El Amante

Desde niña, Emilia recibe las visitas de un extraño ser que la somete a sus más bajas pasiones, ella no sabe lo que es pero de algo está segura: no es algo bueno.

Estas paredes blancas me recuerdan mucho a mi niñez; mi madre decía que el blanco era el color de la pureza, que traía luz y armonía al hogar y ahuyentaba los malos espíritus y energías negativas. Es por eso que la habitación de mis padres era mayormente blanca y mi sitio favorito, con su cama tan grande, de suaves edredones que me daban la impresión de estar acurrucada entre nubes de algodón. ¿Cómo un lugar tan celestial se convirtió en el escenario de mis peores pesadillas?... ¿Pesadillas? No, nunca lo fueron.

Tenía yo tres años y medio cuando lo vi por primera vez. Mi abuela me había dejado recostada con mi biberón y Pulgoso, un perrito de peluche como única compañía; mis ojos se cerraban poco a poco y aun así me negaba a soltar la mamila, cuando de repente, la puerta del closet se abrió un poco, las bisagras rechinaron tan fuerte que salí de mi somnolencia.

Miré directamente al espacio abierto y vi a alguien asomarse; era un rostro blanco como el papel, de rasgos finos, nariz afilada y ojos negros, completamente oscuros. La criatura me miró fijamente; no era nadie que yo hubiera visto antes. Su mirada inexpresiva se clavó en mis pupilas infantiles; sentí un poco de temor al no saber qué estaba pasando.

De repente sentí dos manos heladas posándose en mis muslos rechonchos, provocándome un silencioso pavor. Comenzaron a acariciarme hasta llegar a mis calzoncitos, lo cual me hizo dar un respingo seguido de un grito desgarrador. La cosa se quedó inerte mirándome hasta que lentamente retrocedió volviendo a cerrar la puerta.

En cuestión de segundos mi abuelita entró. Las lágrimas no dejaban de brotar y mis alaridos ensordecedores la pusieron muy nerviosa. Me tomó entre sus brazos, me revisó, tal vez algún alacrán me había picado, pero no.

––¿Qué pasó mamita, por qué lloras?

Han pasado más de 20 años. Aún recuerdo su rostro y su voz tratando de tranquilizarme. Aunque ya hablaba perfectamente, nunca pude decirle lo que había pasado; fue como si esa cosa, fuera lo que fuera, de alguna manera hubiera tomado poder sobre mí.

Desde aquél día, “eso” estuvo presente en mi vida. Aunque no lo viera, podía sentir su cercanía, me observaba por las noches, vigilándome, como esperando algo de mí.

Yo iba creciendo, convirtiéndome en una jovencita. Mi mentalidad de niña había cambiado y llegué a la conclusión de que el suceso con la extraña criatura no era más que un absurdo temor de la niñez.

Cuando cumplí quince años mis padres se divorciaron, lo que fue muy duro para mí. Decidí vivir con mi papá en la que siempre había sido mi casa. Por común acuerdo entre ellos, mi mamá abandonó la propiedad. Amablemente, mi papá me ofreció su recámara, –que por muchos años compartió con mi madre– alegando que era muy grande para él, y que yo “como mujercita” sabría aprovecharla mejor. Acepté gustosa, aunque no le hice grandes cambios; me gustaba su luz y que permaneciera tan blanca.

Estaba en la plenitud de mi adolescencia. Mi estatura era mucho mayor a la de las chicas de mi edad y mi cuerpo desarrolló formas muy atractivas para los hombres. A pesar de mi corta edad, mi cuerpo ya era el de una mujer. Empecé a sentir las inquietudes propias de esa nueva etapa y así comprendí que había dejado de ser una niña.

Mi vida era más o menos así cuando una noche, sin más, el extraño ser se hizo presente en mi cama. Pude sentir el peso de su cuerpo sentándose en el colchón, detrás de mí. Una sensación de terror me saturó, aunque no pude despertar. Su respiración pausada y profunda sobre mi cuello era clara. Sentí unas manos frías que atraparon mis muslos, las mismas que había sentido hace tantos años, pero que ahora se encontraban explorando un cuerpo muy distinto.

¡Quise moverme, pero esa cosa me lo impidió! Me sujetó por las piernas y sentí su enorme brazo rodeando mi cuello y oprimiéndome el pecho. Quise gritar, lo juro, pero no pude, no podía hacer nada, estaba a su merced. En contra de mi voluntad, su otra mano se paseaba impune sobre la piel de mis muslos, llegando hasta mis pantaletas, acariciando mi sexo por encima de ellas. Después de mucho perturbar mi parte, hizo a un lado la prenda y al parecer disfrutó encontrarse con mi incipiente vello púbico.

Comenzó a frotarse contra mí. Las lágrimas empaparon mi rostro. Empecé a gemir tratando de abrir los ojos… Imposible. Finalmente, sentí varios espasmos detrás de mí. Algo mojó mis nalgas y comenzó a escurrirse pesadamente sobre su curvatura. En ese momento no supe lo que era, pero la sensación fue repugnante.

Cuando al fin pude despertar estaba por amanecer. Mi respiración continuaba entrecortada y mi cuerpo estaba empapado en sudor. Encendí la luz. Miré hacia todos lados. No había nadie, pero yo sabía que estaba por ahí… Observándome.

Muy cansada, me levanté para bañarme. El agua de la regadera caía libremente mientras yo miraba estupefacta mi desnudez en el espejo. Había marcas sobre toda mi piel. No, no había sido un mal sueño.

Nadie supo nada sobre lo que había pasado, temí que no me creyeran. Y así fueron pasando los días.

Aunque el miedo volvía cuando el sol comenzaba a declinar, porque ese ser volvería a poseerme; siempre me tocaba y yo no podía defenderme.

En mis sueños lo sentía; a veces podía vislumbrar su rostro pálido, sus inexpresivos ojos de abismo y esas manos heladas que me profanaron tantas veces. Mi terror lo excitaba, podía sentirlo; lo oía gruñir y jadear de placer, como una bestia; me hacía lo que quería y nada podía detenerlo, ni siquiera mis plegarias.

Llegué a creer que me había vuelto loca, que eran pesadillas, que no podía ser real, pero las marcas en mi cuerpo me decían lo contrario. Acudí a la iglesia, rezaba a diario, pero nada, ningún ritual o amuleto parecía calmar la ira lujuriosa de ese ente que noche a noche se apoderaba de mi cuerpo, doblegando mi voluntad, logrando siempre someterme a sus pasiones, aunque confieso que, cansada, cada vez fui poniendo menos resistencia.

Dos años después, cuando prácticamente me había acostumbrado a sus visitas, a mi padre le ofrecieron un trabajo en otra ciudad, como yo no quería irme y dejarlo todo, decidí que me quedaría a vivir con mi madre, en casa de los abuelos.

Viví con ellos hasta que terminé mis estudios universitarios y durante esos años el espíritu –o lo que fuera– no volvió a acosarme; al parecer se quedó atrapado en la otra casa sin poder seguirme.

Después de mi graduación, llegó mi primer trabajo y la tan deseada independencia. Abandoné la casa de mis abuelos y decidí vivir sola; así fue como tuve mi despertar sexual, aunque los traumas de aquellos años de abuso mellaron ese ámbito de mi vida, los fui superando poco a poco.

Lamentablemente, la falta de clientes en mi trabajo me orilló a dejar el departamento que rentaba. No quería volver con mi madre y mis abuelos; eran muy controladores y se metían constantemente en mis decisiones. En cambio, mi padre estaba muy lejos, así que no tuve otro remedio que mudarme a mi antiguo hogar… Era eso o perder mi independencia, y por supuesto que no lo iba a permitir.

Temerosa, me encargué de purificar cada rincón del lugar, para ahuyentar al espíritu. Afortunadamente durante un tiempo no se hizo presente, aunque yo sabía que aún habitaba la casa. Me sentía constantemente observada, los objetos se caían de la nada, todo se me perdía, y lo más estremecedor: mi gato en ocasiones permanecía inmóvil mirando a un punto fijo, de pronto se le erizaban los pelos del lomo, gruñía sintiéndose amenazado para luego huir aterrado. Algo lo inquietaba. Era él.

Después de dos meses de vivir sola, una noche apareció. Sentí que estaba al pie de mi cama, esperándome. Una vez más no pude moverme porque cuando lo intenté él ya estaba encima de mi, dejando caer todo su peso sin permitirme respirar. Sus manos frías atraparon mis pechos, apretándolos obscenamente, jalándolos mientras con sus piernas inmovilizaba las mías. Quise soltar un grito. Comencé a llorar cuando de pronto una de sus manos tiró de mi panty arrancándola; me llené de un terror nunca antes experimentado, no era ni remotamente parecido al que me había provocado en aquellas noches donde sólo se conformaba con tocarme por encima de la ropa.

Luché con todas las fuerzas de mi alma para escapar de su dominio y logré despertar de la pesadilla… Sólo para encontrarme cara a cara con la cruda realidad: ese ente maligno estaba sobre mí; no podía ver su rostro porque las sombras lo cubrían, pero sí podía sentir su  cuerpo sobre el mío, el miedo me paralizó, pero a él le alimentó el lívido. Pude sentir su erección sobre mi pubis; traté de darle una patada pero me tenía sometida.

––No te resistas. –– le oí susurrar con una voz profunda y gutural.

Mi mente se quedó pasmada. Quise convencerme de que seguía soñando, pero su frío y enorme miembro entrando en mi vagina me hizo entender que realmente estaba pasando. Comencé a llorar, quería arrojar alaridos de dolor, me estaba haciendo daño y él parecía disfrutarlo.

Me embistió repetidamente, estremeciendo todo mi cuerpo. La cama crujía, todo me daba vueltas, me estaba poseyendo a su entero antojo, el terror me tenía invadida y eso lo excitaba más. Tan intensa fue la faena que pude oírlo bramar como un animal al momento de expulsar en mi interior lo que parecía ser su semen.  Lentamente fue bajándose de mí. La frialdad de sus manos acarició mi cuello, senos y vientre, para después desaparecer.

Recuperé la movilidad minutos después. Sintiendo una combinación de terror y humillación, me encerré en el baño donde pude comprobar que todo fue real; mis piernas amoratadas, las marcas en mis pechos, y lo que me causó un tremendo escalofrío: con los dedos dentro de mi vagina pude encontrar los fluidos de aquel ser. Lloré por horas, sin entender por qué me estaba pasando eso.

Por una larga temporada no recibí más sus visitas. Retomé mi vida normal. Empecé a salir con alguien, me enamoré muy rápido de esa persona, pero de un momento a otro él entró en un lío de indecisiones acerca de estar conmigo; pensaba que mi frigidez se debía a que no lo amaba realmente, la relación se hizo inestable y eso me provocó mucho dolor, finalmente descubrí que estaba viéndose con alguien más y eso terminó por arrojarme a una fuerte depresión.

Pasaba noches en vela, llorando por esa decepción amorosa, y en medio de mi triste situación yo sentía que “él” andaba por ahí… Un día, pude verlo en las puertas entreabiertas de mi closet. Me dejó vislumbrar sus rasgos finos, sus ojos inyectados en penumbra. Mi vida era tan solitaria y deprimente que solo quería que alguien me hiciera sentir deseada, no me importó más y le dije: “¡Haz conmigo lo que quieras!”.

Aceptó la invitación. Se dio cuenta que no hacía falta someterme, así que me tomó con menos bestialidad; sus manos recorrieron mis muslos y por primera vez me atreví a tocarlo. Su piel era dura y áspera; pude adivinar una musculatura bien formada. No podía verlo, pero hice imágenes de él en mi cerebro.

Lo dejé hacerme cuanto quiso. Me entregué completamente permitiéndole todo, solo le pedí que no me lastimara, pero la intensidad era parte de su naturaleza y las marcas en mi cuerpo lo denotaron.

Sus visitas se hicieron ley noche a noche. Después también comenzó a fornicarme en mitad del día; yo cerraba los ojos para no verlo, solo deseaba sentir su pesado cuerpo sobre el mío, su inmenso pene abriéndose camino en mi interior, buscando el calor de mi sexo, su lengua larga y áspera saboreando mis pezones. Disponía de mí a su antojo y recompensaba mi putería con una cascada de orgasmos múltiples; sin embargo, al poco tiempo empecé a sentirme muy mal, débil y cansada. Bajé de peso y me dolía todo el cuerpo.

No tardé en encontrar información: estaba siendo víctima de un íncubo, un ser demoniaco que se alimentaba de mi energía vital a través del acto sexual y del miedo y terror que algún día llegué a sentir por el.

Esta cosa infernal me estaba utilizando. Prácticamente me había violado desde que era una niña. Ahora entendía por qué él se hacía cada vez más fuerte e insaciable, y yo cada día más frágil… ¡Me estaba robando la vida!

Después de meditarlo, decidí enfrentarme a él.

––¡Ya sé lo que eres! Y quiero que sepas que te rechazo con todas mis fuerzas, en el nombre de Dios. ¡No te permito que vuelvas a abusar de mi! ¡Ser de oscuridad, apártate!

Escuché al demonio rugir. Con su fuerza sobrenatural me arrojó al sofá. Traté de defenderme, pero fue inútil. La rigidez de mi cuerpo regresó de pronto, esa que tanto me aterraba. A él le excitó aún más mi estado de indefensión, tanto que comenzó a descargar su furia lujuriosa dentro de mí, una y otra vez. Me violó incontables veces y me dejó tirada, casi inconsciente, lastimada, rota por dentro.

Busqué refugio con mi familia. Al principio creían que estaba loca, pero las marcas en mi cuerpo no me dejaban mentir. Mis padres se alarmaron, creyeron que en efecto alguien había abusado de mí y que yo me negaba a señalar al culpable. Yo sostenía que mi agresor era un ente demoníaco, pero prefirieron pensar que había enloquecido.

Me llevaron con un especialista que determinó que las heridas no eran autoinfligidas, pero que mi salud mental había sufrido un daño irreversible; según él, el trauma del abuso me había llevado a bloquear recuerdos y a crear una realidad alterna.

Mi conducta se volvió aún más errática, porque a pesar de recibir ayuda psiquiátrica, las violentas visitas de ese demonio continuaron.

Y así fue como me recluyeron en una clínica de salud mental. Me tienen sedada la mayor parte del tiempo, prisionera en esta habitación de paredes blancas que me recuerda aquellos años de mi infancia, cuando inició toda esta pesadilla. Al menos aquí estoy segura.

Una noche de tantas, desperté sobresaltada porque sentí que alguien me miraba. Me di la vuelta. En la ventanilla de la puerta pude ver el mismo rostro pálido de ojos nocturnos y rasgos afilados. No podía creerlo ¡Me había encontrado! Venía por mí sin que nadie pudiera detenerlo.

Volvió a la carga. Nuevamente sentí su pesadez sobre mí, sus fuertes brazos sujetando los míos, su lengua áspera recorriendo mi cuello, mis senos, mi sexo y su monstruoso miembro invadiendo mi intimidad con lujuriosa saña. “¡Esto no está pasando esto no está pasando esto no está pasando!” me decía tratando de convencerme de que todo aquello era producto de mi inminente locura, pero la descomunal eyaculación que dejó dentro de mí me regresó de golpe a la realidad.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que el ente volvió a disponer de mi cuerpo, pero me he sentido muy mal; tengo nauseas, fiebre y empecé a notar un extraño latido en mi vientre, que cada día crece y se abulta. En mis entrañas cargaba a su hijo y eso me hizo explotar de locura. Los médicos no me creen, me inyectan calmantes más fuertes.

Pese a las drogas, he escuchado un ruido. Miro hacia la salida. La puerta está entreabierta. El demonio asoma su pálido rostro, me mira fijamente.

––Llévame contigo. ––supliqué.

Sus ojos destellaron y una macabra sonrisa se dibujó en su rostro. Siento sus manos heladas en mis muslos. Abusa de mí con más fuerza que nunca. El dolor parece eterno, no creo poder resistirlo. Exhalo mi último suspiro y lentamente todo se vuelve oscuro.

En la morgue del Servicio Médico Forense, el jefe de turno dice a su asistente:

––Rodríguez, tome nota y ponga mucha atención, que este es un caso bastante peculiar.

––Adelante, doctor.

––Emilia Bastiani. Femenino de treinta y dos años. Causa de la muerte: infarto fulminante. Sin antecedentes de hipertensión arterial, diabetes ni ninguna enfermedad crónica degenerativa. Según su historial clínico, padecía de sus facultades mentales, posiblemente esquizofrenia paranoide.

El asistente llena los formatos mientras observa el cuerpo desnudo de la mujer.

––¿Por qué tiene tantos golpes?

––No lo sé, pero no fueron hechos por ella misma, ni tampoco son la causa de muerte. Aunque, venga, asómese aquí… ¿Lo ve? Tiene claras señales de un constante abuso sexual… Y según el acta, al momento del deceso tenía seis semanas de embarazo.

––¿Qué? ¿Pero… ¿Qué no estaba internada en un psiquiátrico? ¿La violaban los mismos empleados?

––Probablemente, pasa todo el tiempo, pero lo que sí es un hecho irrefutable es que sufrió incontables abusos y el embarazo es producto de eso. Haga la denuncia correspondiente y que se inicie una investigación por negligencia y… abuso sexual.