El alumno (2)

Cristián, el alumno de 20 años de la profesora de literatura, contraataca. Segunda parte, especialmente para los que amablemente la pidieron a mi mail.

EL ALUMNO, Segunda parte

Por Calígula

No he podido dormir tranquila durante las últimas ocho semanas. No se trata de remordimientos, o quizás sí. Quién sabe. Mírenme: Cumpliré 41 años este año y tengo la estabilidad de una niña de 14 años que ha descubierto el deseo cuando su noviecito la besó por primera vez. No es fácil, no soy ninguna ninfómana; de modo que es obvio que me perturbe recordar todas esas noches en que Cristián, mi alumno de 20 años, ponía llave en mi oficina de la Universidad y me hacía olvidar que el tiempo ya me obliga a teñirme el pelo una vez por mes.

Pero aquellas sesiones prohibidas son sencillamente inolvidables. Cada vez que recuerdo el rostro de Cristián respirando a centímetros de mis senos, tiendo a apretar mis piernas para que la ilusión sea más real. Tengo claro que no debo permitir que un mocoso como él interfiera en mi trabajo y en mi vida familiar, en eso concordamos, pero... ¿Podrías tú mantenerlo al margen de tus pensamientos?

La mañana del martes teníamos clases. Cristián debía exponer sobre un tema bastante sugerente: Literatura erótica durante la Roma antigua. Sus compañeras lo observaban hablar y se enviaban papelitos con mensajes. Me queda claro que para todas ellas, él era un tipo demasiado deseable. Estuve de acuerdo, mientras veía los movimientos del muchacho, lentos y felinos, vestido de jeans oxidados y una camiseta negra muy parecida a las que mi hijo Claudio me pide que le compre... Piernas largas, pelvis y cintura estrecha, hombros anchos y rectos, brazos de musculatura discreta, aunque marcada. Recordé cómo se veía ese cuerpo en la magnificencia de la desnudez, y sentí un leve cosquilleo en mis pezones.

Cristián, con voz aterciopelada y segura, hablaba sobre Petronio y el Satiricón, obra prohibida por siglos, que él caracterizaba con absoluta tranquilidad. Sobre el telón que servía de pantalla para las imágenes proyectadas desde un computador portátil, se veía un antiguo mosaico que representaba a una mujer sentada sobre el pene de su amante recostado: Pompeya, siglo I D.C. Cerré mis ojos e imaginé a Cristián brillando de sudor, exquisito, tendido sobre mi escritorio, mientras yo masajeaba su miembro con los movimientos frenéticos de mis caderas. Crucé las piernas, fingiendo evaluar la exposición de mi alumno. Al mismo tiempo apretaba mis labios vaginales, notando que comenzaba a humedecerme.

Quinta imagen: La escultura de un esclavo vestido de Dios del vino acompañaba la descripción del festín de Trimalción. La estatua representaba a un joven de cuerpo bien formado con una monumental erección. Las chicas de la segunda fila, las que se enviaban papeles, sonrieron por lo bajo. Cristián no pareció inmutarse. En mi mente apareció nuevamente la imagen de mi estudiante, en mi despacho. Lo empujo hasta que choca contra la puerta de espaldas y descubro su pene magníficamente lleno de sangre. Él respira profundo, su glande esta húmedo y puedo sentir con mi lengua los latidos persistentes de su corazón. El sabor de su piel se adhiere a mi paladar. Mordizqueo los testículos, queriendo devorarlos, recorro a besos el órgano... Abro los ojos, asustada... ¿He dejado escapar un gemido? Mis alumnos siguen pendientes de la exposición de Cristián, mientras empiezo a sentirme realmente excitada.

Perdí gran parte de la exposición del muchacho, tratando de dominar el deseo que se alojaba definitivamente en mi sexo. Abrí los ojos y me incorporé en mi cómoda silla de cuero justo en el momento en que las luces se encendían y los estudiantes aplaudían. Cristián me observaba directamente a los ojos, con esa actitud desafiante que siempre asumía cuando entraba en mi oficina. "¿Hay alguna pregunta con respecto a esta exposición?" Una chica preguntó sobre la importancia del símbolo fálico durante la antigüedad artística y literaria. Cristián respondió con voz calmada. Noté que su grupo de admiradoras estaban fascinadas con su actitud distante de intelectual.

Se produjo un silencio. Me di cuenta de que las preguntas del auditorio habían terminado y todos mis alumnos esperaban que yo me pronunciara. Desperté del estado de ensoñación en donde revivía los detalles del cuerpo de ese muchacho que me miraba con una leve sonrisa y con los brazos cruzados. Leí el par de frases que anoté de su exposición y traté de hilar un comentario sobre la calidad de su trabajo. Me escuché refiriéndome a la pertinencia del tema, de las imágenes, en fin, de improvisadas evaluaciones que pretendían ocultar 25 minutos de pensamientos eróticos.

"Señor Villarreal, por favor, conversaremos más detalladamente de su exposición más tarde" le dije distraídamente a Cristián, en un código absolutamente directo entre nosotros, pero totalmente inocente frente al resto de la clase. Los chicos salieron charlando animadamente y yo les di la espalda, para revisar los equipos de la sala y reunir el material que había preparado para la clase. Había penumbra y una agradable temperatura.

Abrí los archivos del computador portátil y pinché sobre la carpeta que tenía el nombre de Cristián Villarreal. Aparecieron una a una las imágenes de la Roma erótica, estatuas lujuriosas, figuras humanas retorcidas de placer en antiguos palacios enterrados por el tiempo. "Hay cosas que naturalmente son eternas" me dije en voz alta, sonriendo; y luego di un respingo cuando sentí dos manos masculinas a cada lado de mis nalgas, de espaldas a mí. La voz de Cristián susurró mi nombre mientras soplaba intencionalmente dentro de mi oreja. Fue inmediato: pude sentir cómo se activaba nuevamente el panal de humedad de mi sexo.

"Cristián..." dije, tratando de voltearme; pero él me sujetó firme, aunque suavemente. Comprendí. Todo debía ocurrir de espaldas, sin que viera su rostro. Sólo tenia que escuchar su respiración junto a mi pelo y abandonarme a sus manos.

Comenzó soplando en mi cuello, susurrando mensajes casi inaudibles. Una pequeña ola eléctrica me invadió cuando la punta de su lengua húmeda dibujó una línea fría sobre la piel que separaba el cuello del hombro, luego de que apartó un borde de mi blusa. Sentí como los pezones se endurecían y levantaban la tela de mi ropa... "Mis senos, Cristián..." Sugerí a media voz. Necesitaba sus caricias allí. Vi sus manos de dedos largos desabotonar mi blusa, con calma, uno a uno; y levantar mi corpiño, soltando mis pechos ansiosos. Amasó de arriba abajo, friccionando mis pezones, pellizcándolos y alargándolos con leves toques de brutalidad. Jadeaba junto a mi nuca.

Cristián apretó su pelvis contra mi cuerpo, logrando que pudiera sentir con toda claridad el relieve de su miembro tan perfectamente erecto como aquella escultura del antiguo arte romano. Alcé las caderas para presionarlo mejor y comencé a mover mi pelvis en círculos. Su acelerada respiración me confirmó que estaba disfrutando mi maniobra. Cristián continuó acariciando mis senos con mayor intensidad, mientras yo retorcía mis caderas contra su pene, aún encerrado en el jeans oxidado.

Sus manos bajaron a lo largo de mi falda, recorriendo mis muslos. Contuve la respiración mientras él levantaba la falda lentamente. Murmuró su aprobación al comprobar que llevaba medias hasta los muslos. Acarició fugazmente el encaje oscuro que las sujetaban y subió con desesperante calma hacia mis nalgas. Sus manos aferraron cada nalga y separaron suavemente mis piernas. El lubricante alojado hizo un pequeño sonido excitante. Instintivamente me incliné un poco sobre la mesa, alzando las caderas. Mis tacones altos facilitaban el ángulo delicioso.

Cristián separó suavemente mi ropa interior. Con la yema de los dedos recorrió de arriba a abajo la línea rosa escarlata de mis labios ardiendo. Sus dedos se empaparon de la miel que brotó con el estímulo. El clítoris, como un capullo, se asomó para hacer contacto. Dejé escapar un hondo gemido, maravillada ante la sensación provocada. Más lubricante. Cristián, fascinado, jadeó mientras llevaba los dedos a su boca, degustando mis secretos sabores. Yo podía sentir cómo mis labios vaginales se abrían como una flor, preparados para el contacto final. De pronto, la punta húmeda de su lengua se posó sobre mi clítoris. El pequeño botón giró ante los lamidos, haciendo que me desesperara. "Cristián, devóralo todo, por favor..." Susurré en un gemido. Su lengua se paseaba por los laberintos y pliegues de mi vulva hirviendo y entraba en mi cavidad vaginal. Yo hubiese deseado que como una serpiente, se introdujera profundamente y se arrastrara por las paredes. "Por favor... por favor..." Dije, anhelante. Él seguía bebiendo golosamente bocados de miel, mientras sus dedos acariciaban ahora mi orificio anal. En ningún momento me quitó la ropa interior.

De pronto, dejé de sentir su beso en mi carne. Traté de buscar algún reflejo que me indicara qué hacía, pero no lo vi. Quise voltear, pero en ese momento sentí la cabeza de su pene en la entrada de mi vulva. "Soy el Dios de la guerra, Laura" susurró, deslizando suave y lentamente el glande dentro de la cavidad... "Marte y Venus, haciendo el amor..." Continuó, mientras retiraba su pene de mi cuerpo. Percibí cómo un hilo de lubricantes unía mi vagina con su glande palpitante. De pronto una embestida brutal me hizo arquear la espalda. De golpe, un dolor quemante y delicioso. Su miembro me penetró salvajemente, hasta que los testículos se estrellaron contra mi piel. "Siente... siéntelo..." Me murmuró, mordiendo el lóbulo de la oreja. Sus manos aferraban mis caderas, sacudiéndolas adelante y atrás, mientras su pene, su exquisito báculo ardiendo, iba y venía una y otra vez dentro de mi cuerpo. Mis pechos se balanceaban al ritmo enfermo del ritual amoroso.

Yo temí que alguien abriera la puerta y me viera con los pechos desnudos, la falda subida, reclinada sobre el escritorio de la sala audiovisual; y tras de mí, como un potro salvaje, un muchacho que me hacía el amor con exquisita brutalidad.

Entrecerré los ojos y relamí mis labios. Qué deliciosa sensación de ser poseída, Dejé escapar francos gemidos que poco me importó que alguien oyera a esas horas de la mañana, cuando la universidad acababa de entrar al tercer bloque de clases. Recordé esos años de mi adolescencia, hacía más de 20 años, cuando acababa de descubrir el placer sexual. Me vi a mi misma, de minifalda, en esa misma posición, alcanzando el cielo con un muchacho de mas o menos la edad de Cristián... Alejandro, creo que era su nombre. Yo, entonces, exquisita muchacha de cintura esbelta y adorables nalgas, volvía loco a mi joven amante con las ondulaciones de mi pelvis y las contracciones de los músculos de mi vagina que parecían estrangular el miembro que me daba placer. Con ese pensamiento, inicié movimientos circulares. Sí, aún estaban en mi memoria. Aún podía girar mis caderas para hacer más profunda la penetración y masajear cada terminal nerviosa del miembro de Cristián. Fue lo que hice, iniciando ondulatorios movimientos, recogiendo y soltando rítmicamente los músculos de las paredes de mi vagina. Noté de inmediato la reacción de Cristián... "¿Qué es esto?" preguntó en un gemido... y se encogió de placer. Volví a apretar mi vagina. Esta vez sólo dejó escapar un grito ahogado y luego una breve carcajada encantadora.

Sonreí al notar los poderosos efectos de mi estrategia, cuando de pronto algo me pareció extraño. Habría jurado que una cabeza indiscreta nos estaba observando por una alta ventana. Apenas una sombra, una silueta, que desapareció tan repentinamente como la descubrí. Quedé un par de segundos inmovilizada. "¿Qué pasa?" Murmuró Cristián en mi oído, acariciando con cada mano mis senos. "Creí ver a alguien en la ventana" le respondí. Él miró un par de segundos y luego me pellizcó los pezones "No hay nadie, profesora Marchant" me replicó, levantando mis pechos y dejándolos caer suavemente. Su voz de terciopelo aún me mantenía en llamas. Sonreí... "¿Profesora Marchant?¿Acaso no soy Venus, adorable Dios Marte?" le respondí, mientras me inclinaba nuevamente sobre el escritorio y volvía a mover cadenciosamente mi sexo.

Él volvió a apoderarse de mis caderas, embistiendo mi vagina con energía. "Vamos, dámelo, dámelo, es mío" Susurré, aletargada de deseo. La fricción de nuestra piel se hacía insoportable. Cristián decía mi nombre una y otra vez. Podía sentir como se gestaba el orgasmo en mis entrañas. Era uno grande, poderoso. Comenzó como un cosquilleo en mis muslos, y el erizar de mi piel. Las paredes de mi vagina se prepararon para un estallido placentero. Contuve la respiración un segundo para resistir tanta delicia. Las inhalaciones de mi joven amante se volvieron más rápidas: también explotaría en él llenándome de su miel ardiendo. "Viene..." Anunció él casi sin aire, mientras los borbotones furiosos de semen bañaron mi cavidad, a la par de que las paredes vaginales, labios y todo mi cuerpo, parecía presa de contracciones deliciosas. Su glande palpitaba en cada estallido de semen, en un clímax que parecía eterno. Alcé la cabeza, casi rugiendo, mientras nuestros cuerpos iban poco a poco calmándose de esa locura compartida.

Me acomodé el corpiño y luego Cristián me abotonó la blusa. Me miraba a los ojos. "Eras una leona en celo a mi edad, ¿verdad?" Preguntó con una encantadora sonrisa. "¿Ahora no lo soy?" le repliqué. "Hay algo que tú debes saber, querido niño. Una mujer puede perder la figura, la suavidad de la piel y hasta el brillo de sus ojos; pero hay cosas que en verdad no cambian jamás. Quizás esa es la justicia divina. Ardemos de deseo como en la juventud, mientras ustedes necesitan una pequeña píldora azul a cierta edad para devolverle la vida a esta belleza " Dije, mientras atrapaba suavemente sus genitales, ya cubiertos. Esa idea le provocó mucha diversión y estuvo de acuerdo.

Salió unos 5 minutos antes que yo. En ese lapso, mis ojos se concentraron en esa ventana donde alguien pareció asomarse hacía un rato. Tal pensamiento me provocó algo de inquietud. ¿Cómo estar segura? Recogí mi portafolio y mis papeles. Antes de cerrar el computador, la imagen del joven Dios romano de lujurioso miembro daba vueltas alrededor de la pantalla.

Continuará...