El apache
Un joven guerrero es preparado para su ceremonia.
A través del inmenso valle, detrás de las azules montañas, el aullido de un lobo alertó al guía de la polvosa caravana. Amartilló el rifle, preparándose por si aparecía uno de aquellos feroces animales, pero el sonido amortiguado entre los viejos pinos le hizo entender que se encontraban bastante alejados. Satisfecho, Lobo Gris lo vio bajar la guardia. Acercó la mano a su cintura. El filo de su hacha brilló con los últimos rayos de sol. Pronto anochecería, y el paciente Lobo Gris sabía que la espera rendiría sus frutos. La amarilla cabellera del guía pronto estaría adornando su penacho de iniciación, y ni el Gran Oso podría negar que estaba a la altura de los mejores guerreros. Dentro de la estratificada jerarquía siux, el nivel de un buen guerrero sólo era opacado por la posición del jefe mayor, guía indiscutible y poderoso, quien a su vez sólo rendía honores al viejo y sabio chamán, que por manejar el arte de la magia y los espíritus estaba por encima de cualquier comparación. Ser un guerrero implicaba muchas cosas, y Lobo Gris lo sabía. Llevaba años preparándose para aquel momento, desarrollando sus habilidades y su cuerpo. Su padre le había enseñado a usar el cuchillo, las flechas y el hacha, y durante el proceso su cuerpo se había afinado, tensándose como un instrumento de guerra, listo para el ataque y la defensa. Como él, una docena más de aspirantes a guerreros esperaban el momento de su iniciación. Las mujeres de la tribu estaban totalmente fuera de estas actividades, totalmente viriles y violentas. Lo que sucedía en la gran carpa roja, solo era observado por varones. Hacia ya un mes que había empezado el proceso. Los jóvenes siux que pretendían llegar a ser guerreros estaban apadrinados por un guerrero mayor, usualmente el padre, un tío o un abuelo joven y fuerte. Parte del proceso de eliminación consistía en hacerlos superar pruebas de destreza y valor. Varios de ellos habían ido sucumbiendo, ya sea por debilidad en sus cuerpos o en su carácter, pero no era el caso de Lobo. Contaba con dos excelentes maestros, su padre y su tío, hermanos gemelos y respetados guerreros, que por ser idénticos habían sido llamados Tero y Taro, como las montañas gemelas que delimitaban el territorio siux. Después de todas las pruebas, hubo una reunión en la gran carpa roja. El jefe mayor había convocado a los mejores guerreros con los aspirantes finalistas. Eran solamente cinco, y entre ellos, Lobo Gris hinchó el pecho y endureció el gesto, dejándoles ver que no estaba intimidado en su presencia. El jefe era un individuo prodigioso. Su pecho amplio y sus poderosos brazos aun atestiguaban los relatos conocidos por todos sobre la forma en que había matado un oso con la fuerza de sus manos. Sus piernas gruesas y fuertes demostraban que estaba en plena forma y en medio, bajo el taparrabos, la protuberancia de un sexo anormalmente grande, según corrían los rumores entre sus numerosas esposas y abundantes hijos. A su lado, Taro y Tero, y algunos otros guerreros adultos los miraban en silencio. Los cinco muchachos estaban casi desnudos. Sus cuerpos jóvenes y fuertes demostraban el trabajo y el duro entrenamiento. Con una señal, el Gran Oso hizo levantar a los guerreros que apadrinaban a los muchachos. En el caso de Lobo Gris, fueron dos, y su padre y tío se acomodaron a su lado. - Muéstrenme - dijo el Gran Oso. Los padrinos removieron los taparrabos. Los muchachos quedaron completamente desnudos. Los padrinos tomaron aceite, especialmente preparado para la ocasión. El aroma era exquisito, y nadie, salvo el brujo, sabía los ingredientes. Con las manos, frotaron los cuerpos, que brillantes a la luz de la hoguera, permitieron apreciar cada músculo y cada fibra de forma clara. Como todos los siux, eran completamente lampiños. Sólo el pubis y las axilas mostraban oscuro vello. El pecho y las piernas eran puro músculo, y la piel olivácea y perfecta relumbró como si fuera acero bruñido. Les indicaron que se dieran vuelta, de forma que el Gran Oso apreciara la curva de sus espaldas y las nalgas rotundas y firmes. Lobo Gris destacaba sobre sus demás contrincantes. Había heredado de su padre un trasero firme y abultado, marcado con el ejercicio y fuerte como las ancas de un caballo. Para resaltarlo aun más, el tío y el padre untaron un poco más de aceite sobre sus hermosas nalgas, y el Gran Oso apreció el bello espectáculo. Cuando giraron nuevamente, los muchachos pudieron notar que entre las piernas del Gran Oso algo estaba creciendo. Su ornamentado taparrabos de piel curtida estaba más hinchado que unos momentos antes. El jefe separó un poco más las piernas, y un oscuro y pesado par de huevos asomaron entre sus ropas. - Los huevos, - les explicó sin perder el porte poderoso - son la fuente de la hombría. En ellos reside la fuerza y la determinación de un guerrero. Ustedes ya han comido los testículos del jabalí para adquirir su fiereza, también han probado la simiente de un caballo brioso mezclada con leche de yegua, para adquirir rapidez. Pero la fuerza de los antepasados es la mejor de todas. Los guerreros aquí presentes son conocidos por su extraordinaria bravura, y en sus huevos, reside el secreto de su fuerza. Arrancó entonces el taparrabos, mostrándoles a todos su enorme sexo. Los chismes de las mujeres eran ciertos. Su pene, oscuro y a medio levantar, era más largo y grueso que el de cualquier hombre que hubieran visto antes. El gran jefe se sobó la poderosa verga, y ésta pronto comenzó a cabecear, levantándose poco a poco. Los padrinos comenzaron a sobar las vergas de los iniciados. Los miembros juveniles se enderezaron bajo las caricias rápidamente. Lobo Gris, con dos pares de manos sobre su sexo les ganó a todos en lograr una erección. Para ser un muchacho, tenía una verga grande y bastante desarrollada. Su orgulloso padre la sobaba mientras el tío le apretaba los testículos, haciendo que se hincharan y estiraran con el contacto de sus fuertes dedos. - Ahora se acercarán y beberán de mi fuente poderosa, mientras sus respectivos padrinos les depositan dentro de su cuerpo la simiente llena de toda su fuerza y bravura. Los muchachos se acercaron rodeando al Gran Oso. El pene bestial alcanzaba para todos. Uno lamía la gruesa cabeza, mientras otro le lamía el tronco y un par se entretenían en sus enormes huevos. Lobo Gris mamó la punta y alternó su sitio para poder recorrer con la boca cada centímetro del enorme miembro. Mientras, a sus espaldas, los padrinos les sobaban las nalgas brillantes de aceite. Sus dedos pronto acometieron contra sus anos, que resbaladizos y aceitados no ofrecieron resistencia alguna. En el caso de Lobo Gris, con el tío y el padre atacando su trasero, apenas si se daba abasto. El padre fue el primero en poseerlo, y su gruesa tranca hizo saltar las lágrimas en sus ojos, pero se cuidó mucho de demostrarlo. Era una prueba más y deseaba superarla con absoluta perfección. Jamás pensó que su padre tuviera un pene tan grueso y tan potente. Parecía partirle el culo en dos, y solo con enorme esfuerzo y concentración logró continuar mamando la verga del Gran Oso sin demostrar el dolor que sentía. Cuando casi todos los padrinos habían ya terminado, dejando dentro de sus pupilos su simiente, Lobo Gris tuvo que apechugar todavía con una segunda carga, pues su tío estaba ansioso también por entregarle su cuota de bravura. Los otros muchachos lo miraban con envidia, pues tenía la ventaja de dos dosis dentro de su cuerpo, pero Lobo Gris hubiera preferido tener solo una, pues la verga gemela, de igual tamaño y consistencia le estaba sacando lágrimas de dolor nuevamente. El Gran Oso le sostuvo el rostro, recordándole lo afortunado que era por tener a dos padrinos en vez de uno solo, y aferrado a su enorme miembro marrón, continuó lamiéndolo para distraerse del dolor. Cuando el tío terminó, los demás se congregaron junto a Gran Oso, que manipulando su prodigiosa herramienta arrojó varios chorros de semen que uno de los guerreros se apresuró a recoger en una vasija. Por turnos, se la fueron pasando todos los presentes, incluidos los guerreros adultos, que con gran reverencia bebieron el semen caliente y viscoso. Los muchachos fueron los últimos, pero todavía alcanzaron varias gotas del poderoso contenido. Al finalizar tatuaron en sus cuerpos una señal que los hacía guerreros, y la nalga derecha de cada uno de ellos mostraba ahora un símbolo fálico y dos enormes bolas debajo, la señal de que eran hombres y estaban preparados para el combate. Quedaba pendiente el festejo ante toda la tribu, pero para eso hacía falta un penacho ceremonial, cuyo principal atractivo era el de estar confeccionado con las cabelleras de sus enemigos, y entre todas ellas, las cabelleras rubias de los caras pálidas eran las que mas valor tenían. Faltaban dos lunas para el festejo, y los muchachos, junto con sus padrinos, se alejaron, planeando la forma de conseguir las cabelleras enemigas. Una de las primeras cosas que Lobo Gris descubrió como guerrero recién iniciado, fue que la forma en que su padre y su tío le habían pasado parte de su poder y su fuerza podía repetirse tantas veces como éstos desearan. Las noches siguientes, Lobo Gris apenas si se dio abasto para atender a su padre y su dispuesto hermano, que estaban ansiosos por traspasarle tanto poder y bravura como el muchacho pudiera aguantar. Nunca antes se había percatado de la fuerza viril de su padre, pues como niño era un tabú que un adulto tuviera cualquier tipo de contacto físico. Ahora, descubrió que Taro y Tero eran casi insaciables. Se turnaban para visitarlo cada noche, y a veces, cuando no lograban ponerse de acuerdo, venían incluso en pareja, y mientras uno le depositaba su inyección de hombría y bravura por el culo, el otro se la daba a beber. Por si no fuera suficiente, otros parientes y amigos estaban muy dispuestos a ayudar, y había ocasiones en que su padre decidía que tal vez la astucia de uno de sus primos le vendría bien a su retoño y dejaba que éste tomara una dosis de su semen, o que tal vez la pericia en el arco de algún otro le vendría bien, y de esa forma, Lobo Gris se hizo experto en cosas que jamás había pensado fueran parte de ser un guerrero. Una noche, después de la acostumbrada dosis, Lobo Gris le preguntó a Taro y Tero cómo habían adquirido ellos en su juventud tanto conocimiento. Los gemelos sonrieron al recordar como el abuelo Nube Blanca, padre de los dos había sufrido al tener que repartir entre ambos su simiente, y cómo fue necesaria la ayuda de otros parientes para lograr que tuvieran lo necesario para ser excelentes guerreros. Los recuerdos enderezaron sus vergas nuevamente y Lobo Gris, arrepentido tuvo que aceptar una dosis extra aquella noche. Al terminar, Lobo Gris les hizo una petición, y los guerreros gemelos escucharon su petición. Lobo deseaba ver sus tatuajes de guerreros, y orgullosos se dieron vuelta, mostrando las nalgas al muchacho. Los glúteos fuertes y masculinos de Taro rivalizaban con los igualmente bien formados de Tero. Como en un espejo, Lobo deslizó la mano por una y otra protuberante nalga, y la verga se le enderezó sin pensarlo. Los culos de su padre y su tío eran algo prohibido para él, y aunque éstos hubieran querido complacerlo si Gran Oso llegaba a enterarse podría ordenar la muerte de todos ellos. Viendo el estado en que se encontraba el muchacho, los adultos le dieron indicaciones de que podía masturbarse, y al ver el interés que sus rotundos traseros causaban en él, se turnaron para ponerse de rodillas y mostrarle las nalgas, abriéndose el ojo del culo para que el muchacho, sin llegar a tocarlo pudiera apreciar su forma y su textura. Fue una venida memorable la de esa noche, aunque el deseo de probar un culo se hizo entonces una obsesión para el joven Lobo. Pasó una luna, y el tiempo de la ceremonia de festejo se acercaba. Lobo Gris recibió todas las recomendaciones posibles, y partió de noche, armado con su hacha y su cuchillo en busca de las cabelleras enemigas. Debía ir solo, porque así lo requerían las reglas de la tribu, y montado en su caballo, su padre y su tío palmearon sus bellas nalgas, extrañándolas ya desde ese momento. Lobo Gris se perdió en la noche. Vagó por las montañas y después de noches de asedio y solitaria espera consiguió atrapar desprevenidos a dos integrantes de la tribu enemiga, y primero a uno, y luego al otro, los mató con descuidada violencia, cuidando mucho que sus largas y negras cabelleras salieran intactas en el proceso. Las preparó y guardó en su pequeño morral de piel y siguió su camino en busca de la tercera. Los dioses estaban con él. Una semana más tarde olisqueó a lo lejos el olor de una fogata donde se asaba carne fresca de venado. El olfato lo fue guiando, y en un claro descubrió toda una caravana de caras pálidas. El sentido común le indicaba que desapareciera sin hacer ruido. Esos hombres eran fieros y estaban armados con rifles, armas que los siux desconocían. Sabían que eran letales, y casi imposible salir bien librado de una de las rápidas y mortales piedras que arrojaban. Sin embargo, hubo algo que capturó su atención, uno de ellos, casi tan joven como él, lucía una larga y abundante cabellera rubia. El sol arrancaba destellos en la amarilla pelambre, y al instante, Lobo Gris tomó la determinación de conseguirla. El acecho le tomó varios días más. De noche dormitaba trepado en un árbol, siempre vigilante y cuidándose de ser descubierto. De día los seguía a una distancia prudente, pero sin perderlos de vista, buscando el momento de atacar. Los hombres permanecían siempre juntos, y siempre alguno de ellos montaba guardia armado con un el rifle preparado para el ataque. Estaban en tierra apache, y ellos lo sabían. Jamás bajaban la guardia. Pero como siempre, la paciente espera de Lobo Gris dio buenos resultados. La caravana se había detenido junto a un arroyo, y mientras los caballos bebían, el guía se apartó de los demás. Lobo Gris lo siguió en silencio. El joven rubio buscó un recodo del río, con intenciones de darse un baño. Lobo, agazapado detrás de unos matorrales lo vio desnudarse. Nunca había visto uno de esos caras pálidas desnudo, y su piel blanca le llamó poderosamente su atención. El guía ajeno a su vigilancia terminó de quitarse la sucia y polvorienta vestimenta. Sus anchas y pecosas espaldas se afinaban en una breve cintura y poco más abajo un par de pequeñas y bien formadas nalgas. Lobo las deseó desde el momento mismo de verlas. Cuando el guía se metió al agua y se dio la vuelta, su pecho cubierto de vello amarillo y el parche rubio de su entrepierna terminaron de encender el deseo de Lobo por tenerlo. Ya no pensaba en la cabellera solamente. Ahora deseaba todos y cada uno de aquellos vellos dorados, y la lechosa piel que había debajo. En la espera, su verga se endureció bajo el breve taparrabos. La dejó escapar y comenzó a acariciarla mientras no perdía de vista al desprevenido vaquero. Cuando salió del agua buscando sus ropas, Lobo Gris le cayó encima. Contaba con el factor sorpresa, y ambos cayeron al piso trenzados en feroz lucha. El vaquero, desnudo y desarmado poco pudo hacer para quitarse de encima al demonio piel roja que rápidamente estaba ganando la batalla. Sus piernas blancas rodeaban su cintura, y le extrañó sentir el miembro del indio, completamente erecto entre los feroces forcejeos. Finalmente, con el cuchillo hiriendo su garganta y a punto de ser degollado, el vaquero dejó de luchar. Su rendición llenó a Lobo de una placentera sensación de fuerza y poder. Estaba a horcajadas sobre el cuerpo vencido, con la rubia cabellera en una mano y el cuello bajo el filo de su cuchillo. Sin soltarlo, se percató de su angustiada respiración y de la forma de su trasero bajo su cuerpo. Sin dejar de amenazarlo con el arma, le llevó las manos hacia delante y se las ató. Pasó la cuerda por el tronco de un árbol cercano, con lo que vaquero quedó boca abajo e imposibilitado de levantarse. La adrenalina corría por la sangre de Lobo, y su erección era más poderosa que nunca. Se arrojó sobre el cuerpo blanco y rubio y le abrió las piernas cruelmente para colocarse en medio. El hombre rubio y maniatado aún trataba de recuperar el aliento, y sentir de pronto sus piernas separadas y sus nalgas abiertas con violencia le hizo reanudar la lucha. Parecía un potro salvaje, y eso no hizo sino aumentar el deseo de Lobo Gris. Con una mano se arrancó el taparrabos y con salvaje determinación poseyó el cuerpo del vencido. El grito del vaquero cuando la gruesa verga de Lobo lo penetró debió escucharse a varios kilómetros. Seguramente sus compañeros vendrían pronto en su búsqueda, pero Lobo estaba ya como loco. La sensación de tener ese cuerpo cálido debajo suyo y el goce infinito de abrir ese culito rosado y seguramente virgen lo hicieron olvidarse del peligro. No quería saber nada que no fuera la increíble sensación de aquel cuerpo joven y fuerte abriéndose para él. Sus caderas chocaban contra las blancas nalgas, sudorosas y resbaladizas bajo su ataque, y aunque hubiera deseado que durara horas, el impetuoso y joven guerrero explotó tras breves e intensos minutos. A lo lejos, escuchó el retumbar de los caballos y eso lo hizo tomar conciencia del peligro. Tomó el hacha dispuesto a obtener la rubia cabellera, pero los azules y atemorizados ojos le hicieron cambiar de opinión. Amordazó al vaquero para que no alertara a sus compañeros y jalándolo de la cuerda lo llevó hasta el lugar donde su caballo lo esperaba. Lo cargó como si fuera un muñeco, atravesándolo sobre su cabalgadura, y conteniendo las ganas de salir galopando, mantuvo un trote silencioso, mientras buscaba la forma de escapar. Conocedor de la zona, se dirigió hacia una cueva disimulada en un cerro que era bastante improbable que los caras pálidas conocieran. Sobre la montura, el vaquero colgaba como un fardo, con la cabeza hacia un lado y las piernas por el otro. Eso dejaba sus nalgas a la disposición de Lobo y aunque iba huyendo y atento a cualquier señal de peligro, no dejó de acariciar las pequeñas pero musculosas nalgas del vaquero, sintiendo su sangre hervir como si no hubiera gozado con ellas minutos antes. Al meter un dedo entre la raja rosada de su culo, encontró la evidencia de su anterior cogida, y el olor de su propio semen escurriendo entre las hermosas nalgas le hicieron endurecer nuevamente. Llegó a la cueva sin que sus perseguidores hubieran encontrado su pista. Descargó al vaquero y lo llevó hasta el escondite y regresó a esconder su montura. Dentro de la cueva todo era absoluta oscuridad. Los ojos entrenados encontraron el camino correcto y más adentro, dejados allí mucho antes en una anterior visita, los implementos necesarios para encender una fogata. Lobo se preparó para pasar la noche. Empezaba a hacer frío, y la fogata llenó la cueva de luz y un agradable calor. El rubio vaquero se veía cansado y un poco maltrecho. A pesar de eso, Lobo lo deseó con intensidad. No podían comunicarse, porque ninguno entendía el idioma del otro, pero el pene erecto de Lobo no necesitaba traducción. Se lo acercó a la boca del rubio, y éste volteó el rostro repugnado. El brillo del filoso cuchillo lo hizo entrar en razón. Abrió la boca y se comió el traste moreno sin asco alguno. Mientras lo hacía, Lobo descubrió el gusto por sus pequeñas tetillas rosadas cubiertas de suave vello rubio. Mas abajo, el pequeño sexo del vaquero se perdía en su sedoso nido de pelos amarillos. Lobo lo tomó entre sus dedos, sin dejar por eso de meterle su verga en la boca, más por curiosidad que por ganas de procurarle placer. Le tenía maravillado el pequeño y suave pene rosado, y el pellejito de carne que le cubría el glande, completamente nuevo para él. Al manipularlo, el pene comenzó a crecer. Todavía con curiosidad, Lobo siguió meneándoselo hasta que la cabeza creció tanto que el pellejo rosado se corrió hacia atrás y el glande rosado apareció completamente descubierto. Para entonces, el vaquero respiraba afanoso, y su rostro se veía diferente. Estaba excitado, y eso Lobo podía notarlo sin necesidad de que se lo explicaran. Habiendo recibido tantas vergas en el mes anterior, se le hizo de lo más fácil sentarse sobre la estaca rosada del vaquero. Los asombrosos ojos azules se abrieron como platos al ver al moreno y espectacular piel roja acuclillarse como si nada y engullir con su culo la verga del excitado rubio. La sensación de aquellas nalgas de bronce deslizándose sobre su hombría lo hicieron poner los ojos en blanco. Seguramente nunca había probado aquel deleite, porque se aferró a las hermosas nalgas y dejó que cabalgaran sobre su verga todo lo que quisieran. Lobo controló las subidas y bajadas, pendiente de cada mínimo gesto y pudo anticipar el momento justo en que el pito del vaquero comenzó a hacer erupción dentro de su cuerpo. En silencio, rogó porque aquella simiente acrecentara sus aptitudes y lo exprimió hasta la última gota. El rubio apenas se recuperaba cuando Lobo ya le estaba dando la vuelta, obligándolo a ponerse como un animal sobre sus cuatro patas. No podía hacer nada, estaba en sus manos y lo sabía. Esta vez no luchó. La verga buscó acomodo entre sus nalgas blancas hasta encontrar su agujero. El ano se abrió como una flor, y el doloroso recuerdo de apenas dos horas antes revivió en oleadas que como rayos atravesaron su cuerpo. Esta vez Lobo no se apresuró. Quería prolongar el contacto lo más posible, y prendido de su espalda lo montó por espacio de media hora. La verga le escocía ya de tanto roce, pero el culo estaba deliciosamente apretado y no quería abandonar su amoroso abrazo, a pesar de que el vaquero se quejaba quedamente, deseando que terminara de una buena vez. Cuando finalmente lo hizo, cayó rendido sobre su cuerpo, y el amanecer los sorprendió todavía en aquel íntimo abrazo. Con la mañana, llegó la difícil decisión. Debía dar muerte al vaquero para tomar su cabellera. Se acercó al rubio, acariciando su larga y sedosa mata de pelo. El vaquero interpretó mal su gesto, pues creyó que venía a buscar sexo nuevamente y sin que se lo pidieran se agachó buscando el pene de Lobo con la boca. Se sorprendió de encontrarlo sin una erección, pero los cálidos labios pronto lo alzaron en su total longitud. Lobo no pudo darle muerte, tenía la verga parada y aplazando la decisión se tumbó sobre el vaquero, esta vez viéndolo de frente. Sus piernas se abrieron y Lobo las llevó hacia arriba, hasta tocar los hombros del vaquero. En aquella posición se veía terriblemente vulnerable, con las nalgas completamente abiertas y el culo desprotegido y preparado para la penetración. Lobo le introdujo el miembro sin dejar de mirar sus claros ojos azules, y mientras lo hacía entendió que no podía matarlo. Se lo cogió con una mezcla de deseo y rabia, porque sabía que era suyo pero no podía pertenecerle. El vaquero se masturbó mientras el piel roja lo penetraba, y la comunión de ambos llenó la cueva con sus jadeos de pasión. Antes de salir de la cueva, Lobo empuñó su cuchillo. Tal vez unas horas antes el vaquero habría temido por su vida, pero ahora era distinto, y no sintió temor al ver acercarse a Lobo con el arma en la mano. Sin hacer el menor movimiento permitió que le cortara la larga melena rubia, y Lobo no lo lastimó, pues cortó solo el pelo si tocar el cuero cabelludo. Tampoco hizo ningún movimiento cuando Lobo se hincó frente a su sexo y cortó unos cuantos mechones de su pubis rubio. Lobo guardó los cabellos y pelos en una piel curtida y haciendo un hatajo lo metió en el morral. Con un abrazo se despidieron y Lobo le indicó el camino de regreso mediante señas. Cada uno tomó su camino, seguros de que ésta jamás volvería a cruzarse. En la fiesta de celebración Lobo Gris lució un esplendoroso penacho. Los demás muchachos envidiaron su valentía, pues a diferencia de ellos, su penacho de plumas y cabelleras enemigas mostraba unas mechas amarillas que sólo podían pertenecer a un cara pálida. Nadie, salvo Lobo, sabía el valor que ellas representaban.