El agujero indiscreto

Una pareja se detiene en una estación de servicio para repostar en los baños.

Ese día Julio estaba especialmente pesado. Y por pesado quería decir salido. Poco después de llegar a la autovía había comenzado a acariciar de forma provocadora el muslo de Tomás, quien estaba demasiado concentrado en conducir para responderle. Julio era uno de esos pervertidos que había soñado con comerle la polla a otro tío en el coche hasta que leyó American Gods; y aunque seguía sin tener esa intención, no podía evitar estar tremendamente cachondo. La polla le apretaba en el pantalón hasta tal punto que le molestaba. Lo había hecho en trenes, buses, cines y probadores, así que no le supuso ningún reto hacerlo en un coche donde sólo viajaban él y su novio: se desabotonó el pantalón, abrió la cremallera y bajó la cintura.

—¿Qué haces? —le preguntó Tomás con cierto tono de reproche.

—Concéntrate en la carretera, cielo, lo tengo todo controlado.

Y sin más explicaciones se sacó la verga del bóxer. Tenía el capullo de un rojo brillante y las venas se marcaban a lo largo de todo el tronco; sin más demora comenzó a masturbarse con lentitud. Tomás chasqueó la lengua con desaprobación pero no hizo ningún otro comentario; estaba molesto pero no hizo ningún otro comentario. Su propio paquete comenzó a marcarse de forma más que evidente y Julio le pilló mirándole de reojo más de una vez, incitándolo aún más en sus perversiones. Así que se lució, tomándoselo con calma, bajando el pantalón hasta las rodillas para disfrutar del aire acondicionado en los huevos mientras recordaba cualquiera de las veces que Tomás se los había comido. Era algo que se le daba realmente bien.

Julio miraba a Tomás de vez en cuando y lo notaba incómodo, nervioso, tal vez un poco molesto pero también muy excitado; con la herramienta que calzaba el cabrón, era un tema que no podía disimular.

—Cuando quieras paramos y me castigas —le provocó mientras pasaban un cartel de información que anunciaba el desvío a una gasolinera.

—Te vas a enterar —fue todo lo que masculló mientras lo tomaba.

Julio no se detuvo ni un solo instante el resto del trayecto. Normalmente no se arriesgaba tanto, pero toda la sangre había bajado y la calentura le había frito las neuronas; aquel chico ya no sabía lo que era el sentido común. Cuando el vehículo comenzó a decelerar, se desabrochó el cinturón del coche y aprovechó para quitarse el pantalón y los bóxer, que dejó tirados en el suelo a la vista de cualquiera que mirase por las ventanillas. Justo cuando Tomás paraba junto al surtidor, Julio volvía a subirse la cremallera con cuidado de no pillarse ningún pelo.

Tomás bajó la mirada al bulto en los vaqueros.

—Eres un cerdo —le recriminó.

—Tu cerdo —le corrigió Juliuo luciendo una sonrisa provocadora—. Te espero en los baños.

Se acomodó el paquete para disimular un poco el paquete y salió del coche, camino a la puerta lateral de la estación, mientras dejaba que Tomás repostara, aparcara y, en definitiva, disimulara un poco la razón de su parada.

Entró en los excusados sombríos y frescos, con un fuerte aroma a perfume desinfectante, y se encaminó a uno de los compartimentos. Dejó la puerta abierta y se bajó los pantalones hasta los tobillos, procediendo a disfrutar de su imagen en el espejo que había sobre los lavabos, frente a él. Escuchó la puerta abrirse y la claridad penetrar en la sala pero eso no le detuvo. Continuó masturbándose con una sonrisa de salido desdibujada en la cara, expectante a la reacción de Tomás; apenas tuvo tiempo de reaccionar, cubriéndose la entrepierna con las manos y sentándose en el retrete, cuando distinguió una silueta desconocida reflejada en el espejo. Por fortuna entró justo en el compartimento contiguo, sin llegar a girarse hacia el espejo o pasar frente a su cabina abierta. Entonces la entrada de los baños chirrió una segunda vez.

El vecino se había encerrado en su compartimento y Tomás ignoraba su presencia, así que se plantó frente a un Julio de rostro enrojecido. Fue a decir algo, pero su pareja se apoyó un labio sobre los dedos e inclinó la cabeza hacia el lado para advertirle; luego abrió las piernas y dejó que el miembro morcillón se bamboleara de forma caprichosa entre sus muslos. Tomás entendió, arqueó una ceja y entró en el compartimento siendo más sensato que su novio: cerró la puerta y echó el pestillo. Luego se arrodilló.

Estaba cachondo. No era evidente sólo por la visible erección apenas contenida en su pantalón, sino porque se tragó ávido la polla de Julio hasta la raíz. Se la comió unos minutos dejándola bien empapada antes de proceder a masturbarlo, mientras su lengua se centraba en las pelotas. Julio se mordía los labios y ponía los ojos en blanco, cubriéndose la boca con las manos apenas capaz de mantenerse en silencio; y eso sólo lograba que Tomás fuera más cabrón con él. No dejó que se corriera: aquello era un castigo.

Cuando se aburrió de comerle la polla se levantó, se abrió la bragueta, ensortijó los dedos entre los rizos de Julio, obligándole a devolverle el favor. El glande le rozó la campanilla y los vellos púbicos le hicieron cosquillas en la nariz. Lo mantuvo allí un momento y luego procedió a follarle la boca a buen ritmo, dejando que las babas de Julio le empaparan el rabo y resbalasen por la comisura de sus labios. Levantó a su novio, lo giró y lo empujó contra una de las paredes de conglomerado olvidando el disimulo por un instante; respiró hondo y se acercó a la oreja de su pareja mientras sus manos buscaban y abrían un condón.

—Te voy a enseñar a comportarte, salido —le susurró.

Julio sintió el tacto frío y espeso del lubricante seguido de los dedos de su chico, que se hundieron con facilidad en su ano. Le tapó la boca con una mano, y mientras le mordía besándole cuello y boca, comenzó a follarle añadiendo dedos a medida que su esfínter iba cediendo. Poco después sintió algo realmente gordo, duro y caliente golpeando entre sus nalgas. Era larga y bastante gruesa, y al principio siempre dolía; pero al final siempre merecía la pena. Se relajó y sintió cómo aquel rabo lo iba desgarrando lentamente, inundándole las entrañas, golpeándole como un ariete en la próstata. Gimió agarrando las nalgas de Tomás, necesitando cada centímetro de aquella polla dentro de él.

Apoyó los brazos contra la pared para intentar amortiguar lo que venía a continuación, puesto que la delicadeza de Tomás duraba lo que su verga tardaba en llegar al fondo. Una vez Julio dilataba lo suficiente, había acostumbrado a su novio a follárselo como un animal. La cadera se bamboleaba y las nalgas se contraían haciendo que la polla de Tomás golpeara las entrañas de Julio, provocando que su propio rabo se zarandeara duro y frenético mientras los goterones de líquido preseminal comenzaban a regar el suelo. Se abrazaron con fuerza y se dejaron llevar, y en uno de los instantes en los que Julio miró hacia abajo para disfrutar de las vistas de su polla agitándose como la batuta de un director de orquesa a causa de las embestidas frenéticas de su amor, se dio cuenta de algo que se le había pasado por alto hasta ese momento.

A una altura estratégica había un agujero, y al otro lado había un ojo.

—¡Joder!

El ojo mantuvo la mirada a Julio el tiempo suficiente para que se le pasara el sobresalto.

—¿Qué pasa? —Tomás se detuvo— ¿Te he hecho daño?

—No cielo —le señaló con el mentón mientras mantenía agarrada sus nalgas para impedir que saliese—. Tenemos espectador.

Tomás se quedó quieto, bastante pillado. Aquello no entraba en sus planes pero Julio seguía apresándole y su miembro se seguía zarandeando erecto y lubricado; por otra parte, el mirón no parecía tener la menor intención de apartarse del agujero.

—Por mí no os preocupéis —susurró una voz al otro lado del conglomerado—. De todas formas estaba viendo porno.

Tomás se habría detenido allí pero Julio era un pervertido redomado que había tomado la iniciativa y una decisión diferente. Movía las caderas, follándose él solo, y el estímulo de su agujero apretado, la tensión de sus músculos, sus jadeos de placer, el zarandeo de su miembro y el aroma de su piel ardiente le arrastraron a su misma falta de sentido común. Volvió a reclamar la iniciativa y continuó follándose a Julio, ahora con menos sutilezas: lo reclinó contra la pared de forma brusca, le agarró la polla con fuerza y procedió a acabarle allí mismo.

Pero Julio parecía tener otros planes.

—¿Tienes otro condón a mano? —gimió.

—¿Para qué? —le replicó jadeante.

—Dámelo, cielo. Dame fuerte.

Tomás sacó un segundo condón del bolsillo. Para su sorpresa, Julio volvió a recuperar el control empujándole contra la pared a sus espaldas y continuó follándose mientras le apartaba las manos de su miembro para poder ponerse el condón. Entonces comprendió sus intenciones. No le hizo gracia, pero Julio hundió su verga en el agujero en la pared mientras sus manos sujetaba la nalga de Tomás.

—Más, cielo, más —suplicaba.

Y lo hacía con un tono de placer tal que fue incapaz de negarse. Julio sentía cómo la polla de su novio lo perforaba con tanta fuerza que su pecho se empotraba una y otra vez marcando un ritmo rápido contra la pared, mientras una lengua hábil y experimentada se deslizaba alrededor de su propio rabo. Alternaba lamentones, mamadas y masturbación con agilidad y pasión, o eso le parecía a él, que no tardó en gritar cuando la corrida inundó su condón. Tomás, sin embargo, todavía no había terminado.

El plan del novio era continuar follándoselo hasta correrse. A Julio le gustaba que lo empotrase unos minutos más después de correrse, y de haber sido cualquier otro lugar más íntimo, lo habrían hecho a pelo porque a Julio también le encantaba sentir cómo la polla de Tomás estallaba y le inundaba por dentro. Pero en aquella ocasión Julio se apartó, se giró y le metió un morreo mientras le quitaba el condón usado. Se agachó para subirse los pantalones, sacando un tercer preservativo, que deslizó sobre la polla dura de su novio. Sentado en el retrete, miró hacia arriba dedicándole una sonrisa perversa, y apoyando la mano en las nalgas respingonas de Tomás, le invitó forzosamente a probar aquella boca anónima. Por supuesto, el otro receló desconfiado así que Julio se puso detrás de él y le susurró al oído:

—Si no te gusta, siempre te puedes correr en mi boca.

Tomás se dejó llevar y metió el miembro en el agujero, sintiendo un escalofrío al notar una boca húmeda y cálida tragándose su gruesa verga, mientras los labios de Julio se cernían alrededor del lóbulo de su oreja. No tardó en entender la insistencia de su chico: el tío sabía realmente lo que hacía, habría sido una vergüenza por su parte no dejarle sentir aquella mamada magistral. Sin olvidar que, además, era un puto pervertido: Julio se había vuelto a sentar en el retrete y había sacado el móvil, grabando cómo su novio se estremecía y jadeaba de placer rompiendo uno de sus tabúes. Así que Tomás decidió darle lo que quería, un buen espectáculo.

Comenzó a follarse el agujero en la pared. En la pantalla del móvil, sus nalgas se contraían en el vaivén que deslizaba su verga entre los bordes precintados del agujero, apenas apreciándose los labios jugosos y la lengua larga y traviesa que esperaban al otro lado. Tomás cerró los ojos y se dejó llevar por el sentimiento cálido de aquella comida anónima, sintiendo también el restallido de una palmada en la nalga seguida de un beso tierno de su pareja, que lo empujó contra la pared para que todo su miembro quedara a disposición de la lengua del vecino. Le enfocó con el móvil a la cara y comenzó a masajearle los huevos, besándole las nalgas cada cierto tiempo y rozando con la nariz y la barbilla la piel erizada de su cadera y pelvis.

—¡Joder!

Tomás no tardó en ceder. Tanto sus testículos como sus nalgas se contrajeron varias veces seguidas, mientras él jadeaba pegado a la pared de conglomerado. Se apartó lentamente, aún extasiado, trastabillando con torpeza. Julio bajó el objetivo hacia la cadera de su pareja: su rabo aún morcillón colgaba entre sus piernas, con el condón sorprendentemente lleno.

—Gracias, tíos; pero me están esperando — se disculpó la voz anónima—. Esta noche cae paja en vuestro nombre. Ha sido un placer.

Julio y Tomás se quedaron quietos en su compartimento, mirándose mientras recuperaban el aliento. La puerta contigua se abrió.

—El placer, nuestro — respondió Julio—. Cuídate.

Escucharon el ruido de un grifo y un secamanos, seguido de una despedida.

—¡Chao!

La puerta de la entrada chirrió y el baño volvió a quedar sombrío. Y tanto Julio como Tomás, que aún se miraban algo incrédulos ante lo que acababa de pasar, soltaron una carcajada.