El amor de mi vida sigues siendo tú

Sensual historia, que no es tan difícil que ocurra. La he conocido.

El amor de mi vida sigues siendo tú

1 – En la escuela

Deseaba en verano que acabasen las vacaciones. A mis padres les extrañó que me sintiese tan feliz cuando se acercaba el comienzo del curso. Yo era muy mal estudiante. Siempre estaba en una nube; siempre estaba esperando a que por la puerta entrase don Heliodoro (ET, le decían mis compañeros). Aquel hombre me dio clases de matemáticas durante un par de años y, desde el principio, me hacía estremecer cuando subía a su mesa sobre el encerado.

  • ¡Fernando Martínez! – gritó - ¡A la pizarra!

Mis piernas temblaban recorriendo el estrecho pasillo que quedaba entre las bancas y que me llevaba a su lado; a la pizarra; al cadalso. Cogía la tiza y ni siquiera oía lo que me preguntaba.

  • ¡Vamos, Martínez! – me decía - ¿Es que nunca vas a resolverme un problema? ¡Despeja esa ecuación!

No podía apartar mi vista de sus cabellos dorados, rizados y cortos sobre sus ojos claros y acaramelados de mirada hipnotizante. No podía evitar mirar a sus pantalones de pana verde abultados entre sus piernas. No podía evitar oír música en vez de una pregunta: «La ecuación de segundo grado». Se me cortaba el aliento si me daba el trozo de tiza con el que había estado escribiendo y me rozaba sutilmente los dedos. Se me nublaba la vista cuando se levantaba y se acercaba a mí para corregirme.

  • ¡Vamos, chaval! ¡No es tan difícil! ¿Por qué no estudias?

«¿Por qué no estudio?», pensaba siempre; porque lo único que me cuadraba en mi mente eran los números de su rostro; el cálculo de su altura; el resolver aquella amargura que me ahogaba todas las noches delante de sus incomprensibles fórmulas. En el papel del libro no había texto; no había ilustraciones; ¡estaba su rostro!; ¡mirándome! Besaba las hojas aún exponiéndome a que mi madre me viese hacerlo y me tomase por loco. ¡Heliodoro! ¡Don Heliodoro! ¿Por qué no puedo decirte nada? ¿Por qué no me dice usted algo?

Tenía el libro lleno de pequeñas pollas dibujadas en una esquina de cada página. En cada una, la pollita estaba un poco más en vertical. Cuando llené el libro de aquellos dibujitos, pasaba las hojas resbalándolas sobre mi dedo pulgar y veía cómo la pollita iba creciendo y se iba levantando. Me lo enseñó tío Carlos, que era aficionado a animar dibujos. Si hubiese sabido dibujar bien, no hubiese puesto allí aquella pollita, sino la cara de Heliodoro cambiando; abriendo y acercando sus labios a los míos.

  • ¡Tendré que decirle al señor director cómo es tu conducta! – me amenazó - ¡Escribirá una carta a tus padres diciéndoles que se preocupen más por los estudios de su hijo! ¡Vuelve a tu asiento!

Mis compañeros pensaban que lloraba porque me había reñido:

  • ¡Qué tonto eres! – me susurró Abascal - ¡Este tío no es capaz de hablar con el director!

Y yo sabía que no iba a hablar con el director; que no se atrevía a hablar con el director. Sabía que nunca iba a hacerme eso. No lloraba por sus amenazas; lloraba porque me rompía el corazón cuando me miraba enfadado. ¡No te enfades conmigo, Heliodoro! ¡No puedo estudiar sin ti! ¡Hazme caso! ¡Dime algo, aunque sea mentira! ¡Dime que me miras cuando yo no me doy cuenta! ¡Dime que te escondes tras los naranjos de la salida para verme pasar! ¡Dime que me observas por la ventana durante la clase de gimnasia! ¡Miénteme; pero dime algo!

2 – A la salida

Pasé así casi todo el segundo año que me dio clases. A veces, hasta los compañeros se daban cuenta de que llevaba los ojos hinchados y rojos por la mañana.

  • ¡Eh, míralo! ¡Luego dice que no llora en su casa!

Se levantó de su mesa aquella mañana, mientras estudiábamos para un examen, y lo vi acercarse con el rabillo del ojo. Puso su mano cálida, de tenerla en el bolsillo, sobre mis hombros. No levanté la vista de la mesa. ¡No había libro! ¡No había papeles!

  • ¡Ven, Martínez! – acercó su boca a mi oreja - ¡Quiero hablar contigo!

¿Por fin?, me pregunté; ¿Me irá a decir algo? Me llevó hasta el patio con su brazo sobre mi hombro y mi mirada fue recorriendo las losetas sucias del aula hasta salir al aire libre. Apoyó mi espalda en la pared dejando sus manos sobre mis hombros y agachándose preocupado.

  • ¡No me gusta verte así! – dijo - ¡Igual que te digo que no me parece bien que no estudies, te digo que no quiero verte así! ¿Qué te pasa? ¡Deja que te ayude!

No podía contestarle. No me estaba diciendo lo que yo quería oír de su boca.

  • ¿Tienes a algún familiar enfermo? ¿Te duele algo? ¡Hablaré con el director; no quiero verte así!

Fue entonces cuando se me abrió la boca y levanté mi vista. Muy cerca de los míos, estaban sus ojos. Su mirada me estaba atravesando. Sus manos me iban a hundir, derretido, en el suelo.

  • ¡Está bien, chico! ¡Vamos adentro! ¡Toma! – me ofreció su pañuelo - ¡Límpiate esa cara, hombre! ¡No me gusta que tus compañeros se rían de ti!

Se incorporó y me llevó hasta mi sitio poniendo una mano en mi espalda. Cuando me senté, se fue hacia su mesa y, a mitad del pasillo, se volvió un solo instante a mirarme. «¿Por qué me haces esto, Heliodoro? ¿Por qué no me hablas tú? ¡Yo no sé; no puedo!».

Metí los libros en mi macuto antes de que sonase el timbre. Pensaba irme a casa y faltar a clase hasta que mis padres se diesen cuenta o los avisaran. Ni quería estudiar ni quería sufrir aquel suplicio. Pensaba en perderme por la ciudad caminando siempre adelante por cualquier calle hasta que se acabasen las casas y perderme luego entre los matojos rodeados de basura. ¡Eso era yo: basura!

Bajé los escalones de la puerta principal solo. A mis compañeros no les gustaba venirse conmigo; estaba todo el tiempo triste o llorando.

  • ¡Martínez! – me dijo Carrasco - ¿Por qué no le dices al cura que tu padre te pega? ¡Se te nota en los ojos!

No miraba nunca a ningún sitio; agachaba la cabeza para que tampoco por la calle me preguntasen las señoras que si me pasaba algo. ¿Qué les iba a decir? Caminé hasta la esquina y la doblé para irme a casa. Sabía que mi madre no me iba a dejar comer tranquilo haciéndome preguntas. ¿Y por qué no les preguntaban los curas a mis padres? ¿Por qué mis padres no daban quejas al director?

Tropecé con alguien y se me cayó el macuto. Me agaché a recoger los dos libros que se habían salido y una mano cogió la mía.

  • ¡Martínez! ¡Dime qué te pasa! ¡Yo puedo ayudarte!

¡Oh, no! ¡Dios mío! ¡Era él! Había puesto una mano en mi rodilla al aire por el pantalón corto del uniforme.

  • ¡Vamos, hijo! ¡Levanta! ¡Mira siempre al frente! ¡Estaba esperándote y ni me has visto!

¿Cómo? ¿Qué había dicho? ¿Qué había yo entendido? ¿Estaba esperándome? ¿Para qué?

  • ¿Vives muy lejos? ¡Voy a acompañarte a casa!

  • ¡No, no! – sorbí los mocos - ¡Vivo cerca!

  • ¿Cerca? – me sonrió - ¿Temes que hable con tus padres?

  • ¡No! – le grité - ¡Con mis padres no!

  • ¡Tranquilo, Fernando! – me llamó por mi nombre - ¡Tómame como a un amigo, no como a un profesor! Aquí nadie dice nada; nadie resuelve nada. Yo no quiero verte así sin saber lo que te pasa. En la escuela nadie te pone una mano encima y en tu casa… me parece raro. Pero es que tampoco veo que nadie te eche una mano ¿Por qué no hablas? ¡Dime lo que sientes y yo procuraré ayudarte!

  • ¿Puede usted ayudarme? – le pregunté con temor - ¡Prométame que no le dirá a nadie lo que me pasa!

  • ¡Pues claro! – volvió a agacharse para mirarme de cerca - ¿Tampoco vas a confiar en mí? ¡No puedes ir así por la vida! ¡Necesitas una mano que te ayude! ¿Cuál puede ser?

  • ¡La suya, don Heliodoro! – casi no me salió la voz - ¡Sólo la suya!

  • ¿La mía? – noté que se asustó - ¿Por qué la mía? ¡Estoy dispuesto a ayudarte, pero si no hablas, no puedo echarte una mano!

  • Es que… - no sabía explicarme - ¡No sé! ¡Nadie me ayuda!

  • Te estoy diciendo que quiero ayudarte, Fernando – volvió a sonreírme - ¡No digas que nadie te ayuda! En cierto modo tienes razón. Alguien debería ya haberte preguntado qué te pasa. Me da la sensación de que ni tú quieres decirlo ni a nadie le interesa tu problema; porque tienes un problema y no es de matemáticas.

Asentí cabizbajo y noté sus dedos posarse con delicadeza en mi barbilla y levantarme la cara. ¡Nos estábamos mirando a los ojos! ¡Me estaba mirando! Le sonreí.

  • ¡Así! – me dijo - ¡Así quiero verte! ¡Llorando estás muy feo!

  • ¿Sí? – ¡lo estaba escuchando! - ¿Estoy feo cuando lloro?

  • ¡Claro, chico! – volvió a ponerme la mano sobre los hombros -; con lo guapo que eres… ¿por qué lloras y te pones tan feo?

No pude contestarle. Me había dicho guapo. No quería que llorase; quería verme sonreír. ¿Por qué?

  • ¡Ven conmigo! – me habló en voz baja - ¿Hacia dónde vives?

  • Hacia allí – le señalé la otra esquina -, pero no quiero que me lleve a casa.

  • ¡Es que no pienso llevarte a casa! – me apretó el hombro - ¡Vamos a dar un pequeño rodeo y me cuentas lo que te pasa! Luego, te vas tú a casa tranquilo y yo también.

  • ¡Sí, don Heliodoro! – respondí - ¡No sé cómo contárselo, pero le diré lo que me pasa si usted me ayuda!

  • Pues… de momento – dijo -, como no estamos en clase, dime Helio. Ahora somos amigos… ¡Piensa que no soy tu profesor!

  • ¿Puedo? – pregunté incrédulo - ¿Puedo decirte Helio?

  • ¡Me parece que sé lo que te pasa! – me revolvió los cabellos -; y voy a ayudarte a que me lo digas. A veces, hay cosas muy difíciles de explicar. Hay cosas que no son matemáticas… ¡Dos más dos son cuatro! ¡Pues no! ¿Por qué tienen que ser cuatro? ¿Y si tú quieres que sean cinco?

No pude evitar pararme y mirarlo casi riendo de felicidad. Heliodoro sabía que dos más dos no eran cuatro. ¡Era el único que me había dicho que podían ser cinco si yo quería! ¡Heliodoro sabía que las cuentas no me salían! ¿Qué hacía un micurrio como yo enamorado de su profesor de matemáticas? ¡Cinco! Le sonreí abiertamente.

  • ¡Ahora, Fernando! – me apretó las mejillas - ¡Ahora es cuando estás guapo!

  • ¿Como tú?

Se puso erguido y serio y miró disimuladamente hacia los lados.

  • ¡Ven por aquí! – me dijo - ¡Vamos a sentarnos en un banco del parque! Pero cuéntame, como sepas, lo que te pasa. Y además, tienes que hacerlo en poco tiempo. No quiero que llegues tarde a tu casa.

Anduvimos no muy deprisa hasta el parque y nos sentamos en un banco que quedaba bajo un árbol muy frondoso. Dejé mi macuto a un lado y lo miré sonriendo. Cuando me di cuenta, me había cogido las manos.

  • ¡Vamos a intentarlo, Fernando! – dijo - ¡Tenemos que resolver esta ecuación! ¡Hay que encontrar la fórmula!

  • ¡Yo sé la ecuación, Helio! – le dije -, pero no sé la fórmula ni la solución.

Me miró pensativo durante unos intensos segundos y seguimos hablando:

  • ¿Quién es la ecuación? – me preguntó más serio -; soy experto en resolver problemas. Si el problema es alguien… bastará con averiguar la fórmula.

  • ¡Sí! – le susurré - ¡La ecuación eres tú y no sé la fórmula! ¡Ni el resultado!

  • ¿Yo? – se quedó pensativo - ¿Soy un problema para ti?

  • ¡No! – pensaba que se iba a enfadar - ¡Un problema no! ¡Es como… como…!

  • ¡A ver! – se me acercó un poco - ¿Sientes algo pero no sabes lo que es?

  • ¡Sé lo que siento, Helio! – dije - ¡Pero no sé por qué lo siento ni la fórmula para dejar de sentirlo!

  • ¿Fórmula? – se había quedado muy serio - ¡Verás, Fernando! Entiendo perfectamente cuál es la ecuación… ¡Mejor dicho! ¡Me parece que la ecuación soy yo! ¿Me equivoco?

  • ¡No! – me sorprendió - ¿Cómo lo sabes? ¿Hay una fórmula para resolverla?

  • ¡Sí, Fernando, hay una fórmula! – me sonrió apretando mis manos -; lo malo es que hay números que están a un lado del «igual» y otros están al otro y… ¡no son iguales!. Me explico. Tú eres el número 12 y yo soy el número 24. Veinticuatro no puede ser igual a doce.

  • ¡No lo entiendo!

  • ¡Otra fórmula, espera! – pensó -. Hay cosas que pueden estar juntas y cosas que no. Por ejemplo, no podemos sumar naranjas con manzanas.

  • ¡Sí se puede! – le dije -, lo que pasa es que el resultado da «frutas».

  • ¡Tienes razón! – movió la cabeza -, pero hay una cosa que todavía no sabes. Cuando me ves, ¿es cuando sientes esa cosa?

  • ¡No! – le dije seguro - ¡La siento siempre!

  • ¡Hijo! – me abrazó contra su pecho - ¡Sé cuál es la ecuación y cuál es la fórmula, pero está prohibido hacer esos cálculos! ¿Me explico?

  • ¡Sí! – me intrigó - ¿Por qué están prohibidos? ¿Quién los prohíbe?

  • La ley, Fernando – me mecía en su pecho -; aunque no conozcas esa ley, hay que cumplirla. Quiero que sepas que soy un número que está al mismo lado del igual que tú, pero no podemos sumarnos. ¡Verás! Las personas de 18 años para abajo no pueden estar con las personas de 18 años para arriba.

  • ¿Cómo que no? – me enfadé - ¡Pues yo quiero estar!

  • ¡Y yo querría, Fernando! – me besó la cabeza -, pero vendría la policía a por mí y me llevarían a la cárcel por estar con alguien de menos de 18 años.

  • ¿A la cárcel? – me asusté - ¿Por qué? ¡Soy yo el que quiero estar contigo! ¡Quiero que me dejes estar contigo!

  • Eso no puede ser, hijo – me contestó triste -; aunque tú dijeras que quieres estar conmigo, yo iría a la cárcel y… ¡supongo que no querrás verme encerrado de la cárcel!

Me levanté asustado mirándolo y temblando.

  • ¿Te van a meter en la cárcel por mi culpa? ¡No! ¡No, no! ¡Me voy! ¡Gracias por ayudarme, Helio! ¡Esa fórmula no me gusta!

Cogí mi macuto y salí aprisa hacia casa. Oía a Helio llamarme y me pareció que me rogaba que volviese, pero ni siquiera miré atrás. Me fui hacia el otro lado de mi casa. Me perdí. Me encontró la policía y me metieron en su coche. Creí que me llevaban a la cárcel por decirle aquello a Helio. Mis padres me cambiaron de colegio. Seguí siendo un mal estudiante. Aprobé el Bachillerato porque alguien me puso unas preguntas fáciles y me regaló un 5. Al salir del instituto por última vez, ya terminados mis estudios, me esperaba mi padre con el coche para irnos a celebrar el cumpleaños de mi hermana. Cuando arrancó y comenzó a tomar velocidad, vi a Helio mirando hacia mi coche. Me puse de rodillas en el asiento para mirar por detrás. Levantó el brazo y me dijo adiós sonriendo.

3 – Cinco años después

Mi padre me metió de aprendiz en un taller de chapa. Me dijo don Manuel, el dueño, que se me daba muy bien pintar con pistola y siempre pintaba yo las partes más difíciles de los coches.

Allí seguí mi vida. Ganaba para vivir con dignidad, pero estudiaba cuando llegaba a casa. No quería tener faltas de ortografía ni dudas en los cálculos. Leía mucho. Estaba aprendiendo mucho. Pensé que quería ser como Helio; un profesor. Pero, de momento, lo mío era pintar chapas.

Un día de invierno, oscuro y lluvioso, entró en el taller un hombre con un impermeable gris y se volvió para cerrar el paraguas. Sentí un escalofrío por la espalda. ¿Qué me estaba pasando? Aquel hombre se acercó a don Manuel y le señaló un coche que había aparcado en la acera de enfrente. Entonces, al levantar el brazo, se bajó el cuello del impermeable: ¡Era Helio!

Me acerqué a él despacio mientras hablaba con don Manuel, pero cuando éste se fue a tomar nota, aquel hombre miró hacia atrás momentáneamente. Luego, pasado un segundo, volvió la cabeza despacio y asustado: «¡Fernando!».

Corrió hacia mí unos pasos y se echó en mis brazos. No había cambiado tanto y lo tenía allí; ¡abrazándome!

  • ¡Fernando! – se ahogaba - ¡No digas nada! ¿A qué hora sales?

  • Hoy a las 7 – no podía respirar - ¿Qué haces aquí?

  • ¡Eso no importa ahora! – dijo rápidamente -; vete a la Cafetería El Bierzo cuando salgas. ¡Estaré allí!

  • ¡Sí, sí! – le dije - ¡La fórmula!

  • ¡La tenemos!

Tuve que seguir trabajando como pude y la tarde se me hizo interminable. Aún siendo fría y oscura y desagradable, se había convertido en la tarde más bonita de mi vida. La tarde del 5 de diciembre.

Recogí todo muy bien; como siempre. No me gustaba fallar en nada en mis obligaciones. Me quité el mono azul en el aseo y me miré los calzoncillos. ¡Estaba empalmado! Me vestí y salí corriendo. No llevaba paraguas ni gabardina ni impermeable. Cuando llegué a la puerta de la cafetería miré por los cristales hacia adentro. Estaba empapado y Helio me esperaba allí.

Entré despacio y me miraron dos hombres muy bien trajeados. Estaba poniendo la moqueta chorreando. Fui dando pasos despacio hacia Helio, pero se volvió y me paré asustado mirándolo. Corrió hacia mí y me abrazó haciéndome daño y sollozando.

  • ¡Fernando; mi Fernandito!

  • ¡Helio! – exclamé - ¡Ya tenemos la fórmula! ¿Podemos hacer esos cálculos o… ya están hechos?

  • ¡No, no están hechos! - me miró sonriendo - ¡Me encuentro tan solo!

  • ¡El amor de mi vida! – exclamé - ¿Dónde has estado?

  • ¡Te he buscado! – dijo - ¡Te lo juro! ¡Te he buscado desde que calculé que ya deberías tener los 18!

  • ¡No hace falta que hablemos más aquí en medio! – le dije - ¡Vamos!

  • ¡Sí, vamos! – se separó de mí un poco - ¡Pensé que ya te habrías olvidado de mí! ¡Eras un niño!

  • ¡Sí, profesor!, pero el amor de mi vida sigues siendo tú.

Subimos a su coche para ir a su casa; me dijo que no quería verme empapado. Pero cuando nos sentamos, arropados por los cristales empañados y llenos de lágrimas de la intensa lluvia, nos volvimos a abrazar y nos besamos hasta hacernos daño.

  • ¡Entra, vamos! – me dijo al llegar a su piso - ¡Desnúdate si no quieres resfriarte y déjame ver lo que no pude ver hace mucho tiempo.

  • ¿Y tú? – le pregunté - ¿No me vas a dejar ver ahora tampoco lo que no pude ver?

Comenzó a desnudarse conmigo, pero se fue por el pasillo con la camisa y los calcetines para volver con una toalla.

  • ¡Toma! – me tendió la mano - ¡Sécate! ¡Se acabaron las esperas! ¡La tuya y la mía!

  • ¿De verdad me querías, Helio?

  • ¡Claro que sí! – me abrazó - ¡Casi me muero de tristeza cuando dejaste de ir a clase! Pero el examen de Bachillerato te lo puse yo y te aprobé.

  • ¡Lo sé, amor mío! – le dije -; hubiese deseado poder bajarme del coche aquel día ¡Nadie nos iba a decir nada por abrazarnos!

  • ¡Es igual! – me mordió el hombro - ¡Ya estamos los dos al mismo lado! ¡Ámame!

Mis manos recorrieron su espalda poco a poco; aquella espalda que nunca había visto ni tocado. Y sus manos resbalaron despacio hasta mis nalgas y las apretaron.

  • ¡Mi niño! ¡Mi mejor alumno! ¡El que menos estudiaba! ¡El que más sabía!

Me agaché lentamente hasta ponerme de rodillas ante él; como si fuese mi dios. Tiré de sus calzoncillos despacio y pude ver, después de muchos años, lo que abultaba aquellos pantalones verdes de pana. Lo besé, lo lamí y lo metí en mi boca. Eran exactamente las ocho y media de la noche. Puso sus manos sobre mi cabeza mientras yo intentaba hacerlo feliz. Me acariciaba los cabellos como aquel día que me los acarició en el banco del parque, pero gozando; gozándonos. Era muy tarde para empezar. Yo quería haber empezado cuando comencé a notar aquel sentimiento, pero la sociedad me había impedido disfrutar de lo único que me importaba: mi ecuación; el amor de mi vida.