El ancho de un hilo
La distancia entre la cordura y el precipio del amor no es más que un hilo
La diferencia entre dios y el diablo muchas veces no es más que la distancia de un hilo, y si no lo ves no pasa nada, pero como lo puedas distinguir jamás tu vida será igual, nunca más confundiras el comer con el ver comer, ni el follar con el cielo absoluto. Cada uno llega al nirvana a su ritmo, pero en mi caso cada vez que he avanzado pasos agigantados en mi disfrute con las mujeres, estaba tan cerca el goce absoluto, como de la absoluta imbecilidad en el sexo, tanto que luego parecia mentira no haberlo visto antes.
Con ventipocos me creía el rey del mambo, como todos, y tenía una idea clara de lo que necesitaban las mujeres, un buen pollón, follarlas lo más posible y poco más, y para ser un caballero avisar cuando te corres; aunque a veces tenía dudas si tenía que dar las gracias o no.
Pero antes de los veinticuatro, con tres episodios casi seguidos se me cayeron los palos del sombrajo. Mi idea de las mujeres cambió de una forma radical , y en cada ocasión todo dependió de un hilo.
Tenía una semana para descansar en mi ciudad antes de viajar al siguiente trabajo. En mi casa no me comía un torrao normalmente, sería que ya no conocía a nadie, o que mi acento no llamaba la atención, o sería que se me veía la desesperación en la cara, no se, el caso es que lo normal es que acostara harto de copas.
Sentada en la barra a mi derecha había una rubia impresionante, unas tetas enormes, y una boca carnosa y húmeda, tragaba saliva y se relamia sonriendo constantemente al camarero. Intentaba hablar con el, un muchachito guapo de almanaque que no le hacía ni puto caso. Por más que la rubia hacía o decía, el otro no reaccionaba, y cualquiera menos ella podía ver que estaba asustado con semejante hembra. Yo me dije, nada que perder, probemos. Ella era inglesa, de unos veinticuatro, y era como Samanta Fox, (por la época estaba de moda lo de los vigilantes de la playa). Como se veía que iba detrás del camarero yo hice como que quería conversar, y hablábamos de literatura inglesa, creo, aparte de escultural era una intelectual que había venido a dar clases a mi ciudad. Pero a mi me tenía loco con esos labios rojos y esa boca que no paraba de salivar. Aguanté la noche como pude, y cuando ella vió perdida su causa con el guaperas de la barra dijo que quería irse a casa. La acompañé tranquilamente paseando, en animada conversación literaria, ni siquiera la rocé, paseábamos sin prisa. Con la excusa de una copa en el camino nos desviamos algo de la ruta. Era tarde para el pub, si es que había alguno abierto ya. Nos sentamos en un banco solitario de un parquecillo y seguíamos nuestras elucubraciones sobre no se qué autor.
Y entonces miré el reloj. Era tarde, me quedaban pocos días de estar en mi casa, tenía unas tetas impresionantes, y una boca húmeda que no paraba de mover, gesticulando mucho con la lengua al pronunciar, pero no me había dado oportunidad ni de tocarla, y la noche se acababa, y si quería encontrar algo abierto debía irme ya. Sentados en el parquecillo veía brillar sus dientes blancos mientras ella hablaba en la semioscuridad, me saqué la polla tiesa y no dije nada mientras seguía mirando su fascinante boca. Ella se calló de golpe. Me miró desconcertada. De perdidos al río, pensé, he hice gesto de cogerla por el hombro para que se inclinase al pilón conforme estábamos sentados. Se puso tensa.¿que quieres? ¿Que te la chupe?.dijo en tono desafiante en su medio español. Vaya pregunta, pues claro. Entonces sin más, se inclinó y empezó a chupar. Y comenzó la primera lección de las muchas que me dieron las mujeres en aquella época y que harían que mi forma de pensar no volviese a ser la misma. Agarró los güebos con delicadeza, con la lengua repasó el capullo del chorreo que traía de toda la noche mirándole las tetas, y de dos chupetones ya tenía la leche en el cielo de la boca. Visto y no visto, no pude hacer nada, sólo avisar, como solía hacer hasta entonces. Para qué, ni le importaba el aviso ni cualquier cosa que yo opinase, disfrutaba como una posesa, era la polla y ella, disfrutando hasta la última gota y la escurría sin sacársela de la boca, ronroneaba como un gatito , me acariciaba los güebos, chupaba con fuerza y otra corrida a su garganta. Yo no tenía ningún control de la situación. Hasta que no se hartó de leche, después de tres corridas seguidas no se la sacó de la boca. Pero todavía me dejó con la polla tiesa. No me había pasado antes. Nunca había conocido una mujer siendo solo hembra hambrienta, sin pensar en nada, sin preocuparse nada más que de su propia satisfacción, el egoísmo hecho sexo, como una fuerza imparable de la naturaleza, y yo solo un comparsa en el cielo. Si me quiere matar a polvos no había nada que alegar. Esto me pilló de improviso, jamás me esperaba ser yo el objeto sexual, sin voz y sin ganas de rechistar; así que para retomar las riendas propuse de terminar de llegar a su casa para ver si follando en la cama volvía mi aparente seguridad. Estaba amaneciendo, y todavía, hasta delante de los pescadores me la chupó dos veces en la playa. Y aunque la gente mirara chupaba con tal deleite que no dejaba una gota en el capullo. Es más, aún lo dejaba tieso y dispuesto para otro chorretón aunque los güebos estuvieran secos. Después de esto jamás he vuelto a avisar a una mujer ni de la hora que es, cada una puede disfrutar como quiera, sólo se que si me ha dado gusto, si la he querido a morir, aunque hayan sido nada más que diez minutos, se ganado la leche para recibirla donde y como quiera. La diferencia entre pasarlo bien o el cielo es un punto de locura animal, tan cerca de la mente lúcida que apenas lo separa el ancho de un cabello.
Pero no sería el único hilo que se iba a romper aquella mañana. Ya en su casa, como yo estaba empeñado en follar , se sonreía en la cama con las piernas abiertas. Definitivamente aquel día no mandaría yo. Dijo que tenía un tampón pero que podía follar si a mi no me importaba. La tía estaba tan buena que se la ha hubiera metido aunque se hubiese dejado los pantalones vaqueros puestos.
Abierta de piernas, flexionó las rodillas y dejó que me acomodara entre sus muslos calientes. El hilo del tampón asomaba de su chocho sonrosado. Ella se sonreía, no será para tanto, pensé yo, le metí la puntita y estaba seco, esto será cuestión de insistir, digo yo, se la metí a fondo, parecía que la había metido en un rallador. Insistía, era como lijarse la polla con la psred. Otra vez para adentro y ya empezaban las quejas, fuera bromas, joder como escocía. Me rompió el frenillo y me dejó el capullo desollado. Ella se reía del escarmiento que le dio a ese jovenzuelo arrogante. A mi me dejó la polla en carne viva, que casi ni me la pude tocar en un mes. Aunque semanas más tarde el susto lo tenía ella. Por más que se metía en la bañera de agua caliente el tampón no le bajaba. Se lo encajé en el útero, digo yo. Y cuando un tiempo después nos vimos lo primero que me hizo fue arañarne la cara hasta el hueso, por lo que, según ella, yo le había hecho con el dichoso tampón. A partir de ahí la relación siguió por derroteros parecidos o incluso aún más absorbentes y violentos el uno con el otro. Pero tengo que reconocer que fue la primera lección que me dio una mujer en el sexo. Si quieres disfrutar de una mujer deja que sea ella misma. Y sea lo sea que le guste, te hará feliz.
Después de ella empecé a dejar que cada una de las mujeres que fui conociendo se descubra a si misma, y aunque fuera novata, la experiencia de un ratito con una hembra egoísta vale más que diez polvos a una mesa camilla. Creo que el resto de las mujeres que me abrieron los ojos a los veinticuatro las contaré otro día. Y todas tienen el factor común que ni ellas mismas sabían como eran hasta que se vieron libres de dejar volar a sus instintos, y por suerte yo pude disfrutar de esos momentos de locura. Lenjinator@gmail.com