El angel caido (3)

Alberto y Sergio viven un año de felicidad completa como pareja. Inma, la hermana de Alberto,descubre el pastel, por pura intuición. La sombra de una duda amenaza la relación cuando Sergio conoce a Abel, un chico tan fiestero como él mismo.

1988 habría de convertirse, por obra y gracia de Sergio Pinto, en mi año favorito. Todos mis sueños eróticos y de amor verdadero se habían hecho realidad. De repente, el sol brillaba con más fuerza en el cielo, los exámenes no me parecían tan difíciles como antes, y el mundo parecía dar vueltas a otra velocidad más acorde con los latidos de mi propio corazón.

Mi influencia sobre Sergio, sin ser decisiva, si consiguió algunos modestos objetivos, que fueron considerados en su momento en el hogar de los Pinto como poco menos que milagrosos. Dejó de vestir de negro de forma habitual, reservando el luto riguroso para las salidas nocturnas los fines de semana, por amor a mi persona se comportó de forma más educada y evitando las insolencias a los que les tenía acostumbrado a sus pacientes padres, y retomó con gusto sus estudios de Turismo, pues aunque estaba matriculado desde principios de curso, había perdido el primer trimestre, entre pellas masivas y falta de interés cuando tenía a bien presentarse a clase. Al mismo tiempo, dejó a un lado a sus inquietantes amistades ("el Sugus", como le llamaba él a su amigote Paco, era quien le suministraba la hierba, y con quien realizaba sus famosos botellones en la cima de la Cascada del Retiro.) y, no sin esfuerzo, dado su carácter tirando a difícil, consiguió integrarse en una pandilla de lo más heterogénea, que incluía también a su hermano Roberto, mi hermana Inma, Juanjo, su noviete, Nico, mi vecino y amigo, Ana, amiga íntima de mi hermana, y dos nadadores del Canoe de nuestra misma edad.

Un poco por complacerle solíamos ir a veces los dos solos, o a veces con mi hermana Inma, que también tiraba al lado siniestro de la vida, aunque con el coco en su sitio, y acudíamos a la disco de moda en aquellos días, la hoy mítica Voltereta, situada en los bajos de Princesa. También éramos habituales del Splash, y otros garitos por el estilo. A mí me incomodaba tanto el sitio como la música, pero comprendía que debía ceder en este punto, decidido a que mi temperamental amigo estuviera contento y se sintiera realizado dentro de nuestra relación. Si volvía a las andadas y sus padres se opusieran a nuestra amistad, el conflicto estaba garantizado. Ahora, en cambio, ellos me veían como el ángel protector de su hijo, e incluso insistían en que me pasara por su casa a recogerle, como si no se fiaran demasiado de las salidas en solitario de su conflictivo retoño. Y debo añadir que Sergio mostró durante nuestros primeros meses juntos los mejores rasgos de carácter posible. Parecía totalmente enamorado, incluso más aún que yo de él, y no había momento del día que no me recordara lo mucho que me quería y lo feliz que se sentía por tenerme a su lado.

Estoy completamente seguro de que durante ese año mi amigo no consumió drogas, y, además, tuvo el detalle de dejar de consumir porros, al menos en mi presencia. También siguió nadando en la piscina y practicando saltos, aunque siguiera sin querer participar en competición oficial alguna ("eso fue una imposición de mi padre. Yo nunca quise competir ni ganar medallitas" me confesó una vez en tono desolado). Nuestra pasión mutua era desbordante. Hacíamos el amor en todos los lugares donde nos era posible. En mi coche, aparcados en la Casa de Campo, en un lugar que forma ya parte de nuestra común memoria sentimental de tanto como íbamos; en el Parque de Roma, situado junto al club Canoe, de madrugada, aunque era peligroso por si nos pillaba algún conocido o vecino trasnochador que hubiera salido a pasear el perro; también en alguna ocasión nos escapamos los dos solos al chalet de mis padres en Rascafría, en la sierra madrileña. Por no mencionar el finde que nos recluimos en el apartamento de sus padres en Santa Pola, ajenos al mundo exterior y sin apenas pisar la playa, coincidiendo con su 19 cumpleaños, en junio, y con el final de los exámenes.

El día en que mi madre cumplió 40 años le ofrecimos una fiesta sorpresa en casa, a la que invitamos a algunos amigos escogidos, como Juanjo y Ana por parte de mi hermana, y Nico y Sergio por la mía. Mi madre se había echado novio poco antes, un profesor de instituto de su edad que no era del gusto de Inma, pero que yo encontraba muy simpático. Aquella iba a ser su presentación en sociedad.

No es que no me guste, me parece una persona muy agradable – me había comentado mi hermana la víspera, durante los preparativos de la fiesta – lo que pasa es que no termino de aceptar que mamá tenga pareja, como si papá nunca hubiera existido.

No seas egoísta, Inma, papá murió hace más de diez años. No puedes exigir a mamá que lleve una vida de monja siendo como es una mujer aún joven y atractiva. Bastante se ha sacrificado por nosotros durante todos estos años, déjala ahora que ya somos mayores y no la necesitamos como antes que rehaga su vida como mejor la parezca.

Mi hermana no desaprovechó la ocasión para hacerme saber que estaba al tanto de mi relación con Sergio.

Haré lo que pueda. Pero Ernesto nunca podrá sustituir a papá en mi corazón.

Tampoco creo que lo pretenda. Además nosotros somos ya adultos, es muy distinto a si esto hubiera ocurrido cuando aún estábamos en la edad del pavo.

Tú por lo que veo sigues en ella – Inma se rió de su ocurrencia, mientras guardaba las botellas de Coca- Cola de dos litros en la repleta nevera.

¿A que te refieres ahora? ¿Al poster de Guns’n’ Roses en mi habitación?

No, eso tiene un pase. Me refería mas bien a tu…digamos extraña relación con el nadador bajito ese.

Mi hermana tenía la puta costumbre de llamar a Sergio el "nadador bajito", aunque era saltador, no nadador. Bajito sí que era, desde luego. Le caía mal y no solía pronunciar su nombre, siempre le nombraba con algún apelativo ingenioso. Ambos compartían gustos musicales y estéticos, pero a mi hermana no terminaba de parecerle una persona de ley, alguien en quien se pudiera confiar a ciegas.

¿Mi extraña relación? ¿Por qué es extraña, a ver? – yo tenía los cojones en la garganta, mientras intentaba aparentar calma absoluta al contestar.

Pues muy fácil. En primer lugar, porque estáis todo el día juntos

Anda, como tú y Ana

Sí, pero las dos tenemos novio.

Había dado con el quid de la cuestión. Desde que conocí a Sergio mi desinterés por el sexo femenino se había convertido en un hecho notorio y destacable. No había vuelto a salir con ninguna chica, y tampoco me fijaba ya en las mujeres cuando salíamos por ahí, o en la Escuela de Arquitectura, donde tampoco había muchas por entonces, por cierto.

Bueno, eso no tiene nada que ver. Cuando surja la chispa con alguna chica serás la primera en enterarte, como otras veces.

No sé porqué, me da que no volverá a haber otras veces.

Ah, ¿no? listilla…¿Y eso, a santo de qué?

Pues porque yo creo que la chispa de la que hablas ya ha saltado…pero entre tú y Sergio. ¿Me equivoco?

¿Cómo puedes decir eso?

Pero si os pasáis dos horas hablando por teléfono, y a la hora de despediros sois más melosos que el osito Mischa y el del anuncio de Mimosín juntos.

Joder…- mi gesto de impotencia me terminó de delatar - ¿tanto se nos nota?

¡No sabes cuanto!. Y el problema es que mamá está empezando a hacerme preguntas incómodas, que por pudor no se atreve a hacerte a ti directamente.

Supongo que tenía que pasar…tarde o temprano tendrías que enterarte.

En aquella época, anterior a la existencia del teléfono móvil, las familias solían discutir por el uso y disfrute del teléfono fijo. En mi casa, las discusiones entre mi hermana y yo por ese tema eran antológicas. Y dos chicos hablando tanto tiempo por teléfono, aunque sólo le llamara dos veces por semana para disimular un poco, resultaba ligeramente comprometedor. El tono de la conversación también dejaba entrever unos fuertes lazos de cariño, inusuales en una relación de amistad entre hombres.

A mí me da igual. Si sois felices así, por mí vale. A mamá llevará un tiempo mentalizarla de lo que hay, pero Ernesto la está medio convenciendo de que lo vuestro es algo normal, y que no hay que escandalizarse por ello. Pero ¿habéis pensado por un momento la que se puede liar si por un casual os descubren los padres de Sergio?.

Ahí había mentado a la madre del cordero. Mejor no imaginarse esa situación tan embarazosa. Creo que los señores de Pinto nunca me perdonarían, ni me dejarían entrar en su sagrado hogar de enterarse de un hecho semejante. Y a Sergio directamente le echarían de casa. Aquella perspectiva me hizo prometerme extremar aún más mis precauciones en el futuro.

Tienes que prometerme que no se lo contarás a nadie, ni siquiera a Juanjo o a Ana.

Eso tiene un precio, lo sabes

Exhalé un suspiro de resignación, mientras me dejaba caer en la silla de la cocina. Me sentía derrotado y sin fuerzas.

Tú dirás, Cleopatra

Muy sencillo. Quiero el coche durante los próximos cuatro fines de semana. Luego será todo tuyo.

Creo recordar que habíamos hablado de compartir su uso

Y lo haremos…a partir del mes que viene.

Con mi hermana era imposible discutir ciertos temas. Acepté la humillante propuesta, y me imaginé viajando en metro y bus durante las frías noches de noviembre. Pero si se dedicaba a marujear y contárselo a todo el mundo, mi reputación y la de Sergio, en esos tiempos de escasa comprensión de la realidad gay, estaban sentenciadas.

El 9 de Diciembre celebramos nuestro primer aniversario juntos, con una cena en un restaurante italiano. Esa fue la última noche, que yo recuerde, que hiciéramos el amor con la pasión intacta de otros tiempos. En el futuro seguiríamos follando como cosacos durante una temporada, pero, por alguna razón, él parecía estar ausente y desconcentrado. Yo sospeché de inmediato que me estaba poniendo los cuernos con alguien, y el candidato mejor situado para ello era su nuevo amigo Abel, a quien yo llamaba en broma Caín, por su perniciosa influencia sobre mi aún pareja.

Esta noche voy a llamar a Abel para que se venga con nosotros al Volte

He pensado que nos podría acompañar Abel al cine, para que tu hermana no venga sola, como Juanjo no puede venir por los parciales

Me voy al Discoplay con Abel, él si que sabe de música

Su nuevo amigo era un compañero de carrera. Se conocían de vista en clase, desde hacía tiempo, pero, con el comienzo del nuevo curso, habían intimado de repente y se les veía juntos a todas horas. Abel era un chico muy moderno y lanzado, con una familia tan de pelas como la suya propia, y tan rebelde y conflictivo como Sergio. Aquello era como añadir leña al fuego, y, de seguir en ascenso esa tendencia, me temía que pudieran llegar males mayores.

Hasta que una noche de sábado, en la que habíamos acudido a Voltereta todos juntos, incluyendo a su hermano Roberto y mi hermana y su novio, de pronto, desapareció. No le hallé por ninguna parte, aunque supuestamente estaba bailando en la pista del K-tal con su amigo Abel. Busqué nervioso por todos lados, incluyendo el servicio, que fue uno de los primeros baños "ambiguos" o mixtos de la época. Allí había tíos y tías en abierta confraternización. Pero ni rastro de Sergio y del maldito Abel. En la barra del fondo divisé a Gabriel, a quien unos llamaban Bowie, y sus íntimos Arcángel o Arcan.

Aunque me avergonzaba entrarle de nuevo, después del corte que le metí dos meses antes, era mi última oportunidad de conocer el paradero de mi novio y su nuevo amigo.

Me dirigí despacio hacia él, pensando en lo que debía decirle, y en como podría reaccionar después de la forma poco educada en que lo traté el día de Año Nuevo.

Perdona que te moleste…¿Puedo preguntarte algo?

Sus ojos azules me miraron con simpatía. No parecía ni mucho menos molesto por mi indeseada irrupción en su espacio vital. Se alejó unos metros de sus colegas para poder hablar a solas.

Por supuesto que sí. Dime

Había pensado que tal vez tú hubieras visto a mi amigo Sergio por aquí. Le he perdido la pista y temo que le haya pasado algo

Ahora Gabriel parecía consternado. Se pensó la respuesta durante unos segundos antes de responder. Se notaba que no quería meter la pata en un asunto tan delicado.

Algo sí que le ha pasado. Lleva un colocón impresionante. Hace un rato le ví salir del baño con la cara desencajada. Aunque no es tema de mi incumbencia, como tú me recordaste en su día, yo diría que ha consumido drogas.

Joder, me lo imaginaba. Ese maldito cabrón…¿y no sabes hacia donde fueron?

Bueno, tío, tampoco soy la portera del local. Pero enfilaron hacia allí – señaló a la salida- y…- se quedó un momento pensativo, con una mano apoyada en la barbilla – ahora que lo recuerdo, me pareció ver que su amiguito llevaba las llaves del coche en la mano.

Pero si ninguno de los dos tiene coche

No sé, a lo mejor eran las llaves de casa, pero a mí desde luego me parecieron las llaves de un vehículo.

Aquello no tenía ningún sentido. Este tío me estaba vacilando de forma cruel e inhumana. El sabía que éramos pareja y, celoso como estaba, según dejó entrever mi hermana al hablar con él, quería destruir nuestra relación de año y medio. No debí haberle preguntado. A menos que…pero no, no podía ser. Sergio nunca se hubiera atrevido a hacer eso. Súbitamente recordé que, media hora antes, durante un descanso entre baile y baile, Sergio se acercó a mí, en el estado de frenética agitación que le caracterizaba desde hacía meses, y me llevó a un rincón oscuro de la de por sí siniestra discoteca. Sin mediar palabra, me había besado en la boca, me había desabrochado un botón de la camisa y había palpado mi pecho con una lujuria a flor de piel, susurrándome al oído las frases más embriagadoras y sensuales que pudieran erotizar mi ya de por sí caliente naturaleza. Después se había situado detrás de mí, y, metiéndome las manos en los bolsillos, había magreado la polla, que se puso peligrosamente juguetona al contacto con sus expertos dedos. Después, tan rápido y misterioso como había llegado, se marchó corriendo, lanzándome un beso desde la penumbra de la sala, y sin una simple palabra de consuelo.

Revisé los bolsillos. Estaba todo, incluyendo las llaves de casa, excepto…¡las llaves del coche! El hijo de puta me había engañado como a un chino. Mi cara de asombro debió resultar un poema. Gabriel se debió dar cuenta de su metedura de pata, pero ya era tarde para rectificar. Le di las gracias con el susto metido en el cuerpo, y salí disparado hacia la entrada. Tenía un mosqueo de tres pares de cojones. De camino a la salida me crucé con su hermano Roberto, que parecía mirar embobado como bailaba Inma en la pista central.

Roberto, hazme un favor. Llevo mucha prisa

¿Qué pasa? ¿es algo grave’

Creo que no, pero tengo que salir. Acerca a mi hermana a casa cuando os vayáis. Juanjo no ha traído coche, y, como vive en la otra punta de la ciudad, no puede acompañar a mi hermana en el búho.

No te preocupes, será un placer…¿pero es que no vas a volver aquí esta noche?

Sospecho que no. ¡Hasta luego! – y salí escopetado hacia la puerta.

Me dirigí corriendo hacia el Parque del Oeste, donde había encontrado de casualidad una plaza libre de aparcamiento horas antes. Inma se quejó de que estaba demasiado lejos de la calle Princesa para volver luego andando a las tantas de la mañana, pero Sergio y Abel, que venían con nosotros ocupando los asientos de atrás, se mostraron encantados del emplazamiento del vehículo. En ese momento no sospeché nada fuera de lo habitual, pero ahora todo concordaba. Al cabo de diez minutos, tras cruzar el Paseo de Rosales, bajé la calle que atraviesa el solitario parque, y que de noche está considerada un lugar poco recomendable. Era un sitio de ligue homosexual, y, además, un picadero para parejas de todo tipo y condición, que elegían la oscuridad de la noche y la discreción del lugar, rodeado tan solo por las copas de los árboles del cercano parque, para sus efusiones amorosas, legítimas o a contrapelo.

No quise pensar por un momento que hubieran sido capaces de llevarse mi coche sin mi consentimiento, y conducirlo sin carnet (no me constaba que Abel lo tuviera tampoco) por la ciudad, mamados como estaban. Pero la opción B, que resultó ser la elegida por ese par de golfos impresentables, no resultaba tampoco halagüeña. Por fin divisé en la distancia el coche, rodeado de otros muchos en fila india con parejas en su interior, en todas las posturas y acomodos sexuales posibles. Pero mi vista estaba clavada en el cristal trasero de mi Ford Fiesta negro. En las dos coronillas que divisaba desde lejos, en la cara de inmenso placer del cerdo de Abel mientras mi novio se la chupaba en mi propio coche, acto supremo de traición que contemplé atónito al acercarme a la ventanilla del coche. Sí, allí estaban ambos, descamisados y comiéndose a besos, con la polla erecta de Abel en la boca ansiosa del cabrón de Sergio, que parecía disfrutar como una perra mientras su amigo le dirigía la cabeza con las manos, los ojos cerrados en un rictus de placer insuperable.

Hubiera podido echarme a llorar, si un justificado ataque de rabia no se hubiera apoderado de mi alma en el mismo momento en que observé la repugnante escena. Intenté sin éxito abrir la puerta delantera del coche, que, por supuesto, estaba bloqueada, y respeté el cristal, que por gusto habría derribado de un puñetazo, por tratarse de mi propio vehículo el utilizado para dar rienda suelta a su lujuria animal.

La cara de terror de Abel al descubrir que me encontraba allí en carne mortal, sólo fue superada por la insolencia y la desfachatez de Sergio, que se explayó lo suyo en ponerse la camisa, subirse los gayumbos y abrocharse el pantalón, cinturón incluido, antes de abrir la puerta y enfrentarse a mi furia desatada.

¿Para esto me has robado la llave, hijo de puta? – le cogí de la pechera. El cobarde de su amigo salió corriendo en dirección al parque, dejando la puerta delantera derecha abierta, y con la camisa y la cazadora en la mano, el muy imbécil – ¿Para poder follar calentito en mi coche con el gilipollas de tu amigo?.

La primera hostia le cayó en la mejilla derecha. Un coche aparcado enfrente nos enfocó con los faros. Cegado por la potente luz, y poseído por una rabia incontenible, les dediqué un gesto no demasiado elegante con la mano, que debieron captar de inmediato, porque apagaron las luces de inmediato. Sergio intentó escaquearse, pero le alcancé por las piernas sobre el cercano césped y le derribé sin esfuerzo.

¡Yo no quería hacerlo! – lloraba como una maricona, algo inusual en él, que iba de duro por la vida - ¡Fue Abel quien me convenció de que lo hiciera!¡Sólo queríamos dar una vuelta por la ciudad, pero estábamos demasiado pedo como para conducir!

¡Claro, y por eso optasteis por echar un polvo en su lugar!¡En mi propio coche, hijos de puta! ¿Pero quien te has creído que soy, mamarracho? ¡Dame la llave!

Le solté, sintiendo un profundo odio hacia su persona, del que en cierto modo me avergonzaba. El se sentó en el césped, llorando a moco tendido, y con la cabeza escondida entre las manos.

Las llaves están puestas. Intenté arrancar, pero entonces

¡No me cuentes lo que pasó entonces, me lo imagino! Y ahora si quieres buscas a tu amigo Abel, que estará escondido como una puta detrás de algún arbusto, y le pides que te lleve a casa a caballito, si quiere.

Aquella surrealista escena me había dejado en un estado de shock absoluto. No me di cuenta de inmediato, cuando cerré ambas puertas y me introduje en el vehículo, recién profanado por aquellos dos descerebrados. "Al menos no les ha dado tiempo a correrse – pensé mientras arrancaba el motor, inspeccionando el asiento del copiloto, donde se sentaba Abel- de lo contrario les hubiera obligado a limpiarlo con la lengua, y a pagarme una tapicería nueva". Me alejé de allí con la furia reflejada en los ojos, pero para cuando llegué poco después a la Plaza de España, este sentimiento había sido sustituido por otro de decepción e impotencia. Estuve dando vueltas por Madrid de manera frenética, en la noche más triste de mi vida, parando a veces en doble fila o en algún lugar discreto, cuando las lágrimas me impedían divisar el trozo de calzada que tenía ante mis ojos. Me sentía estafado y humillado por la vida. Yo había dado todo mi tiempo y mi ilusión, había apostado sin reservas por una relación que me llenaba y me hacía plenamente feliz, y hubiera llegado al fin del mundo por complacer a mi amado, y él me lo pagaba de una forma tan ruin y rastrera. En mi propio coche, por Dios. No podía haberlo hecho de otro modo, tenía que herirme en lo más profundo, en mi propia dignidad. Engañado y corneado a un tiempo. Aparqué a las seis en la calle Alfonso XII, junto a la valla del Retiro, y me dejé vencer por el llanto, que surgió del fondo de mi alma. Contemplé el escenario de tan abyecta pasión, y me sentí sucio por estar sentado en el mismo lugar donde se había desarrollado ese acto de deslealtad manifiesta por parte del envilecido Sergio. Me bajé del coche y regresé a casa andando, en un inesperado paseo matutino bordeando el Parque, y subiendo luego por Conde de Casal, muy cerca de la casa de los padres del traidor, sabiendo que nunca más volvería a dirigir la palabra a tan nefasto personaje.

(Continuará)