El anacrónico tito Diego. Capítulo 8
Mejor leer antes capítulos anteriores. ADVERTENCIA: contiene situaciones homoeróticas. Relatos publicados con anterioridad por otra persona y borrados. Los vuelvo a publicar ligeramente alterados y con permiso, tanta belleza no debe perderse
Asegurándose de estar bien vestida, Cristina abrió la puerta y allí estaba el jefe de la Academia, el Capitán Díaz, vestido con su flamante y ajustado uniforme.
- Buenas tardes, señorita -dijo en su acento castellano-leonés, que a ella siempre le había resultado tremendamente viril, y se cuadró inmediatamente saludando con la mano en la frente.
Las brillantes botas negras, que rozaban casi las rodillas, resonaron en el pasillo con el taconazo que les propinó su poseedor. Y con ello aquellos apretados pantalones ofrecieron un bello espectáculo, resaltando lo bien cuidado que estaba aquel maduro oficial. Los músculos de los muslos, claramente marcados bajo el verde tejido inmanchable, podrían ser la envidia de muchos luchadores anacrónicos (la lucha entre deportistas cubiertos de aceite es el deporte rey en Ánacron). Sin embargo, lo que más resaltaba bajo el pantalón no eran esos músculos, sino el tremendo paquete que se proyectaba hacia delante entre las piernas, deliciosamente acogido bajo la elástica tela, y con unas dimensiones que auguraban deliciosas sensaciones, con los cinco sentidos, para las afortunadas que lo pudieran disfrutar. Además de estas virtudes, el capitán Díaz añadía a su encanto la madurez, ya que debía rondar los 55, y para ella eso era un valor añadido. ¿Se estaba empalmando ó eran imaginaciones suyas?
El oficial de Tráfico de nuevo se sintió incómodo ante la descarada mirada de la sobrina del comandante Don Diego. Esta mujer era increíble, al igual que había hecho en la academia parecía que lo estaba estudiando en detalle de arriba a abajo, especialmente en la entrepierna, lo que lo hacía sentir terriblemente incómodo, así que optó por cruzar su manos en su frente de forma su gorra de guardia aéreo cubriese sus nobles partes.
Además, el aspecto de la sobrina del comandante era sospechoso. Tenía el pelo enmarañado y una bata de tejido ligero, bajo la que casi se la adivinaba desnuda. Y por si esto fuese poco, juraría que había escuchado gritos de placer un rato antes de que hubiese abierto la puerta. Pondría la mano en el fuego que esta tía estaba follando con alguien cuando él tocó, seguro que su novio andaba por allí dentro, y tendría que ser un portento en al cama a juzgar por los gritos que provocaba en esta tiarrona. Don Félix se sintió aliviado de saber la gorra del uniforme tapaba su bragueta, le estaba costando lo indecible controlar el empalme que le producían la vista de aquella hembra y su propia imaginación desbocada. ¡Dios!, se dijo a sí mismo, ¡hay que ver lo buena que está la sobrina de Don Diego!
El polvo tuvo que ser realmente antológico, porque ahora le estaba llegando además un intenso olor a semen, mezclado con el refinado olorcito de un chochito tierno como aquél.
- ¿Qué se le ofrece, capitán? ¿Puedo ayudarle en algo?
“Ya te diría yo en que me podrías ayudar, pedazo de tiarrona…”, pensó el excitado visitante.
- Pues..., venía a ver si estaba su tío, tengo un asunto importante que comunicarle, y he decidido venir en persona. Veo que no está, en ese caso….
- Oh no, capitán, claro que está -respondió ella sonriente-, lo que ocurre es que está echándose una siesta. Pase y siéntese, espere un momento que voy a vestirme, yo estaba haciendo lo propio, y luego lo despierto.
Y tras hacer entrar al capitán, cerró la puerta y salió disparada hacia lo que debía ser su habitación, cerrando la puerta. “Sí, sí, haciendo lo propio”, se dijo a sí mismo el capitán casi sonriendo, admirando como la sobrina movía el culo por el pasillo. A pesar de intentarlo no consiguió ver al maromo que seguro estaba en su habitación. Esta tía era increíble, ¿Habría sido capaz de gritar de la manera que él había escuchado, con su tío durmiendo en la misma casa? O bien Don Diego era sordo, o bien dormía con tapones en los oídos.
En el momento en que iba a sentarse justo en el sofá en el que había bien poco retozaban tío y sobrina, escuchó claramente un ronquido seguido de varios golpes de tos provenientes de la habitación que estaba más cerca, con la puerta abierta, y reconoció la voz de su compañero. Así que en vez de sentarse se encaminó hacía el origen de aquellos ruidos, suponiendo que Don Diego se estaría despertando a causa de la tos.
- Buenas, Diego, espero no molestar -dijo muy bajito dando unos golpes casi imperceptibles en la puerta abierta.
Apenas veía nada, sólo un bulto sin forma sobre la cama que no respondía a su llamada. Una respiración profunda le indicó que el guardia seguía durmiendo, así que se fue acercando a la cama con intención de despertarlo él mismo, sin esperar por la sobrina. La sista parecía realmente profunda, pareciera que se hubiese tomado algo, igual no iba a ser tan fácil despertarlo.
A medida que se acercaba su vista iba adaptándose progresivamente a la penumbra, y cuándo se disponía a tocarle en el hombro, para despertarlo suavemente sin sobresaltarlo, se paró en seco quedándose de una pieza.
Su compañero Don Diego dormía profundamente, efectivamente, y lo hacía boca arriba, roncando a pierna suelta como un bendito. Llevaba puesto un batín marrón a rayas beige, que le servía de apoyo, pero lo llevaba desabrochado y completamente abierto. Sus brazos estaban extendidos a los lados del cuerpo, en una posición de absoluta relajación, y la piernas también estaban ligeramente separadas. Bajo el batín no llevaba nada, estaba desnudo como Dios lo trajo al mundo, dejando en evidencia lo generoso que había sido el altísimo con su compañero. Don Félix no podía creer lo que allí veía.
Era un paquete como nunca antes había visto. En la academia le habían llegado rumores, que corrían entre los cadetes, acerca de que el nuevo comandante tenía unos atributos de impresión, y que usaba unos calzoncillos muy antiguos y que lo hacían parecer algo grotesco. Uno de los cabos incluso comentaba, jocoso, que seguro que Don Diego se ponía bajo aquellos slips un buen par de calcetines enrollados, y que todo era un farol para impresionar a los cadetes.
Pero antes sus asombrados ojos tenía ahora la prueba irrefutable de que aquello era real. La polla, que era un prodigio de hermosura y tamaño, descansaba relajada sobre un par de huevos magníficos, cubiertos de forma leve por algunos pelillos marrón oscuro. El vello se espesaba conforme ascendía hasta el vientre, rodeando al magnífico miembro, arropándolo, y haciendo que destacase aún más, si eso era posible. Era curioso el pelo de Don Diego, casi completamente blanco en la cabeza, luego un desierto sin pelo hasta el pubis, y allí esta bella mata de pelo marrón. El contraste lo hacía terriblemente atractivo, sería un imán para las mujeres, pensó el capitán.
Era una visión gloriosa la de aquel digno servidor de la ley de Ánacron, y Don Félix se asustó al descubrirse completamente empalmado mientras contemplaba el espectáculo. Pero era algo que no podía evitar, se explicó a sí mismo, seguramente sería a causa de imaginarse a aquel ejemplar de macho tirándose a alguna tía.
Y entonces ató lo cabos y una nueva evidencia lo dejó aún más perplejo, el que había estado follando con la sobrina había sido el propio Don Diego. Era evidente, el mismo olor que le invadió cuando estaba con ella en la puerta de la casa le impregnaba ahora la nariz, y claramente procedía de aquel portento de la naturaleza que tenía ante sus ojos. Es más, todavía se podía ver cierta cantidad de líquido blanquecino sobre aquellos cojonazos, haciéndolos brillar de forma leve, al igual que en la punta de la dondieguina polla, cuyo prepucio casi la cubría por completo graciosamente arrugado sobre ella. Aquellos restos del polvo le daban una pátina de auténtica lujuria a todo aquel espectáculo.
El capitán moría de envidia. Al deseo de poseer genitales que igualasen la entrepierna de su subordinado, a pesar de haber sido bien tratado por la naturaleza como bien sabían las muchas mujeres que los habían catado, se unía ahora la envidia que sentía porque aquella sobrina estuvise dispuesta a dejarse penetrar por semejante aparato. Estaba confuso, ya no sabía dónde terminaba la genuina admiración por aquellos varoniles atributos por parte de un compañero de sexo y de trabajo, y dónde empezaba el deseo de sentir el tacto de aquel prodigio.
El sueño seguía venciendo al comandante, y ahora sabía que quizá fuese a causa de la relajación postcoital. A juzgar por los gritos que había escuchado, había debido de ser un polvazo. Así que finalmente se atrevió, imbuido por el sensual olor, a tocar aquello que le estaba llamando tanto la atención, a fin de comprobar mediante el tacto si la vista no le estaba engañando, cual Santo Tomás. Se decidió a hacerlo con la convicción de que era por pura comprobación, vamos, casi por interés científico, enmascarando así el tremendo deseo que sentía de hacerlo por el puro y simple hecho de tocarlo.
Casi temblando aproximó su mano hacia el imponente conjunto, decidido a comenzar por la zona que más le llamaba la atención, que era el lugar donde los huevos servían de apoyo a la exhausta polla. Introdujo su dedo índice entre ambos elementos anatómicos, y se deslizó fácilmente por efecto de la lubricación que proveían los restos de semen y jugos vaginales. Rápidamente alcanzó sin dificultad la raíz del viril miembro, y animado por el éxito agarró los cojones del dormido compañero con la palma de la mano entera, con un cuidado extremo. La sensación le resultó extremadamente placentera, notaba la tersura de la piel del escroto, que le hacía cosquillas al erizarse los vellos que la cubrían. Percibía claramente la contundencia de sus testículos ovoides, elásticos y turgentes, móviles bajo la presa que ejercía su captor, traccionados por el reflejo cremastérico. La polla, a pesar de tanta sobrexplotación, respondió de nuevo a la llamada de la selva, y rápidamente volvió a aumentar de tamaño, retrayendóse el prepucio y descubriendo ante el expectante capitán parte del glande. Aquella maravilla comenzaba a empalmarse a base de movimientos entrecortados, como leves empujones que recordaban a un pez fuera del agua. Se hinchaba un poco más con cada empujón, para luego detenerse como tomando un respiro antes de iniciar otro pequeño empujón, de modo que poco a poco iba adquiriendo un tamaño considerable. Con ello abandonó su apoyo sobre los huevos, se desplazó hacia un lateral cuando estaba ya bastante morcillona, y acabó apuntando hacia la cara del comandante, sobre su vientre pero sin tocarlo, manteniéndose en el aire. Don Félix reparó en la cara de Don Diego, en la que se dibujaba una media sonrisa junto con una expresión de placer, con el ceño fruncido, pero su respiración delataba que seguía durmiendo. Imaginó que el comandante estaría teniendo dulces sueños a causa de sus toqueteos científicos, probablemente soñaba con un nuevo ataque de la lasciva sobrina.
Pero el capitán Díaz se equivocaba completamente. Su admirado Don Diego estaba bien despierto, y desde el mismo momento en que se dio cuenta que su superior entraba en la habitación. Ante la vergüenza de que lo hallase en semejante estado, había decidido hacerse el dormido, esperando que éste se marchase. Tenía amplia experiencia en simular un sueño profundo, lo había practicado muchas veces con su ex-esposa con la intención de escapar de alguna ración de reproches, pero casi siempre sin éxito. Aunque esta vez había sido realmente difícil, tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no pegar un brinco al notar primero el dedo y luego la manaza del capitán agarrándole los huevos. Y aún más esfuerzo tuvo que hacer al comenzar a sentir como su maltrecha polla se empalmaba a toda velocidad sin control. Cuando a veces le parecía que iba a poder controlarla, el maldito capitán movía la mano, que no soltaba su presa, con lo que sentía una desconocida hasta entonces ráfaga de placer que hacía que su polla creciese descontrolada, indicando gozosa lo bien recibidos que eran aquellos impúdicos tocamientos.
“¡Mi Capitán, por favor, no pare, siga!“, se decía el apresado comandante, pues estaba gozando de lo lindo con aquellas manipulaciones, en ese momento le importaba un mierda que fuese de macho la mano que le prodigaba tan grande placer. Si aquella maniobra se prolongaba no podría resistir, y se correría salvajemente. Se imagino haciéndolo sobre el inmaculado uniforme y las lustrosas botas que le gustaba lucir a Don Félix, lo que lo llevó al borde del orgasmo, sólo necesitaba un leve empujón.
Esta vez no fue el timbre, sino la voz de su sobrina la que lo salvó, por la campana.
- Tito, tito, que está el capitán Díaz esperándote -dijo esta bajito desde el pasillo, para no despertarlo de golpe.