El amante de la Sra. Carlota

Esos negros amores clandestinos...

La Señora Carlota tenía un amante. Un amante fuerte, vigoroso, tremendamente viril. Y negro. Fue sobre todo esto último lo que más impresionó a la Señora Carlota aquella mañana de abril que le conoció, volviendo de la compra con el carrito cargado de lechugas, perejil, pan, vino, lentejas, fabada asturiana Litoral, callos a la madrileña y veinticinco años de fiel matrimonio, de mañanas de mercado y domingos en la sierra. Se encontraron al lado de la ferretería, frente a una tienda de oscuros deseos y calladas ansiedades. El estaba solo, quieto, diríase casi indefenso, y se dejó llevar por la mano blanca de Carlota, con cuidado de que nadie los viera, especialmente Pepita, la vecina, licenciada cum laude en cotilleos y correveidiles, carne de mentideros y hacedora de chismes. Él no tenía dónde ir y ella tomó la más firme decisión de su vida: recogerle en su casa, en su propio hogar, y mantenerle para ella oculto de propios y extraños. No fue fácil, pero Carlota encontró la solución, llevada por un entusiasmo que creía olvidado en el trastero en que guardaban los juguetes del niño, condenados al destierro tras quince años de servicio. Allí precisamente lo escondió, consciente de que Higinio, su marido, jamás entraba en el lugar y que su hijo, Quique, no paraba por casa ni un momento.

Aquella misma mañana hicieron el amor por primera vez, hollando el tálamo nupcial "Flex Multielástic". Fue un gozoso y salvaje fornicio, una coyunda jamás soñada por Carlota. No pudo esperar a deshacer el carrito; llegó a casa, se bajó las bragas y, agarrando el desproporcionado miembro viril, negro como el azabache, se lo metió hasta el fondo de un solo empuje y, primero al paso, luego al trote y finalmente al galope consumaron varias cabalgadas en una hora y diez minutos, cronometrado por "Rolex" imitación traído por su hermano desde Canal Street, Nueva York, EEUU. Aquella resistencia épica, aquella dureza, aquella longitud polifémica y sobre todo aquella negritud acabaron por enamorar a Carlota. Con el cigarrillo "Fortuna" post cópula, Carlota no pudo evitar pensar en los frustrantes débitos conyugales otorgados a Higinio, de escasa duración y menguada pilila. Por un momento sopesó la idea de fugarse con la recién adquirida polla negra hacia algún remoto paraje donde vivir feliz y en soledad, pero un postrero respeto hacia su marido cercenó de inmediato la idea, en atención a los esfuerzos laborales de tantos años por mantenerla y en especial por ese pequeño pero coquetón pisito en Moralzarzal, que tantas privaciones se había llevado como intereses. No, ella seguiría con Higinio y seguiría también con su negro, al que llamó "Lunes" por el día de la semana en que lo encontró, a la manera de una película muy curiosa sobre un náufrago que vio en la "tele". Higinio y "Lunes", los dos en su casa, el uno sin salir del trastero hasta que el otro se marchara a las ocho y no volviera hasta las diez

de la noche, ebrio de trabajo. Ella daría de comer a "Lunes", su negro, y lo mantendría lustroso y limpio.

La cosa funcionó durante varios meses. Higinio nada supo de la existencia de aquel cipote negro que se alojaba en el trastero de su casa, silencioso, callado, pero siempre acechando el momento en que Higinio se ausentara para salir de su escondrijo y empalar una y otra vez, incansable, a la Señora Carlota, su ama y su dueña. Ésta, astuta al fin y al cabo, no varió su comportamiento en lo más mínimo mientras duró el arreglo, sabedora, gracias a los muchos seriales televisivos, de lo mosqueante que resulta para la otra parte contratante cualquier cambio en su relación de gananciales. Si acaso, algún observador agudo podría haber detectado una cierta melancolía en los ojos de Carlota cuando, los fines de semana, agarraba la familia el Opel Corsa y se marchaba a la sierra, dejando a su amante en la soledad de su trastero.

Fue en diciembre de aquel año cuando todo se acabó. Una fría mañana Carlota volvió de la compra un poco antes de lo normal. Su habitual charla de veinte minutos con Martín, el pescadero tan majo del mercado, no pudo celebrarse por defunción del padre del tendero, ya mayor y con muchos achaques. Pensando en que no había mal que por bien no viniera, abrió la puerta de su casa nerviosa, imaginando que así gozaría más tiempo de los favores de su amante. Su primera decepción vino cuando no encontró a "Lunes" en el trastero. ¿Dónde estaría? Su segunda, y ésta mortal, decepción llegó cuando, guiada por un extraño soniquete, irrumpió en el cuarto de su hijo y vio aquel enorme cipote negro entrando y saliendo empapado en vaselina del trasero de Quique, que se estremecía de placer. Quizás por primera vez en su vida la ira, la cólera, la rabia de sentirse engañada y de ver a su hijo, el fruto de sus entrañas, convertido en maricón de tomar, la volvieron fuera de sí y, agarrando a "Lunes" violentamente y por sorpresa, lo arrojó por la ventana con un estruendo de cristales rotos que fue muy comentado en el barrio. Entonces Carlota se derrumbó y lloró amargamente. Fuera, en la calle, el consolador marca "Filex" modelo "King Size" color negro yacía partido en dos y envuelto por la lluvia.