El angel caido (2)
Alberto y Sergio se convierten en íntimos amigos. A raiz de una singular velada en casa de los padres de éste último, Alberto descubre nuevas facetas ocultas de su personalidad, y de la de su desinhibido amigo.
A partir de aquel día la incipiente amistad entre Sergio y yo prosiguió un ritmo ascendente. A su familia, acostumbrada desde hacía tiempo a sus excentricidades, le pareció un buen síntoma que, en esta ocasión, hubiera elegido como amigo a un chaval sano y consecuente como yo. Al menos así me definió, en presencia de sus estrictos progenitores, su hermano Roberto, mi principal valedor en su casa. Lo cual no dejaba de resultar curioso. Yo tenía más en común con su hermano mayor que con él mismo. Ambos no podíamos ser más distintos. Yo tenía 20 años, medía 185 de estatura, lo que hoy en día es algo habitual en la gente joven, pero por aquel entonces todavía llamaba un poco la atención. Rubio y con ojos claros, fortalecido por el deporte practicado desde niño, y con una sensibilidad a flor de piel, producto tal vez de mis largos años de aprendizaje como violinista, era el polo opuesto a aquel desquiciado y enigmático muchacho de corta estatura, piernas fuertes como columnas y un rostro impenetrable, en el que destacaban sus profundos ojos negros de larguísimas y pobladas pestañas y un lacio y abundante cabello negro azabache:"pelo de gitano. Mi abuela lo era" solía presumir él al respecto. Nunca supe si hablaba en serio, aunque es cierto que su padre era de Andújar, en la provincia de Jaén, dónde dicen que hay una amplia minoría gitana. Y mientras que yo tenía el andar cansino y relajado de un americano prototípico, él caminaba con un garbo impresionante, parecía flotar sobre el asfalto. Su cuerpo todo era su herramienta de trabajo, y su medio de expresión. No es de extrañar que gustara a tantas chicas del barrio, pero a todas ignoraba. Mientras que yo iba ya por la tercera novia, a él no se le conocía ninguna. Tal vez influyera en ello la rígida educación religiosa recibida de sus padres. O puede ser que me engañara al respecto
Mis padres pertenecen a la Obra - me dijo un día que estábamos en su cuarto, escuchando discos de The Cult y The Cure, sus dos grupos favoritos (y casi únicos admitidos en su limitado y exigente panteón musical).
¿A la obra? pregunté yo extrañado. Yo nunca había oído nada semejante. Mi madre, que se quedó viuda muy joven, perteneció en otro tiempo, como el resto de su familia, al Hogar del Empleado, una organización benéfica católica, gracias a la cual consiguió, al casarse, un piso en la colonia del mismo nombre, junto a la calle Doctor Esquerdo - ¿Y eso que es?.
Sergio me miró como si procediera de otro planeta.
¡Pues que va a ser! El Opus Dei. La Obra de Dios, según ellos. A mis padres les captaron cuando yo era pequeño. Por eso somos tantos hermanos
En efecto, la familia Pinto estaba compuesta por cinco hijos varones, que hubieran podido ser más, si la madre no hubiera tenido después un par de abortos espontáneos, a raíz de lo cual sufrió la extirpación de los ovarios.
¿Y tú también vas a seguir sus pasos? a mí aquello me sonaba a chino.
Sergio se limitó a reírse de forma estruendosa, como él acostumbraba.
¡Que dices, tronco! Y mira que lo han intentado veces. Desde que era muy crío han estado dándome la paliza para que me haga cura, como al resto de mis hermanos, llevándome a sus aburridas misas y a sus absurdos ejercicios espirituales. Pero pronto desistieron. A los 15 años me negué en redondo a acompañarles a la iglesia, y tuvieron que transigir. Me puse muy farruco, y ni mi padre consiguió hacerme cambiar de idea.
Para tus padres sería un trauma, me imagino. Si son tan creyentes
Bueno, bueno, mi padre sólo cree en una cosa: ¡El dinero! Y mi madre es una pobre víctima de su ambición, y una analfabeta funcional. Fue criada por dos tías monjas, con eso te digo todo.
Se dirigió hacia el armario empotrado donde guardaba la ropa, y sacó una cajita de metal, donde parecía guardar sus tesoros más preciados. Sacó una estampita, que me dio a leer, del fundador del Opus Dei, Monseñor Escrivá de Balaguer.
Le llaman el Fundador. El fundador de la Obra. Pero yo le llamo el Fumador
¿El fumador? ¿Le daba al vicio del fumeque o qué?
No lo sé, ni me importa comentó haciendo un gesto de desprecio. Tomó de nuevo la dichosa estampita de mis manos, y se acercó a la cama. En la otra mano llevaba una bolsita de lo que me parecieron unas hierbas silvestres. Pero estaba equivocado. Aquello era costo, y del bueno Yo le llamo así porque sus estampitas son de lo mejor que hay para liar porros. Mira, te enseño como va.
Yo no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Ni corto ni perezoso dobló la sagrada imagen y desplegó el costo en su interior. Con una habilidad que debía ser producto de una larga experiencia en su confección, se lió un generoso canuto en menos que canta un gallo.
Pero, tronco a mí me dio sin querer la risa floja eres un puto sacrílego. Estás profanando una imagen sagrada
¡Que va! Le estoy dando un uso práctico a un objeto sin utilidad alguna. Y a mi padre le tengo la mar de contento, todo el día pidiéndole estampas del cura ese.
O sea, que tu padre creyendo que estás a punto de convertirte y tú en cambio fumándote unos canutos de impresión a cuenta del Reverendo Padre.
Descorrió la ventana, a pesar del frío exterior, para que saliera el aire viciado, y echó el pestillo de la habitación, tras lo cual procedió a encender su magna creación.
Y no veas lo bien que prenden los condenados un hilillo de humo comenzó a salir del recién inaugurado porro. El inconfundible olor a peta se difuminó por la estancia. Apuró una interminable calada - ¡Uff! ¡Sabe a gloria!
No lo dudo. A gloria divina ¿Y no te da miedo que te pillen tus padres o alguno de tus hermanos?
No mis padres estarán rozando el rosario, o peor aún, leyendo el "Camino", un libro infumable que escribió este tío, y mis hermanos con los codos apoyados en la mesa de estudio de su cuarto, y sin levantar la vista del libro de ciencias. Son todos unos aburridos y unos moñas
Me ofreció una calada, que yo rechacé cortésmente. Nunca he fumado, y aquel olor tan penetrante me parecía irrespirable. Además, mi pasmo no conocía límites. Allí estaba aquel saltador de élite, campeón juvenil de España en su especialidad, a quien yo imaginaba un atleta consumado (y, en efecto, aún lo era por entonces) y que ni siquiera fumaba tabaco, consumiendo hierba con la tranquilidad de quien se toma el primer café de la mañana para aguantar despierto el resto del día.
¿Y quien te ha enseñado a hacer esto? Quiero decir ¿desde cuando fumas porros? mi tono de voz, normalmente relajado, se elevó ligeramente, producto de mi radical oposición al lamentable (aunque curioso) espectáculo que estaba presenciando, si bien tampoco quería que me tomara por un carca o un aguafiestas.
¡Uy! Si yo te contara los primeros fueron durante un retiro espiritual a los catorce años, con otros cachorros de la Obra. Ellos me enseñaron todo lo que sé - dejó caer enigmáticamente.
Y ya veo que sabes mucho
¡No lo sabes tú bien! me dijo soltando una bocanada de humo. Sus ojos, tal vez producto de los efluvios herbáceos, parecían estar encendidos en pura pasión. Su insinuante mirada me hizo comprender que mi pequeño amigo no era tan inocente como parecía - ¿quieres saber como perdí la virginidad?
Creo que no mis pulsaciones se aceleraron por completo No es de mi incumbencia. Y, además, tus relaciones íntimas con mujeres no me interesan demasiado. Creo que me voy a casa. Por hoy ya he visto bastante.
Hice ademán de levantarme de la cama, pero Sergio me tomó con fuerza de la muñeca. Su adorado canuto quedó abandonado de momento sobre un improvisado cenicero confeccionado con plastilina, sobre su mesilla de noche.
Creo que no lo has visto todo aún me miró a los ojos muy fijamente. Yo intenté apartar la mirada, pero él parecía dominar mi mente y las reacciones de mi cuerpo Además, no me refería a perder la virginidad con mujeres, sino con hombres. Como tú, por ejemplo.
Esto Sergio me parece que estás un poco fumado es mejor que me vaya.
Me levanté por fin, haciendo un esfuerzo sobrehumano, pero él tiró de mi brazo, haciéndome girar de manera que ahora mi paquete quedaba justo enfrente de su cara. Ahora ya no había solución. El enorme bulto de mi pantalón me delató ante sus ojos.
¿Estás seguro de que quieres marcharte, Alberto? el muy cabrón me pasó una mano por encima de la entrepierna, mientras sus hábiles dedos me aflojaban la correa del cinturón.
Ya no estoy seguro de nada - y era sincero al decir eso, porque mi confusión mental en ese momento era absoluta.
Entonces relájate y disfruta - con un tacto exquisito, me bajó los pantalones hasta las rodillas y liberó a mi erecta polla de su forzada prisión. La palpó con ambas manos, como si estuviera pesando una preciada mercancía exótica, y, tras dirigirme una mirada envuelta en deseo, acercó su traviesa lengua hasta el capullo, que lamió con cuidado infinito. Mi excitación, aumentada por el hecho de estar en un lugar prohibido, y puerta con puerta con la habitación de sus beatos padres, creció hasta un límite insoportable. Sus viciosas manos acariciaron mis huevos, que se llevó a la boca después con fervor fanático. La forma en que lamía mi trabuco me recordaba a la de un perro devorando los últimos restos de comida del plato de su amo. Se introdujo el miembro en la boca dispuesto a llegar hasta el comienzo de la garganta con ella, lo que consiguió sin esfuerzo, aunque, debido al gran tamaño de mi espada, una parte de ella sobresalía de su cavidad bucal. Nunca, en mis relaciones con chicas, ninguna de ellas me había realizado una mamada tan bien hecha, y con tan buena disposición de ánimo como la de mi nuevo amigo. Yo estaba gozando del paraíso sobre la tierra. Aquello era mucho más de lo que yo hubiera soñado. Ese tío me encantaba, me fascinaba desde el primer día, y se había convertido en mi auténtica obsesión. Y ahora me estaba ofreciendo un placer oral que yo no había solicitado, pero que él debió intuir que me volvería loco. Las expresiones de éxtasis supremo en mi contraído rostro, que luchaba por no expresar a gritos sus torrenciales emociones, desatadas por aquella fuerza de la naturaleza hecha persona, eran muestra evidente de mi total aquiescencia al obsceno acto que representábamos en su habitación. Yo estaba en sus manos. Y en su boca. Y nada de lo que sucediera fuera de esas cuatro paredes podía importarme lo más mínimo en esos momentos.
-¡Que pedazo de polla tienes, cabrón! me decía entre dos chupadas el muy salido Si lo llego a saber te hubiera hecho esto mucho antes.
Me tumbé en la cama, a requerimiento suyo, tras desnudarme por completo. El hizo lo mismo, aprovechando para dar caladas sueltas a su menguado porro mientras se deshacía sin complejos de todas sus prendas. Su cuerpazo, hiperentrenado y moldeado al contacto con el agua durante muchos años, apareció al fin en todo su esplendor.
Quiero que me la comas un poco. Es muy fácil. Ya verás como te gusta
Me incorporé, apoyando la espalda en el cabecero, para dar cumplida cuenta de lo que me sugería aquel pequeño demonio. Su rabo no era ni con mucho tan grande como el mío, pero tenía un aspecto suculento y apetitoso, en su asumida modestia. Me lo introduje en la boca, él de pie sobre la cama. Hice lo que pude con aquel falo carnoso, que absorbía mi pensamiento y me impedía pensar en algo que no fuera llevármelo a la boca y adorarlo dentro al precio que fuera. El no puso objeción alguna, y me la metió de un pollazo, desvirgando de modo tan drástico mis sellados labios; me dediqué a aplicar los trucos aprendidos en observación directa de su habilidad bucal, poco antes. Puesto que era una nulidad en técnicas feladoras, opté por la pasión del novato, realizando unas entradas y salidas de escena espectaculares, lamiendo con avaricia todos los rincones de su pene y testículos, asombrándome ante la falta absoluta de vello púbico en alguien tan adulto (por entonces no estaba familiarizado con la depilación masculina, típica de los nadadores por definición, y que yo había contemplado, atónito, en el lampiño pecho de su hermano Robe, tiempo atrás).
Y cuando la cosa se puso caliente de verdad, me la volvió a chupar, yo tumbado y él de rodillas sobre mi pubis, entregado a su tarea como un misionero en bautizar nativos, sin pausa y sin descanso posible. Con la insistente presión de su bendita lengua sobre mi capullo, el mosquetón apuntaba tan alto como la Torre Eiffel o el Everest, pero él se ofreció voluntario a escalar aquellas alturas con sus trémulos labios. Tras alcanzar el cénit de excitación plausible, y asegurarse el hijoputa de que mi erección estaba llamada a aguantar sin su vital saliva recorriendo sus caminos, se sentó de improviso encima, tras abrirse el culo con dos dedos, y dejó caer el peso de su cuerpo sobre mi sorprendida polla, hasta calzarla entera en el interior de su recto, sin esfuerzo aparente por su parte.
Para evitarme tensiones innecesarias, aquel consumado maestro en las artes amatorias de 18 primaveras, se movió sin miedo arriba y abajo, masturbándose al mismo tiempo, y dándole vidilla al pobre rabo, que entraba y salía de su ano como Pedro por su casa. Por espacio de unos minutos estuve explorando aquel territorio agreste de su culo, haciendo bailar la cola en su interior, y paseando mis sedientas manos por su cuerpo. La música de los Cult había terminado hace tiempo, y tanto silencio en el habitáculo de su habitualmente ruidoso hijo debió mosquear a la señora Pinto, que, tras finalizar sus tareas domésticas o cumplir con sus místicas devociones caseras, golpeó con los nudillos en la puerta, en el preciso momento en que la subida de presión en todo mi cuerpo anunciaba una inminente explosión de semen en el interior del culo de su ardiente retoño.
¡Hijo, la cena!...- esperó un momento, sin obtener respuesta - Oye ¿Qué hacéis tan calladitos ahí dentro?
Sergio, sin parar de masturbarse con una mano, y tras llevarse el dedo índice de la mano libre a la boca en señal de silencio, respondió sin inmutarse a su ferviente (a la par que crédula) madre, con voz ligeramente entrecortada por el esfuerzo realizado:
¡Ahora bajamos, mamá!. Alberto me ha estado ayudando a practicar el francés, que lo tenía un poco abandonado y no mentía en absoluto al decir eso.
Muy bien, chicos. ¡No tardéis!. La cena se sirve en diez minutos
El tranquilizador soniquete de los tacones de la madre de mi amigo descendiendo los peldaños de la escalera nos liberó por un instante del tremendo estrés vivido segundos antes. Pensé, como en la peor pesadilla posible, qué habría sucedido de haberse tratado de una mujer más desconfiada y mezquina que aquella pobre beata, de estrechas miras y menos mundo aún, y habernos forzado a abrir de inmediato la bendita puerta que separaba el territorio de la virtud de este otro regido por el vicio compulsivo y el pecado mortal.
Desperté de mis infundadas ensoñaciones cuando un chorro de lefa de Sergio salió disparado e impactó en mi mejilla. Absolutamente alterado por la situación tan morbosa, mi insoslayable eyaculación tomó forma en el culo de Sergio, regándole con una apreciable cantidad de semen, que incluso goteaba por su ojete cuando se la saqué poco después, tras un agotador y silencioso éxtasis que se hizo eterno ante mis ojos, clavados en las dilatadas pupilas de mi precioso niño malo.
¿No se habrá dado cuenta tu madre? quise saber apenas reponerme de la fuerte emoción sentida. Sergio se descojonó de mi pregunta.
¡Que va, tronco!¡Si es una imbécil integral!. No te preocupes por eso. Está dominada por mi padre, y es de una ingenuidad tremenda. Seguro que no ha sospechado nada. Dice que tú eres un instrumento del cielo para llevarme por el buen camino. La muy idiota
Pero, tío ¿Cómo puedes hablar así de tu propia madre? yo no encontraba justificación a sus duras palabras.
El se echó a reír nuevamente, con su característica risa de perro pulgoso.
Pues eso no es nada, si supieras lo que pienso de mi padre
Me lo imagino. Mejor no me lo digas.
Pues mira, si que te lo voy a decir. Es un hijo de puta con todas las letras. Y un tirano. Pero conmigo ha pinchado en hueso.
Joder, si eres tan desgraciado en esta casa tan lujosa, ¿por qué no te independizas?...
Sergio me limpió la mejilla con un kleenex. Luego procedió a hacer lo mismo con los restos de semen de su culo. Apagó el porro en el cenicero y lo escondió en un cajón de la mesilla, en espera, seguro, de algún momento de intimidad para consumirlo del todo.
Tal vez lo haga antes de lo que os pensáis todos- fue su misteriosa respuesta mientras se ponía los gayumbos y abría la ventana de par en par al frío viento de diciembre Vístete o cogerás un resfriado. Y será mejor que bajemos pronto o será mi padre el que empiece a sospechar algo. Y él no es precisamente un alma cándida como mi madre.
No pude evitar esbozar una sonrisa cómplice. Aquel tío parecía tener recursos para todo.
Su entereza y astucia, que algunos llamarían simple y llanamente morro, era uno de sus rasgos de carácter más cautivadores. Nos vestimos en un pis-pas, roció el cuarto con un ambientador que tenía escondido por ahí, y bajamos en orden y armonía, como dos niños buenos que nunca hubieran roto un plato, a cenar al comedor principal. Allí estaban ya reunidos todos los miembros de la familia, encabezados por su padre, que procedió a bendecir la mesa, con una oración que yo desconocía, pero que ellos repetían con los ojos bien cerrados y en perfecto orden de lectura, turnándose todos los miembros para pronunciar unas líneas, todos, excepto, naturalmente, Sergio, que aprovechó la coyuntura de ser invisible a ojos del resto de su familia para hacerme una seña con la mano, llevarse el dedo índice a la sien y hacerlo girar dando a entender que su familia era una partida de lunáticos, y dedicarse a hacer chocar el tenedor con su vaso, en abierto desafío a la autoridad paterna, para demostrar de forma audible su abierto desdén y desacuerdo con las pías costumbres implantadas por el cabeza de familia. Cuando terminó la sentida oración, y los demás miembros de la familia Pinto abrieron los velados ojos, su padre dirigió a Sergio, mientras desplegaba la servilleta sobre sus muslos, una elocuente mirada de desaprobación y desprecio, que no me pasó inadvertida.
Antes de abandonar el chalet de tres plantas, sito en la madrileña colonia del Niño Jesús, no lejos de mi casa, pero un mundo distante años luz de mi modesto vecindario, el padre de Sergio me llevó a un aparte, y me introdujo un momento en su despacho. Su rostro, abotargado por la vida sedentaria, opuesta por completo a la rigurosa formación deportiva que había inculcado a sus cinco hijos, semejaba juntarse con los hombros, pues carecía apenas de algo que pudiera definirse como cuello. Su escasa estatura tampoco ayudaba a hacerle parecer un verdadero hombre de mundo. Parecía haber construido su fortuna de la nada a golpe de astucia, y se rumoreaba que debía parte de su éxito a importantes favores recibidos por parte de algunos poderosos compañeros de fe. Era un hombre basto y elemental, con probadas dotes de mando. Su presencia imponía respeto inmediato. Fumaba un habano, y, en sus regordetas manos, lucía un grueso anillo de oro, aparte del de casado, en el que no había reparado anteriormente.
Pasa un momento, hijo. Tengo que consultarte algo.
Aquellas palabras, pronunciadas con la voz cavernosa del Señor Pinto, no parecían presagiar nada bueno.
¿Ocurre algo, Señor?
No, nada importante. Toma asiento ¿Fumas?
No, no fumo. Y apenas bebo. Soy un poco aburrido, de hecho.
Tal vez avergonzado por mis palabras, depositó su flamante puro en un cenicero de plata, y, con las manos entrelazadas, y los codos firmemente plantados sobre su mesa de caoba del despacho, me miró fijamente a los ojos antes de decir:
Seré franco. Quiero que cuides y protejas a Sergio
Yo me quedé boquiabierto al escuchar esa inesperada recomendación, que, en sus labios, sonaba más bien a orden tajante e inapelable. Se notaba que era un hombre acostumbrado a mandar, en casa tanto como en el trabajo.
¿Qué quiere decir exactamente?
Lo que oyes, Alberto. Mi esposa y yo pensamos que tú eres la respuesta a nuestras oraciones al Altísimo. Sí, tú eres la persona indicada para devolver a Sergio al buen camino, al sendero estrecho de la virtud. A nosotros ya no nos hace ni caso. En multitud de ocasiones le he amenazado con echarle de casa, y con gusto lo haría si estuviera en mi mano, pero Carmen no quiere ni oír hablar del asunto. Y, porque no se lleve el disgusto de su vida, he estado transigiendo con esta situación tan desagradable, en la que mi propio hijo se ha corrompido hasta el extremo de escuchar esa satánica música y vestir de negro riguroso, como esos diabólicos amigotes que le acompañan desde hace un tiempo.
Pero yo no puedo hacer nada para evitar eso. No me puede pedir que haga de policía de su hijo
Claro que puedes hacer algo. Y lo harás. He observado que Sergio siente una especial debilidad por ti. Escucha todo lo que dices con suma atención. Y te aseguro que eres la única persona con quien le ocurre algo así. Bien, por ahí podemos empezar. Quiero que sepas que las puertas de esta casa estarán abiertas para ti en todo momento. A cambio, te pido que vigiles a mi hijo y no dejes que se salga de madre en modo alguno. Si tú le acompañas, no me importa que salga de noche por ahí. Pero quiero resultados. Quiero ver un cambio en pocos meses.
Me dirigió una imperiosa mirada, como exigiendo una respuesta inmediata y apropiada.
No le prometo nada, señor Pinto. Pero haré lo que pueda. Su hijo es difícil de convencer, y bastante duro de mollera.
Lo sé, soy su padre. Pero no desfallezcas por eso. Toma, esto te ayudará me extendió una de las consabidas estampas de Monseñor Escrivá de Balaguer- Los milagros existen, Alberto y volvió a tomar el puro entre sus nudosas manos La prueba viviente eres tú. Un ángel para velar por ese aprendiz de Lucifer en que se ha convertido mi hijo.
Creo que me sonrojé al escuchar que me comparaba con un ángel del cielo. Aquella tarde-noche había sido demasiado surrealista para mí. Con la estampa del futuro Beato entre mis manos salí de la casa, ya de noche cerrada. Al pasar por delante de la ventana de Sergio, pude percibir una silueta en ella, que no podía ser sino la suya, terminándose de fumar el canuto previo, y mirando hacia la luna llena con expresión ausente. Desde luego, si mi empeño iba a consistir en regenerar a un personaje tan embebido de las corrientes de su época como era Sergio, e intentarlo llevar de vuelta a la puerta de la sacristía, me esperaba para el futuro una labor simplemente titánica.
(Continuará)