El alumno apropiado

Carta apasionada a un gran actor recientemente fallecido, llena de recuerdos personales.

EL ALUMNO APROPIADO

"No existe amor más intenso que el amor imposible" Oscar Wilde.

El Festival

Salí de la habitación y me encaminé al ascensor. Toqué el botón. Bajaba. Se abrió la puerta y una nube de humo espeso y muy oloroso me envolvió. "No se puede fumar en el ascensor", pensé, "y menos un porro". Di un paso adelante e iba resuelto a increpar al incívico fumador cuando me quedé petrificado. Eras tú. Me miraste a los ojos, con algo de insolencia. Ocupabas el fondo de la cabina. Permanecí a un lado, cerca de la botonera, mudo. No me atrevía a mirarte. Había ensayado todas las maniobras, había pronosticado todos los comentarios, tenía previstas todas las circunstancias… menos esa. Llevabas unos vaqueros gastados y, al estilo americano, un par de tallas superior a lo que correspondía. Luego una camisa de cuadros pequeños, por fuera. Calzado deportivo. Absolutamente vulgar, pero avasallabas. Desprendías seguridad, ocupabas todo el espacio, dejando sólo para mí el rincón más retirado. Como en la pantalla. Levanté la vista casi con miedo. Tu cuello escultural, esos labios turbadores, una leve sombra sobre el superior. Y esos ojazos juguetones y descarados, apuntando amenazadores hacia mi insignificancia. Sonreí estúpidamente, como si me hubieran pillado en un acto de amor fetichista. Tomaste aire y pronunciaste, con tu voz a medio madurar, en tu inglés deliberadamente provinciano, sin apartar la mirada de mis ojos, que debían delatar nerviosismo e idolatría:

-¿Quieres?

Y me acercaste el porro. Negué con la cabeza, con algo de vergüenza. No quería parecer un pureta, pero nunca he fumado, ni siquiera cigarrillos. En seguida me arrepentí. Hubiera tenido la oportunidad de colocar mis labios donde habían estado los tuyos. Hay gente en el mundo que mataría por eso. Pero echarse atrás era aún más ridículo.

-No, gracias.

-¿Entonces puedes sujetarlo un momento? –añadiste, sin apartar la vista de mi rostro desconcertado.

Ibas a pasarme el petardo, pero antes le diste un par de intensas caladas y luego sonreíste. Parecías un tipo duro, pero no hay que olvidar que eras actor. Más ridículo me sentí aún con la colilla en las manos, como un cenicero humano. Comenzaste a hurgar en tus bolsillos, buscando no sé qué. Observé de reojo tu bragueta, en la que no se marcaba bulto alguno. Luego escudriñaste en los bolsillos de atrás. Estábamos llegando a la planta baja, y mi nerviosismo aumentaba. Se abrió la puerta y la espesa nube se desvaneció, invadiendo espacios en el exterior. Saliste al vestíbulo, sin dejar de examinar tus bolsillos. Buscabas algo que no aparecía. Dos pasos tras de ti, avancé temeroso, intentando ignorar los improperios lanzados por una señora cuarentona que me recordaba las normas cívicas. El porro seguía en mi mano, esperando poder regresar a la noble boca de su propietario.

-¡Brad! -te llamé y te volviste.

Te entregué la colilla con algo de brusquedad.

-Gracias.

Por lo menos eras educado. Creí ver en tu mirada unos atisbos de burla, pero tu sonrisa era más bien de complicidad. En la puerta del hotel Meliá Sitges, un guardia de seguridad mantenía a raya a una docena de chicas que alborotaban y gritaban tu nombre. Saludaste con la mano. La presentación de tu película y el pase de clausura tenían lugar en el mismo auditorio del hotel, por lo que no hacía falta salir a la calle. Pero no sabías muy bien hacia dónde ir, y recorrías con la vista la enorme extensión del hall, quizá buscando a tu apoderado. Yo intentaba armarme de valor para no separarme de ti, pero sobretodo me sentía invadido por un despiadado interés por conocer tu trasero. Te dirigiste a una máquina tragaperras. Un par de caladas más y tiraste la colilla al suelo. Estudiabas con atención el aparato. Debía ser muy distinto a los de tu tierra. Insinuado bajo la camisa demasiado grande para mi gusto asomaba un culo espléndido. La adversidad quiso que te dieras la vuelta precisamente en ese instante de trance, pillándome en plena observación. Sonreíste divertido, sin ningún ánimo de reproche. Al instante te dirigiste nuevamente hacia mí, ignorando premeditadamente el rojo escarlata que debían presentar mis mejillas.

-¿Tienes unas monedas?

Las máquinas funcionaban con cien pesetas. Por fortuna tenía un par, y te las ofrecí. Jugaste y perdiste con la primera, pero al final de la segunda partida recuperaste la moneda. Alargaste la mano para devolvérmela, pero la rehusé. Jugaste de nuevo y perdiste. Yo te miraba jugar. Casi tan alto como yo, atlético, seguro de ti mismo, consciente de que unos cuantos entre los que me encontraba se mantenían fielmente pendientes de ti. Cuando terminaste me buscaste con la mirada y avanzaste hacia mí.

-No siempre se gana –dijiste, amigable.

-Casi nunca se gana –respondí, recuperando el aplomo.

Asentiste y por primera vez miraste mi acreditación.

-Cinemagic –pronunciaste-. ¿Es un programa de televisión?

-No, es una revista de cine.

No podías saber que era un nombre inventado, y por lo tanto que mi acreditación era falsa. Mi esfuerzo me había costado obtenerla. Tener buenos amigos en el Festival de cine de Sitges había ayudado, sin duda. Más difícil había resultado justificar la ausencia al trabajo en esos días de principio de curso. Pero ahí estaba yo, admirador hasta la locura de tu joven belleza y de tu fulgurante carrera artística, resuelto a verte de cerca y, si la fortuna se presentaba favorable, dispuesto a establecer contacto contigo.

Y sí, la fortuna me había sonreído y ya sabías que yo existía, pero ¿cómo reaccionarías a partir de ahora? Encontraste la ruta y desapareciste hacia el auditorio. Faltaban veinte minutos para la rueda de prensa. Me quedé fuera esperando, donde estaban los demás periodistas. Tenía que confundirme entre ellos.

En la rueda de prensa todos quedamos admirados de tu desenvoltura y elocuencia. Respondías con amable espontaneidad, buscando en algunos momentos las palabras adecuadas, esforzándote por parecer culto. Me sentí orgulloso de haberme encaprichado de ti. No hubiera soportado perder la compostura por un niñato tan guapo como imbécil. No, tal como contaron algunos periodistas –verdaderos- en sus crónicas, tenías la cabeza bien amueblada. Aparte de bellísima. Actuabas buscando la naturalidad de tus gestos, consciente de que seducías con tu espontaneidad y facilidad de palabra. Tus análisis eran ciertamente atrevidos, sorprendentemente profundos para un chico de tu edad, más considerando que la película que presentabas, Apt pupil , era una exploración del lado oscuro de la psicología humana. Cuanto más te veía gesticular y razonar más me enamoraba, y más sufría en mis adentros por si el contacto, que tan fácil e inesperado había resultado, no se mantenía durante las últimas horas del festival. Creo que tuve una taquicardia cuando una irrupción de realismo me hizo convencer de que lo más probable era que no te volviera a tener frente a frente jamás, pero me calmé y acepté el destino. Nunca hubiera soñado intercambiar cuatro frases contigo, y ya lo había hecho.

Después de la proyección la sala se vació rápidamente. Me levanté para ver hacia dónde te dirigías, y pronto vi que, si no me movía, pasarías justo por delante de mí. Me miraste de una forma que me dio a entender que lo sabías todo de mí. Así que me sentí un poco liberado y me decidí a tratarte como a un adolescente más. Estaba seguro de que eso te gustaría.

-No has preguntado nada –afirmaste cuando estabas cerca.

-Es que soy nuevo en el oficio –respondí-. Aunque tengo buenas preguntas, me las he reservado.

-Puedes hacérmelas luego –continuó-. Ahora… ¿dónde puedo tomar alcohol fuerte?

-¿Cómo de fuerte?

-Gin, vodka

-Vamos.

Tu manager te llamó. Te dio unos cuantos consejos, unos billetes y desapareció. Me sorprendió tanta libertad, pero recordé que te había criado tu abuela y que, en realidad, ese papel de gamberrillo rebelde que tan bien representabas se correspondía bastante con la realidad.

-¿Has estado en la calle del pecado? –inquirí.

-¡Eso suena muy bien! ¡Vamos, pecado, vicio!

Pasaste por tu suite para recoger algo. Cruzamos el casco antiguo y llegamos al paseo marítimo, donde se respiraba el olor del mar. Estabas feliz, cantabas y te reías con facilidad. Yo no entendía muchas de las cosas que me decías, sobretodo por el ruido de los coches que pasaban. Creo que te gustaba tener a alguien pegado a ti, respondiendo a tus caprichos.

Recorrimos algunos bares. Te liaste unos cuantos porros. Nadie te dijo nada por ello, quizás porque Sitges es la meca de la permisividad, quizás porque durante el festival de cine la gente es más tolerante. Bebías de forma grosera, como la mayoría de los jóvenes. Intenté animarte a beber con moderación y enseñarte a saborear las combinaciones, pero tu carácter desacomplejado te animaba a beber por beber. Deduje que lo hacías a menudo, porque resistías bastante bien el exceso. Te burlaste amablemente de mi manía de pedir las bebidas por la marca. Te sentía cercano, muy cercano. Me tocabas cuando me hablabas y yo sentía vibrar cada uno de mis músculos bajo un escalofrío tremendo cuando me percataba de que estaba contigo, con el artista, con la belleza suprema.

De pronto me arrancaste la tarjeta de acreditación.

-¿De veras te llamas Sócrates? –chasqueaste, con los ojos vidriosos.

-Sí –reconocí entre risas.

-¿Cómo el filósofo?

-Exacto. ¿Y conoces a Homero?

-Claro. El escritor griego.

-Tienes una buena cultura –corroboré mientras recordaba que mis alumnos el único Homero que conocían era Homer Simpson.

-Venga, pregunta más –me animó con una voz que delataba una inundación de alcohol en la sangre-. Antes no has preguntado nada.

-Bien. ¿Por qué en las películas americanas nunca se les ve el trasero a los actores jóvenes?

-¡Eso no es verdad!

-Fíjate. Tenéis la manía de llevar siempre la camisa por fuera.

-¡Sólo los niños!

-Y tú.

-Es que no me gusta llevar la camisa por dentro. Pero en la película… la escena de las duchas

-¿Y en El cliente ? Me pasé toda la película deseando que ofrecieran un buen plano de tu cuerpo. Pero la camisa te llegaba hasta las rodillas

-¿Tú quieres un buen plano de mi culo?

Te levantaste de la mesa y te disponías a bajarte los pantalones. Te lo impedí.

-¡Más preguntas!

-¿Cómo llevas el sexo?

Me miraste burlón.

-¡Tengo novia! –exclamaste.

-Pero un actor famoso… no se conforma con una novia

-¡Claro que no!

Echaste un par de tragos más y cambiaste de tema.

-Lo que más me gusta es tocar la guitarra y beber –alzaste el vaso-. Y fumar marihuana.

-Sexo, drogas y rock and roll.

-Oh, sí. ¿Me acompañas al baño?

-¿Al baño?

-Es que voy un poco bebido.

Te acompañé. Pensaba que ibas a vomitar, pero sólo te refrescaste la cabeza y measte. De cara al urinario, volviste la cabeza y me observaste. Sabías que contemplaba tu culo con deseo. Pero te gustaba jugar. Tiraste de los pantalones para que se adaptaran a tu trasero.

-Bonito culo, ¿no?

Obtuviste mi aprobación. La noche se estaba torciendo. Estaba a tu lado, te tenia casi en exclusiva, pero me estaba cansando de tu devoción enfermiza por el alcohol. Aspiraba a una conversación serena. Sabía que no iba a haber sexo, pero deseaba un ligero lazo de amistad, y como pasa siempre, las drogas se entrometían.

Cuando salimos del baño estabas mejor. Viste una stratocaster colgada de la pared del local. La pediste. El camarero iba a negarse cuando se percató de quién eras. En un rincón del interior comenzaste a tocar. No se escuchaba nada; el instrumento no estaba enchufado y la música ambiental sonaba muy fuerte.

-Vámonos fuera.

Las terrazas de la calle del pecado competían en volumen musical. Volvimos a entrar. El dueño lo entendió y apagó la música en el interior. Eran las dos de la madrugada. Los pocos usuarios del bar se acercaron con curiosidad. Algunos te reconocieron. Tocabas algo que sonaba duro, pero no se escuchaba suficientemente.

-¿Entonces es verdad que tu grupo preferido es Led Zeppellin ?

-Sí. Las referencias en la película se las propuse yo a los guionistas.

Apareció el dueño con el cable, y la estancia se inundó del estruendo de tus evoluciones. Buena digitación, punteado vertiginoso, dominio de las escalas… tenías cualidades.

-¿Te gusta?

-Eres bueno.

-Seguro que tú también sabes tocar.

-¿Yo? Un poco. Como todo el mundo.

Me pasaste la guitarra. Le bajé la potencia y comencé los arpegios de Stairway to heaven , que me había costado un montón aprenderlos.

-Eso no lo toca todo el mundo.

Me arrancaste la guitarra y tocaste lo mismo, con mucha más seguridad y rapidez, y en los momentos de gran intensidad sonora cerrabas los ojos, disfrutando en extremo. La cantamos los dos.

-Tengo sed –dijiste al terminar.

-Tómate una coca –sugerí, para mantenerte sereno.

-No. Eso que tomas tú está muy bueno.

Te tomaste dos vodkas con naranja más. Si no me fallaban las cuentas, te habías tomado ya seis cubatas y un número incontable de porros. Charlamos un rato de música. Te pregunté si conocías a grupos europeos. Te anuncié que mi preferido era Scorpions, pero no te sonaba. De repente dejaste la guitarra y te levantaste, sin acordarte de pagar. Pagué yo, orgulloso de ser tu acompañante.

-Vamos a la playa –dijiste de improviso.

Tuve que correr para alcanzarte. Cuando llegué a tu lado, estabas en la arena, vomitando. Por vez primera me atreví a agarrarte de la cintura y a acariciarte el cuello.

-¿Estás bien?

-Mucho mejor.

Buscabas en los bolsillos de tu chaqueta tejana, hasta que encontraste dos botellines, procedentes del minibar del hotel, sin duda. Smirnoff y Bacardí.

-¿Quieres?

-No, gracias. Estoy bien.

-¿Sabes? Me gustas porque no me quieres controlar.

Me agarraste por detrás del cuello. Sentí tu brazo envolverme y tu mejilla rozar la mía. Me estremecí. Pero tu interés estaba en los botellines. El ron te lo bebiste de un trago. Reservaste el vodka en la mano. De repente, mi mano se descontroló y se fue hacia tu pelo, largo y cuidado. Te echaste y descansaste tu cabeza sobre mi muslo.

-¿Sabes una cosa? –me sinceré-. Temía que fueras un tipo grounge .

-No. Yo me lavo. Por lo menos un par de veces al año –bromeaste.

-Eres encantador.

No respondiste. Temí que te fueras a dormir sobre mi pierna, pero te incorporaste para acabar con el vodka, esta vez en un par de tragos. Me moría de ganas de censurarte la temeridad de abusar del alcohol, pero no quería perder esa complicidad que nos unía, al menos por un rato. Si te recomendaba que te acostases, podía desperdiciar toda la magia del momento.

-Tengo que decirte una cosa. Yo no soy periodista.

-Y no te llamas Sócrates.

-Sí, sí me llamo Sócrates. Pero la credencial es falsa.

-Entonces, ¿de qué trabajas?

-¿Tú qué crees?

-Yo creo que eres profesor.

-¿Cómo lo sabes?

-Hablas como un profe.

-Tú hablas como un lumpen.

-¿Un lumpen?

-Sí, un marginado, un gamberrillo

-¿Ves como hablas como un profe?

Me sentí pillado. Eras muy listo. Un auténtico listillo de la calle. Busqué tu cuello y lo acaricié. De ahí bajé hasta el pecho. Cuando alcanzaba el pezón izquierdo me di cuenta de que estaba erguido. Pero te alzaste de un salto.

-¡Ven, vamos a bañarnos!

-¿Estás loco? Estamos en octubre

Te habías despojado ya de la cazadora y de la camisa. Seguro que con el alcohol que habías injerido, no notabas el frío. Yo, en cambio, advertía que la brisa marina me estaba dejando helado. Te seguí hasta la orilla. Los gastados levi’s estaban en el suelo. La playa estaba desierta y oscura. Las luces de las casas, lejanas, no llegaban hasta el escenario donde se exhibía la belleza absoluta. Saltabas por la orilla, mojándote los pies. La luna se había escondido tras alguna nube ligera, quizá por respeto. Tu tórax fornido, tus anchos hombros y las redondeces de tu trasero destacaban sobre el mar plateado. Te diste la vuelta para comprobar si te seguía. Hiciste cara de decepción, pero apenas la vi. Tus calzoncillos Calvin Klein, blancos, me ofrecían un interesante panorama. No se marcaba un gran bulto, pero sí unos huevos sanos y caídos.

-¿Seguro que no vienes?

-Prefiero mirar.

Mediante un gesto confirmaste que ya lo sabías. De espaldas a mí te bajaste el slip y saltaste sobre las débiles olas, domesticadas por los espigones. Fugazmente se adivinaba tu sexo revoloteando en libertad al compás de tus evoluciones. Era una imagen pulcra y serena, alejada de lujurias superfluas. La belleza en esencia: la silueta del adolescente desnudo recortándose bajo la luna. Una impresión inolvidable.

No te bañaste completo. Regresaste de tus correrías jadeando. Y tu sexo, tu bello sexo en reposo, se balanceaba al ritmo de la respiración acelerada. No dije nada, pero se me notaba impresionado.

-¿Decepcionado? –tu voz sonó dulce y más fresca, menos cazallosa.

-En absoluto. Conmovido. Loco de pasión.

-Disimulas muy bien la locura.

Te acercaste más.

-Tengo frío. Abrázame.

Yo llevaba una ligera cazadora de seda. Me la quité para taparte. Me obligaste a abrazarte. Por primera vez tuve la sensación, confirmada frecuentemente en los diez años que han transcurrido, de que eras un ser absolutamente vulnerable, revestido de una dureza que era sólo fachada. Sentí pena por ti, al mismo tiempo que una inmensa ternura irrumpía en mi entendimiento. Alargué el brazo para atrapar tu camisa y tu cazadora. Te acurrucabas como un niño en el regazo de su madre. Te tapé como pude el pecho, las piernas. El sexo quedaba descubierto y reducido a su mínima expresión. El oleaje había mojado tus pantalones. El slip no se veía por ninguna parte. Temblabas. Olías muy bien: una mezcla de perfume caro, cuerpo adolescente y sal marina. Tu espalda se refugiaba entre mis piernas. Mi brazo derecho acariciaba tu estómago.

-No la tienes dura -observaste.

-No.

-Pensaba que te gustaba.

-Me gustas. Y te quiero.

-Si me conocieras de verdad no me querrías.

-No lo creo.

Nos quedamos en silencio. El frío era cada vez más penetrante.

-Volvamos al hotel.

-Sí. Andando entrarás en calor.

Te vestiste. Te pusiste la camisa, las dos cazadoras y los pantalones mojados. Cuando ya los tenías puestos encontré los calzoncillos en la arena. Los guardé en un bolsillo de mi cazadora.

Anduvimos abrazados durante los diez minutos que duró el trayecto. Eran más de las cuatro. El guardia de seguridad de la puerta te saludó, pero no pudo disimular una mueca de desprecio.

-Vayamos a tu habitación –pediste-. En la mía ya no queda nada para beber.

-No podemos. Está mi mujer –respondí seriamente.

-¿Una mujer en tu cama? ¡Imposible! –y te reíste descaradamente.

Parecía que nos conociéramos de toda la vida.

Tus talentos

Al llegar a la habitación fuiste directo al frigorífico y te tomaste un botellín de ron. Luego te despojaste de los pantalones mojados y de las cazadoras. Así, en camisa y con el culo al aire te metiste en el baño. Era evidente que pensabas quedarte en mi habitación. No sabía si desvestirme y meterme en la cama. Poco rato después escuché el sonido de la presión del agua. Del baño saltaste a la cama y te tapaste. En seguida te quitaste la camisa y la arrojaste al suelo. Me miraste, divertido por mi estupefacción, y preguntaste:

-¿No vienes?

Me desnudé completamente, entré en el lecho y me quedé quieto boca arriba. Como si buscaras protección, en seguida te acurrucaste a mi lado. Notaba tu piel cálida y temblorosa rozarme sin pudor. Yo no sabía qué hacer. La rapidez y el tono con que habías pronunciado las palabras "tengo novia" hacía unas horas me empujaba a levantar una barrera de incertidumbre. Temí que te dormirías, pero comenzaste a hablar de tu grupo musical. Tú y unos cuantos amigos. "Privilegiados", pensé. Poco a poco me fui animando a abrazarte cariñosamente, y creo que agradeciste el gesto. Poco después charlábamos apaciblemente mientras mis labios rozaban de vez en cuando tu hombro y mi mano, entre juguetona y traviesa, dejaba huellas apasionadas en tu estómago. En plena ruta por la zona del ombligo algún contacto casual me informó de tu erección. Me armé de valor y agarré tu miembro. Nada objetaste, pero soltaste un suspiro alargado que era como decir: "¡por fin!". La conversación no se había interrumpido, pero yo era cada vez más atrevido. Te acariciaba el capullo, muy puntiagudo, con las yemas de los dedos, te reseguía el tronco, grueso y dilatado. Llegaba hasta tus huevos, grandes y calientes, y acariciaba la mata de pelo que rodeaba tu asta.

Me decidí a bajar. No pronostiqué parada alguna, puesto que temía tu reacción. Llegué a la altura del glande y lo saboreé. Respirabas profundo. Yo enloquecía sólo de pensar de quién era esa piel deliciosa que saboreaba. Absorbí carne y, como una ventosa, comprimí tu tronco dentro de mi garganta. La tragué toda, varias veces, superando la incomodidad del traspaso de la úvula. ¡Hubiera querido decirte tantas cosas! Montones de conceptos y frases martilleaban en mi cerebro. Quería concentrarme sólo en chupar, pero no podía.

Un gesto tuyo me sorprendió. Noté que te ladeabas un poco y, al instante, una dulzura húmeda invadió mi sexo. ¡Me estabas chupando! Alcé la vista para asegurarme que no era un sueño o una alucinación producto de una embriaguez. La luz estaba encendida, así que pude ver con claridad tu atractivo rostro lamiendo con interés limitado, como si se tratara de una exploración. Hubiera cesado mi actividad glorificadora para poder juzgar tu mamada inesperada. No debía. Era una ocasión única en la vida, no podía desperdiciarla.

Te cansaste pronto. Recuperaste tu posición inicial y comenzaste un jadeo acompañado de ligeros gemidos. Me agarrabas la cabeza con firmeza y empujabas para adentro. Tus huevos chocaban enloquecidos contra mis fauces. Se anunciaba el desenlace. Un chorro espeso de leche se depositó en mi esófago. Casi me ahogas. Reaccioné extrayendo tu polla deliciosa hasta la mitad, así los últimos trallazos los recibí sobre la lengua. Allí los reservé, sin cesar de proporcionarte un masaje relajante sobre la punta del miembro. Seguí jugando un rato con tu rabo, mientras perdía algo de dureza. Bajé hasta los testículos, los lamí y adoré, los contuve y los agasajé. Te levanté una pierna y accedí a tu hoyo seductor. Lamí sin poder profundizar demasiado hasta que noté un abandono. Te habías quedado dormido.

Era el resultado lógico del desenfreno de aquella noche. Coloqué mi cabeza al lado de la tuya y te observé mientras dormías. Estabas caliente, quizás el baño te había producido fiebre. Besé tu hombro de nuevo, busqué tu cuello y lo acaricié. Estabas delicioso, increíblemente suculento. La belleza adormecida. La belleza espontánea, inconsciente. Y yo velando desvelado, acompañando esclavizado el sueño quedo del adolescente. Cerré los ojos y vi a Mark Sway, el chico de El cliente, acaparando pantalla con sus devaneos, avasallando con su personalidad abrumadora a Susan Sarandon y a Tommy Lee Jones. Abracé con ansiedad reprimida y consagración plena ese cuerpo exquisito que huiría de mis brazos a las pocas horas.

No pequé ojo. Decidí disfrutar del momento con absoluta conciencia. Tú cambiaste de posición en diversas ocasiones, pero siempre te acurrucabas y procurabas sentirte envuelto por un halo protector. Te sentía a mi lado, tan vulnerable como tu personaje. Te repartía caricias indiscriminadamente, exploraba tu atractivo cuerpo con candor y castidad.

Poco antes de las ocho te despertaste y clavaste tus pupilas en la mías, sin decir nada. Una sonrisa tranquilizadora y cerraste los ojos. Después tu voz, áspera, sonó para pedirme agua. Me alcé y te acerqué un vaso. Me lo agradeciste buscando el contacto directo cuando regresé al lecho. Te besé nuevamente en el hombro mientras te pasaba el brazo por encima del tórax. Alargué la cabeza para alcanzar tu cuello y besarte en ese lindo espacio, pero me encontré con tus labios. Realmente tu boca estaba áspera, pero a mí me pareció la más dulce del mundo. Conocí el sabor de tu lengua y me negué a cerrar los ojos. De los labios me trasladé al pescuezo. Tú aprovechaste para quedarte de perfil. Ahora me dabas ligeramente la espalda, pero mis manos seguían abrazando y acariciando. Yo notaba el cansancio y los párpados que me pesaban. Podía quedarme dormido en cualquier momento. Pero no fue así. Mi polla erguida se había quedado reposando inocentemente sobre un glúteo de tu admirable trasero. Mi sorpresa fue mayúscula cuando noté que alzabas una pierna al mismo tiempo que tu mano agarraba mi polla y la dirigía hacia tu espléndida raja. Noté las cosquillas de cuatro o cinco pelos mal distribuidos alrededor de tu ano. Y advertí cómo tú, en plena conciencia de tus actos, colocabas mi grande a la entrada. Primero percibí un escalofrío descomunal, arrasador. Poco después se me nubló la vista. Lágrimas de emoción estaban inundando mis ojos. No podía creer lo que estaba sucediendo. Echaste el culo hacia atrás, para hacerte entender. Alargué el brazo hasta la mesilla de noche y tomé el frasco. Y al cabo de poco tiempo conocí el paraíso.

Reconozco que de perfil no es una posición demasiado frecuente para mis encuentros amorosos. Pero a pesar de la falta de costumbre, alcancé la gloria. Mi polla se ofrecía exuberante, puesto que no había descargado antes, para proporcionar una penetración intensa y entregada. Salía y entraba en tu recto hospitalario saboreando las delicadezas de unas estancias calientes y generosas. Poseía triunfante la parte más sagrada del macho sin haberla merecido, habiendo entregado a cambio tan sólo un poco de cariño.

Era evidente que disfrutabas. Ayudabas con tus movimientos a una penetración más profunda, a un roce más extremo. Mi mano masajeaba tu sexo mágicamente, con complacencia ingenua. Captabas con sobriedad y nobleza el mensaje amoroso que mi antena te lanzaba. Era para perder el juicio, pero sólo perdí unos chorros de leche, que dejé abandonados en tu interior.

Mi sueño ahora era que quisieras corresponderme, y por ello me agazapé junto a tus muslos para preparar la máquina. Notaste la urgencia de la mamada y entendiste el motivo, así que pronto te quedaste boca arriba observando cómo me sentaba ávidamente sobre tu estaca. La acogí con interés y le proporcioné los mejores caminos. Y comencé a cabalgar, sin dejar de ojear las muecas placenteras que describían tus labios acaramelados. Veía tu pecho poderoso, tus brazos esforzados y tus hombros vigorosos. Te miraba a los ojos y no cabía duda: estaba contigo, no era un sueño. Te notaba duro en mi interior, duro en tus bíceps, duro en tus pectorales. Te notaba tremendamente duro y contrastaba tu vulnerabilidad, tu flaqueza, tu desencanto. Reflexionaba sobre ese vacío que sienten todos los que se ven encumbrados por el éxito, pensaba en esa soledad que te había empujado a pasar la noche con un desconocido.

La calidez de tu semen irrumpió en mis entrañas y yo me mostré agradecido. Te veías cansado pero sonreías. Me sonreías. Yo era el hombre más feliz de la tierra.

Seguimos charlando. Te conté cómo me dejó marcado tu primera película, cómo me había enamorado de Mark Sway. Te reías, saltabas sobre la cama. Me repetías hasta la saciedad que Mark Sway era un personaje. Y yo insistía. De improviso me quedé serio, y tú te acercaste buscando la caricia.

-¿Qué te pasa? –inquiriste-. ¿En qué piensas?

-En lo que ha pasado.

-No ha pasado nada –respondiste, con aire juguetón.

-¿No ha sido nada? Me dijiste que tenías novia

-Novia, novio, ¿qué más da?

Te miré sorprendido. Tú soltaste una carcajada.

-¿Crees que ha sido mi primera vez?

Y seguiste riéndote de mi cara estúpidamente grave.

-Yo soy de Hollywood –dijiste al fin, sin dejar de reír.

Y a los pocos segundos:

-Tengo hambre.

Te alzaste y te dirigiste al frigorífico. Temí que cayera otro botellín de alcohol, pero sólo tomaste un kit kat. Me alegré.

-¿Qué tienes que hacer hoy?

-Marcharme.

-¿Ya?

-Sí, pero no sé cuando sale mi avión. Lo sabe mi abogado.

-¿Te habrá echado de menos?

-Que se joda. Vive de mi talento, si es que tengo alguno.

Me miraste para esperar mi reacción a esa muestra de falsa modestia.

-Yo podría decirte unos cuantos talentos que tienes –y le miré hacia la polla, que colgaba amable y compuesta-. No, en serio, eres un gran actor. En esta úlrima película tu papel es tremendamente difícil. Y lo has bordado.

-Tengo que vestirme.

Comenzaste a remover toda la estancia, como buscando algo necesario. Metiste la mano en los bolsillos de tu cazadora vaquera.

-¡Pero si no estoy en mi habitación! ¿Quieres un porro?

-No, de verdad, gracias.

Sacaste papel y comenzaste a prepararlo.

-Deberías echarme la bronca –sugeriste, viendo cómo te observaba.

-Supongo que sí. Pero tú eres libre.

-Demasiado libre. ¡Si me viera mi abuela! –Y en seguida-: Tengo más hambre. ¿Vamos a desayunar?

-No tienes pantalones. A no ser que se hayan secado.

Sonó el teléfono. Instintivamente miré el reloj. Eran las nueve y cuarto.

-Disculpe, ¿está con usted el actor invitado?

-Se ha ido hace un rato. Ya se le pasó la borrachera.

-¡Bourrasheira! –repetiste tú, encantado con la palabra.

-Tienes que irte –anuncié después de colgar-. Te están buscando. ¿Te acompaño?

-Oh, sí. No recuerdo el número de mi habitación.

Te pusiste los pantalones acartonados y la camisa. No pensaste en tus calzoncillos, ni yo tampoco. Cuando salimos al corredor, tu apoderado te estaba esperando. Me lanzó una mirada de desprecio, te agarró por el hombro y se te llevó. Me quedé como un tonto esperando una explicación, una censura, una despedida. Cuando estabas en la puerta del ascensor, me lanzaste un risueño "Goodbye!"

El síndrome de abstinencia

Ese mismo día, abandonado por la suerte, conduje como drogado hacia Bilbao. Me encontraba flotando en una nube con un sabor agridulce en la garganta. Desde luego, podía considerarme un privilegiado por haber vivido una aventura extraña con un ser excepcional, pero el sentimiento de vacío era inmenso. Había probado la jalea real pero antes de haberme acostumbrado a su sabor exclusivo el infortunio me había separado de la posibilidad de convertir ese manjar en alimento habitual. Había experimentado con una droga exclusiva y muy cara, y el síndrome de abstinencia prometía ratos muy ásperos, añoranzas y pesadumbres extremas. Procuraba que la serenidad se impusiera, pero predominaba la amargura. Estaba seguro de que no te volvería a ver. Y claro, en esas circunstancias las inolvidables horas vividas se aparecían en mi memoria provocando valoraciones y conclusiones. En un área de servicio dormí un rato. Una vez despierto de nuevo llegué a una conclusión. Había reído, charlado y tocado contigo; había mantenido un encuentro sexual formidablemente placentero; pero lo que más me había llenado, lo que jamás olvidaría, lo que desde entonces me provocaría una enorme nostalgia era el rato que, abrazado a ti, había velado tu sueño.

Más de seis meses me duró esa mezcla de tristeza y alegría. Un par de años tardé en aceptar que jamás volvería a abrazarte.

En cierto instante de aquella prodigiosa noche te había preguntado sobre una forma de comunicarme contigo. Esperaba una dirección postal ambigua, un apartado de correos, la sede de un club de fans. Sorprendentemente me proporcionaste un correo electrónico, tan fácil y previsible que parecía falso. Pensé en aquel momento que querías deshacerte de mí. En el año 1998 en España Internet era caro y fallaba a menudo. Yo estaba esperando que se estabilizaran los precios y bajaran las tarifas para adherirme a la red. Dos días después de mi regreso ya tenía conexión. Hacía pocos meses que Bill Gates había comprado Hotmail, y no era demasiado conocido entre los usuarios españoles. Me registré rápidamente y te mandé un mensaje. En mi dirección figuraba el nombre de Sitges, la ciudad que había propiciado el contacto. Supuse que te diría más que mi nombre propio. Ya me había hecho a la idea de que la dirección era falsa y que jamás contestarías cuando una tarde, después del trabajo, mi bandeja de entrada anunciaba una respuesta. Fuiste muy breve. Demasiado breve. ¡Pero te agradecí tanto que te acordaras de mí! Me hablabas del baño en la playa y de Scorpions. Decías que la versión orquestal de Wind of change era extraordinaria, y que "el profesor" tenía razón: clásico y hard rock son compatibles. Me llamabas amigo y te despedías con un "see you" que animaba esperanzas. Nada más. Te seguí escribiendo, pero ya nunca más obtuve respuesta. Seguí fielmente tu filmografía, y me convertí en un fan del Brad actor. Cada vez que veía una película tuya se originaba una crisis. El recuerdo regresaba y traía consigo la amargura. Pero la vida seguía.

El desenlace

En 2005 mi amigo Jordi pasó quince días en Los Angeles con su madre. Por email me comentó que había asistido a una presentación de una película tuya y que te había pedido un autógrafo. Yo le había contado, en un momento de ternura, mi experiencia contigo. Me parece que nunca se la creyó del todo. Pero en esa ocasión pudo comprobar la certeza de mi relato. Cuando se presentó ante ti se anunció como Jordi, de Sitges. Tú te alegraste de conocerlo y le comentaste, amable y risueño: "Yo tengo un amigo en Sitges", así, en presente. Jordi se sorprendió y te preguntó cómo se llamaba tu amigo. "Sócrates, como el filósofo", contestaste.

Ni siquiera la opinión severa de Jordi, que te encontró demacrado y feo, pudo arruinarme el placer que me ocasionó el hecho de que te acordaras de mí. Yo te había seguido por la prensa y también notaba que tu belleza se desvanecía, y que tu rostro otrora radiante reflejaba el sufrimiento de una vida demasiado ensombrecida por las drogas. Ya se sabe: hay muchos adolescentes que pierden su atractivo cuando llegan a adultos. Sólo unos pocos conservan su encanto de forma perenne.

Mi amigo Jordi, que desde el 2004 vive en Nueva York y está a punto de alcanzar la mayoría de edad, fue el encargado de darme la noticia. Me lo anunciaba en un mensaje y me lo repetía por la noche, cuando hablamos a través del Skype. Mojaba el teclado con mis lágrimas cuando escuchaba la voz compungida del entrañable amigo relatando lo que la prensa americana contaba de tu muerte. Todos decían que era una muerte previsible, incluso anunciada. Algunos se burlaban de las circunstancias en que habían encontrado tu cuerpo. Y me llegó la fiebre. Me he pasado el último mes y pico explorando webs y foros atento a la más mínima observación sobre tu fallecimiento. Bajo los efectos de esa nueva droga he llorado, he aplaudido o me he indignado por algunos comentarios insultantes. He dormido fatal, dudando a cada momento que me despertaba sobresaltado si la noticia de tu muerte era verdadera. Por eso estoy escribiendo esta carta. Para encontrar la paz.

Sería ingenuo pensar que si hubiera podido mantener la amistad contigo el desenlace hubiera sido otro. Pero no puedo menos que maldecir a todas tus novias, insultar a todos tus amigos, despreciar a tu abogado por haberte dejado solo. ¡Qué fácil es caer en el infierno de la droga cuando se está solo! Hollywwod no ama a sus cachorros, más bien los desprecia, los exprime y los arroja al abismo. Ha pasado ya demasiadas veces, la muerte ha arruinado grandes talentos que no pudieron asumir con naturalidad el hecho de hacerse mayores. Odio a todos los que te rodeaban por haberte desatendido, por no haber entendido algo que es tan elemental como la propia vida: es casi imposible abandonar el infierno de la droga sin la ayuda dedicada de un amigo. Llevabas ya mucho tiempo tanteando el borde del abismo. Sólo el amor o la amistad –que vienen a ser lo mismo- podían apartarte del peligro, podían darte cobijo en un refugio sosegado. Creciste sin padres, y tu abuela no acertó a enseñarte a andar por el camino seguro. Quizá por ello, la pobre mujer no te ha sobrevivido más de quince días. Te faltaron amigos y referentes. Me hubiera encantado ser de veras tu amigo y haberte ayudado a recuperar el sentido común.

En fin, creo que esta noche por fin podré descansar. Escribirle un a carta a un muerto me parece una buena terapia. Ya lo ves, el pícaro y vivaz de Mark Sway se pasó de listo y se dejó la piel. Me alegro enormemente de haberte conocido, Brad. Descansa en paz.

AND HE’S BUYING A STAIRWAY TO HEAVEN