El anacrónico tito Diego. Capítulo 14

Esta serie de relatos fueron publicados con anterioridad en este sitio por otra persona, y luego fueron borrados. Como era para mi insoportable que tanta belleza se perdiese para siempre, los vuelvo a publicar ligeramente alterados, con permiso del autor original

Tras despedirse de su sobrina, Don Diego salió a la calle un poco avergonzado, no le hacía gracia andar por ahí sin calzoncillos y con pantalones prestados. Temía que se notase y que alguién lo tomase por un exhibicionista, a él, un hombre serio y cabal donde los haya. Saludó militarmente al chofer, y al instante se arrepintió, temía que los marciales movimientos delatasen la ausencia del calzoncillo.  Se subió entonces al coche con cuidado, sentándose en el asiento delantero, e hizo propósito de ser más cuidadoso.

Durante el trayecto el conductor no quitaba ojo a la entrepierna del oficial que iba sentado a su lado. Había escuchado hablar, como todo el mundo en la Academia, de los calzoncillos del comandante y de su enorme paquete. Y desde que esta mañana le habían asignado recoger al oficial esperaba con cierto morbo verle vestido con el uniforme y comprobar si había algo de cierto en aquella leyenda. Cuando le vio salir del portal se quedó anonadado, a cada paso del comandante bajando los escalones se perfilaba lo que escondían sus pantalones. La polla, no había dudas de lo que era, se proyectaba hacia arriba en cada escalón, haciéndose evidente justo al lado de la cremallera, al tiempo que un testículo se remarcaba bajo la tela en la otra pierna. Era tal la magnitud del de los bultos, que resultaba evidente que poseía un buen pollón y unos huevazos, y hasta podía decirse que estos sustantivos no eran suficientes para describir tamañas maravillas.

Todo el mundo sabía en la academia que había compañeros a los que les gustaba marcar paquete, algunos incluso pedían tallas más pequeñas de pantalón para que resaltase lo que llevaban dentro. Y no faltaban los que además presumían de ello, asegurando que las tías se volvían locas al verlos tan ajustados. Pero aquello de Don Diego superaba con creces todo lo que había visto hasta ahora. Juraría que no llevaba calzoncillos, o quizá daba esa impresión por lo holgados que solía usarlos, según aseguraban las malas lenguas de la academia, que afirmaban que incluso se le veían los huevos asomando algunas veces por un lado de la íntima prenda.

El caso es que el oficial parecía no darse cuenta del espectáculo que estaba dando, o se estaba haciendo el loco, o le importaba una mierda. Al salir del portal y presentarse ante su subordinado, le saludó con un taconazo, juntando las botas y las piernas para ponerse firme, de forma que quedó en una posición que parecía ofrecer su enorme bulto a quien quisiera tocarlo. Impresionado por la visión, el chofer respondió con el mismo saludo, descubriendo alarmado que se estaba empalmando ante aquel espectáculo. Menos mal que su pantalón de cadete era bastante ancho y disimulaba la erección.

Y ahora lo tenía sentado a su lado, con aquellas botazas tan altas y brillantes, y el ajustadísimo pantalón que marcaba aquellos muslos y que mostraban aquella tremenda protuberancia emergiendo bajo el cinturón dorado con el emblema de la Guardia Aérea. Él había tenido alguna aventura homoerótica con algún compañero de habitación, mientras hablaban de tías, por supuesto, pero nunca había sentido lo de ahora. En este momento estaba tan turbado que sólo podía pensar en ver, o incluso rozar, aquel portento que se adivinaba en el maduro comandante. Era como si su mitad homosexual se despertase cual Mr Hyde, barriendo de un plumazo su heterosexualidad.

  • ¿Y qué, cadete, qué tal van las cosas? ¿Está contento de haber elegido esta especialidad? Lo digo porque a veces es bastante duro esto de vigilar el tráfico aéreo -le dijo Don Diego cortando en seco sus pensamientos.
  • Ah, sí, estoy  muy contento -respondió el conductor intentando que no se notase su distracción y evitando mirar aquello que tanto le llamaba la atención-. Me encanta la Academia, mis compañeros y mis instructores.
  • ¿La lleva bien entonces el capitán Díaz? -preguntó Don Diego mirándole.
  • Yo creo que sí, mi comandante -respondió un poco extrañado por la pregunta y por la alusión al instructor jefe-.  ¿Conoce usted al capitán?
  • Uy, ya lo creo que le conozco -dijo el comandante con un tono que parecía denotar enfado-. Estuvo anoche en casa de mi sobrina… cenando con nosotros.
  • Ah, entonces sí que debe de conocerle bien -respondió el cadete percibiendo cierto deje de incomodidad en su interlocutor-. Es un poco serio y seco, pero creo que es un buen oficial -continuó, esperando de esta manera congraciarse con el comandante.
  • Sí que lo es -añadió Don Diego-. Y como buen oficial tiene una manera de ser muy sorprendente, que se adapta muy bien a las circunstancias.

El comentario dejó descolocado al chofer, que se quedó callado con la vista en la carretera, y alguna que otra mirada furtiva a la entrepierna del comandante. Este mientras aprovechaba el silencio para repasar mentalmente todo el episodio del día anterior, especialmente cuando el capitán comenzó a magrearle los huevos. ¡Joder!, lo recordaba con placer, y se estaba empalmando. Sus huevos comenzaron a quejarse de nuevo, ya que el descanso no había sido suficiente tras la maratoniana sesión de ayer, pero la que más se quejó fue su polla, y no por cansancio, sino porque la sensible piel de su glande acababa de dejar la protección del prepucio y sintió directamente la áspera tela del pantalón de montar. La cabeza del miembro había abandonado la protección del suave algodón de la camiseta de tirantes, que con tanto cuidado había colocado sobre sus nobles atributos, buscando quizá el tacto de sus gastados calzoncillos. Pero lo que había encontrado, en cambio,  era el áspero pantalón de Don Félix, haciendo que casi le doliera aquella zona tan sensible de su anatomía. Además, al mirar hacia abajo apreció alarmado que el motivo de sus desdichas y placeres se perfilaba claramente bajo la verde tela, e intentó mediante un pellizco ponerla a buen recaudo. Pero la ausencia de sus apreciados slips, y el ajustadísimo espacio en el que se estaba moviendo su miembro viril, hicieron que se obtuviese el resultado contrario al esperado. El roce del pantalón sin ropa interior le estaba resultando terriblemente placentero y, en consecuencia, el bulto no se escondía, sino que se hacía más evidente por momentos. Y además el cadete no parecía perder detalle, lo estaba mirando con con los ojos que se le salían de las órbitas. ¡Joder, joder! Esta Academia esta llena de sorpresas.

  • Cla… claro que sí, mi comandante -acertó a decir finalmente el cadete visiblemente nervioso, tratando de disimular su interés por la entrepierna del oficial.

No le cabía ninguna duda que Don Diego tenía una erección, y que además se había dado cuenta de que él la estaba observando, a juzgar por la manera de mirarle, y porque tomó su gorra y se la puso directamente sobre el paquete. Además, estaba rojo como un tomate. Sin embargo eso le hacía extrañamente atractivo. Él mismo tenía ya una erección que esperaba disimulase su ancho pantalón de bolsillos. ¿Que me está pasando?, se preguntaba.

Pero sus esperanzas eran vanas. Don Diego se había fijado en su chófer de forma refleja, y juraría que también estaba empalmado. ¡Joder!, él lo estaba al acordarse del puñetero capitán, sus magreos, su polla y la manera de tirarse a su sobrina. Pero en el caso del cadete, ¿qué coño era? Igual al cadete le gustaba el capitán Díaz y se había excitado al mentarlo. Ufff, se le pasó por la cabeza la imagen del capitán y el cadete cambiándose juntos en el vestuario, y la imagen le resultó tremendamente excitante.  ¿Qué me está pasando?, se preguntaba también Don Diego.

Llegaron a la Academia con aquel empalme mutuo, aunque afortunadamente ambos se fueron apaciguando al entrar en el recinto, quizá por la marcialidad del guardia de la puerta que les abrió la barrera. El coche atravesó la entrada y el cadete lo llevó hasta el edificio donde se hallaban los vestuarios y el garaje. Don Diego se apeó y se dirigió hacia el despacho del sargento que tenía la planilla del día.

  • Buenos días, mi comandante -dijo el sargento cuadrándose y dando un sonoro taconazo con sus botas.

Era bajito y regordete, pero no por ello llevaba menos ajustados los pantalones, ceñidos hasta reventar casi. El comandante se sintió confortado ante aquella visión, porque iba un poco avergonzado por llevar los pantalones ajustados y sin calzoncillos, sobre todo tras las miradas del cadete, y al ver al sargento de la misma guisa ya no se sentía un bicho raro.

  • Buenos días, sargento -respondió Don Diego con el mismo gesto, advirtiendo que el sargento lo miraba de arriba abajo y asentía apreciativamente.
  • Ya veo que ha aprendido a llevar bien nuestro uniforme, señor, no todo el mundo sabe hacerlo. Hay que saber transmitir autoridad con él, sí señor.

Aún asintiendo con amabilidad ante el halago, el oficial no compartía esas opiniones del sargento. Seguían disgustándole esos pantalones tan ajustados.

  • Por cierto -añadió el sargento-. Me parece que le va a tocar salir de servicio con los cadetes, mi comandante. Es la tradición, justo cuando se les entrega el diploma y el nuevo uniforme. Espero que tomen nota y aprendan de usted.
  • Gracias, sargento respondió Don Diego relajado-. No sabía que hoy precisamente tocase salida.
  • ¡Así es, comandante! -tronó detrás suyo la voz del capitán Díaz.

Venía vestido de paisano, y parecía que se dirigía a los vestuarios.

  • Ya veo que usted viene ya vestido de casa -añadió cuadrándose al tiempo que sonreía  de manera ladina, observando cómo le quedaban sus pantalones a su compañero de trabajo…, y de juegos sexuales.
  • Buenos días, capitán -dijo Don Diego, cuadrándose de nuevo-. Creo que tiene algo que devolver...
  • Por supuesto, comandante -respondió el capitán evitando mirar al sargento y  dejar traslucir la naturaleza de la deuda.

Don Félix no pudo evitar fijarse en el tremendo paquete que mostraba su subordinado con sus pantalones puestos. ¿Llevarìa también sus slips? Ello le hizo comenzar a empalmarse bajo sus pantalones de pinzas, dentro de los prestados calzoncillos del comandante. No había podido resistir la tentación de ponérselos de nuevo esta mañana, y ahora guardaban celosamente sus partes privadas.

Salió hacia lo vestuarios de forma repentina, ya que de lo contrario temía correrse allí mismo delante del sargento y el comandante. El roce de su polla con el dondieguino algodón lo estaba poniendo a mil.

  • Ahora nos vemos, voy a ponerme el uniforme -dijo a modo de despedida dirigiéndole otra mirada llena de ironía.

El sargento se encaró de nuevo con Don Diego tras la interrupción.

  • Venga, comandante, pase a tomarse un café a la cantina, que le da tiempo -le dijo.

El local estaba muy animado y ruidoso, lleno de cadetes y oficiales. Los primeros estaban especialmente felices, luciendo sus botas de montar nuevas e inundando todo el local a un intenso olor a cuero. Ya comenzaban a hacer apuestas a ver cuál de los oficiales les haría el fuelle de las botas, toda una tradición y rito iniciático en la academia.

Por su parte, Don Félix sintió alivio al llegar a los vestuarios y ver que estaba solo, así nadie iba a verlo con semejante erección. Los cadetes estaban ya en la cantina, esperando su bautismo de botas, a la espera de coger unas pinzas y darle la forma al fuelle. Era como darle la vara de mago a los cadetes, y les hacía bastante ilusión.

Pero Don Feliz se equivocaba, no había reparado en el único cadete que no había llegado todavía a la cantina y que estaba con él en el vestuario. Se trataba del que había traído a Don Diego, que llegaba tarde debido al retraso en recogerlo. Estaba cambiándose para ponerse los flamantes pantalones de montar cuando se percató de la entrada del instructor jefe, y se había asustado ante la posibilidad de ser reprendido por la tardanza. Sabiendo que en la esquina en que estaba Don Felix no podría verlo a no ser que inspeccionara todo el vestuario, trató de hacer el mínimo ruido posible. Sin embargo él sí podía podía ver al jefe sin que notase su presencia, y decidió esperar a que se fuera para salir, si lo conseguía se libraría de una buena.

Don Félix comenzó a silbar al tiempo que desabrochaba la camisa, quitándosela y mostrando al cadete lo bien conformado que tenía su torso para sus 50 y muchos años. El capitán tenía fama de ligón y putero, y había escuchado que dejaba a las tías bastante satisfechas. Procedió a ponerse la camisa reglamentaria  verde y desabrocharse el cinturón, y de un golpe dejó caer los pantalones al suelo tras desabrocharse el botón y bajarse la cremallera. El cadete esperaba divertido poder  ver al instructor jefe en paños menores, le habían dicho que en cuestiones de calzoncillos era un pijo, le gustaba de usar slips de Hugo Boss ó Calvin Klein.

Así que se quedó muy sorprendido al verlo con aquellos calzoncillos enormes del año de María Castaña, de color entre celeste y blanco, de marca indefinida, bastante gastados por el uso, y permitían que los imponentes atributos de su poseedor bailasen a cada movimiento de su cuerpo. Porque sujetar, lo que se dice sujetar, lo hacían más bien poco. Y tapar, tapaban a duras penas, porque ahora que lo estaba viendo de perfil mientras trasteaba en su taquilla, podía ver cómo destacaba la oscuridad de su vello púbico, junto a la blancura de su huevo izquierdo. Pero lo más sorprendente de todo era comprobar como el ancho calzoncillo era estirado hacia el frente sin ningún problema por lo que a todas luces era una erección bien dura. Eso hacía que los calzoncillos perfilasen un poco mejor el culo, ese culo que era famoso en la academia, se decía que ni el Bruce Willis ni el Kevin Costner tenían nada que envidiarle, y lo que podía ver ahora realmente confirmaba  la afirmación. La verdad es que aquellos calzoncillos los lucía más bien como un taparrabos, le recordaban la descripción que hacían de los que usaba Don Diego.

Y otra vez el cadete estaba comenzando a empalmarse, justo ahora que le estaban esperando sus compañeros e instructores para darle el diploma. ¿Pero qué coño le estaba pasando?, se preguntó de nuevo. Para empeorar las cosas, justo en ese momento Don Félix alzó la pierna para meterse la pernera del pantalón y le mostró, al doblarse el amplio slip, el esplendor de sus nobles partes, dejándole completamente anonadado. Nunca había visto un hombre con semejante aparato, y su inexperta polla respondió alcanzando una erección completa bajo un slip que sí era de Calvin Klein, al ver al representante de la autoridad más suprema para él en ese momento con su oficial virilidad casi al aire. El oficial comenzó a subirse los pantalones, pero al intentar subirse la cremallera paró en seco.

  • ¡Joder!, me he pillado un huevo -dijo casi gritando-. ¡Me cago en los calzoncillos del comandante.

Se bajó los pantalones y los calzoncillos de un tirón, quedando completamente desnudo de cintura para abajo, con ambas prendas a la altura de sus tobillos.

El cadete se quedó atónito. ¡Eran los calzoncillos de Don Diego! ¡Y el capitán Díaz los llevaba puestos! Bueno, hasta ese momento, ahora le mostraba su madura y espléndida desnudez para su deleite.

Para complicar aún más las cosas al cadete, el dueño legítimo de aquella prenda entró en los vestuarios justo en ese momento, pues el café le había provocado unas ganas tremendas de mear. Los urinarios se encontraban al otro lado de la zona de taquillas, y allí se apostó el comandante ajeno completamente a la presencia de los otros guardias. Se bajó la cremallera mecánicamente, sin acordarse de que no llevaba calzoncillos, y dispuesto a introducir los dedos por el ojal de aquello que no llevaba. Dió un respingo al reparar en que su polla y sus huevos iban a pelo con el pantalón, y reconoció que era una sensación extraña pero placentera, que le provocaba un agradable cosquilleo en sus huevos, libres bajo la tela.

Una vez que la sacó la polla por la abierta bragueta comenzó a mear aliviado, lanzando un fuerte chorro de orina que hizo volver la cabeza a sus compañeros de vestuario. Ambos contuvieron el aliento al ver la figura del comandante Don Diego de pie, abierto de piernas, luciendo inocentemente sus altas y brillantes botas, sus fuertes muslos, su tremendo culo embutido en el ajustado pantalón, su ancha espalda, y su blanca cabellera peinada hacia atrás. Miraba hacia abajo, de modo que dejaba ver cómo su cabello era casi negro cerca de su nuca, observando como el chorro salía fuerte de la meona polla que sujetaba con su mano derecha.

A Don Félix aquel espectáculo le provocó una erección completísima, le resultaba tremendamente excitante. Ver a cualquier hombre en aquella postura tan viril y propia de un Guardia aéreo era una delicia, pero en el caso de Don Diego era un espectáculo de Dioses. Transmitía tanta potencia, tanta virilidad, que hasta sus más firmes cimientos heterosexuales se estaban tambaleando ante la maravillosa visión, como atestiguaba su cimbreante miembro. Añadía morbo además el hecho de que el objeto de su admiración no sabía de su contemplación, por no hablar del dorado chorro de orina que veía caer en la cerámica del blanco urinario. Su caudal le provocó cierta envidia, él a sus años ya notaba una clara disminución del chorro, ¡maldita próstata!

El cadete, por su parte, creía iba a correrse en cualquier momento de solo observar aquella escena digna de dioses. Don Félix, el severo instructor, se le presentaba ante él con la camisa abierta, desnudo de la cintura para abajo, con sus calcetas blancas y con los pantalones  y los calzoncillos (de Don Diego) bajados en sus tobillos. Toda su oficial virilidad estaba erecta, emergiendo de una mata de vello negro como el carbón, con dos enormes huevos que colgaban en caída libre entre las separadas piernas. Parecía además que el oficial estaba embobado, mirando a aquel otro delicioso oficial  que meaba ignorante de estar siendo observado, y que justo en ese momento se colocaba las manos en la cintura suspirando y mirando al cielo. El cadete tuvo que reprimir un gemido de puro gusto, y no tuvo más remedio que bajarse sus Calvin Klein para dejar al aire su polla, pues tenía la sensación de que iba reventar en cualquier momento.

Don Diego seguía meando como a cámara lenta, sin que acabase aquel instante eterno y maravilloso, pero finalmente el chorro comenzó a disminuir. Las manos abandonaron la cintura y se cogió la polla, bajando la cabeza. Comenzó entonces la sacudida que acompañaba a toda buena meada, lo que excitó sobremanera a Don Félix. El imaginarse a su subordinado sacudiéndose aquella preciosa herramienta que había tenido el privilegio de ver le había provocado tal excitación que tenía la sensación de que al más mínimo roce se correría sin remedio. El cadete observaba también la sacudida completamente entregado, resistiendo el impulso de acercarse al urinario para poder ver por el mismo aquella maravilla de la que todos hablaban, y que había hecho que hasta el viril y autoritario Don Félix se rindiera a sus encantos, hasta el punto de usar sus slips, en un acto de fetichismo que nunca se hubiese imaginado en aquel macho.

En esto que el objeto de su perversa admiración exprimía ya las últimas gotas de su adorado miembro, ajeno a toda la tormenta que estaba desatando en el vestuario. Se guardó la polla olvidando de nuevo la ausencia de sus calzoncillos, de modo que al subirse la cremallera se pilló de nuevo otro de sus vellos, y esta vez le provocó un grito de dolor.

  • ¡Auuu, coño! -dijo el inocente comandante ajeno a que sus palabras iban a ser oídas por sus inesperados testigos-. ¡Me cago en los pantalones del capitán! ¿Por qué coño serán tan ajustados? ¡y encima sin mis calzoncillos!

El susodicho quedó a punto del orgasmo al oír que le nombraba con aquel grito tan viril. El cadete no salía de su asombro, Don Diego estaba usando los pantalones del capitán, efectivamente sin calzoncillos, los cuales llevaba el capitán. Estaba casi mareado por el placer de enterarse de algo tan morboso, lo que le hizo perder el equilibrio y se caer formando un estruendo espantoso.

  • ¿Quién anda ahí? -dijo Don Diego asomándose al pasillo-. Ah, es usted, cadete, ¿se ha hecho daño, necesita que le ayude?
  • No, no, mi comandante, sólo he tropezado -se apresuró a decir.

Nada deseaba más que tenerlo cerca, pero fue capaz de controlarse y evitar la que sin duda sería una corrida tremenda en su presencia. Se aseguró de que su tiesa polla quedaba entre sus piernas, oculta a su admirado oficial.

  • Es la falta de costumbre -añadió sonriente el cadete.
  • Para que no tarde mucho es mejor que le ayude, que hay que hacer el fuelle a las botas -respondió el oficial agachándose y tomándolo por el brazo y el hombro.

Con esa maniobra Don Diego acabó mostrando cómo surgía en su entrepierna su inmenso paquetón, y como se dibujaba en la tela, como una deliciosa flor, una mancha húmeda justo donde acababa su viril miembro. Por mucho que se la había sacudido, algunas gotas habían acabado empapando aquella zona del pantalón. La polla del cadete, embutida entre sus piernas, no  pudo resistir por más tiempo y comenzó a eyacular a borbotones al sentir el cadete las manos de su admiradísimo superior ayudandolo a levantarse. No recordaba haberlo tenido nunca un orgasmo igual. Intentó disimular el gesto, pero no era fácil, y el solícito maduro se dio cuenta que algo le pasaba.

  • ¡Pero, cadete! ¿le hago daño? -dijo Don Diego preocupado ante la expresión que estaba poniendo el joven guardia, que creía estar en el mismo paraíso al sentir la caliente manaza en su hombro.
  • No… Es sólo…  Un poco de dolor, es muscu… Muscular -acertó a decir casi babeando de gusto el futuro servidor de la ley.
  • ¿Está usted seguro, cadete? Igual hay que llevarle a la enfermería -dijo Don Diego mientras miraba la extraña postura del veinteañero, que hacía todos los esfuerzos por ocultar su polla entre los muslos.
  • Si, sí..., cla…, claro, mi comandante. Ya puedo yo solo.
  • De acuerdo, le esperamos en la sala. Si veo que tarda enviaré a alguien -dijo finalmente el oficial dispuesto a marcharse.
  • Gra… gracias, mi comandante -dijo el cadete al tiempo que Don Diego se giraba enfilando la puerta.

Por fin pudo el cadete ponerse en pie, dejando al aire la maltrecha polla. Esta, al verse libre y como homenaje al delicioso oficial que se marchaba moviendo aquel hermosísimo culo, emitió un chorro final de leche que describió una curva digna de un problema de física y balística y fue a depositarse en el talón de la bota derecha de su querido oficial.

Todo el asunto no pasó desapercibido al capitán, que se acercó fulminándolo con la mirada. Venía tan ofuscado que aún llevaba los pantalones y los calzoncillos por los tobillos, andando de forma cómica, y aún mostraba el enhiesto miembro asomando entre los faldones de la abierta camisa.

  • ¿Qué hace usted aquí ,escondido? -le espetó furibundo.
  • Pues lo mismo que usted, mi capitán -acertó a decir el cadete rojo como un tomate, y sin quitar ojo de la enorme polla del oficial.

Trataba sin éxito de dirigir su mirada a otro sitio, pero era imposible, a pesar de que ya se sentía terriblemente avergonzado ante la posibilidad de que el oficial hubiera visto el episodio anterior.

  • Yo me estoy poniéndome el uniforme… -comenzó Don Félix, pero paró también avergonzado.

Él también estaba alcanzando ya el color púrpura, debido a la vergüenza al percibir el ensimismamiento del cadete hacia su miembro, y se agarró el faldón de la camisa para ocultarla.

Y entonces se precipitó todo. El faldón de la camisa de Don Félix rozó por un instante la punta de su tiesísima polla, loque hizo que esta comenzara a correrse a borbotones, emitiendo tal cantidad de semen, y con tanta fuerza, que un trallazo fue a parar directamente al urinario que había usado Don Diego. El cadete, que no se podía creer lo que estaba viendo, recibió además otro disparo de la polla de Don Félix, recibiendo el caliente semen justo en su expuesto escroto. Y de ahí pasó a emular a su instructor (como buen alumno que era), y comenzó a sentir otro  orgasmo mientras observaba a Don Félix correrse. El chorro del cadete era casi igual que el previo con Don Diego, ¡bendita juventud!, y se mordía con fuerza el puño para no gritar de puro gusto. Su polla lanzaba su abundante corrida por todos lados, alcanzando las piernas de Don Félix, el tacón de la bota izquierda, y sobre todo los calzoncillos de Don Diego en los tobillos de Don Félix, que acabaron empapados.

  • Mi… Mi… Mi capitán -balbuceó el cadete, que se había puesto en posición de firme de forma refleja, pero lanzando aún los últimos chorros de leche y jadeando de gusto.
  • Di… Diga, cadete. -dijo el capitán exhausto, completamente entregado al orgasmo mutuo que había provocado la visión del comandante.
  • Habrá que ir a la ceremonia… -dijo el cadete tratando de ignorar la situación en que se encontraban.

Don Félix asintió volviendo a la realidad. Se quitó los pantalones y los calzoncillos y, para sorpresa y deleite del cadete, se colocó los pantalones a pelo, lo que le llamó poderosamente la atención.

  • Es culpa de mi mujer -dijo el capitán tratando de disculpar el tamaño de los calzoncillos antes de que le preguntase-. Creo que los lavó con agua caliente y se han quedado grandes.

Y sin más lanzó los calzoncillos de Don Diego a la papelera.

  • Ya aprenderá usted que a veces es mejor ir sin ropa interior, para que el uniforme siente mejor -añadió guiñando un ojo al cadete.
  • Por supuesto, mi capitán -contestó el cadete sonriendo también con malicia. De alguna forma sentía una extraña complicidad con su superior.

Continuaron vistiéndose rápido, que se había hecho tarde, pero al cadete le sobró tiempo para, en un descuido del capitán, rescatar la preciada prenda de la papelera. Se la guardó rápidamente en el bolsillo de sus pantalones, para uso posterior, aunque de momento no tenía ni idea de que iba a hacer con ellos.

Tras terminar de vestirse llegaron por fin al salón. El cadete estaba feliz de tener en su bolsillo semejante tesoro, y observaba curioso como su dueño legítimo departía alegre con los compañeros. Advirtió que el talón izquierdo del comandante mostraba una zona blanquecina, y le excitó sobremanera el reconocer que la mancha era producto de su propia leche, que había caído en el talón de la brillante bota del inocente oficial y resbalaba ya hacia el suelo. Miró furtivamente hacia las botas de Don Félix, que acababa de entrar con él, y efectivamente otra mancha de igual procedencia resbalaba del tacón de la bota del capitán.

Aquello le hizo sentirse especialmente poderoso, al haber sido capaz de mancillar el esplendor de las botas de sus admirados oficiales con su semen, y ninguno de ellos se había dado cuenta.

  • ¡Que bien se te ve, Miguel! -le dijo un compañero suyo-. Pareces muy feliz.
  • Es que lo estoy, Nacho, lo estoy - le contestó Miguel sonriente.