El amante perfecto
Cerrar los ojos y perderse en uno mismo.
Cierra los ojos.
Un derrame de silencio. Un tic tac cercano y dos latidos en sus respectivas profundidades hasta que caen los párpados. Se detienen los relojes, quedamos suspendidos entres las sombras de este rincón.
Mis manos se deslizan suavemente sobre la piel tostada de una mujer sentada en el borde de su cama matrimonial. Sus ojos se aprietan y muerde su labio inferior en el afán de contener la cadena de explosiones que van creciendo en su interior. Tiembla desde dentro hacia fuera, desde ella hacia mí. Sudan sus manos, sus axilas, sus pies, entre los pechos, su alma.
Con la parsimonia que da la sensualidad libero sus pies de aquellos zapatos aguja tomándola de los tobillos, para luego, surcar en una caricia la tersura de las esbeltas piernas envueltas en medias negras de red. Cruzo los bordes de su falda, incursiono en el interior tibio que propone la tela hasta detenerme en la cintura. Mis pupilas reflejan la excitación de su rostro. Ojos entrecerrados, labios apretados, una media sonrisa que se debate entre el placer y el dolor. No solo el amor duele, también el placer. Y es uno de los dolores más ansiados.
Se condensa el aire, los minutos se apretujan unos con otros en su quietud obligada, y abre sus ojos, reclama su mirada, su cuerpo me reclama que vaya más allá, que me arroje a su abismo de humedades, que destruya todas las murallas. Esbozo una sonrisa, frunzo el ceño, pienso: "Dilatar el placer, estirarlo hasta el por favor más convincente de la noche" La yema de mis dedos acarician la delgada tira de tela con la cual su ropa interior rodea la cintura. Enterrar los dedos allí es poder, poder absoluto.
A un costado de la cama, sobre la mesa de noche, una foto encuadrada la posee sonriente y abrazada a un hombre, el hombre de su anillo dorado. Por un instante danzan las sombras más allá de mis pupilas y un infierno arde en mi estómago. Algunos le llaman rabia, otros envidia, yo simplemente “haber llegado tarde” Pero no es momento de detenerme a pensar en lo que no fue ni será. El cielo vestido de noche observa con su ojo de luna y espera que la vehemencia de la pasión arroje entrañas, destile ganas, llene vacíos y cojamos.
Tomo la delgada tira de tela y jalo hacia abajo. Mis falanges rozan la piel de sus caderas en el descenso hacia los tobillos, siento el ardor de su piel y el deseo de la mía. Arquea su espalda entregándose por completo, aún más, y exhala todo el aire de la habitación llenando sus pulmones, oxigenándonos, alimentando gemidos. Y el tanga negro se desliza a través de sus piernas; el calor de su pubis, la belleza de sus muslos, la dureza de sus rodillas, la curva de sus gemelos, la angulosidad de los tobillos para culminar el recorrido contra la alfombra roja que hace de piso.
Retomo con mis palmas el camino hacia ese norte encendido hasta posar las yemas de los dedos en el punto de inicio: su cintura fina, curvas de seda. "Si de algo no tengo dudas es que viviría eternamente en esta cintura", pienso mientras mi lengua se pasea por el umbral de mi boca entreabierta. Sus manos a cada lado de su cuerpo, su pecho agitado bajo una blusa blanca, sus piernas abriéndose imperceptiblemente ante la inminencia de la bendita tormenta y su mirada expectante implorando que acabe ese calvario de sensaciones en carne viva, rogando sentir su interior invadido.
Me incorporo sin quitar los dedos de su cintura logrando con mis antebrazos que la falda quede enroscada cual cinturón de tela negra. No existe mejor espectáculo que la imagen de una vagina húmeda abriéndose y brillando empapada de ganas. Ni un solo vello que interfiera en mi degustación visual, totalmente depilada para la ocasión, cuidado hasta en el más mínimo detalle. Conoce como nadie todos mis gustos. Vaginas depiladas, pezones rosados, abdómenes chatos, ombligos profundos, piernas fornidas, cabellos largos, labial y delineador de ojos negro. Todo lo contrario a esos gustos del hombre del anillo dorado.
Un segundo puede ser una eternidad. Una eternidad puede acurrucarse en el recuerdo. Recuesta su rostro sobre el pómulo derecho dirigiendo su mirada hacia la foto que la retrata abrazada a ese hombre, su compromiso en el mundo real. Se detiene en las facciones del pasado, en los días de brillos y felicidades pulidas, en los sueños y las esperanzas, en el “sí” rotundo y el “no sé” que lo sucedió un día cualquiera. Una lágrima negra y compacta se asoma en su ojo izquierdo y se esfuerza por no brotar, por no caer; pende con dificultad hasta que cede la vana resistencia y pesada, surca el tabique nasal, rumbo a la almohada ¿Cuántas lágrimas habitarán esa almohada? ¿Cuántos llantos escondidos entre las sombras de esa soledad sin estar sola? ¿Por qué nos obligamos a seguir cuando ya no tiene sentido? No es justo que piense en eso, no ahora que la luna se alza en el puño de los placeres y todo se presta para que sea una noche inolvidable. Nuestra noche.
Tomo su mentón trayendo su mirada hacia mí y la alejo de esa realidad para sumergirla en esta eternidad. Nada de palabras. Solo derrames de silencio; sé lo que siente, sé del sabor de sus lágrimas, sé que no todo es perfecto en esta vida, sé que no siempre es como queremos sino como se puede. Sus córneas me reflejan en su brillo y me pierdo en ese cielo verde profundo, me dejo perder por primera vez en mi existencia y lo disfruto. Perderse en un don, una obligación. La segunda lágrima se desliza a través de su pómulo izquierdo dejando tras de sí otra estela negra, un cauce de dolor que permanecerá plasmado en mí por siempre y que sirvió de camino para las posteriores. Las lágrimas suelen dejar marcas de por vida.
Sus ojos amalgamándose a los míos, mis rodillas enterrándose en el borde de la cama, mi cuerpo acercándose a su cuerpo que yace expectante y esa extraña comunión de almas danzando en un solo pecho. Si ahora mis labios fuesen acariciados por mis palabras diría lo que no debo ¿Es justo callar lo que nace desde lo más profundo? No se trata de justicias, así es la vida y muchas veces pensar no hace más que restar. Mis piernas se colocan en el espacio que dejan sus piernas abiertas y el primer roce que provocan sus muslos internos contra mis muslos externos nos eriza. Los demonios de la lujuria se agitan desesperados, hasta que el cielo se abre en el momento justo que las pelvis toman contacto. Las miradas se tornan oscuras, son miradas que ven y no ven. Y ya no existe la realidad, el mundo, su gente, sus felicidades, sus dramas, la puta muerte y la asquerosa vida; no existen los remordimientos y los pesares; no existen el pasado y el futuro; no existe nada más que estos dos cuerpos en los umbrales de la eternidad de un instante.
Aprieto mis manos en las sábanas de seda, a escasos centímetros de sus manos hechas garras sobre el colchón. Los abdómenes se aplastan, los pechos se aplastan, clava sus pezones erectos entre mis latidos. Las miradas nos convierte en cíclopes sonrojados y los labios no quieren otra cosa que devorarse sin compasión. Su espalda arqueada logra que su sexo roce la suavidad de las sábanas y mis glúteos hacia arriba contienen la dureza en mi entrepierna que apunta hacia su vértice empapado. Temblamos de ganas, de calientes, de urgentes. Siento la humedad fresca de su lengua en mi labio inferior, justo sobre ese lunar pequeño que tanto desprecio mientras la punta de mi lengua recorre la superficie de su labio superior, poseedor de un lunar que adoro ¿Si todos los besos son iguales? No lo son, cada uno posee una química, una esencia que los hace diferentes entre sí. Pero existe sólo un beso que puede arrancarnos de este mundo y llevarnos a la eternidad; el beso de los amantes para siempre, único, inolvidable, irrepetible, empapado de vida, remojado de muerte. Es aquel beso que nos da la inmortalidad. Y la colisión desenfrenada acaba con el agotador camino hacia la verdad; dos bocas devorándose, dos lenguas entrelazándose en espirales eternos, hilos de saliva uniéndonos.
Mi glande roza la suavidad de su pubis en busca del lugar en el que se arrojará al desenfreno. Se posa, arde, una humedad caliente lo empapa, luego, el calor de una cavidad lo retiene, lo abarca, lo aprieta. Empujo con firmeza y la penetro centímetro a centímetro, deseo a deseo hasta que no queda más por enterrar y los huevos se posan sobre la vulva enrojecida y el perineo. Es ahí, en ese preciso instante, donde la vida se entrevera con la muerte y la muerte se deshace al renacernos. Coger es el mejor motivo de vivir, es la gracia de permanecer, es la envidia de los que se han ido. Coger lo es todo y a veces, es nada. Mis manos se mezclan con sus manos, los dedos se intercalan sin saber de sus dueños y dos puños de cuatro se clavan entre las sábanas de seda. Ahogamos los gemidos dentro de nuestras bocas, dentellamos nuestros labios, estrujamos nuestros pechos, los sexos se invaden, se aprisionan, se retienen, se friccionan, se empapan, se queman, y en los vaivenes desesperados de las caderas, el olor a sexo, el dolor del placer y los chasquidos de las humedades por fin quebrando el silencio. Sí, el silencio se deshace con la fricción de las pieles y las respiraciones agitadas y los latidos atravesando los pechos y la cama que nos acompaña en el fragor de los movimientos.
Mil espasmos me recorren desde la nuca hasta la verga, mil temblores se suceden en su cuerpo dándome sus ecos y se tensa el interior de su vagina alrededor de mi pene, me incinera, me arde y es ese fuego un puto pedazo de paraíso. Apretamos los pubis, le muerdo el mentón, me muerde el cuello, boqueamos por más aire, gemimos por el placer que nos embarga, nos cogemos como solo nosotros podemos cogernos y una lengua de fuego recorre mi verga que comienza a palpitar justo antes de acabar en su interior. Se mezclan las savias, la inundo con mi leche, me baña con su viscosidad caliente y caigo sobre ella.
Nos abrazamos como si fuese el último abrazo. Los brazos se enredan en nuestras espaldas, en nuestros torsos, en nuestros glúteos, y empujamos con fuerza descomunal uno contra otro, se entrelaza las piernas, desde mi verga un hilo de semen me conecta con su vagina, se pegan nuestras pieles, se entrelazan nuestras venas, mezclamos nuestras sangres y un beso apasionado fusiona nuestros labios y lenguas, nuestros gemidos y suspiros. Mi corazón se acopla en su corazón y comienzan a latir como uno solo. Las pupilas se unifican en un negro profundo y me dejo caer en sus cielos y se deja caer en los míos y nos dejamos caer más allá de nosotros hasta que nos perdemos en un vacío absoluto.
La mujer morena abre sus ojos.
Un derrame de silencio. Un tic tac cercano que informa con su recorrido que ha vuelto a su vida de siempre. La foto encuadrada sobre la mesa de noche es más real que nunca, tanto como el anillo dorado en su mano, el mismo anillo que lleva el hombre de la imagen, su hombre. Se acabó la noche, su noche y con ella se esfumó su amante imaginario, ese amante que le prometió darle una última noche antes de arruinar lo poco bueno que queda de ese matrimonio.
Muerde su labio inferior y llora.
Uno no siempre hace lo que siente y lo que quiere sino lo que puede.
Vuelve a cerrar los ojos y todos los silencios se derraman sobre ella.