El amante
¿Yo con un amante? Nunca lo hubiese dicho, y en cambio hace dos meses que Héctor entró por primera vez en mi cuerpo.
Ummm, me encantas - dijo en mi oído, y yo me olvidé de todo. De las prisas, del miedo, de los remordimientos, de mi marido y hasta de mí. Cerré los ojos suavemente sabiendo que cuando él entrara impetuoso en mí, no iba a tener más remedio que abrirlos completa y sobresaltadamente.
¿Yo con un amante? Nunca lo hubiese dicho, y en cambio hace dos meses que Héctor entró por primera vez en mi cuerpo. En mi vida había entrado antes, cuando contraté a la cuadrilla de albañiles de la que él formaba parte para que remozaran la casa de mis padres en el pueblo que me había llegado en herencia hacía unos años. Dice que se encaprichó de mí desde la primera vez que me vio; mi primera impresión no fue tan positiva, cuando le sorprendí mirándome el trasero, lejos de girar la cabeza avergonzado, me sostuvo la mirada luciendo una sonrisa fría que hasta me causó temor. De hecho, la segunda vez que visité la casa por el inminente comienzo de las obras, ni siquiera me atreví a cruzarle la mirada, y la tercera vez preferí acudir acompañada de mi marido. Quizás fue peor el remedio que la enfermedad, pues cuando Héctor lo vio, volvió a lucir esa sonrisa, como si al conocer a su rival se supiese ya vencedor. Alfonso y yo formamos una pareja estable desde hace treinta y tres años, desde que nos conocimos siendo apenas unos adolescentes. Nos casamos pocos años después, y en todo este tiempo él ha sido el único hombre de mi vida; por su parte puedo suponer que él ha tenido alguna relación esporádica, aventuras pasajeras, siendo siempre yo su refugio último, su estabilidad. Los roces que hayamos podido tener en todos estos años de matrimonio quedaban en nada ante el gran amor mutuo que nos profesamos, y formábamos una pareja unida en la que cada uno cede para que los dos avanzásemos juntos. Llegaron los hijos, el crecimiento profesional, abogado él, responsable de ventas en una compañía yo, la vida nos sonreía. Cuando fallecieron mis padres, llegó a mí, como parte de la herencia, la casa familiar en el pueblo del que proviene mi familia. En ese momento, dejé la situación tal y como estaba, pero ahora, unos años después, he decidido comenzar su restauración, sin prisas, para utilizarlo como lugar de veraneo ahora que nuestros hijos son mayores, y en previsión de la llegada de futuros nietos. Además, pensé, el proyecto de la casa me serviría para distraerme un poco y llenar de ocupaciones mi tiempo ahora que la casa y la familia ya no dependen tanto de mí.
- ¿Taparán ese agujero, verdad? - dije inspeccionando el desarrollo de las obras. Pensaba que el capataz de la obra, que me acompañaba en la visita, permanecía a mi lado, pero al no obtener respuesta, giré la cabeza y no vi más que a Héctor que trabajaba en otro rincón de la habitación. Cuando se incorporó y vino hacia mí, pensé que soltaría una grosería sobre tapar o abrir otra clase de agujeros, pero no, simplemente dijo: claro, señora. No se preocupe que la obra va a quedar perfecta . No fue el acabado de los trabajos lo que me preocupó cuando un par de semanas después recibí la llamada de Juan, el responsable del equipo que llevaba la renovación, informándome de que como mi casa no corría prisa iban a compaginarla con otros compromisos que les habían salido, dejando un hombre dedicado específicamente a mi casa. Dijo que ese hombre sería Héctor, y aunque traté de rebatirle, acabó convenciéndome al decir que era el más eficiente en el trabajo y el que más tiempo llevaba trabajando con él.
Cuando aquel jueves, como todos los jueves desde hacía algún tiempo y durante algunos meses más, monté en mi coche a la salida del trabajo para ir a ver el avance de las obras y tomar las decisiones pertinentes, un sentimiento extraño, como un terror infantil fuera de lugar y de tiempo, me asaltó. Era la primera vez que iba a tener que tratar obligatoriamente con Héctor, y el brillo de aquella sonrisa aterradora me acompañó todo el trayecto. Al entrar, él remataba los últimos detalles agachado, y lejos de encontrarme ante la típica escena del albañil que enseña la raja del culo, me encontré ante un hombre con los glúteos perfectos, torneados en el gimnasio del andamio, de espaldas anchas y pecho fuerte. Después de saludarme, se echó dos sacos al hombro y dijo:
- Enseguida estoy con usted - y bromeando añadió al pasar junto a mí- cuidado que manchó. Cierto que un polvillo emanaba de los sacos y que su ropa estaba manchada por la faena, pero también observé en él un raro toque de elegancia en su caminar. Podría detallar matices en el aroma que llegó a mí, desde el desodorante perdido en la mañana hasta el sudor por el esfuerzo, pero lo resumiría diciendo que olía a hombre, a macho. Todo esto, unido a su trato profesional, cordial pero educado, iba transformando mi miedo inicial en una turbación difícil de definir.
No olvidaba sus miradas abusadoras, y el miedo me hacía tener siempre presente la poca resistencia iba a poder oponer si él actuaba, pero con el transcurso de las siguientes citas semanales iba poniéndole nombre a esa sensación extraña que experimentaba ante él: me gustaba. Era una atracción primaria, física. Me gustaba su cuerpo, su manera de moverlo, y sin embargo estaba muy lejos de la elegancia y sofisticación que siempre me habían atraído. Tampoco era un adonis; metro setenta y cinco, torso robusto, la cabeza afeitada para disimular la calvicie, barba siempre de tres días con alguna que otra cana. Debía tener algún año menos que yo, rondaría los cuarenta y cinco. Con el tiempo, al regresar a mi hogar, cada vez estaba menos presente en mi mente la reconstrucción del tejado o la nueva distribución de los espacios, sino la sensación que Héctor me provocaba. ¿Por qué me gusta si no es la clase de hombre en el que me fijo?, ¿por qué si sigo amando a mi marido?...
Fue en noviembre. Los días más cortos y las primeras heladas. En el viaje de ida, siempre los jueves, siempre al salir del trabajo, una placa de hielo había hecho derrapar mi coche. Al llegar al pueblo y a la vieja casa en obras, Héctor aguardaba como siempre. Estaba pálida y el susto de estar a punto de terminar mis días en el fondo de un barranco de la sierra, todavía me duraba. No sé porqué lo hice, pero me eché en sus brazos. No recuerdo nada más, simplemente que follamos todo lo tiernamente que se pueda follar sobre unos plásticos sucios en el suelo junto a la fogata que había encendido para calentarse al trabajar, y que en sus brazos, tengo que reconocer, me sentí reconfortada. No podía llevarme a su casa, él también estaba comprometido pese a que nunca vi una alianza en sus dedos, pero al menos se ofreció a acercarme a la única pensión de la zona en su todoterreno para no verme obligada a tener que pasar la gélida noche en aquella casa sin cristal en las ventanas.
- Susana… ¿Qué te pasa? - al escuchar la voz de mi marido rompí a llorar. Después de una ducha y arropada bajo las mantas en la cama, tenía la sensación de deber confesar. Sin embargo no lo hice. Le hablé del susto al conducir, de que me veía incapaz de volver a casa esa noche, la carretera y la noche me paralizaban, agarrotaban mis brazos. Al despedirme añadí un tímido perdóname en el que él creo que no supo ver todo lo que iba implícito.
Pasé la noche en blanco, no por falta de sueño, sino por remordimientos. Al alba pedí que me acercaran hasta mi coche, y antes de que Héctor se acercase a la obra, yo ya conducía decidida y sin miedos hacia la ciudad, mi casa y mi marido. A media mañana, cuando contesté aquella llamada sin fijarme en el número que aparecía en la pantalla, lo que menos pensaba era escuchar su voz.
- ¿Qué tal has llegado?, al venir a trabajar no he visto tu coche, así que he supuesto que ya habías recuperado el ánimo… - el resto de sus palabras se perdieron antes de llegar a mi cerebro. Me gustó esa repentina delicadeza, me gustó que no hablara de lo sucedido, que quisiera recuperar pronto una relación meramente profesional. Al escucharlo mi cuerpo se alteró, pero mi conciencia seguía imponiendo su criterio: cancelé la cita del jueves siguiente.
Dejar pasar el tiempo quizás no fue la mejor opción. Lo intuí cuando recorría la montaña en la que había estado a punto de chocar, y no era el frío, la carretera ni la noche lo que rondaba mi mente, y lo supe cuando detuve mi coche y tras los andamios observé las nuevas ventanas colocadas. En las últimas dos semanas las obras habían avanzado notablemente, especialmente teniendo en cuenta que Héctor sólo se ocupaba de todo. La caldera y el sistema de calefacción estaban también instalados, así como un par de colchones, usados pero limpios, colocados en lo que debía ser la habitación de matrimonio. ¿Era una indirecta o tan sólo quería tener listo lo mínimo necesario para pasar la noche allí si el hielo me impedía regresar a la ciudad? No se lo pregunté, pero comprobamos la dureza de los muelles de los colchones. Desde entonces cada semana, cada jueves, lo que me lleva a conducir durante noventa kilómetros de ida y otros tantos de vuelta en mitad de la noche, no es la ilusión de ver renacer la casa de mis antepasados, sino la de encontrarme con Héctor, reír con él, follar con él.
La cocina, el baño, los azulejos, el color de las paredes… todo no es ya sino una mera excusa. Sigo sin comprender la razón, pero lo hago. Mi cuerpo es capaz de confundir a mi mente, de hacerme dilatar el plazo de las obras, de engañar a mi esposo. Cada paso en la obra ha sido celebrado con Héctor dentro de mí. Ahora, cuando los transportistas de la tienda de muebles han terminado de colocar la última pieza, y se alejan en su camión, quizás ya el fin de esta locura esté próximo. Mientras tanto…
- Ummm, me encantas - dice en mi oído, y yo me olvido una vez más de todo. Cierro los ojos mientras él estruja mis pechos. Lo siento rondar, sus dedos en mi ropa, su sexo en mi trasero. Cuando me penetra abro los ojos y me encuentro con la blancura de una pared. El olor a recién pintado, a cerrado y a madera de roble, me hacen comprobar que estamos en la habitación principal. La cama está a dos pasos, pero él no la quiere: - en la cama, con tu marido - ha dicho. Se agarra a mis caderas, allí donde la falda remangada se llena de pliegues, y empuja. Siento su polla corta y gruesa llenarme, y mi cuerpo da un respingo, como si quisiera escapar de su abrazo. No me deja. Se mueve a un ritmo constante, entra y sale, entra y sale. La práctica le lleva a conocer mis reacciones. Sus dedos trepan por mis muslos, los siento en mis labios, presionan mi vientre. Atrae mi espalda contra su cuerpo. La penetración se hace ágil, rápida, sonora. Siente el chapoteo de su pene en mis flujos, redobla esfuerzos.
- Ah, si, si, si… me corro, no pares, joder, no pares - grito sabedora de que el doble cristal de las ventanas mantendrá en la intimidad mi infidelidad. Él obedece y no para. El orgasmo y sus brazos me hacen levitar. Carga conmigo como si fuera uno de los sacos que se echaba al hombro, me gira, apenas levanto unos centímetros los pies del suelo, pero vuelo. Me hace aterrizar de costado sobre la madera barnizada. Su respiración en mi nuca me hace ver que sigue a mi espalda. Lo toco, giro la cabeza, busco sus labios. Él tira de mi falda. Por un instante la braga se me pega a la piel; luego él la aparta y acerca de nuevo su polla. Sentirla dentro vuelve a anestesiar mi mente, como todas las otras veces. Se acopla a mi espalda, mueve los riñones. El tiempo se detiene, Héctor no.
Poco a poco mi cuerpo adopta una postura más cómoda, boca abajo. Veo con una perspectiva diferente toda la casa. El pasillo, el baño, el salón y más allá la cocina. Cada una de las estancias en las que Héctor me ha hecho suya. Es curioso, pero elijo precisamente ese momento en el que él se encarama encima mío para reflexionar. Me folla sin prisa, con sus caderas oprimiendo mi trasero, y mientras mi mente divaga sobre el hecho de que, en esa casa, mi único hombre es él. ¿Cuántas veces habré hecho el amor con mi marido en todos estos años? No sabría decirlo. En nuestra cama, en hoteles, como invitados en casa ajena, en su despacho y en el mío, en el coche y hasta una vez en el cine…, y sin embargo, esta vieja casa del pueblo ahora remozada, es sólo de Héctor y mía. ¿Cómo podré venir aquí con mi marido con el recuerdo de esta aventura…?
- ¿Te gusta así? - las palabras de Héctor hacen estallar mis pensamientos.
- Si… - no puedo negarlo. Un gemido interrumpe mi frase. Necesito liberarme; pongo la mente en blanco, cierro los ojos y me dedico a sentir. Quiero exprimir cada una de sus acometidas, liberar la energía que provoca su roce en mi cuerpo. Me concentro, le pido más intensidad. Él hace todo lo posible. Al poco alcanzo un nuevo orgasmo. Cierro las piernas, me aprieto contra el suelo. Quiero retener esta sensación en mi memoria.
Si alguna vez le hablo de estos encuentros a alguien, elegiré a mi psicóloga. Quizás ella sepa explicarme porqué me gusta tanto sentirlo a mi espalda. Tal vez sea porque es la postura que me permite disfrutar de su cuerpo sin tener presente su cara, tal vez así el sexo no se confunde con la infidelidad. Sin embargo no necesito verle para saber que aquel que me folla en el suelo como una perra no es mi marido. Él no insiste desde que le dejé claro la virginidad de mi ano, Héctor sí. Cada semana me lo pide por favor, casi rogando. Nunca le he dejado, pero esta tarde… Su polla ha escapado de mi coño tras el orgasmo, y descansa ahora sobre mi piel. Su mano la guía por esa parte baja de mi anatomía. Su roce en mi ano me provoca un escalofrío que escapa por mi boca en forma de risa nerviosa. Repite la operación y yo vuelvo a reír. ¿Y si me gustara…? Mi mano busca a tientas su entrepierna, y acerco su pene a mi ano. Presiono y siento su glande embutido en el preservativo doblándose contra mis esfínteres. No sale de su asombro.
- Con cuidado - le digo concediéndole un permiso tácito. Me arrepiento al instante pero no estoy dispuesta a reconocerlo. Héctor empuja y el dolor se expande a todo mi cuerpo. Moja la zona con saliva, aparta mis nalgas, aprieta los dientes. Grito como si me estuvieran asesinando, y en un momento dado, un rayo de sol en la tormenta. Siento mi ano cerrarse atrapando algo; la cabeza de su polla está dentro de mí. Cuarenta y ocho años he tardado en aprender qué es el sexo anal y he descubierto que no me gusta. Un par de lagrimones caen por mi cara, llevándose consigo los restos de maquillaje. Héctor dice una tontería y me hace reír. Luego mueve su cuerpo y yo vuelvo a llorar. Insiste, yo protesto. Lo intenta de nuevo y la intensidad de mis gritos llega a agudos imposibles. Desiste, de todas formas ya ha conseguida de mí más que nadie. Me mueve. Caigo apoyando toda la espalda en el suelo, y hecho de menos una alfombra. Levanta mi pierna hasta apoyarla en su hombro. Luego se inserta en mí, y esta vez no hay dolor. Mi coño responde humedeciéndose de inmediato. Empieza a moverse. Ya lo conozco. Su cara enrojecida y la hinchazón de la vena que cruza su frente me dejan claro que está cerca del final. Sus movimientos se hacen compulsivos, la respiración fatigosa. Busco su mirada y la encuentro perdida vagando por el ir y venir de mis pechos. Quiero correrme otra vez antes de que termine. Se lo digo, le pico el orgullo. Él se crece. Cae sobre mí. Se mueve bruscamente, con golpes secos pero certeros. Me corro, soy una fuente. Esta vez él no se reprime y trata de vencer con sus acometidas las sacudidas de mi vientre. Eyacula. El condón me impide sentir su leche, pero sus dientes apretados, sus gruñidos y las contracciones de su cuerpo me hacen entender que también para él ha llegado el final.
Mi mano se apoya en su vientre jadeante. Acabamos de follar, quien sabe si por última vez, y parece que ninguno de los dos quiere reaccionar. Mis dedos trepan por su tripa, circundan sus pezones, juegan en el vello de su pecho y siguen su camino hasta su cuello. Héctor atrapa mi mano. Yo río como una chiquilla. Guía mis dedos hasta nuestros sexos que se rozan. Mueve mi mano y me obliga a quitarle el preservativo, que cae rozando mi piel y haciéndome cosquillas. Luego lleva mis dedos manchados por su semen y mis flujos que bañaban el látex hasta su boca. Los chuperretea, se los introduce hasta que llega al nacimiento de mi mano. Al iniciar el camino inverso, retiene mi anillo de casada con sus dientes. Salgo de su boca soltera por un instante. Luego atrapa la alianza en la mano y se la acerca a los ojos para leer el grabado que sé de memoria: Susana & Alfonso. 22-7-1987.