El accidente del Peregrino Negro, Recordando

El peregrino negro sufre un accidente y se queda en la Casona de Pazos, donde se le cuida y mima, y adopta a un discipulo.

El peregrino negro. Recordando…

Tras mi ultima peripecia, sabido es que estado mucho tiempo ausente, pero es que tras ella, tuve la mala suerte de tener un desgraciado accidente en el Camino de retorno a mi vieja morada, resultando que me caí ladera abajo tras un fuerte argayo que se produjo a mi paso por una delicado paso por un estrecho sendero a la altura de la Casona de Pazos, donde tuve la suerte de ser recluido, tras haberme visto caer enlodado de tierras y rocas, de cuyas resultas me encontré tras un largo desmayo, con las piernas roras, un par des costillas en muy mal estado, y un brazo enyesado.

O sea, una larga recuperación postrado en la cama, que en este caso resultó ser grande y mullida, e instalada en un apartado rincón de la Casona de Pazos, donde me recogieron y me atienden admirablemente todos sus habitantes, desde patronos a sirvientes.

Parece que un sirviente labriego me vio rodando cual grande era ladera abajo, y fue quien me salvó, pues llamo a sus compadres  y armados de picos y palas me sacaron de aquel lodazal más muerto que vivo, yo , o mejor mi cabeza ya no estaba con los vivos, ya que me había desvanecido, por lo cual fui sacado, transportado, lavado y curado por nobles y eficientes manos, hasta que recobré después de una semana la consciencia, y fue haciéndome duelo de mi penosa situación.

Pasaba los dias encamado,  siendo alimentado a base de buenas viandas que me traían los sirvientes de la casa, bien señoras de buen porte, como tales damas de la casa, bien por la orondas sirvientas, o por huraños sirvientes algo molestos por tener que ayudarme en mis necesidades más íntimas, y alrededor de mi revoloteaban un enjambre de criaturas infantiles, un mozalbete que ya iba entrando en la pubertad, y al que tomé dada su candidez como discípulo, una vez me pilló con el balano entre las manos.

Le expliqué al buen mozalbete que aquello era normal, pues los hombres no solo tenían el instrumento para mear, sino para otras cosas…, como hacer niños, y para darse gusto y placer, cosa que no entendía y que empezó a comprender cuando le comenté que fuera a buscar un poco de aceite.

Llegó puntual a la tarde con un poco de aceite, y le ordené que viendo que mi polla estaba algo reseca, por favor me diera unas friegas con el aceite al que enseguida le eché unas gotas de mentol.

Pronto las suaves caricias del imberbe y la potente pócima hicieron su efecto, para sorpresa del guajón de la casa, tan embelesado le ví, que le hice una pequeña demostración en su ya rubicunda pilila para que viera y sintiera en si mismo lo que podían dar de si unos manoseos, y ya no digamos aquello de meterla en caliente.

Cuestiones que le fui explicando cabalmente con demostraciones prácticas y contándole retazos de mi adolescencia, en otra casona de parecidas condiciones a esta, pero situada a muchas leguas, en la lejana Occitania.

Me trajeron de la Martinica y me dejaron de bien pequeño a las puertas de la abadía  de Rieunette, donde las buenas monjas me cuidaron hasta donde fue posible, dado que pronto me hizo un buen mozo, y con un trabuco nada despreciable, y que entre vírgenes y santas, no era cuestión que hubiera tanta dedicación a mi persona, a la cual se dedicaba en cuerpo y alma la Abadesa, que  yo consideré siempre como mi abuela y en cuyo regazo me adormecía algunas noches.

Allí me criaron a base de biberones y buenas mamadas en las tetorras de las sirvientes de la abadía que estaban en el estado de preñez y parideras, cuando no alguna buena monjita como la reverenda Priora que me llevaba a tomar leche de cabra a los establos mientras se afanaba por sacar algo de mi príapo, poco sacó la pobre, pero le gustaba hacerlo y refocilarse con el balano para calmar sus ansiedades, me decía al oído.

La cosa iba en aumento y llegado a oídos del monacato de Villelongue, los buenos padres me acogieron, pues mejor estaba con ellos, que, con las buenas monjas, aunque pronto alguno se arribó al badajo para darse al placer de la pederastia, por lo cual terminé siendo donado a modo de prohijado de ambos monasterios a los señores de Villelongue, donde me crie un poco a mi suerte en la granja del Priorato que estos regentaban.

Allí fui feliz y aprendí mucho y bien.

El mozalbete Rigoberto, venía todos los dias a verme y me contaba cosas de la casa, y yo le sonsacaba acerca de las costumbres de los habitantes de esta, de sus costumbres y manías, y hasta de sus necesidades, más bien del ramo femenino, del cual me iba enterando por algunas visitas que fui recibiendo a lo largo de mi extensa convalecencia.

Una de las señoras principales de la casa   fue la Señora de Don Nicasio de Pazos, matrona donde las hubiera y picarona a poco que uno le entrara de buenas y tanto Rigoberto como yo le entramos de manos, y muchas tardes tomábamos el chocolate humeante juntos con buenos bizcochos, mientras la buena señora me ordeñaba en cuanto a andanzas y escurribandas.

Era una señora de buen ver, matrona de orondo culo y abundante teta, extrovertida y juguetona, y que la mínima metía entre sus tetas a modo de fiel y cumplidor abrazo al inocente Rigoberto, al que le recomendé aprovechar los momentos para palpar aquí a la buena señora de Pazos.

Tanto le aleccioné que una tarde de escarceos verbales, con un buen chocolate y un poco de licor de menta pusimos algo pizpireta a la señora, la cual terminó haciéndome una buena mamada, pues desde el día que me vío desnudo tras el accidente le gustó el badajo y juró que haría de él su buen consolador, y eso no llegó hasta el licor la puso, sofocada tras palparme la polla un buen montón de veces y enseñarme el buen instrumento que ya empezada a gastarse el buen nieto Rigoberto. Me maldecía entre dientes por lo mala crianza que le estaba dando al niñato, aunque ella no se quitaba del biberón, y dejaba que Rigoberto jugara entre sus ropas a tantearle su chumino mientras se hacia una de sus primeras pajas.

Yo poco podía hacer, piernas rotas, costillas, clavícula… en fin.., dejarme ir cuando menos, que para ser la primera vez después de unos meses, la regada tras el buen hacer de la matrona con gruesos labios y larga lengua, buen abundante y se reía la buena señora de Pazos, por la buena  y abundante leche para el chocolate que había de por medio, al final hasta el bueno de Rigoberto le acercó el pizarrín a la abuela, que en pleno entusiasmo lechero, se untó parte en los bajos, y con la suavidad lograda aprovechó el mozalbete para encularla, aunque Felisa no pareció darse por perforada, pero sí que le hizo gracia al darse vuelta ver el pizarrín enhiesto con las gotitas de la corrida en su culo, al cual le consoló  llevándole al séptimo cielo  con otra mamada, mientras yo le hurgaba los bajos a base de manoseos y penetración de dedos en culo y chocho. Buena tarde para todos de la cual quedamos exhaustos, pero contentos.

Tardó en venir de nuevo Doña Felisa, y mientras fui preparando a Rigoberto para que espiara a todo bicho viviente que llevara faldas y tuviera tetas.

Al punto le conté que en mis correrías por la casona de Villelongue había sorprendidos a dos porqueros de la hacienda a los cuales les gustaba tirarse por la paja del granero enculando al jardinero al que embadurnaban de estiércol tras dejarle en pelota picada y dejarle ojete como un bebedero de patos

Volviendo a la realidad de Pazos, no tardó Rigoberto en venir a decirme que mientras  Doña Pazos fisgoneaba desde un escondite a su marido que se lo hacía con un criadito petimetre, aunque en ese mismo momento le subían el faldamento sobre su nalgada, y  le daba de lo bueno el mayordomo, el Pancracio, que  era corto de picha, pero gorda como un buen salchichón, me refería Rigoberto, dando explicaciones sobre el cabezón del príapo, que era formidable y que hacía berrear a la Señora de Pazos, sobre todo cuando la culeaba, pues parecía quedar encallado el cabezón en el ojete de la buena señora, que solo cuando se corría, con la ensalivada del esperma se descorchaba el pollón cabezón con un buen ploffff, dejando luego un buen charco de leche y meada, pues la Pazos, en esas culeadas abría el grifo delantero, a modo de sonado orgasmo.

Se entusiasmaba el bueno de Rigoberto en las explicaciones a la vez que se pajeaba de lo caliente que se ponía al referirme sus cuitas, dándome las claves de lo que se movía en aquella gran casona.

De vez en cuando venía la Pazos,  a por su leche para el chocolate y cada vez eran más atrevidos  los emparejamientos entre abuela y nieto los restregones a base retozos por la gran cama y cuando no por las formidables alfombras, era un gusto ver como la abuela picardeaba al nieto se encendía como una tea y como este se perdía príapo enhiesto por entre tanto fruslería de calzones, enaguas, faldas y refajos, aunque son se le lograra encalomar a la abuela, esta siempre se dejaba acare en el radio de acción de mi brazo útil para que le hurgara bien y la llevara al paroxismo  orgásmico de saberse sobada, premiando siempre al nieto con un mamadita de tócame que te aprieto.  Golosa la abuela Felisa que me hacía prometer un buen revolcón en cuanto estuviese en condiciones.

Mientras la manoseaba y le prometía tenerla a cuatro patas, le solicitaba me enviase al ama de llaves, Pancracia, por cuyo talle y encajes suspiraba Rigoberto y cuya presencia, le referí, completaría la educación de su nieto. Pues Rigoberto me había contado que la espiaba a menudo, y la veía hacerse pajas, y la vio alguna vez con un velón amoldado a modo de príapo, con el que se daba gusto, dándole de lamer aun can de cuello, su abultada pollita, algo que el Rigoberto no se explicaba bien.

Le referí la historia de cómo siendo también joven y ya en el priorato, de vez en cuando y a escondidas me iba a visitar a un oronda monja de  Rieunette, la reverenda farmacéutica, que se gastaba un clítoris de órdago, y que cuando yo ya fui grandecito, pues se satisfacía conmigo, primero haciendo que su bendito balano se pusiera en forma, luego dejándome medio encular por ella, porque tampoco es que su tamaño llegara a penetrarme, pero le gustaba hacerlo así, mientras desde atrás a la vez que me culeaba mi hacia una soberbia paja, en lo cual era una maestra, de cuyo arte aprendió haciéndoselo al capellán del monasterio y un par de San Bernardos  que por el convento andaban todo el dia tumbados.

Le hable a Rigoberto, del caperucho del éxtasis, y de cómo hacerle crecer a base de lametones mientras uno mete los dedos en el chumino de la susodicha, y de como follarla a cuatro patas y meterle mano por detrás buscando tal protuberancia, mientras que con la otra mano uno soba las tetas, eso sí haciendo más contorsiones que un mono, pero bien vale para tener contenta a la amante de turno.

Por tanto, en el caletre de Rigoberto, no había nada más que un sueño poder ver desnuda a la Petronila y poder montarla pudiendo ver en primera fila el priapillo del Ama de llaves.

No tardó en llegar un dia el Ama de llaves, para traernos unos chocolates calientes y unos bizcochos, alta y fina como una espadaña, de culito respingado, y rubia hasta las cejas. Tenía además el encargo de Doña Felisa, nos entretuviera una tarde entera, y nos leyera unos textos que queríamos escuchar salidos de su armoniosa voz.

Las lecturas que le hice entonar fueron los textos y dibujos  de Jean Pierre Enard sobre caperucitas, esta creyó que eran inocente lecturas infantiles y se puso muy dispuesta a dicha labor, se sentó enjuta como era y empezó la lectura de un pasaje, a medida que iba leyendo los colores se le subían «A este gentilhombre, sucedieron un par de corsarios recién llegados de sus correrías. Amigos íntimos, me follaron y navegaron de común acuerdo, compitiendo por ver quién sería el más fuerte y el que tiraría más rápido. Mientras uno se balanceaba en el ancla, yo secaba al otro por la verga y lo preparaba para iniciar una nueva salva...A menudo, acercaba a mi boca su verga excitante y húmeda; también apretando sus labios contra los míos, me relamía con una lengua felariz. Aunque tenía gala de  no haber tenido jamás inclinación por l’arrière-Venus, me tomaba de todos modos por la espalda, me ponía una pierna al aire y la otra hacia abajo y me penetraba entre los muslos, buscando abrirse camino entre los obstáculos de la voluptuosidad».

En ese intermedio apareció el petimetre ciado de Don Nicasio, que nos traía más chocolate y bizcochos, y con el encargo de tenernos atendidos en lo que fuese menester.

Se colocó detrás del Ama de llaves, haciendo descansar una de sus huesudas manos sobre el hombro de esta, a la cual le había quitado el libro tras acabar el capítulo y le di otro libro, a la vez que dejaba ver, como si no viniera el caso, mi pollón en posición de reposo, a cuyo movimiento Rigoberto se bajo las calzas y dejó su bizarro pizarrín al aire, y el petimetre se sacó un buen bajado , Gordón y doblado en la mitad hacia abajo. Verlo era toda una lujuria.

Con esa escenografía le propuse a Doña Petronila la lectura de Josephine Mutzenbacher, y la tesitura del relato era esta: «Ellos estaban en el centro de la bodega, abrazándose y besándose. Él había conseguido desabrocharle la blusa y jugaba con sus pechos, que eran grandes y firmes con color lechoso. A medida que el señor Horak los manipulaba, observé cómo los pezones se hacían más grandes y duros. Ella, mientras él la besaba, le palpaba el frente de los pantalones, hasta que le abrió la bragueta y metió la mano dentro.

Al acariciarle el miembro, ella empezó a temblar, excitándose ostensiblemente. Tenía una máquina tan desmesuradamente larga que la mano de ella se veía pequeña al recorrerlo de un extremo a otro. Yo estaba sorprendida de su tamaño y delgadez…».

En todo momento la  Petronila, se le subían los colores, y cada vez estaba más sofocada, y quería dejar la lectura, eso ya desde el principio, pero una copita del licor de menta hizo estragos, y poco a poco su apretura de piernas fue dejando paso a una cierta flacidez desmayada, dejándose acariciar el cuello por el petimetre que poco iba empujando la rubia cabecita a su incurvatura morcilla que ya pedía guerra.

Obligué a la estrecha Ama, a cambio de no revelar sus secretos que durante esa desmayada lectura me fuese masajeando el pollón, a la vez que Rigoberto le iba soltando los amarres del delantal, del vestido y de las enaguas.

Al final, entre el calor, los sorbitos del licor con un poco de yumbina, y los masajeos del petimetre y los sobeos de mi pollón y los escarceos de Rigoberto sobre sus sayales, hicieron el efecto deseado, pronto estuvo la estirada Ama de llaves sobre mi cama babeando mi pollón que iba recobrando su apuesto taller en erección, y teniéndola  inclinada sobre mí , el mozalbete Rigoberto  aprovechó el instante para intentar encajarle pizarrín, pero la señora estaba alta y algo reseca, por lo cual el petimetre se ofreció a facilitarle el terreno, arrimándole el buen trabuco ya ensalivado, mostrando  este una tremenda curvatura, cuando la susodicha sintió el trabucazo abriendo sus prietas carnes, iba a dar un alarido que fue apagado por embate de mi polla sobre su garganta.

Rigoberto se metió entre la cama y Petronila  para ver en primer plano como encalomaban a su alter ego y pronto se hizo con el buen clítoris del Ama  de llaves, que se dejó sentir en como esta se amorraba a mi pollón y me clavaba las uñas en él, sentirse invadida por el balano curvo del petimetre, y notar como era succionado y mordido su priapillo,  la fue llevando al clímax, y más cuando el petimetre le dejó hueco a Rigoberto, y se fue a la puerta trasera del Ama de llaves.

Esta se sintió morir al principio, pero bien que luego echo las manos atrás para abrirse bien las nalgas o incluso para que Rigoberto le alcanzase bien, ahora yo ya no existía ni mi pollón, eran ellos los que presentaban un cuadro erótico de primera magnitud, rodando por la alfombra y siendo futo Doña Petronila del buen hacer de ambos caballeretes.

Dejemos aquí la sesión, que tiempo habrá de contar más escenas.

Gervasio de Silos