El advenimiento (Capítulo 31 y 32)

La vida de una madre modélica se ve truncada por la intromisión de una persona que le enseñará un mundo que no conocía. Todo ello bajo la visión de su único hijo, el cual será testigo de como su madre va cambiando poco a poco.

CAPITULO 31

La semana transcurre con una tranquilidad sospechosa. Después del día de la playa, todas las dudas me han vuelto a revolotear por la cabeza. Pero los días pasan, y el domingo, el día que me voy con papá a ver el partido de fútbol llega. A primera hora de la mañana nos arreglamos y nos disponemos a salir de casa. Unos besos son el despido que hacemos yo y mi padre con mi madre, mientras ella sigue desayunando con su misma taza de café que siempre.

Sobre las diez de la mañana, ella ya se encuentra sola en casa. Intenta leer un libro en el sofá del salón, pero no puede concentrarse. Piensa qué es lo correcto y qué no lo es. Debería de estar tranquila porque el viejo no va a molestarla, pero la realidad es que ya tenía todo listo, los productos, los condimentos, los utensilios, un delantal, un buen vino que escogió de nuestro armario, incluso unas naranjas para los postres ya que sabe que le gustan, todo guardado en una bolsa grande que se compró para poder llevarlo todo. Pero en la cabeza de ella lo de Don Fernando se acabó, después de lo que sucedió en la playa, ella no piensa dejarse llevar más. No quiere consentirle que le deje en evidencia constantemente, que toque a los suyos, que termine destruyendo su familia y su trabajo como ha hecho con otras.

Intenta aprovechar la mañana haciendo sus quehaceres por la casa, limpiar, recoger, hasta le da tiempo a avanzar tareas pendientes del trabajo. Pero cuando termina vuelve a sentarse en el sofá del salón. Ensimismada en el salón, recuerda como empezó todo, como ayudó a ese viejo a orinar, como lo odió en ese momento, como le resultó nauseabundo todo lo que hizo. También recuerda el día de la piscina, la primera vez que tuvo sus tetas en la boca, sus pelos de la espalda, su enorme barriga y como la acariciaba, como se dejaba besar, los encuentros en la escalera y para terminar, su mamada en el coche el día del parking… No puede evitar que todas esas imágenes vayan a su mente y se sienta rara… Hasta que un sonido del teléfono, apoyado en la mesa de madera del centro del salón, la despierta mentalmente. Se incorpora, desbloquea, lee y tiembla…

«Pero… ¿Quién le habrá dado mi número? ¿de donde lo ha sacado?» piensa mientras empieza a leer:

Mensaje +346XXXXXXX:

Me está entrando hambre, ¿no vas a venir?

Es la 1 del medio día, yo no suelo comer muy tarde,

A qué esperas para mandar a la mierda a tu marido y a tu hijo y venir a hacerme la comida?

—Dios mío… –dice ella leyendo el mensaje. —¿De donde habrá sacado mi número?— dice en voz alta, en la soledad del salón.

Vuelve a leer varias veces el mensaje pero no se atreve a contestarle. Su movimiento continuo de su pie, evidencia su nerviosismos ante tales mensajes. Y la duda empieza a cobrar vida dentro de ella. Sabe que ya lo había zanjado en la playa, incluso sabía que podría volver a la tranquilidad que lleva tantas semanas deseando recobrar, pero sin embargo, ella se levanta y empieza a recoger todas las cosas y las pone en la bolsa donde casi no caben.

—Tengo que vestirme… vestirme como él me dijo… —se dice a si misma mientras empieza a rebuscar en su armario.

Encuentra una blusa de seda blanca con flores dibujadas y una falda corta de cuero. Tarda en vestirse, se le nota visiblemente nerviosa, pero no puede pensar en otra cosa. No quiere pensarlo. No quiere darse cuenta que no está haciendo lo que debe hacer. Cuando termina de recoger y cambiarse, sale de casa cerrando la puerta y bajando las escaleras, esperando que no le vea nadie…

Delante de su puerta se para un momento, cogiendo algo de valor, no quiere que la vea nerviosa, débil. Ella estaba segura que todo había terminado, que no iban a hablar nunca más.

Un silencio incómodo resuena en el rellano mientras está frente a la puerta, parada, pensando. Coge valor y toca al timbre de su puerta. Pasan los segundos y nadie abre. Vuelve a llamar…

«¿Qué pasa?¿Me está tomando el pelo? ¿Se está riendo de mi?»

«Qué ridícula me siento… qué vergüenza…»

Vuelve a llamar, sintiéndose idiota.. pero al cabo de unos segundos, la puerta se abre levemente…

—Don Fernando, ya estoy aquí… —dice ella en voz alta. Pero nadie contesta. —¿Me deja pasar Don Fernando?

Ella empuja un poco al hacer la pregunta. Al fondo del pasillo, ve a Don Fernando que camina a través de él, ni siquiera se ha parado a saludarla.

—He… He venido a hacerle la comida… —dice ella sin siquiera saber si lo ha oído

Todo está en penumbra, como la última y única vez que ella ha estado en casa de ese viejo. Huele raro, está todo sucio, todo por medio, parece que tiene una especie de síndrome de Diógenes.

«Cómo deberá estar la cocina…»

—Pasa —oye desde el fondo del pasillo.

—Don Fernando… ¿Me enseña la cocina, por favor? —dice ella mientras avanza en penumbra hacia donde está él.

—Ven por aquí. —dice él aún a bastante distancia.

Ella sigue avanzando mientras mira alrededor, las revistas que vio aquél día siguen allí…

—Sí.. Don Fernando…

Él está en el marco de la puerta esperándola. —Mira, aquí tienes la cocina.

Ella avanza hasta el marco de la puerta de la cocina. En ningún momento le ha ayudado en las bolsas que ella tiene en las manos. Al ver la cocina, se da cuenta de lo desastroso que está todo. La pila llena de platos sin lavar, todo desordenado, sucio, es inexplicable que haya alguna persona que viva en esta inmundicia.

—Don Fernando, ¿pero cómo tiene esto así?

—¿Qué pasa? ¿Te molesta?

—Bueno… No creo que nadie tenga que vivir en algo así… Te-tendré… tendré que ordenarlo un poco… ¿Tiene bolsas de basura?

—Yo que sé, busca por ahí. —dice señalando por una zona de la cocina.

Ella sin decir nada, empieza a abrir algunos armarios de la cocina, como inexplicablemente una mujer de la talla de Alejandra, intentando ordenarle una cocina así.

—¿Y una escoba? Trapos… No sé… —dice ella insistente.

—¿Escoba?

—Sí.

—Yo que cojones sé. Busca hostia, ¿acaso te crees que soy una mujer que tiene que limpiar la cocina?

—No hace falta que diga comentarios tan machistas Don Fernando. En fin, le limpiaré un poco esto antes de empezar a cocinar…

—Mira, allí tienes una —dice señalando en el pasillo. Una escoba muy vieja. Tendrá muchos años.

—No se puede trabajar así… Bueno, está bien, intentaré arreglármelas.

Alejandra pasa alrededor de media hora recogiendo porquerías, barriendo, organizando un poco todo. Se ha puesto un delantal, pero si lo hubiese sabido, hubiera ido con una bata. «Si tuviese una fregona la pasaría… pero ni se lo pido, terminaría pasando un trapo mojado arrodillada en el suelo, así que mejor no digo nada de esto.» Piensa para si, y mientras pone el agua hervir mientras limpia todos los platos, cubiertos, vasos.

Mientras tanto, el viejo se ha ido al salón. Sentado en el sofá, mientras se toma una cerveza.

—¿¡ALEJANDRA?! —le grita desde el salón.

—¿Si Don Fernando? —dice desde la cocina. «Qué raro que me llame por mi nombre».

—¿Ya está hecha la comida? —dice impacientemente.

—No, aún no Don Fernando. Tardaré alrededor de media hora.

—¿Qué? Joder, y ¿por qué tardas tanto? Tengo hambre hostia.

—He tenido que arreglarle un poco todo esto Don Fernando.

—Joder…

—No se impaciente, estoy haciendo unos espaguetis a la boloñesa, con una pasta italiana riquísima.

—Anda, pues mientras tanto tráeme una cerveza, se buena.

—¿No preferiría algo de vino?

—¿Te he pedido vino?

—No…

—¿Entonces?

Ella no le contesta.

—¿Me vas a traer la cerveza o no? —dice mirando la televisión sin mirarla.

Ella sin decir nada, abre la nevera, la cual está muy sucia. Solo hay latas de cerveza y unos tomates en mal estado. Coge una y se la lleva. —¿quiere un vaso Don Fernando?

—No, así está bien. Ahora termina de hacer la comida, tengo hambre.

—Sí… Déjeme que aparte las cosas de la mesa mientras se hace la pasta.

En un rincón de ese espantoso salón hay una mesa de madera con un montón de porquería por encima. Ella aparta todo como puede. Deja cosas en el suelo, otras en cajas que hay por ahí. Es impactante ver a Alejandra haciéndolo en un sitio como ese, con delantal negro, encima del conjunto.

«Qué maleducado es, no sé porqué he venido.» piensa mientras vuelve a la cocina.

Prepara la salsa en la cazuela y por fin pone los espaguetis. Prepara un plato con un pañuelo de papel azul que ha llevado de casa, un tenedor, encima pone un vaso y un bol con queso rallado.

—Ya está todo Don Fernando. —le dice al lado de la mesa mientras el viejo está viendo la tv.

—¿Ya está todo?

—Sí, siéntese y le traigo la pasta. —dice ella mientras va en dirección a la cocina a por la comida.

—¿para cuantos has hecho la pasta? —le pregunta el viejo cuando la ve entrando en el salón con la cazuela.

—La he hecho toda, así tendrá para cenar o para mañana si quiere. —le contesta mientras le sirve en el plato y lo coloca todo lo bien que ella puede, mientras él sigue en el sofá y poco a poco se levanta.

—¿Tú no vas a comer?

—Si usted quiere sí, Don Fernando.

—No he dicho que quiera.

—Me gustaría hacerlo.

—Solamente te he preguntado si pretendías hacerlo joder.

—Me gustaría, sí…

—No te he dicho si quieres joder… Solamente has puesto un plato para mi.

—Es que no sabía…

—¿Por qué no pones un plato más? —dice sentándose en la mesa.

—Sí, sí, gracias Don Fernando. Pensaba que yo… bueno… que tú… no querias… que yo comiera contigo…

—Trae otro plato.

—Sí, voy. —Y ella apresuradamente va a la cocina y trae otro plato hondo intentando decorarlo de la misma manera que el plato de Don Fernando. —La verdad es que no esperaba que comiéramos los dos juntos…

—¿Quién ha dicho que el plato sea para ti?

—¿Qué? —dice quedándose parada. —Pero… Si solo estamos usted y yo, Don Fernando.

—¿Y?

—No… no le entiendo…

Y justo ese momento, un sonido que no se esperaba hace que mire hacia el pasillo. Su cara evidencia una mezcla perfecta entre sorpresa y temor.

¡DING DONG!

—Vaya… ya está aquí… —dice prácticamente sin inmutarse. Sentado ya en la mesa, sin un atisbo de intranquilidad.

—Qu-que… ¿quién? ¿Quién es?

—Nuestro invitado, cariño —dice con su sonrisa cínica.

La cara de Alejandra refleja el pavor que está empezando a sentir. Sus manos empiezan a temblar, mientras no sabe qué hacer o que decir. —D-Don.. Don Fernando, solo he venido a cocinar a usted… ¿por qué hay alguien más aquí? —dice tartamudeando, visiblemente nerviosa.

El viejo se levanta, haciendo caso omiso a las palabras de Alejandra. Se asoma hasta el pasillo —Ven, pasa, que la mesa ya está preparada. No tengas vergüenza.

El viejo espera a que entre la otra persona. Mientras ella, con el delantal negro y el conjunto debajo, está al lado de la mesa, expectante.

Y detrás de él… lo ve entrar.. le suena, lo conoce…

CAPITULO 32

Alejandra se queda pálida. Jamás se pensaría que por esa puerta entrara la persona que ahora mismo está bien. Ella siente una presión en el pecho. Como si la acabaran de descubrir delinquiendo. Lo mira, mira al viejo, no sabe qué decir, se encuentra bloqueada, hasta que al final solamente es capaz de reproducir su nombre…

—¡¡Don Fernando!!

—Hola Alejandra… —dice él con su acento característico. Su tez morena lo hace inmediatamente reconocible. Algo nervioso, no sabe donde mirar. Sin embargo el viejo sonríe mientras parece que tiene todo bajo control.

—Venga, siéntate, que la mesa ya está puesta. Todo lo ha preparado con mucho esmero Alejandra.

Y el pakistaní se sienta en la mesa casi sin mirarla, mientras ella palideciendo, nerviosa y paralizada no puede hacer otra cosa que ver como ambos avanzan y se sientan en la mesa.

—Venga Ahmed, no seas vergonzoso, que estamos en confianza. —le dice mientras le da una palmada en la espalda —siéntate en la mesa, hoy tenemos una comida especial…

—Don Fernando… Esto… Esto no fue lo que acordamos… Acordamos que estaríamos los dos… No.. no me dijo nada de esto… —dice balbuceando mientras ve a ambos como cogen asiento.

—Vamos joder Alejandra, es mi invitado especial —dice mientras se sientan ambos en la mesa y Alejandra permanece de pie a un lado. —¿Pasa algo? Anda, ¿por qué no le sacas una cervecita?

—Tendría que habérmelo dicho y no hubiera venido. —dice plantada en su sitio, sin hacerle caso. —él me conoce… Dios… ¿por qué quiere dejarme siempre en evidencia?

—Pero si tú querías venir a hacerme la comida.

—A usted. Solo a usted. Esto me compromete y usted lo sabe. —dice mirando alrededor. —será mejor que recoja las cosas y me vaya.

—Anda, estate tranquilo. —le contesta directamente al pakistaní quitándole importancia a las palabras de Alejandra. —Venga Alejandra, sácale una cervecita a nuestro invitado para que se tranquilice. —el pobre pakistaní se sienta en la mesa, visiblemente nervioso, no se cree que ella esté en esa casa, sirviendo la comida.

—Ahora ya está, ahora ya da igual, ya se ha salido con la suya. Siempre hace lo mismo, comprometerme y avergonzarme… —ella no para de hablarle, como si le hablara a un mueble. —No se ofenda Ahmed, no lo digo por usted… —Don Fernando no se digna a mirarla, solamente los ojos de cordero de Ahmed, visiblemente nervioso ante la situación que tiene delante. Ella, sabiendo que él no tiene culpa de nada, se da media vuelta hacia la cocina. —Voy a buscarle la cerveza y me voy a mi casa.

A los pocos segundos vuelve con una cerveza en la mano. —Toma Ahmed, aquí tienes.

—Gr-gracias Alejandra… —dice Ahmed temeroso.

—Bueno Alejandra, ¿nos sirves o a qué tenemos que esperar? —le contesta sin darle importancia a sus palabras de irse.

Un pequeño silencio se apodera del salón. Ella intenta mantener la compostura, con una cara visiblemente cabreada.

—Don Fernando, el trato no era este… —dice con los brazos cruzados —la comida solamente era entre usted y yo. Esto pasa de castaño a oscuro.

—Vamos Alejandra joder —dice sentado en la mesa. —Ahora ya es demasiado tarde, él ya está aquí. Ya no hay más vuelta de hoja —dice tranquilamente —Además, Ahmed no va a decir nada a nadie, ¿verdad? —le habla mientras le da un golpe en su hombro sin saber muy bien si es en plan amistoso o dominante.

—No… Yo… Yo… Yo no voy a decir nada Don Fernando… —dice mirando al plato.

—¿Lo ves?

—Joder… —dice poniéndose una mano en la frente. —¿por qué le gusta complicarlo todo tanto? —y se da media vuelta hacia la cocina.

Al cabo de unos minutos llega con una olla y la pone en mitad de la mesa. —Aquí tenéis los espaguetis, es una plasta muy buena. —dice mientras coge la espumadera y empieza a servir la pasta, sintiéndose ridícula, avergonzada, delante de su frutero.

—Espero que estén buenos. Yo tengo un paladar muy exquisito, ya lo sabes. —dice intentando chulearla delante del pakistaní.

Ambos tienen los espaguetis en sus platos y lo prueban. Ella de pie, expectante, espera alguna reacciones de ellos.

Don Fernando saborea la pasta, pero no dice nada. El pakistaní prueba la pasta y casi sin mirarla se lo agradece.

—Bueno, les dejo, por la noche ya vendré a recogerlo todo.

—¿Qué? ¿Dónde vas? —dice el viejo ante esa frase.

—A mi casa.

—¿Y quien te ha dicho que te puedas ir ya?

—Ya le he hecho la comida, ¿no?

—No hemos terminado de comer, ¿a qué no, Ahmed? ¿No vas a servirnos el vino? —El pakistaní mira a mi madre, sin responderle, le impone aun siendo esa la situación.

Ella coge el vino en silencio y con las manos temblorosas de rabia e impotencia lo sirve.

—Te tendrás que quedar hasta que terminemos de comer —le dice el viejo.

—Ya pueden servirse ustedes mismo. No les hace falta que yo haga de criada.

—Ahmed, no tengas miedo en pedir nada, Alejandra te lo servirá con mucho gusto.

Ella, de pie, mira a ambos. —Deme el plato Ahmed…

El pakistaní se lo da tembloroso.

—Si hubiese sabido que venia usted hubiera hecho un plato más elaborado —le dice al pobre pakistaní para molestar a Don Fernando.

—¿Lo ves Ahmed? ¿Ves como es buena criada? —Dice medio sonriente, sin molestarle su comentario.

Acto seguido cuando está a su derecha sirviéndole un poco de vino, aprovecha y le da un pequeño azote en el culo. Ella aguanta tal acto como puede, sin mirar a ninguno de los dos.

«¿Una criada? Y tratándome así delante de él…» —Sí Don Fernando, sé cocinar muy bien.

—Parece que está un poco soso, ¿no? —dice el viejo intentando molestarla.

—Es-está bu-bueno… —dice el Ahmed.

—No soy ninguna criada Don Fernando y menos una persona que se la pueda tratar como hace usted.

—Ah es verdad. Se me olvidaba. Que estoy tratando con la prestigiosa abogada, ¿no? —le responde muy confiado.

Ahmed se siente violento por la situación.

—Si un día necesita mis servicios, cosa que no me extrañaría, lo dejaré plumado. —dice sacando un poco de orgullo propio. —por cierto, Don Fernando. ¿De donde ha sacado mi teléfono personal?

—¿Tu teléfono? —dice sonriendo.

—Si. Usted me ha mandado mensajes…

—Anda, sírveme un poco más de vino. Y a Ahmed también, es mi invitado especial de hoy…

Mi madre coge la botella de vino y resopla cansada de la situación.

—Además, ¿cómo criada puede ir con esas pintas? Con delantal… Esa ropa… ¿eso por qué lo has hecho?

—¿Qué pintas? ¿Qué quieres decir? —responde ella sorprendida por el comentario mientras llena los vasos de un vino de alta gama el cual pone en duda que ni siquiera lo noten.

—¿Desde cuando la gente cuando sirve una mesa va con las pintas que vas tú?

Ahmed la observa callado mientras oye pronunciar esas palabras por parte de Don Fernando.

—¿Tu crees que es adecuado que lleves ese vestido y ese delantal? —le dice mientras se levanta de la mesa y se acerca a ella, sonriente, seguro de si mismo, con una seguridad que hasta asusta. —¿No crees que deberías quitártelo? —sus manos van directamente a la cintura, desabrochando el delantal, delante del pakistaní que ni se lo cree.

Las manos de mi madre se posas sobre las suyas parándolo. —Ya me lo quitaré yo Don Fernando, pero para cocinar no quería mancharme… —Ella hace fuerza y logra quitarse las manos de Don Fernando que la mira a los ojos directamente. Poco a poco, el viejo cede y quita las manos de alrededor de ella. Ella desabrocha el nudo de su cintura y desliza la parte de arriba por su cabeza quitándoselo.

—Ven, dámelo. —dice Don Fernando alargando la mano para que le dé el delantal. Al cogerlo, lo tira en el sofá, a unos metros de distancia. Vuelve a mirarla, de arriba abajo, mientras ella no lo mira, mirando hacia otro lado, sabiendo que lo está mirando.

—¿Lo ves? Así mejor.

—¿No puede tener un poco más de cuidado con mi delantal?

Don Fernando sin hacer caso a sus palabras se vuelve a acercar a ella —Pero falta algo…—le contesta mientras sus manos van directamente al botón de la blusa, desabrochando uno de ellos con todo el descaro.

—Pero ¿qué hace? —intenta pararlo pero no puede.

Y antes de que pueda responder, le desabrocha otro. —Tienes que ir como una buena criada…

—Aquí… Está su invitado… No lo haga… ¿le parece bien hacer esto? ¡No soy su criada! —y antes de que le desabroche un tercer botón se separa de él, agarrándose el escote, el cual se deja intuir un poco el sujetador. En un escote casi similar como cuando fueron a visitar a Ahmed a la frutería.

—¡No juegue conmigo Don Fernando! —le dice mientras ve como Ahmed le mira las piernas, los muslos, el escote, sin decir nada…

Mientras, el viejo se da la vuelta y se vuelve a sentar en su silla para seguir comiendo. —Ahmed, ¿no crees que así está mejor? —le pregunta al pakistaní para que entre en el juego. Él traga saliva mirándolo para después mirar a mi madre con cara seria y con una gota de sudor cayéndole por la frente.

—Si o no joder —dice Don Fernando insistente.

—S-s-s-í… Sí… —responde Ahmed temeroso.

—¿Lo ves Alejandra? Dice que así vas mejor. Anda, ponme un poco más de esos espaguetis.

—¿Qué es lo que tengo que ver Don Fernando? ¿qué usted hace lo que le da la gana? ¿Esto es lo que tengo que ver? Póngaselos usted. Yo me voy. —Dice mientras se aparta de la mesa y se abrocha un botón de su blusa. —No es por usted Ahmed…

—¿Así es como tratas a mi invitado? —Dice sonriente, le gusta cuando se enfada y se pone de esa manera. —¿te quieres ir? Está bien, haz lo que quieras. —dice sin mirarla y llevándose el tenedor a la boca. —vamos, vete, hazlo joder.

—Di-dígame antes quién le dio mi teléfono… —dice Alejandra dubitativa.

El viejo sigue comiendo en silencio, sin contestar a esa pregunta.

—¡Dígame! —dice mi madre algo nerviosa.

—Sírveme más espaguetis. —le contesta en tono serio, sin mirarla, sin contestarle a la pregunta.

El silencio reina la casa por un momento. Ninguno de ellos se mira los unos a los otros. La situación parece hasta ridícula. Ese viejo le gusta llevar las cosas al límite siempre imponiéndose a todos los presentes. Le encanta jugar con la gente, pero sobre todo le encanta jugar con ella hasta dejar su mundo totalmente descolocado. Ella mira a la mesa mientras el viejo no para de comer y Ahmed, todo sudado, come poco a poco sin saber donde meterse. Visiblemente nerviosa se acerca a la cazuela de espaguetis. «Él sabe que no me iré, lo sabe el muy cerdo.» Con la mano temblorosa y en silencio, le pone más espaguetis en el plato. Mientras lo hace, él aprovecha y le pone una mano en la nalga, acariciándola. Ella calla, no puede evitar esa mano en su nalga. Sin saber muy bien si es porque no puede evitarlo o no quiere quitarla.

—Ahmed, por favor… No cuente nada de esto a nadie… —dice mirándolo.

El pobre pakistaní observa como toda una mujer como ella, colorada, abochornada, le dice esas palabras mientras ve como la mano de aquél viejo le acaricia el culo. La cara de ella es de una mezcla de nervios, excitación, miedo…

—Pare, por favor… —dice ella sin ningún tipo de autoridad. —delante de él no… —Sin darse cuenta, en modo suplicante.

El viejo, haciendo caso omiso a sus palabras, no aparta la mano de su trasero, sino que se incorpora y mientras aún está poniéndole los espaguetis en el plato, la coge de la cintura y la sienta en su pierna.

—¿¡Qué hace?! —dice mi madre al sentarse en su pierna, con su barriga tocando su lado derecho.

—¿Por qué no me ayudas?

—¿Ayudarle? —dice mi madre extrañada por esa pregunta.

—Sí… —y sorprendentemente le ofrece el tenedor.

—¿Lo está diciendo en serio? —dice mi madre sorprendida. El pakistaní solo hace que observar, sin decir nada.

—Venga… Ayúdame cariño… —desde su posición, Ahmed puede ver como el viejo la tiene cogida por la cintura con la otra mano.

Al ver como no le coge el tenedor, el viejo vuelve a insistir. —¿No vas a ayudar a tu vecino favorito?

—Está usted enfermo… —dice sin coger el tenedor. —Está mal de la cabeza… Es usted un depravado… —pero a su vez, toma el tenedor, respondiendo implícitamente a su petición.

—Ahmed, no le haga caso… Es solo un pobre viejo chocheando… —dice mientras con el tenedor envuelve unos cuantos espaguetis y se los lleva a la boca.

El viejo abre la boca, sin contestarla. Ahmed tampoco dice nada, está alucinando. —Necesita atención médica Don Fernando. —le sigue diciendo mientras mira como mastica y traga los espaguetis, aceptando su mano en la cintura.

Sin que él diga nada más, ella envuelve más espaguetis con el tenedor, sin que él se los pida y se los vuelve a dar. —Necesita curarse de eso que le pasa por la cabeza. —dice mientras se le nota sonrojada, los ojos brillantes y algo de excitación.

—Alejandra, ¿Tú aún no los has probado verdad? —dice el viejo sorprendiéndola.

—¿Qué? No… No los he probado… —dice sorprendida ante la nueva ocurrencia del viejo.

—Pues deberías probarlos. —dice sonriendo.

Ella le da el tenedor con un gesto involuntario, pero él no lo coge. Sorprendentemente para ella ve como coge su mano va directamente al plato y coge unos cuantos con la mano… —Venga, abre la boca. —dice ante la incredulidad de los allí presentes…

—Venga, abre la boca.

—¿Pe-pero qué cree que está haciendo? —le contesta echando la cabeza para atrás mientras ve venir la mano del viejo con unos cuantos espaguetis.

—Venga, ábrela. —avanza más con su mano. —Si no abre la boca se me van a caer por encima de ti… —dice al ver que su cabeza se aleja de ella.

Y justo antes de ponértelos en la boca, deja caer unos cuantos por la blusa, manchándola, haciéndolo de manera intencionada. —Joder Alejandra, mira la que has liado joder.

—¡¡Pero Don Fernando, mira qué ha hecho!! —Dice cogiendo rápidamente los espaguetis de su blusa. —Seguro que lo ha hecho a propósito.

Ahmed no se lo cree.

—¿Por qué me trata así? ¿por qué?

—¿Ahora me vas a culpar a mi? ¿cuándo has echado la cabeza para atrás para que no llegara a dártelos? Mírate, ahora estás toda sucia. —dice mirándole en la camisa. —¿No pretenderás ir así manchada, no?

—¿Cómo quiere que vaya sino? Me lo limpiaré bien en casa cuando llegue. —le contesta mientras se limpia como puede con una servilleta.

—Las buenas sirvientas no puede ir manchadas como vas tú…

—¿Y cómo quiere que vaya? No tengo nada más.

—¿Acaso eso es un problema?

—¿Qué?

Con su mano avanza hasta su blusa, hasta los botones  para intentar desabrocharlos.

Pero ella le coge la mano. —¿Qué hace? No me voy a quitar la blusa.

—Mi criada no puede ir así de sucia…

—No voy a quitarme la blusa, menos con Ahmed aquí. —dice desafiando a Don Fernando. —Además, ¿quiere que suba a mi casa así y me vean en sujetadores por la escalera?

—Ese no es mi problema Alejandra. —le contesta intentando llegar hasta sus botones con la resistencia de ella.

Su cabeza da vueltas. Sabe que no puede ceder estando Ahmed presente. No sabía que él estaría presente, pero sí sabia a lo que se exponía. Desde el día del parking no podía soportar que ni siquiera le mirara. Aún así, sabe que no debe ceder, no delante de Ahmed.

El viejo se da cuenta de que aunque le coge la mano, no opone total resistencia a que llegue a los botones. Nota la indecisión de Alejandra y aprovecha para desabrochar un botón.

—Don Fernando…

—Tranquila… no pasa nada… —y aún con la mano sujetándola, desabrocha otro botón.

—Ahmed…

Poco a poco va desabrochado los botones y aparece su sujetador, dejándose entrever.

—Tranquila, estamos en confianza… —dice mientras desabrocha todos los botones de su blusa, con la cabeza algo bajada de mi madre.

Termina de desbotonar la camisa de Alejandra pero se mantiene cerrada por los pechos. Don Fernando, sin decir nada, la abre, poco a poco, sin miedo, sin excusa por parte de mi madre, y la abre hasta los hombros, dejando ver el sujetador en todo su esplendor. Ante ellos dos aparece un sujetador negro de encaje. El volumen justo de sus preciosos pechos se ven arropados por una fina tela de bordados que dibuja el sujetador. Debido a sus pequeñas transparencias, casi se deja entrever la forma de los pechos de ella, sin llegar a ser obsceno. Su tamaño, llegando a ser perfecto queda a la vista de los presentes que no pueden dejar de mirarlas ante la pasividad de ella.

—Por favor… No siga… Ahmed… Ahmed esta aquí… —Su voz suena a súplica, sabiendo aun sin mirarlo que le está mostrando los pechos en ese precioso sujetador. Sus manos van en un reflejo a taparse los pechos, sin decir ninguna palabra más. «No quiero que me vea así… no podré volver a mirarle a la cara… pensará que soy una cualquiera… ni siquiera podré ir a su tienda…».

—Vaya, no me digas que te entra vergüenza… —le contesta Don Fernando al ver como se tapa los pechos con las manos.

—Se-se lo suplico… —dice sin mirar a ninguno de los dos, ocultando sus preciosos pechos.

—¿Sabes una cosa Alejandra? Creo que Ahmed también necesita que le ayudes a comer… ¿Verdad Ahmed?

Ahmed abre los ojos sorprendido, sin decir ni una palabra. Alejandra se mantiene con la vista bajada, manteniendo las manos en los pechos. Solo sale un hilo muy fino de voz. —No… No me haga esto… por… por favor…

—Venga, ¿por qué no le ayudas? —Y con sus manos intenta levantarte de su pierna.

Ella se queda de pie, sin mirar a ninguno de los dos. La blusa todavía cuelga de sus hombros pero no pueden ocultar los dos pechos de ella se encuentran tapados por ela.  No sabe qué hacer ni como actuar. La cara de Ahmed dibuja una cara sorprendida, jamás pensaría verla así al igual que jamás había visto tan cerca la oportunidad de tenerla así para él.

—Venga… ayúdale. —Solamente resuena la voz de Don Fernando en el salón, alentándola para cumplir sus órdenes.

«¿A… Acaso llevo la palabra SUMISA en la frente?»

—Venga. —Y un pequeño empujón le hace aproximarse a él, quedándose parada en mitad de la mesa, entre los dos.

—Don Fernando… Por favor… —le habla en todo suplicante.

Lo que ella no sabía es que ahora aceptara las órdenes que le diera Don Fernando.