El aniversario

Una pareja acaba celebrando las cosas de una forma inesperada.

Era una mañana de sábado especial. Habían cogido el coche y se habían plantado en el centro comercial con la intención de dedicarse toda la jornada a ellos solos, como solían hacer una vez al año con ocasión de su aniversario. La tienda de ropa era lo que estaba más cerca de la entrada, y lo cierto es que tenían tan poca costumbre de comprar que el armario se les había quedado reducido a prendas de pijama y trapos de cocina. Ojearon, opinaron, las echaron a sus cestas, se dirigieron a los probadores; estaban vigilados por videocámaras y porteros, y tampoco tenían otra intención que la de probarse los nuevos trapillos, así que cada uno se dirigió a uno de los cubículos enfrentados situados al fondo del pasillo y corrieron las cortinas.

Pero uno de los dos era un salido.

Se acababa de probar unos pantalones nuevos que le ceñían a la cintura y le marcaban un culo muy decente, así que decididamente esa prenda se iba a casa con él; la cuestión es que cuando se bajó la bragueta, el bulto rojo de su bóxer saltó de forma provocativa. Se miró en el espejo y giró sobre sí mismo, disfrutando de las curvas que vio reflejadas. Y tuvo una mala idea. Encendió la cámara del móvil y envió la foto, estaba seguro de haber oído la vibración del teléfono de su pareja, a tres metros y dos cortinas de distancia. Se quitó los pantalones aún con una sonrisa pícara en los labios y se dispuso a probarse una sudadera de aspecto deportivo cuando sonó el tono de mensaje de su dispositivo:

<> decía el pie de foto. Una camisa de franela a cuadros abierta, bajo la que se advertían las curvas de los pectorales y el valle formado por un abdomen marcado que descendía a la planicie bordeada por una uve definida, dominada por la sombra del vello rizado justo encima del bulto azul y naranja que cubría lo mínimo y necesario; por desgracia, desde esa perspectiva apenas se apreciaban sus nalgas redondas y duras. Lorenzo sintió cómo le invadía un cosquilleo de excitación.

Enrolló las perneras del bóxer hasta reducirlo a un tanga, lo que sumado a la provocación de Daniel le marcó un importante paquete; además tenía buenas piernas y sólo llevaba puesta la camiseta y la sudadera en ese momento. Se echó la capucha sobre la cabeza y contraatacó. No tardó en recibir la respuesta: estaba de espaldas al espejo, marcando los hombros anchos, la cadera estrecha y el culo prieto; y las gomas del jockstrap se hundían en su piel a la altura del muslo. Lorenzo sintió cómo la polla le palpitaba. Se bajó el bóxer hasta los tobillos, abrió las piernas, enfocó el espejo y grabó de cintura para arriba unos segundos de su brazo derecho realizando un gesto rítmico y travieso; luego eligió formato GIF y se lo pasó a Daniel.

Le pareció escucharle suspirar al otro lado de las cortinas.

La respuesta se demoró, así que empezó a vestirse con la firme intención de continuar las provocaciones a lo largo de toda la jornada. O al menos, hasta que Daniel se le lanzara al cuello. Entonces escuchó su voz junto a la cortina vecina deslizándose.

—Mira, cariño, ¿qué tal estoy?

Aún con el pantalón desabrochado, descalzo y la camiseta sobresaliendo por debajo del jersey, Lorenzo apartó un poco su cortina para asomarse. Daniel estaba apoyado en la pared al fondo de su compartimento y las únicas prendas que llevaba puestas eran el jockstrap y los calcetines; y ni siquiera eso le cubrían lo suficiente: había liberado la polla y los huevos por el borde inferior de la ropa interior y se masajeaba lentamente, con un gesto de vicio y una mirada retadora. Las voces de otros clientes, hombres y mujeres de diferentes edades, se escuchaban a apenas unos metros de distancia. Aquello pilló por sorpresa a Lorenzo, que contuvo a duras penas un jadeo y el deseo inmediato de saltar al otro cubículo y plantarse de rodillas frente a aquel manjar. Sin dejar de tocarse ni apartarle la mirada provocativa, Daniel dio un paso al frente, extendió la mano a la cortina y la volvió a cerrar dando por terminado el espectáculo. Lorenzo esperó unos segundos, con el miembro intentando escaparse de los bóxer rojos, pero la siguiente vez que la cortina se apartó, Daniel estaba vestido.

—¿Has acabado ya o te echo una mano? —le retó, con las prendas que se había probado separadas en dos montones.

Salieron de los probadores, pasaron por caja y abandonaron la tienda. No hicieron mucho más a parte de tocarse el culo, había demasiada gente, pero Daniel acababa de darle carta blanca a Lorenzo; y Lorenzo no era la clase de persona que desaprovecha semejantes oportunidades.

Fue en otra tienda de ropa más pequeña y menos concurrida, de esas en las que las perchas y las estanterías son tan abundantes que parecen amontonadas más que ordenadas. Uno de los giros formados por la disposición errática de un perchero circular, al que Daniel se había acercado buscando un abrigo, daba a Lorenzo la intimidad mínima necesaria; apoyó su bulto duro contra las nalgas de su novio y el mentón sobre su hombro, aprovechando para besarle el cuello. Aprovechando la discreción de la situación, deslizó las manos dentro de los bolsillos del pantalón de su pareja, acariciando su entrepierna. Daniel se dejó hacer, así que Lorenzo echó un vistazo rápido a su alrededor y cuando le pareció que las cabezas de los demás clientes y tenderos estaban lo suficientemente lejos, una de las manos salió del bolsillo y se coló por debajo de la cintura elástica del pantalón.

Sintió cómo Daniel se estremecía entre sus brazos, cerrando los ojos y mordiéndose los labios para contener un gemido provocado por el tacto cálido de la mano de Lorenzo, rodeando su miembro.

—¿Te gusta? —le preguntó mirando los abrigos mientras la yema de uno de sus dedos se deslizaba sobre el glande húmedo de su chico.

—No lo sé —musitó Daniel—, creo que necesito probar un poco más.

Lorenzo echó un vistazo furtivo hacia los vestuarios de este otro local, pero parecía una habitación pequeña demasiado atestada. Sacó la mano y se lamió el dedo.

—Creo que no hay mucho más que ver por aquí.

Pasaron otro rato sin hacer nada. Terminaron la visita a la tienda, salieron del local y recorrieron otros, pero siempre había demasiada gente para pasar de una palmada en el culo, un beso en el cuello o una obscenidad al oído. Incluso comentaron lo bueno que estaba este cliente o aquel tendero.

Estaban paseando por la galería del centro comercial, en busca del siguiente local que captara su atención, cuando Daniel abrazó a Lorenzo por la espalda depositando ambas manos sobre su entrepierna y apretando su bulto.

—Tengo que ir al baño —susurró—, ahora vuelvo.

Lorenzo le dio un beso y esperó unos minutos. Luego le siguió.

En el baño había más gente, así que se dirigió a los lavabos y buscó a través del espejo la puerta entreabierta y el rostro familiar; no era la primera vez que lo hacían. Era incómodo, pero morboso para alguna ocasión puntual. Uno de los cubículos se abrió un poco más y Daniel ya estaba con el pantalón y el jockstrap colgando de un tobillo, y las rodillas juntas. Lorenzo esperó a que un desconocido terminase de lavarse las manos y se deslizó furtivo en el espacio diminuto, poniéndose de rodillas mientras su pareja cerraba la puerta y abría las piernas. La polla enorme saltó alegre, pero apenas había abandonado los muslos entre los que se escondía de miradas indebidas ya se hundía en la garganta de Lorenzo; era un laminero, le encantaba comer. Las piernas de Daniel se cerraron entorno al cuerpo arrodillado de su pareja, se inclinó hacia delante para echar el pestillo y luego se recostó contra la cisterna del retrete, cerrando los ojos y abandonándose a aquella sensación cálida y agradable que la lengua traviesa y la boca hambrienta de Lorenzo le producían. Ambos perdían parte de la concentración en no hacer ningún ruido extraño, pero Lorenzo subía y bajaba la cabeza con rapidez mientras Daniel le acariciaba la cabellera negra, tan nervioso como cachondo.

El picaporte giró y la puerta se estremeció.

—Ocupado —masculló Daniel con un tono agudo de alarma en la voz.

Lorenzo se apartó rápidamente, quedando completamente inmóvil y aguantando la respiración.

—Disculpe —respondió alguien.

Escucharon unos pasos y una puerta contigua cerrándose, seguida de ruidos más escatológicos. Ambos reprimieron la risa mientras Lorenzo se levantaba silenciosamente y Daniel volvía a colocarse la ropa. El primero echó la mano al pestillo cuando el segundo echó la mano a su paquete. Sintió el roce de sus labios húmedos en el lóbulo de la oreja, donde tanto le perdía, así que se rindió a sus brazos: una de las manos de Daniel se coló bajo el jersey, acariciándole el abdomen y deteniéndose en uno de sus pezones, mientras el otro le desabrochaba hábilmente el pantalón. Vio la mano de su novio moverse bajo el bóxer rojo y sintió el roce firme de sus dedos cerrados entorno a su verga, usando su propio líquido preseminal como lubricante. No duró mucho, lo suficiente para dejar claro que continuaba el juego.

Salieron de los baños del centro comercial uno después del otro, con la mayor discreción que una pareja de enamorados excitados puede mostrar, y continuaron con su jornada. Por supuesto, acabaron entrando en la tienda deportiva; allí era norma que los dependientes practicasen alguna disciplina atlética, y a Lorenzo le encantaba que Daniel se soltase un poco y fantasease con otros macizorros; a veces, como aquella tarde, Daniel estaba tan salido que soltaba comentarios tan explícitos como bastos, y eso hacía temblar a Lorenzo de puro placer. En uno de los pasillos más apartados le metió la lengua hasta la campanilla durante dos largos minutos, y habría empujado a Daniel dentro de una de las tiendas de campaña en exposición para comerle la polla allí mismo si no hubiera sido consciente de las cámaras y los comerciales.

Se contuvieron y salieron de allí también, ocultando sus erecciones con las bolsas de compra. La siguiente parada fue la tienda de muebles.

Lorenzo tenía planes. Habitaciones completas expuestas al público en una nave enorme, donde era fácil perderse entre tantos recovecos si uno no seguía las flechas del camino. Y a aquellas horas era imposible encontrar una mesa en los restaurantes del centro comercial, pero precisamente por eso mismo no había cola en ningún otro local. Lorenzo lo suponía y rezaba a todos los dioses de la pornografía gay que fuera así.

Al parecer, esos dioses sí que existían.

Arrastró a Daniel a la sección de armarios. Había uno enorme de tres cuerpos y puertas correderas situado en una esquina de la nave, oculto por otros armarios en exposición. Era probablemente la zona más íntima que podrían encontrar, así que abrió la puerta y se asomó dentro.

—¿Qué te parece, cariño?

Esperó a que Daniel lo mirara para empujarlo dentro y deslizó la puerta tras ellos. No le dio tiempo a reaccionar: antes de que Daniel pudiera quejarse, Lorenzo le enterró la lengua entre los labios y las manos entre los muslos. Apenas le había agarrado la verga con fuerza cuando sintió que su cuerpo se derretía tembloroso entre sus brazos; y un instante después, en vez de quejarse, Daniel le metió la mano por debajo del pantalón y comenzó a jugar con su culo. El espacio era reducido, incómodo y oscuro, tampoco podían hacer ruido o moverse demasiado a riesgo de provocar un escándalo público; por poca clientela que hubiera en la tienda a aquellas horas, podían escuchar voces y pasos acercándose y alejándose cada cierto tiempo. Se desabrocharon los pantalones, se bajaron la ropa interior hasta los muslos y se tocaron. Disfrutaron de sus cuerpos y palparon el calor de sus miembros entre temblores, mientras el corazón les latía en la garganta, a medias por la excitación, a medias por el riesgo.

Lorenzo gimió, y aunque Daniel se detuvo, sintió una gota húmeda y ardiente derramándose entre sus dedos pegajosos.

—Nos vamos a meter en un lío —susurró, metiéndole los dedos manchados en la boca.

Sintió el movimiento de la cabeza de Lorenzo, asintiendo resignado. Volvieron a colocarse la ropa y esperaron unos segundos silenciosos e incómodos antes de salir tímidamente del armario por segunda vez en sus vidas.

No necesitaron hablarse para que el acuerdo fuera unánime. Había un cine y ninguna de las películas les gustaban; una de las taquillas parecía especialmente vacía, la película debía ser la menos interesante de todas. Tampoco lo supieron, se la perdieron entera.

Entraron en las gradas y se sentaron al fondo de una sala prácticamente vacía donde sólo podían contar una docena de cabezas más. Tan pronto se apagaron las luces, Daniel volvió a bajarse la ropa, liberando aquel rabo tan sabroso que Lorenzo no tardó en catar largo y tendido, por mucho que el reposabrazos se le clavase en el costado. Al cabo de un rato, el dolor era más intenso que el placer y tuvo que descansar, fue la oportunidad que Daniel aprovechó para comerse a su chico. Disfrutaron de la película sin verla, masajeándose los huevos, acariciándose las nalgas, jugueteando con el ano, comiéndose la polla a turnos el uno al otro.

En determinado momento, Lorenzo vio que una cabeza a unas filas por delante de ellos se giraba hacia atrás y le pareció, en la penumbra causada por la imagen de la pantalla gigante, que los miraba. Era un tío acompañado de lo que le pareció una mujer de su misma edad. Apoyó la mano en el hombro de Daniel y le dio un par de toques para que se detuviera y se mantuviera oculto tras los asientos; mientras tanto, Lorenzo procuraba fingir que su atención se centraba en la peli, intentando controlar su respiración nerviosa, echando vistazos furtivos al tipo que se inclinaba hacia su pareja para susurrarle algo. Ella también se giró. Lorenzo empezó a acojonarse, notó cómo se le bajaba. Pero aquellos dos siguieron mirando la pantalla.

Dejó que Daniel se incorporara y fingieron que habían ido a ver la peli, un poco avergonzados. Fue unos quince minutos después cuando un ruido familiar llamó la atención de Daniel, que le dio un codazo a Lorenzo indicándole con el mentón hacia dónde tenían que mirar: las luces cambiantes de la pantalla perfilaban la silueta del chaval con la cabeza recostada sobre el respaldo del asiento, de su pareja sólo se distinguían los rizos, sobre la pelvis del tipo. Estaba claro que aquellos dos no se iban a chivar a nadie, así que Lorenzo se deslizó silenciosamente al suelo, se puso de rodillas junto a Daniel y empezó a sobarlo. Al principio se resistió, pero no tardó en volver a bajarse la ropa y dejarse hacer.

El ritmo de aquel día se había vuelto inaguantable. La lengua de Lorenzo se deslizaba en giros rápidos alrededor de su verga mientras una de sus manos le acariciaba el abdomen, con la otra se tocaba mientras tanto. Daniel ya no podía aguantar más y el estremecimiento de sus pelotas advirtieron a su chico, que dejó de tocarse para poder taparle la boca mientras seguía chupándosela. A Lorenzo le encantaba aquella sensación agria y caliente inundándole la boca, deslizándose por su garganta, y siempre mantenía la polla de su novio dentro unos largos segundos después de que se corriera, limpiándola cuidadosamente antes de liberarla y darle un besito en el capullo. Cuando hubo terminado, volvió a sentarse con discreción en su sitio para seguir tocándose. A Daniel no le pareció bien. La satisfacción del orgasmo le había dejando las piernas temblando y la cabeza se le iba un poco, pero aún le quedaba suficiente consciencia para agarrar la polla de Lorenzo y masturbarle con fuerza, haciendo especial hincapié en acariciar su glande. Notó cómo los dedos de su pareja se crispaban, aferrando los reposabrazos, incapaz de disimular un jadeo entrecortado. Fue él quien le sujetó la mano y le impidió seguir, dedicándole una mirada de súplica: si continuaba, dejarían perdido el asiento.

Daniel lo entendió, así que se agachó y terminó la faena. Apenas tuvo que deslizar la lengua tres veces alrededor del capullo, que brillaba en la penumbra, antes de que Lorenzo empezara a correrse con una potencia como pocas veces lo hacía. Cuando terminó de limpiarle, recorrió con la lengua todo el tronco, le lamió los huevos, se volvió a sentar y le dio un buen morreo. Cuando se apartó de él, Lorenzo radiaba de felicidad.

El resto de la tarde fue más relajada y pudieron volver a casa sin volver a meterse mano, ni arriesgarse estúpidamente. Pero la simple mención del cine durante la cena fue suficiente para que hicieran crujir el somier hasta bastante entrada la madrugada.