El Anticuario

El hombre que alteró mis planes de boda

Mi pequeño mundo giraba lentamente alrededor de unas cuantas presencias que yo creía firmes e imperecederas.

Mi madre la más solida de todas ellas. Viuda desde muy joven, veía como la poca juventud que atesoraba, se le escapaba de las manos. Se esforzaba en realzar los rasgos de una cara y un cuerpo que en su día atesoraban belleza.

Mi novio era la otra pata en la que se apoyaba mi simple existencia. El hombre de mi vida, el muchacho tranquilo que intuí ser el buen padre de mis hijos.

Tenía ya 21 años y había alcanzado ya la edad que para una mujer como yo, sin apenas oficio ni beneficio, no quedaban más opciones que el matrimonio

Era una joven sin grandes proyectos, solo pretensiones cercanas, casi domesticas, planes de futuro asequibles. Tenía un trabajo insignificante, trabajaba en una librería, era la chica para todo; igual barría que fregaba, colocaba libros o los vendía. Siempre escondida detrás de mis gafas imaginando otras vidas más interesantes que la mía.

En David encontré al candidato idóneo para no caer presa de la soledad, segura de que a su lado, mi vida transcurriría sin pesares ni estridencias. Dos años mayor que yo, flaco, afable, tan fácil  como tierno. Maneras educadas y buen corazón.

Sus padres le habían regalado una casa y a falta de poner fecha a nuestra boda, nos entusiasmamos con la reforma y la decoración de la misma.

De camino a casa, todos los días pasábamos por un anticuario. Un viejo local en una callejuela del centro,  con dos grandes escaparates que mostraban todo tipo de muebles, cuadros, lámparas y cachivaches muy antiguos. Entre ambos se encontraba una puerta acristalada, con una barra de bronce en diagonal. Decidimos que entre todas esas cosas, encontraríamos algo bonito para nuestra futura casa.

El tintineo de una campanilla delató nuestra presencia, pero nadie pareció advertirlo. Permanecimos cohibidos un par de minutos, observando todo lo expuesto con respeto reverencial, sin atrevernos siquiera rozar los muebles sobre los que descansaban miles de figuras, centros y apliques que llenaban la tienda. Al fondo de la amplia estancia se advertía una vieja mesa de despacho, y detrás, una figura extraña envuelta en un traje negro.

No tuvimos que esperar mucho más, cuando la extraña figura se acercó a nosotros. Nos saludó afable preguntando por nuestros interesas. David comenzó a explicarle que estábamos decorando nuestra casa y que estábamos buscando algo que le diera personalidad y romanticismo. El anticuario desplegó con esmero toda su profesionalidad procediendo a enseñarle todas y cada una de las piezas que consideraba nos pudieran interesar.

Decidí separarme de ellos, yo no tenía mucha idea de decoración y me pareció más interesante  recorrer la exposición, observando objetos extraños y curiosos. Me acerqué a los escaparates y observé las figuras de los dos hombres en el reflejo, la diferencia entre la esbelta y elegante del anticuario; y la débil y frágil de David.

Seguí merodeando por la historia de cada una de las piezas que albergaba la exposición, deteniéndome en un espejo que ocupaba gran parte de la pared. Contemplé en él mi reflejo, me  coloqué bien el pelo y aproveché  para pellizcarme las mejillas y dar a mi rostro aburrido un poco de color. Me miré de frente y de lado, ensayé posturas e incluso di un par de pasos de baile y yo sola me reí. Cuando me cansé de mi propia visión, continué deambulando por la sala fijándome en un cuadro de una mujer antigua

-Precioso cuadro, no cree?.

La voz masculina sonó a mi espalda, tan cercana que casi pude sentir su aliento. Una especie de estremecimiento recorrió mi columna e hizo que me volviera sobresaltada.

-Bruno -dijo tendiendo su mano. Tardé en reaccionar; tal vez porque no estaba acostumbrada a que me saludaran de una manera tan formal; tal vez porque aún no había conseguido asimilar el impacto que aquella presencia inesperada o por el tiempo prolongado en que retuvo mi mano en la suya. Busqué con la mirada a mi novio, pero lo vi atendiendo una llamada, momento que el anticuario aprovechó para acercarse.

-Ana- le tendí la mía tímidamente

Enseguida supe que había estado observándome, me había visto atusándome el pelo frente al espejo e incluso mis ridículos pasos de baile. Había tasado y calibrado todas las formas de mi silueta y de mi rostro. Me había estudiado con la exactitud de quien conoce lo que le gusta  y está acostumbrado a conseguirlo. Nunca había percibido algo así en ningún hombre, nunca creí despertar en nadie una atracción tan carnal. Pero de la misma manera que los animales huelen el peligro, supe que Bruno había venido a por mí.

-Muy buen gusto el de su novio, sabe elegir las piezas más bonitas.

Lo dijo con una sonrisa de complacencia, seguro de que yo había intuido que no se refería a los objetos de su tienda.

-Ya parece que su novio terminó su conferencia. Acompáñeme.

Lo dijo de una manera rotunda, como dándome una orden; me cedió el paso, y al hacerlo, su mano se acomodó en mi cintura. Fui incapaz de quitársela sintiendo como sus dedos se recreaban en lo que estaban tocando. Parecía que llevara esperando toda mi vida ese contacto provocando un sudor frío y una debilidad en mis piernas. Y como un prestidigitador, supo situarme de manera que mi novio no sospechara nada.

Bruno era francés, maduro y enjuto, casi me doblaba la edad y se había labrado una fama en el barrio de siniestro y extraño. Poseedor de una mirada hipnotizante y seductora, sonrisa amplia, cuello poderoso y un porte tan imponente y varonil que mi pobre David se situaba a años luz de alguien que provoca a la vez, atracción y miedo. Un deseo inconsciente que te incita a despertar tu lado oscuro, una atracción irresistible que te empuja a experimentar  aquello que siempre te han negado.

Compramos varias cosas e irónicamente alabó el buen gusto de mi novio. Para David le resultó un profesional interesante que le expuso con detalle la historia de cada una de ellas. Para mí fue algo más; una sacudida, un imán, una certeza.

Tardamos aún un rato en terminar las compras y lo largo de las mismas, las señales de Bruno no cesaron, un roce inesperado, una broma, una sonrisa; palabras con doble sentido y miradas que se hundían hasta el fondo de mi ser. David absorto en sus compras y desconocedor de lo que ocurría ante sus ojos, buscaba su tarjeta para hacer el pago.

-Magnifica elección. Vuelvan cuando quieran.

Le estrechó la mano a David y al coger la mía, la acarició con lentitud y descaro ante la inocente pasividad de mi novio con una sensualidad que me puso la carne de gallina e hizo que mis piernas temblaran. Solo me soltó cuando David terminó de guardar la tarjeta en su billetera.

Una de las figuras que compró requería de un embalaje complicado y nos pidió que fuésemos a recogerlo al día siguiente.

-Yo no puedo acercarme, tengo trabajo- advirtió David

A medida que hablaba, una soga invisible pareció anudarse lentamente a su cuello, apunto de ahorcarle. Bruno apenas tuvo que molestarse en tirar un poquito.

-¿Y usted, señorita?

-Yo mañana no trabajo- dije evitando mirarle a los ojos

-Venga entonces usted.

No encontré palabras para negarme y David ni siquiera advirtió que aquella propuesta en apariencia tan insignificante, estaba avocando a su novia a cometer la mayor locura de su vida.

Bruno nos acompañó a la puerta y nos despidió con afecto, con la mano izquierda palmeó vigoroso la espalda de mi novio, mientras que con la izquierda rozaba descaradamente mi culo.

-Ana, venga mañana a las once, la estaré esperando.

Era la segunda vez que me decía algo como si me estuviera dando una orden.

Pasé toda la noche dando vueltas en la cama incapaz de dormir. Aquello era una locura y aún estaba a tiempo de evitarla. Pensaba que debía olvidarme de todo lo que había pasado. Sabía que era lo que tenía que hacer, pero no lo hice.

Al día siguiente esperé a que mi madre saliera a su trabajo, no quería que viera cómo

(continuará)