El alud
Una pareja queda atrapada en un coche, por la nieve, a causa de un alud. Sexo en circunstancias extremas.
EL ALUD
Las penosas circunstancias económicas por las que atravesaba mi país me obligaron a buscar trabajo fuera de España. No encontraba nada —mucho menos de lo que había estudiado— y consideré que lo mejor era poner tierra de por medio, aunque tuviera que enfrentarme a la dificultad añadida de desenvolverme en otro idioma.
El destino elegido fue Suiza y no porque me llamara mucho la atención dicho país, ni porque dominara el idioma (en el colegio había dado inglés) sino porque tenía residiendo en Ginebra a un amigo, ingeniero de telecomunicaciones, que trabajaba allí desarrollando no sé qué proyectos en una multinacional y que estaba encantado de acogerme en su casa y echarme un cable en mis primeros pasos en el exilio.
Instalado en su casa me dediqué intensivamente a buscar empleo; al cabo de dos semanas mis gestiones dieron fruto y encontré trabajo en un hotel de nombre impronunciable pues tenía muchas consonantes, diéresis y muy pocas vocales. El horario no era cómodo pues tocaba pringar sábados y domingos, pero el sueldo duplicaba el salario medio en España y compensaba con creces este inconveniente.
En Suiza todo era caro, (sobre todo en Ginebra, que es en la actualidad la ciudad más cara del mundo), pero siempre me he considerado el amo de mis virtudes, más que el esclavo de mis vicios, así que no me preocupaba demasiado. No soy demasiado vicioso, carezco de unos gustos culinarios sofisticados y tampoco soy una persona caprichosa.
Era increíble cómo tu vida podía dar un giro de ciento ochenta grados en tan poco tiempo. No cabe duda de que el futuro siempre pertenecerá a aventureros, exploradores y gente así y no a los que no hacen más que lamentarse de su mala suerte mientras dilapidan el tiempo, la mayor fortuna de la que dispone el ser humano. Me sentía feliz porque veía que mi vida empezaba a discurrir por senderos que parecían llegar a alguna parte.
El hotel se hallaba enclavado no lejos de una carretera serpenteante, junto a una estación de esquí con un remonte. No era muy lujoso, apenas un poco más que un refugio, pero estaba en un lugar idílico, entre montañas y lagos, motivos por los cuales solía contar con una buena ocupación de aficionados a la montaña.
En el hotel era una especie de chico para todo. Ayudaba al señor que llevaba el mantenimiento del edificio, ayudaba a preparar la comida y bajaba casi a diario con el monovolumen a la población cercana de Altdorf a hacer diversas compras y recados.
La carretera de acceso, como ya he mencionado, era retorcida como el discurso de un banquero y había que andarse con mucho cuidado en según que curvas y a las entradas de los túneles por si venía algún camión y había que arrimarse a un lado al máximo, pero no se me da mal conducir y me acostumbre a tales maniobras. Por supuesto que ayudaba que la gente que se mueve por estos parajes circule generalmente con mucha cautela.
Llevaba tres meses trabajando en el hotel, y mi jefe, el señor Müller, hombre bigotudo y de carácter afable que gustaba de pasar sus vacaciones en Gran Canaria, donde tenía un apartamento, me encomendó el trabajo de recoger en la estación de trenes a una chica española llamada Rocío, que había sido contratada para enseñar a los clientes del hotel a esquiar.
Ojalá me enseñara también a mí a esquiar, pensé desvergonzadamente, pero en privado y sobre las sábanas y yo le haría honor a su nombre rociándola de la nieve más cálida del mundo.
En verdad, me alegré una barbaridad de que una compatriota pasara a formar parte de la plantilla del hotel. No sé si me seguirán el juego de palabras, pero si formaba parte de la plantilla, a buen seguro habría posibilidades de calzársela, porque por algo las plantillas están dentro de los zapatos.
No es que me alegrara, es que ardía en deseos de conocerla. Era triste reconocerlo, pero en el tiempo que llevaba en Suiza no había logrado establecer ninguna amistad. La gente de allí era distante y fría; apenas reían y no hacían chistes.
Tampoco había trabado una relación con el sexo opuesto con la que poder dar rienda suelta a toda la lujuria contenida tras meses de privaciones. Doy fe de que es dura la vida del emigrante. Y si eres un español en Suiza, las mujeres no te toman en serio. Formas parte de una raza inferior porque viene de un país que no se toma tan en serio en el exterior como pretenden hacernos creer. Por cierto, no hagan caso a todos esos programas en los que parece que todo el mundo que vive en el extranjero le va de cine. Es todo mentira. O al menos, es lo que a mí me han enseñado la experiencia. Mis requiebros e intentos de acercamiento a Elsa, una de las camareras del hotel, durante mis primeros días en dicho establecimiento, fueron cortados por su parte sin miramientos, no quedándome ninguna gana de volver a intentarlo, ni con ella ni con ninguna otra.
Al llegar a la estación de Altdorf, bajé del vehículo y me quedé esperando de brazos cruzados ante la puerta por donde salía la gente que se apeaba de los trenes que iban llegando. Había un cartel de plástico en el maletero, pero me pareció absurdo utilizarlo; consideré suficiente apoyarme en el coche, en cuyos flancos aparecía el nombre del hotel, y esperar.
Y por fin apareció ella. Se notaba que la tía estaba bastante maciza, a pesar de que venía lo suficientemente abrigada para atravesar la Antártida. Y su esbeltez se notaba en su cara descubierta, una cara delgada donde destacaban su bonitos ojos marrones de grandes pestañas, enmarcados por una mandíbula ovalada. Su silueta no pude observarla con detenimiento, porque la mujer venía de frente y tampoco era cuestión de quedar de buenas a primeras como el cerdo supremo, pero la impresión general fue que tenía un cuerpazo producto, sin duda, de la práctica de los deportes invernales. Me sonrió exhibiendo sus impecables hileras de dientes y me plantó dos besos salivosos que me dejaron un poso de humedad en mis enrojecidas mejillas. Me presenté:
—Soy Juanma. Tú debes de ser Rocío, ¿no?
—Veo que está bien informao.
Su acento andaluz sonaba un poco ronco, y obró en mí, efectos milagrosos. Y más después de tanto tiempo de escuchar a la gente hablar en idiomas bárbaros en los que parece que no paran de soltar exabruptos, de emitir extraños gruñidos y sonidos guturales. Me quise asegurar, no fuera a ser extremeña o de algún otro lugar.
—Andaluza —aseveré, esperando su confirmación.
—De Graná. ¿Y tú?
—Soy de Toledo, pero he vivido casi toda mi vida en Madrid —conté mientras metía su equipaje en el maletero y nos metíamos en el coche para ponernos a resguardo de las inclemencias del tiempo.
—Ah.
Mientras arrancaba el motor, seguí hablando para no perder el hilo de la conversación.
—Vivía en Madrid de alquiler, estaba casi todo el tiempo sin blanca y decidí largarme. Llevo cuatro meses viviendo aquí.
—Pues igualito que yo. Iba encadenando trabajos con contrato precario, hasta que dejé mi curriculum en una asociación que te busca trabajo en el extranjero. Si te digo la verdad, la semana pasada no sabía si iba a acabar en Pernanbuco, en Sabastopol o en la Cochinchina.
—¿Conocías Suiza? —me interesé.
—Sí, pero solo por lo reloje de cuco y uno panecillo que me compraba mi madre de chica en la panadería de la esquina. Si yo casi no he salido de Graná: la alhambra, montaña y playa. ¡Pa qué quiere ma!
—¿Y el idioma?
—Na de ná. El inglé aún lo chapurreo porque lo di en el bachillerato, pero de fransé, no paso de “Lulú, oui, c’est moi”.
—¿Y cómo darás las clases?
—Como sea, con mímica si hace falta.
Rocío no me había defraudado. Me resultaba simpática y cordial. No me había resultado difícil romper el hielo con ella. La miré disimuladamente por el espejo retrovisor. Ella miraba por la ventanilla.
Como es natural, en pleno invierno y en Suiza, la nieve había colonizado todo el territorio con su manto de blancura fosforescente. Habíamos recorrido un par de kilómetros desde la salida del pueblo cuando nos encontramos con una retención. Al rato un coche provisto de una pantalla luminiscente que iba lentamente en sentido contrario nos avisó de que había ocurrido un accidente con un camión que había obligado a cortar la carretera. Nadie nos lo tradujo, pero pudimos deducirlo.
Pensé que no podía quedar como un primo y contemplé la posibilidad de tomar un camino alternativo. Me hubiera sabido a cuerno quemado quedar como un novato delante de Rocío.
Sabía que había en las inmediaciones una carretera en desuso que daba bastante vuelta, pero que bien podría sacarnos del apuro. Recordé que el señor Müller me había desaconsejado su uso porque no estaba en buen estado, pero mi deseo de no quedar mal delante de la joven se impuso a esta precaución.
—Vamos a tener que dar un rodeo o nos darán las uvas esperando —anuncié a la única pasajera.
Dimos media vuelta y nos pusimos en marcha hacia el hotel por el desvío.
La carretera, de un asfalto granuloso, además de anticuada y carente de arcén, estaba bastante descuidada. La pintura de las rayas del suelo estaba casi borrada, en algunas zonas no había quitamiedos y el pavimento estaba lleno de baches. Apenas pasaban coches.
Empezó a nevar. La nieve era lo más cotidiano allí y no me preocupaba demasiado. Lo peor para la conducción de ese clima frío eran las placas de hielo que se formaban en el asfalto, pero para ello, el coche llevaba unas ruedas especiales claveteadas que se agarraban a la carretera.
Íbamos por un tramo de carretera sumamente angosto. Procedente del lado izquierdo, llegó a mis oídos un crujido apagado y de pronto, con crecient horror, percibí que se nos echaba encima una gigantesca masa de nieve proveniente de la parte derecha de la carretera, que estaba en cuesta. Perdí el control del vehículo y la avalancha de blancura nos arrastró con una virulencia tremenda, volcando el vehículo y haciendo que nos despeñáramos por el barranco situado a nuestra izquierda. La nieve siguió amontonándose sobre nosotros dejándonos en la más completa oscuridad.
Cuando tomé conciencia de lo ocurrido me di cuenta de que la gruesa capa de nieve del suelo había amortiguado el impacto de la caída. Por lo demás, el cinturón de seguridad me había retenido y diversos airbags habían saltado, de modo que a pesar de lo aparatoso del accidente, mantenía mi integridad física. Acongojado, me interesé por mi bella acompañante.
—¡Rocío! ¿Estás bien?
Hubo una leve pausa, pero al final oí su acentazo:
—He estao mejo otras veces.
Era increíble que tuviera presencia de ánimo para tomarse con buen humor un momento tan funesto como aquel.
—¿Te has hecho daño?
—Creo que no —repuso al fin.
Nunca me hubiera podido imaginar que una avalancha de nieve podría volcar un monovolumen hasta hacer que se precipitara en el vacío, pero acababa de comprobar que era posible. La nieve depositada en la ladera de la montaña se había desplomado justo en el peor momento y nos había arrastrado. Me arrepentí de haber tomado una carretera abandonada, pero era demasiado tarde para lamentaciones. Estábamos atrapados en un ataúd metálico y había que actuar cuanto antes para no quedarnos sin aire y perecer allí. Era vital pedir ayuda.
Estorbado por los airbags, tanteé mi bolsillo. La pantalla de mi móvil resplandeció fantasmagóricamente. No había ni una línea de cobertura. No supe si achacarlo a que aquella zona estaba fuera de la influencia de las antenas o a que las ondas no podían llegar debido al hermético encierro en el que estábamos. En cualquier caso, gracias a la luz, pude constatar que el compartimento estanco donde nos hallábamos no había sufrido deformaciones apreciables. Por otra parte, el vehículo había quedado casi plano, tan solo un poco ladeado hacia la izquierda.
—¡Maldición! Ni una rayita de cobertura —se quejó Rocío, que también acababa de comprobar que no podía hacer llamadas, ni siquiera de emergencia.
—Hazme el favor de pasarme una navaja que hay en la guantera —pedí a mi acompañante.
Rocío se sacó el móvil de su bolsillo y, alumbrándose con él, abrió la guantera. Con la navaja, de esas que tienen multitud de accesorios, rasgué las bolsas hinchadas que dificultaban nuestra movilidad. Temí que alguna estallara, pero se desinflaron lentamente.
Sin mucha esperanza, probé a encender las luces interiores y, en efecto, funcionaban. Valía la pena usarlas hasta que se gastara la batería del coche, para reservar las de lo móviles, la única fuente de luz portátil con la que contábamos.
En mi mente empezó a fraguarse un plan de escape. Dificultosamente llegué a los asientos traseros del vehículo e, inclinando los respaldos y, armándome de paciencia, alcancé la caja de herramientas que había en el maletero, deshecho a causa del impacto. Saqué un martillo y las dos llaves fijas más grandes que pude encontrar y le tendí una a la mujer. Me dispuse a golpear el parabrisas con el martillo.
—¡Que vas a hacer! —exclamó Rocío, que me había seguido con la mirada.
—Tenemos que romper un cristal y luego cavar en la nieve hasta que salgamos a la superficie. No se me ocurre otra cosa.
—¿No sería mejor esperar que alguien nos rescate? —objetó Rocío sujetándome el brazo—. No sabemos a qué hondura estamos. Si rompemos el parabrisas puede que nos aplaste la nieve. Y el cristal, de momento, aguanta.
Reflexioné sobre lo que la andaluza me decía y los malos pensamientos volvieron a invadirme. Y sobre todo, por no haber avisado de mis planes al señor Müller de que íbamos a ir por allí, para que alguien estuviera pendiente de nuestra llegada. Lo lógico hubiera sido esperar, dar una vuelta por Altdorf, hacer alguna compra hasta que la carretera hubiera quedado despejada. Pero no, el idiota del tío no podía quedar como un panoli delante de la chica y tuvo que poner en práctica una arriesgada idea, que había conllevado desastrosas consecuencias.
—No creo que nos haya visto caer nadie —me opuse—. Por esta carretera pasan muy pocos coches. Y estamos cubiertos por una buena montonera de nieve. No veo otra opción.
Levanté el brazo blandiendo el martillo y nuevamente me sujetó el antebrazo, como sujetó Dios el brazo de Abraham, justo antes de que intentara matar a su hijo.
El electrizante contacto de su cuerpo, aunque fuera a través de la ropa, tuvo repercusión en mi apéndice eréctil que despertó de su letargo invernal y se quedó tieso como un carámbano de hielo. Rocío me miró fijamente. El tono fue acerado.
—Esta decisió no es solo tuya. Hay que pensar cuidadosamente qué vamos a hacer. ¿Cuánto aire crees que nos queda?
—No lo sé. Una hora, tal vez.
—Lo mejor es no precipitarse —aseveró—. Nos estamos jugando el pellejo. Vamos a pararnos un momento a pensarlo.
Como es lógico, mi joven acompañante se sentía muy agobiada. Y, ciertamente, el plan dejaba mucho que desear. Por ejemplo, ¿dónde apartaríamos la nieve resultante del túnel que supuestamente nos conduciría al exterior? Quizá fuera mejor pensarlo con más detenimiento o, aún mejor, dejar la iniciativa en sus manos. Yo ya había tomado bastantes decisiones desastrosas ese día.
—Está bien —cedí, dejando el martillo junto al freno de estacionamiento.
Rocío alargó el brazo y se puso a tocar el claxon. A mí no se me había ocurrido. Quizá una señal acústica fuera la solución. Estuvo un minuto largo y abandonó. El sonido sonaba muy apagado, apenas un zumbido y no pensé que aquello fuera a funcionar.
Cuando se hubo apartado, me miré en el espejo retrovisor, gracias a la luz ambarina del interior del vehículo. Constaté que tenía marcas rojizas en la cara, como quemaduras de tercer grado. Supuse que dicho enrojecimiento había sido ocasionado por la fricción causada por el airbag delantero. Luego regulé el volante para apartarlo todo lo posible y recliné el asiento hacia atrás para estar más cómodo mientras esperaba.
En momentos como este, es cuando uno se da cuenta de que en la vida hay que establecer prioridades. Y que el placer del sexo no debía arrinconarse ni posponerse, sino tenerlo en un pedestal dorado encaramado en lo alto de un podio, en todo momento.
A mí también me angustiaba pensar que podría morir. Y sentía mucho haber metido a alguien en ese lío. Si al menos hubiera ido solo no tendría nada que reprocharme, pero había otra persona a mi lado. Bueno sí, habiendo ido solo, si hubiera salido con vida de aquello, tendría que reprocharme un siniestro total, que podría poner en peligro mi puesto de trabajo. No obstante, aquel no me pareció el mejor momento para mortificarme. Aunque, bien pensado, tampoco era justo decir que todo era culpa mía. Había sido un accidente por causas naturales, no por una negligencia o distracción mías.
—Mi amiga Marga murió de un accidente en el Aneto el año pasado —contó Rocío—. Se empeñó en no llevar crampones, porque decía que le molestaban. Le insistí hasta la saciedad, pero la muy cabrona se salió con la suya. Decía que los había probado y que se tropezaría con ello. Pisó mal y se resbaló, cayendo cientos de metros por un glaciar. Nunca me lo perdonaré. Llamamos a un helicóptero que llegó en pocos minutos, pero nada se pudo hacer por su vida. En el golpe se había roto varias vértebras cervicales.
La historia era terrible, pero mi mente solo le daba vueltas a lo mucho que me hubiera gustado follármela. Decir adiós al mundo por la puerta grande, habiendo disfrutado en los momentos finales aunque fuera en estas miserables condiciones, aunque… ¿Cómo iba a pedirle una cosa así con el lío en que la había metido? Si salíamos de aquello, seguramente me odiaría para siempre. Aunque claro, ella no sabía que utilizar esa carretera tan descuidada era un suicidio, porque yo no me había sincerado, aunque seguramente se lo habría imaginado. ¿Y si me abalanzaba sobre ella y la violaba? Total, si iba a morir, no tenía por qué temer a la cárcel. Bah, no sé por que pensaba todas esas tonterías si no hubiera hecho ni loco algo así. Si salíamos con vida, me denunciaría y no me compensaba.
Me moría de ganas por descargar, pero creo que se entiende que no me resultara fácil pedirle que folláramos en un momento tan delicado como aquel. Me parecía muy fuerte decirle: “Rocío, sé que estamos metidos en un lío del que pueda que no salgamos con vida. Sin embargo, ¿no te parecerá mala idea matar el rato fornicando?” Era impensable que pudiera dar su conformidad, pero no perdía nada por intentarlo. Les aseguro que cuando la muerte acecha, la vergüenza desaparece. ¡Qué más me daba la opinión que tuviera de mí! ¡Qué me importaba una negativa si estábamos con el agua al cuello! En ese momento sentía que había que exprimir cada centímetro cúbico de aire de aquel habitáculo.
—Rocío, ya sé que las circunstancias no son las mejores, pero me gustaría pedirte algo.
—Tú dirá —repuso.
En su mirada intuitiva había desconfianza; seguro que ya se olía por dónde iban a ir los tiros.
—Me gustaría aprovechar este rato para… divertirnos. Quizá sea la última oportunidad.
—Ezo ni te lo sueñe, chaval —replicó contundente con esa rapidez verbal que tienen los andaluces para soltarte una frase en medio segundo—. Guarda tus energías que falta te van a hacer luego.
—En ese caso, me voy a masturbar porque te juro que no puedo más. Antes, cuando me has tocado el brazo, me has puesto cachondo perdido.
—No, sí será culpa mía, que te he provocao.
—Mira: no sé de quién es la culpa, pero te juro que estoy al límite de mi resistencia. Voy a reventar. Si te molesta me voy al asiento de atrás.
Me temí una reacción airada del tipo, ¿cómo puedes ser tan marrano de pensar en algo así en un momento como este? O satírica, ¿cómo es que no la tienes encogida del frío? Pero no hubo nada de eso.
—Por mí no hay problema —concedió.
Así que ni corto ni perezoso me bajé la cremallera y liberé a mi miembro de su encierro. Rocío pasó a los asientos traseros, alcanzó trabajosamente su maleta y rebuscó en su interior. Coloqué el retrovisor de manera que podía contemplar a mis anchas su formidable trasero.
—¿No me estará mirando el culo? —inquirió girando la cabeza.
Entre monjes de clausura había muchas más posibilidades sexuales que allí dentro. No entendía tanta crueldad. ¿Tan humillante para ella era que la estuviera mirando, si precisamente la contemplación de sus nalgas era una muestra de admiración, un reconocimiento de su belleza? Nunca entendería a las mujeres.
—Nunca se me habría ocurrido hacer algo así —mentí alevosamente.
—No me engañe, capullo, que te he visto mové el retrovisó.
Volví a la carga entrecruzando los dedos de forma teatral.
—Rocío, ten piedad. Entiendo que no quieras follar. Pero si me enseñaras, ya no el culo, sino la parte de arriba del tanga, me sentiría capaz de cavar con las manos un túnel que asomaría por las antípodas. Ya ves con cuán poco me conformo. Ya que no quieres follar, ¿tanto problema te supondría darme un alegrón bajándote los pantalones?
—Tú eres de piñón fijo, ¿eh? —esta vez el tono era más cercano, más amigable.
Hizo una breve pausa. Continuó su historia:
—Cuando pasó lo de mi amiga, me sentí responsable de lo que había pasado. Ella era bastante novata. Y ya que nadie cargó sobre mis espaldas lo sucedido, me juré, en justa compensación, que yo nunca responsabilizaría a nadie de las cosas malas que me ocurrieran. Lo digo para que no te sienta culpable, de la situació en que estamos. La vida tiene muchas vicisitudes que no podemos controla.
Luego mostró condescendencia y en un tono conminatorio puso las condiciones. Era increíble, pero me estaba saliendo con la mía. Pensé que todo el mundo arrastra traumas durante su vida, y que uno no tiene por qué pensar que los suyos superan a los de los demás. Me di cuenta también, de que como nadie busca una situación tan terrible como aquella, tampoco hay que andar pidiendo disculpas.
—Esto que tengo aquí detrás es como lo que hay en las vitrinas de los museos —dijo dándose suaves palmaditas en el trasero—. Se mira, pero no se toca. Y como se te ocurra acercar la mano, te suelto un bofetón que te va a girá la cabeza ma que a la niña del exorcista. ¿Estamos?
—Estamos.
Asentado esto, accedió al fin a mostrarme parte de su soberbia anatomía. Evidentemente, como buena monitora de ski que era, verla resultaba maravilloso, una auténtica caricia para las córneas. Se desabrochó el cinturón de tela del pantalón y, de espaldas y arrodillada sobre el centro de los asientos de atrás se bajó el pantalón de montaña y unas mallas térmicas que llevaba debajo, dejando las prendas arrugadas por las rodillas y arqueó la espalda para que pudiera observar su culo en todo su esplendor. Llevaba un tanga bien incrustado en sus partes que tuvo la deferencia de bajarse para mi solaz.
El culo de Rocío era un homenaje a la perfección. Redondeado, fibroso, bien modelado, era digno de una libidinosa contemplación. No dudó en agitar los cachetes exhibiendo la dureza de aquella parte de su cuerpo. Se había hecho de rogar, pero seguro que estaba orgullosa de mostrarlo para que yo pudiera concluir la paja que dos minutos después me hizo salpicar el salpicadero y el volante de semen entre gemidos sofocados. Luego me limpié la mano con la tela lateral del asiento.
—Bueno, fin de la función —dijo recomponiendo su vestimenta—. ¿Te ha molao el paisaje?
—Pues sí, para qué nos vamos a engañar —acordé con tristona alegría, porque, en realidad, tener semejante tía tan cerca y no poder meterle mano, resultaba más doloroso que placentero. ¡Malditas fueran las migajas que me ofrecían las tías!
—Pues date por contento, que menudo detallazo que he tenido contigo. Espero que estés más animado.
—¿Quieres que haga algo por ti? —ofrecí el buen cariz que había tomado la situación.
Pero ella rehuyó mi petición componiendo una sonrisa.
—Sí, sacarme de aquí sana y salva.
Lamentablemente, yo no era un objeto de deseo para ella.
La calefacción no funcionaba, pues esta solo iba con el coche encendido, y como es natural, hacía frío, aunque seguramente la temperatura no bajaría de cero grados, que es la que mantienen los iglúes, por mucho frío que haga en el exterior. Y el aire empezaba estar enrarecido.
Rocío rebuscó en su maleta y volvió al asiento del copiloto con unas gafas de sol de cristal amarillo para travesías, que se ajustaban a la cara sin dejar un resquicio, como pude comprobar. Además se calzó unos guantes impermeables. Yo no iba equipado.
—¿Rompemos el cristal? —le pregunté buscando su aquiescencia.
—Sí —confirmó Rocío, apartándose al asiento de atrás—. Y date prisa que aquí ya no se pue ni respirá. El ambiente está muy cargado.
“—Más cargado estoy yo y poco te importa —pensé.”
Ella se apartó, colocándose en el asiento de atrás.
Yo agarré el martillo por el mango y pegué un golpe con todas mis fuerzas al parabrisas delantero. La luna se hizo añicos como buen cristal templado, aunque a buen seguro, a aquellas alturas ya estaría frío. La nieve se desplomó, cubriendo la zona delantera del coche.
Ayudándome de la llave fija me afané en escarbar en la nieve, que estaba bastante dura, debido al peso que ejercía la de encima. Una sensación de claustrofobia, de opresión, de impotencia ante aquel entierro en vida, se apoderó de mí, mas me sobrepuse. A fuerza de hincar la llave en la nieve fui royéndola y abriendo así una especie de madriguera por la que fui avanzando a oscuras como un topo ártico. Rocío, entretanto apartaba la nieve de la parte delantera a la trasera del coche.
—Date prisa, muchaso –me apremio Rocío.
Seguí febrilmente abriéndome un hueco vertical en la nieve. La sensación de asfixia era abrumadora. Por si fuera poco, tenía un frío atroz, estaba calado hasta los huesos y los músculos me dolían una barbaridad, pero el instinto de supervivencia se impuso a todos los males habidos y por haber. Llegué a un punto en el que ya no alcanzaba más arriba. De una oscuridad sepulcral habíamos pasado a una grisura esperanzadora. La luz no debía de quedar lejos. Me dirigí a la joven:
—Rocío, súbete a mis hombros. Necesitamos ganar altura.
Mi voz había sonado tan imperiosa y había tan poco margen para la discusión, que me obedeció sin rechistar.
Subió la primera y yo afianzándome entre el techo y el capó del coche la subí a mis hombros. No era el momento más propicio, porque ya notaba los primeros síntomas de la falta de aire, pero tener ese culito duro sobre mí, me hizo sentir placer, hasta el punto de que afluyó algo de sangre a mi miembro. Con la excusa de estar sujetándolo puse mis manos en torno a él, recreándome en su agradable tacto y manoseándolo cuanto pude. Ella no se quejó. Mi miembro también pugnaba por salir de su forzoso encierro.
Ella, por medio de su llave inglesa, se esforzó en concluir aquel túnel hasta que vimos al fin la luz del sol. El aire puro inundó nuestros pulmones. Rocío, apoyándose en las paredes y poniendo sus pies encima de mis hombros se encaramó a la abertura de aquel pozo. Desde arriba tiró de mí con todas sus fuerzas para ayudarme a salir.
Estábamos salvados.