuatro palabras que yo conocía del inglés. Le ayudé a extender las sábanas y se tumbó en el sofá. Ya en mi cama, pensé que no era de buen anfitrión dejar al muchacho en un sofá incómodo mientras yo disfrutaba de una cama de un metro ochenta de ancha. Podríamos dar vueltas por la superficie del colchón sin encontrarnos en una semana.

Le traje a la cama sin que en su rostro mostrase ni miedo ni preocupación. Yo intentaba explicarle que la cama era muy grande y cada uno a un lado no nos estorbaríamos. El sonreía y me seguía dócilmente.

Me costó conciliar el sueño. Me preocupaba que cualquier roce involuntario fuese interpretado como una provocación. Él estaba tranquilo y a los pocos minutos oí su respiración pausada. Al fin me quedé dormido intentando alejar los recuerdos de Anja. Incluso la pequeña Claudia invadía mis fantasías y no lograba apartar las imágenes de su tetas incipientes o de su culo, un culo más propio de una mujercita que de una adolescente. Me desperté en un par de ocasiones asustado de mis propios sueños. La primera vez, la madre y la hija se confundían en mi vida onírica y me provocaban una erección irreductible. Pero quien la provocaba, realmente, era el muchacho. Se abrazaba a mi vientre y su mano delicada dormía sobre mi ombligo. Su pierna rozaba mi muslo. Cuidadosamente le aparté y se giró hacia el otro lado.

En la segunda ocasión, mi mujer mordisqueaba mis pezones y me susurraba palabras muy calientes que anunciaban una sesión tórrida. La realidad, sin embargo, colocaba la espalda y las nalgas del chico pegadas a mi provocándome un contacto cálido y sensual.

El frescor de la madrugada me obligó a echarme la sábana por encima, interrumpiendo la sugerente contemplación del culo de la chica que realizaba el control técnico en la fábrica y que se había colado en mi sueño. Mi compañero de cama dormía plácidamente a unos centímetros de mi. Le oía respirar con la paz del sueño profundo. Eso me tranquilizó y concilié fácilmente el sueño de nuevo para adentrarme ahora en los problemas de la empresa que me pagaba el sueldo. El jefe había contratado a una joven administrativa que registraba cada hora la producción en mi sección. Volví a despertarme cuando la muchacha puso su cara pegada a la mía mientras su mano amenazaba con cogerme los genitales, advirtiéndome de que jugaba con fuego si no cumplía con los objetivos. Me quedé inmóvil, respirando agitadamente por la pesadilla y porque el muchacho descansaba de nuevo su brazo en mi vientre, muy cerca de la zona de peligro. La excitación despertó de nuevo. Tuve que tocarme sutilmente. Me pareció oírle murmurar algo en sueños. Y reír. Se aproximó aún más a mi. Su brazo subió hasta mi torso y una de sus piernas se colocó sobre las mías. Mi polla creció hasta tensarse dolorosamente. Estos no eran mis planes ni siquiera en mis sueños más perversos. No sería la primera vez que me follaba a un jovencito, ni la segunda, pero creía cerrado ese capítulo.

Coloqué su mano sobre mi tetilla. Me dije que sería suficiente con eso. Yo no daría ningún paso más. No quería aprovecharme de un chico dormido e inconsciente. No tardé en cambiar de opinión. Acaricié su muslo casi imperceptiblemente, hasta llegar a su nalga. El sueño acercó aún más su cuerpo al mío. Su cabeza rozaba mi hombro; su brazo me envolvía por la cintura; y su pelvis estaba pegada a mi cadera. Se movía tenuemente y la fricción con mi cuerpo levantaba su erección. Le dejé hacer. Su mano cambiaba de posición de tanto en tanto. Yo la había posado sobre mi pecho; después él la llevó a un costado; se desplazó a mi estómago; subió hasta mi hombro; y ahora la tenía sobre mi ombligo. Seguía dormido y yo empalmado. Me la cogí y me acaricié despacio, palpé mis huevos y subí y bajé el prepucio lentamente, provocándome abrasadoras acometidas de placer. Sólo mi mano se movía; el resto de mi cuerpo permanecía petrificado, aunque mi pecho estaba cada vez más agitado.

Su mano cayó sobre mi brazo, impidiéndome seguir meneando mi polla. Se rebulló suavemente. Su mano quedó sobre mi pierna rozando mis huevos. No hice ningún movimiento. ¿Podía esperar algún gesto más descarado? ¿Estábamos ambos simulando que dormíamos para explorar la reacción del otro?. Tal vez la delicadeza de sus movimientos y su manera de coquetear con el pelo indicaban realmente su tendencia sexual.

Simulando la inconsciencia de quien duerme, me giré hacia él y abracé su cintura. Se quedó inmóvil. Tal vez sí que dormía. Apenas unos segundos más tarde, el también se giró. Me dio la espalda y reculó para pegar sus nalgas a mi polla. Las movía provocadoramente para percibir la dureza. Seguí el juego. Esperé unos segundos más y mi brazo envolvió su cuerpo. La frotaba entre sus nalgas. Se apretó contra mi. Ahora se movía en ese vaivén lento de quien quiere excitar refregándose. Le dejé hacer hasta que cogió mi brazo y lo subió hasta su pecho. Fue la llave que abrió las puertas de la lujuria.

Me apoderé de sus tetillas. Las apreté con fuerza, casi con rabia. Oí varios suspiros. Mis dedos cogieron su minúsculo pezón. Lo friccioné con mis las yemas, con diferentes niveles de intensidad para ver su reacción. Los jadeos no tardaron en llegar. Acaricié su pelo, enredando mis dedos entre sus mechones. Su cuerpo se contoneaba sensual. Cogí su barbilla y le giré la cara. Su boca estaba entreabierta cuando mis labios contactaron con los suyos. Eran como los de Anja, su madre. Los besé con ardor, con ansiedad, atrapándolos con los míos y chupándolos, mordisqueándolos. La punta de mi lengua recorrió aquellos dos rubíes ardientes. Percibí un ligero sabor a carmín. La introduje entre sus labios. Me recibió con deseo. Me encontré con la caricia de la suya. La recorrí desde la punta hasta la campanilla. Se la metí toda, con fuerza, potente, como insinuante anuncio de mi deseo de apoderarme de todo su cuerpo. Se dejaba manosear. Estaba entregado. Su lengua seguía la danza que la mía bailaba a su alrededor.  Se dejaba envolver y llevar a mi antojo. La pasión del adolescente, su cuerpo dócil y flexible, y el calor de su piel hicieron brotar las primeras gotas de mi polla. Acaricié todo su cuerpo una y otra vez. Mi mano lo recorría percibiendo la debilidad de sus músculos,  la docilidad de su deseo. La dulce fragilidad de sus hombros y de sus brazos me parecían muy femeninos; su estómago y su vientre de terciopelo me esperaban; sus muslos se abrían y sus caderas se ofrecían. Finalmente coloqué la palma de mi mano sobre su pelvis y allí encontré la prominencia de su polla, dura y delicadamente gruesa. Regordeta, pero corta. Acaricié el algodón de su pijama y aprecié la redondez de sus testículos. Finalmente, separé mi cuerpo para atrapar sus nalgas con mis manos. Eran suaves y redondas, pequeñas y mullidas. Nos deshicimos de la ropa en un santiamén. Quedamos desnudos. Instintivamente, pasé mis dedos por la hendidura de sus nalgas. Tenía el ano levemente abultado. Lo cogí con dos dejos y lo froté. Los jadeos, de nuevo, se hicieron apreciables. Empapé de saliva el dedo corazón y apreté para introducírselo. Se resistió, pero al fin conseguí meter la punta. Volví a apretar pero oí un gemido de dolor. No quería forzar el orificio de un adolescente. Sin embardo, fue él quien cogió mi mano y chupó mis dedos antes de colocarla de nuevo entre sus nalgas. Las amasé y las espachurré con fuerza. Rocé delicadamente la rugosidad externa del ano; creció notablemente. Mi dedo penetró con facilidad hasta encontrar la angostura deliciosa.

Eché mano de una crema hidratante que tenía en el baño. Mientras intentaba penetrarle con el dedo, mi boca se perdió de nuevo en la suya. Su descaro fue mayor. Aprisionaba mis labios con los suyos y me chupaba la lengua entre jadeos y gemidos. Cogió mi polla y la apretó con fuerza. Palpó y acarició mis huevos con ternura.

La crema suavizó la penetración. Mi dedo se introdujo por completo. Lo metí y lo saqué varias veces, con buen ritmo, provocándole nuevos jadeos. Oí susurros que no entendí. Lo intenté con dos dedos y de nuevo me costó, pero ahora su esfínter estaba más relajado. Estaba dilatado. Puse su cara frente a mi polla. La chupó con glotonería, su lengua serpenteaba alrededor del capullo. Subía desde los huevos hasta el glande. Oía las chupadas. Iban acompañadas de sonidos de deleite. Le incorporé y volví a besarle. Le gustaba chupar mis labios y mi lengua. Disfrutaba cuando se la metía toda en su boca y la movía con fuerza, llevando la suya de un lado a otro. Sujetaba mi cara con sus manos y no me permitía separarme. Le volví a acariciar el culo tras embadurnar mi polla con la crema. Coloqué el capullo a la entrada y presioné. Sus caderas respondieron a mi empuje. Se apretaba contra mi. Sostuve mi polla con una mano y arremetí suavemente, pero con fuerza. Embocaba el ano adolescente con resolución. Apreté un poco más. Oí el primer quejido. Me detuve, pero fue él quien empujó. Embestí con fuerza. Intentaba apaciguar su dolor besándome en la boca, pero yo sabía que estaba perforando el esfínter. Notaba su presión en mi capullo, pero éste se deslizaba muy suavemente hacia el interior. La parte más gruesa cruzó la frontera. Me quedé inmóvil esperando su reacción. Respiraba agitadamente. Le besé con ternura. Acaricié todo su cuerpo. Cogí su polla y se la meneé lentamente, acariciándola.

-       Suieast – Creí oírle decir. Le pregunté y repitió el mismo sonido.

Movió sus caderas, apretándose contra mí hasta que mi polla entró por completo. Se encogió sobre sí mismo para acariciarme los huevos por entre sus piernas. Me moví lentamente, sacando un trozo de polla y volviendo a metérsela, sin llegar en ningún momento a sacar el capullo para no hacerle daño de nuevo. No sé que decía, pero intercalaba sus palabras entre jadeos y gemidos. Así estuvimos mucho rato. Se movía con la flexibilidad de una culebra; su piel ardía con el roce de mis dedos; su cuerpo se estremecía cada vez que se la metía toda; y suspiraba cuando amenazaba con sacarla. Aceleré el ritmo de las embestidas. Le tenía entregado. Levantaba ligeramente las nalgas para facilitarme los movimientos. Se apoyaba con los brazos en la cama. La cintura girada para estar a mi entera disposición. En esa postura, me permitía tocar todo su cuerpo, desde acariciar sus labios, su cuello, los pezones, sus costados, el vientre, su polla y sus huevos o sus muslos.

No sé cuanto tiempo le estuve emboleando el culo con mi cipote. Varias veces tuve que detenerme para evitar una corrida que quería prolongar aún más. De vez en cuando, echaba un poco de crema sobre mi polla para mantener la lubricación. Él contribuía activamente. Si yo bajaba el ritmo de las acometidas, o las detenía, sus nalgas se movían y golpeaban mi vientre pidiendo más.

El juego me abrasaba la polla y tenía el capullo hinchado. La lechaza llenaba mis huevos y presionaba todo el tronco del cipote. Decidí correrme, llenarle el culo de lechaza. Antes, repasé cada punto sensual de su cuerpo delgado y culminé en su picha regordeta. La tenía dura. La acaricié con delicadeza, especialmente sus huevos. Acompasé el movimiento de mi mano al de mis caderas. El prepucio se deslizaba suavemente sobre el capullo. Jadeaba aceleradamente y apretaba su culo contra mi, el esfínter apretaba mi polla con fuerza.

Noté el calor y la viscosidad de su lechaza adolescente en mi mano. Disminuí la presión y bajé el ritmo, hasta convertir el movimiento en una caricia opresora que extraía las últimas gotas de su polla. Los gemidos, jadeos y susurros contenidos acompañaron su orgasmo intenso que se diluyó en unos pocos segundos.

Llevé mis dedos a su boca para darle a probar el néctar de su polla. Los chupó y lamió hasta dejarlos limpios. Buscó mi boca y le besé. Tenía restos del semen en sus labios y su boca tenía el sabor extraño de la lechaza.

Atrapé sus caderas y aceleré el ritmo de mis caderas. La sacaba y la metía completamente. El orificio y su deseo se abrían completamente a mis pollazos. Tras varias embestidas dolorosas para él, apreté hasta el fondo y dejé escapar la presión mediante un chorro abundante de leche. Me quedé sin respiración ante la fuerte descarga; volví a embestir con la misma fuerza y salió otro chorro potente. Mi polla buscaba profundizar aún más; el frenillo detenía mi deseo, pero no impedía que nuevos chorros de lechaza saliesen disparados, cada vez con menos potencia. Extraje la polla y dejé el capullo aprisionado en la estrechez de su orificio. El gusto se multiplicaba en ese punto y las últimas gotas fueron saliendo y haciéndome perder la conciencia unas décimas de segundo.

Me quedé incrustado en su culo. Sus nalgas pegadas a mi vientre. Abrazados. Le besé nuevamente, con dulzura, saboreando sus labios femeninos. Nos relajamos sin separarnos. Dormimos.

Los primeros rayos del sol se colaban entre las cortinas. Continuábamos pegados el uno al otro, pero mi polla flácida estaba fuera de él. La leche nos mojaba a ambos deliciosamente.

Me levanté a lavarme. Tenía la polla manchada con restos de sangre.

Me miraba sonriente cuando volví a la cama. Le levanté y le besé, envolviendo su cuerpo con mis brazos. Le lavé el culo y la polla en el bidé, sin dejar de besar sus labios. Mi polla despertó y la suya también.

Abrazados en la cama, nos besábamos en la boca, en el cuello, en los pezones. Nos comunicábamos con sonrisas. Tras un beso en el que mi lengua y la suya se enredaron dulcemente, sus labios bajaron por mi pecho hasta la polla. Sin tocarla con las manos, se la introdujo en la boca. La mamada me traslado a lugares de fantasía del planeta que probablemente no existen, pero que a mi me parecían el paraíso. El placer variaba cuando envolvía el capullo con los labios, o cuando se la introducía hasta la garganta, cuando la mordisqueaba de arriba abajo o cuando lamía toda su longitud. Su boca la recorría golosa. Acarició mis huevos con sus manos. Su lengua jugó con ellos, pero no se detuvo ahí. Continuó por las ingles y el interior de mis muslos hasta encontrar mi ano, abriéndome completamente las piernas. Lo lamió y lo besó. Su mano cogía mi polla y deslizaba el prepucio arriba y abajo lentamente. Me la puso muy dura. Notaba la lechaza llenando el capullo, aumentando la presión. Volvió a metérsela en la boca y me introdujo un dedo en el culo. Conocía esa fórmula. Es deliciosamente explosiva. Le ayudé a chuparla moviendo mis caderas. Apreté su cabeza contra mi, para metérsela hasta la garganta. Me corrí. Exploté. De nuevo un chorro abundante me liberaba de la presión insoportablemente deliciosa. Solté tres o cuatro chorros más cada vez que presionaba mi capullo con sus labios. Luego disminuyó el caudal, pero salían de mi pequeñas convulsiones en forma de coágulos de lechaza, como si fuese cuajada.

Cuando levanté su cabeza, tenía la boca cerrada y los carrillos hinchados. Mi lechaza llenaba su boca. Le atraje hacia mi. Algunas gotas se escapaban por la comisura de sus labios. Me miró fijamente y tragó. Abrió la boca y dejó caer el resto por su barbilla. Le besé con la pasión viciosa de quien sabe que ha transgredido todas las normas. Se recostó sobre mi pecho sin parar de besarme. Se refregaba con mi vientre, cada vez con más presión. Me miró fijamente y mi ombligo recibió la viscosidad caliente de su polla.

Nos fundimos en un beso inacabable y nos quedamos dormidos de nuevo.

Unos golpes en la puerta nos despertaron. Eran más de las nueve. Anja vino a buscarle para desayunar con su familia. Me invitó y bajé con ellos.