El abuelo de susana (1)
Yo viajaba en el centro, Susana a mi derecha y el abuelo a mi izquierda.
Aquel verano, hace algo más de tres años, mis padres decidieron hacer un viaje a Italia de dos semanas. Un amigo de mi padre, que a su vez es el padre de una antigua amiga y que veranea en Alicante se ofreció para que yo me fuese con ellos aquellos días a su chalet en la playa. Mis padres me preguntaron y yo estuve de acuerdo.
Además de la perspectiva de pasar unos días tomando el sol y bañándome en el mar estaba la ventaja de tener una compañera de aventuras, la amiga con la que había perdido el contacto años atrás. Ya os podéis imaginar, distintas pandillas, distintos colegios y acabas por dejar la compañía de tanta gente con la que has tenido un trato de íntima amistad.
Me hizo ilusión aquel viaje desde el principio y más cuando volví a ver a Susana, que se había convertido en una bella niña de diecisiete años, los mismos que yo.
Durante el trayecto volvimos a retomar aquel contacto perdido.
En el coche familiar, una amplia berlina, iban delante su padre y su madre y detrás, Susana, su abuelo y yo. No demasiado apretados gracias a la espaciosidad del coche. Yo viajaba en el centro, Susana a mi derecha y el abuelo a mi izquierda.
Charlamos de nuestras comunes experiencias pasadas y nos pusimos al día sobre los acontecimientos de nuestras vidas a partir de que perdiésemos contacto. Novios, estudios y ese sin fin de cosillas banales de las que dos chicas de nuestra edad son capaces de hablar durante horas. Reímos de lo lindo, cosa normal también. En fin, que el viaje se nos pasaba volando.
El abuelo de Susana dormía a ratos y a ratos despertaba y nos escuchaba, pero con la mirada perdida, sin gesticular, con desinterés. A mí me extrañaba la apariencia de aquel viejecito, impávido e inexpresivo. Lo único que noté que interesaba al vejete eran mis piernas y mis tetas. Las miraba con insistencia y su rostro al mirar las partes más atractivas de mi anatomía, si que se iluminaba con un gesto algo distinto. Yo llevaba una faldita-pantalón ancha pero muy cortita y un top de tirantes, ambos blancos y muy finos, además no llevaba sujetador, como acostumbro y los pezoncitos de mis tetas se marcaban sugerentes. Siempre me gusta mostrarlos, sé los efectos que causan.
En voz baja para que no me oyesen ni los padres de Susana ni su abuelo, le pregunté a ésta por el viejecito y ella me dijo, susurrando también, que su abuelo, con la edad, ya tenia ochenta años, había perdido la cabeza y, riendo, continuó explicando que siempre le daba por lo mismo y que sólo salía de su asilamiento mental cuando de sexo o chicas se trataba. Algunas de sus amigas habían sufrido el acoso del anciano, me contó, que sin mediar palabra, les tocaba el culo o les levantaba la falda.
¿Y como me has dejado que me siente a su lado?, ¿por qué no te has sentado tú en el medio?, le pregunté enseguida. Susana rió un buen rato y me dijo que a ella le divertían y excitaban especialmente las situaciones que su abuelo originaba con sus amigas y que podíamos reírnos juntas aquellos días a costa del vejete. Me relató algún episodio fugazmente y dijo: ¿total, qué va a pasar?
Luego galantemente me ofreció cambiar de sitio en la primera parada que hiciéramos, pero me animó a que probase el juego y después decidiese.
No tardó en producirse aquella primera parada en una de esas gasolineras de carretera que llevan cafetería y tienda incorporadas. Lo típico, gasolina, un café, un pis y a seguir viaje. En la cafetería nos sentamos en una mesa aparte y pudimos hablar más libremente, sin susurros de lo de su abuelo. Yo inquirí de mi amiga por más detalles de su degeneración. Ella me explicó lo que yo ya había observado, que estaba medio ido, apenas hablaba y en muchos días no pronunciaba palabra alguna y me contó como en su casa y en ausencia de sus padres algunas amigas y ella habían usado al desvariado abuelo como conejillo de indias y que el anciano jugando con ellas, al palpar las jóvenes carnes, se empalmaba y mostraba un pene digno de alguien mucho más joven.
También me advirtió de un par de detalles sobre el caso. El primero que su abuelo, a pesar de tener aparentemente perdidas las facultades mentales, no ejecutaba sus lascivias en presencia de sus padres y que como ella no les había contado nada, éstos no se imaginaban ni sospechaban nada sobre la peculiar degeneración de su abuelo materno. Y la segunda anécdota a tener en cuenta era, que con ella nunca había intentado nada, pues la nieta Susana, era de las pocas personas que el abuelo reconocía ineludiblemente y, al parecer, el parentesco con ella frenaba en seco cualquier actitud lujuriosa en él.
Pero Susana se sinceró conmigo y reconoció que las veces que había presenciado los juegos de sus amigas con su abuelo, el ver los culitos desnudos de ellas mostrados con descaro al anciano, sus pechos dulces y jóvenes expuestos a las caricias de las vetustas manos, su coñito se había excitado sobremanera y que le encantaba provocar aquellas situaciones porque eran de lo más erótico que había vivido.
Claudio, que así se llama el anciano, nos miraba sentado en su mesa de la cafetería, engullendo unas magdalenas y un café con leche ayudado por la madre de Susana, mientras ésta y yo manteníamos la mencionada charla. No pude menos que observarle detenidamente y al cruzar su mirada con la mía sentí cierta curiosidad y un morbo inmenso en mi interior por comprobar en persona las cualidades eróticas de aquellos juegos que me describía mi amiga.
Cuando llegó la hora de subir de nuevo al coche y Susana me invitó a ocupar su plaza quedándose ella en la del medio, nos miramos y con un gesto de negación, decliné su propuesta, con una mutua carcajada de complicidad entramos en el coche, yo volví a ocupar el mismo asiento que traía, sentada como una niña buena entre ambos.
Pareciera que Claudio nos hubiese estado escuchando la conversación o que tuviese un sexto sentido que detectara mi acrecentado morbo y mi evidente excitación, pues, recién reiniciado el viaje una de sus manos apoyada en el asiento, comenzó a rozar mi muslo izquierdo con el envés de sus dedos acariciándome furtivamente de forma casi imperceptible pero con insistencia. Mi rajita comenzó a palpitar nerviosa y mi piel se erizó al sentir el contacto de los vetustos dedos.
Los asientos delanteros del coche eran muy anchos, lo que hacía casi imposible que los padres de Susana pudieran vernos aunque girasen la cabeza, y menos con los cinturones de seguridad abrochados.
Le di con el codo a Susana y le indiqué con un gesto que mirase hacia su abuelo. Se asomó justo en el momento en el que la mano de Claudio se giraba y elevaba para posarse mansamente sobre mi muslo a medio camino entre la rodilla y la ingle. Apenas movía la yema de sus dedos girando imperceptiblemente la muñeca, como un autómata.
Yo nerviosita perdida, notaba el calor de la mano del anciano y la dura piel de sus dedos posados como accidentalmente, como si mi pierna fuese el brazo de su mecedora. Él no me miraba, su cabeza girada contemplaba pasar las casas, caminos, sembrados y árboles del paisaje del otro lado de la carretera, ido como de costumbre. A veces eran sus dedos los que reconocían algunos milímetros de mi piel, a continuación los apoyaba con más contundencia y era la palma de su mano la que manoseaba mis carnes poniéndome cada vez más y más cardiaca. Mi coño estaba cada vez más y más mojado. Aquel roce a medio camino entre la caricia y el simple contacto me resultaba mucho más excitante que los magreos de mis jóvenes amigos, acelerados por la pasión y la lujuria. Aquello era diferente, intemporal pero profundo, lento pero concienzudo y a mí me estaba volviendo loca.
Susana se apoyo de espaldas contra su ventanilla y se giró levemente para contemplar el episodio. Llevaba una minifaldita y al recoger su pierna izquierda doblándola sobre el asiento, dejó a la vista el triángulo azul de su tanga.
Ante mi sorpresa, llevó la mano hasta su joven y tierno sexo y uno de sus dedos comenzó a rotar sobre la braga, dibujando sobre la fina y semitransparente gasa, con la presión de su dedito, la parte superior de su raja. Su mirada hacía continuos viajes desde mi muslo a mis ojos. Y cuando me miraba a la cara, sonreía con una pícara sonrisa de putita insaciable. La mía miraba de reojo la mano de Claudio, el coño de Susana y su lasciva mirada.
¡Digo, la muy puta! Anda que tardó en comenzar su particular disfrute del asunto.
Yo me sentía como caída en una trampa, no había querido renunciar al juego y ahora estaba pillada entre abuelo y nieta. Una dulce trampa que me excitaba, me gustaba y en la que prefería y quería seguir presa.
Los kilómetros se sucedían uno tras otro. Susana para disimular ante sus ignorantes padres, puso música y de vez en cuando sin dejar de acariciar su almejita, hablaba del cantante o de la canción que sonaba, con un interés y una pasión que denotaban lo muy puta y mentirosa que era. La mano de Claudio avanzaba como un caracol, pegajosa y lenta hacia la cara interior de mi muslo.
Hasta entonces había tenido mis piernas juntas y cerradas, estaba tensa. Pero cuando la punta de los dedos del viejo arribaron en el transcurso de aquel adagio y rozaron mi otra pierna, como si hubiese encontrado el resorte secreto de la entrada al pasadizo, no pudieron aguantarse cerradas y se me abrieron como una flor, tan lenta y pausadamente como el examen al que estaba siendo sometida. Al abrirlas y separar levemente los labios de mi intimidad, tomé conciencia del grado de humedad de mi almeja. ¡Estaba empapadita!, mis pezones erizados y duros como dos piedras preciosas, se marcaban exageradamente bajo mi top blanco, mientras, el dedo de Susana había abandonado la superficie de su tanga sumergiéndose bajo ella, buceando entre sus rizados bellos hacia la gruta oscura y cálida que albergaba.
Deseaba con toda mi alma que aquello se acelerase, que la mano de claudio quedase oculta por mi falda pantalón, que sus dedos buscasen raudos bajo las telas mi coño empapado y que me sobara y tocara como Susana estaba haciendo con el suyo. Pero la mano tenía su propio ritmo y a apenas unos centímetros de mis humedades volvió a parar en su avance para disfrutar de aquellos territorios aledaños, encogiendo y estirando sus falanges y gozando de cada micra de mi piel. Su cabeza girada y su mirada perdida en los campos secos del estío. Aquella lentitud era exasperante pero a la vez lo más excitante que me había pasado. Cuanto más lento me sobaba el viejo, más caliente me ponía yo.
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¡Joder!, no me había dado cuenta pero de golpe lo vi. La bragueta de Claudio había crecido de forma alarmante, y su pene duro y tieso pugnaba por abrirse camino, transformando las antiguas arrugadas telas del pantalón en una tensa y esbelta carpa.
La madre de Susana charlaba ocasionalmente con nosotras, sin girarse. Me comentaba lo bien que estaba la zona donde íbamos, describiendo la playa, hablando de las delicias culinarias de los restaurantes y pormenorizando detalles de la piscina y del yacusi del chalet. En esas ocasiones la mano de Claudio paraba y notaba su brazo tenso, alerta, listo para la rápida retirada. Tras ellas la excursión continuaba.
Como el brazo del abuelo de Susana cada vez estaba más hacia atrás, mi brazo izquierdo quedó preso por su hombro y su codo al subir comenzó a rozar mis pechos. Ahí estaba yo, espatarrada, sobada por la anciana mano y a la vez presa por su brazo junto a mi amiga que claramente se penetraba ya el ojal secreto con dos de sus blancos y largos dedos.
Al contrario de lo que yo esperaba la mano de Claudio no entró bajo mi faldita pantalón sino que la expedición la realizó sobre ella, palpándome sobre la fina tela blanca. Primero se posó sobre mi coñito y mis piernas se abrieron aún más, monté una de mis rodillas sobre las piernas de Claudio y la otra se topó con la mano libre de Susana que me la sujetó para mantener la postura y poder observar mejor. Además el que sus padres pudiesen vernos en algún momento dotaba a todo este escenario de un morbo que muchos de vosotros sabréis calibrar.
Los dedos del viejo aumentaron la presión sobre mis telas blancas, metiéndome la falda y el tanga en el interior de mi almejita, entorné los ojos por el intenso placer y me dediqué a sentir aquella presión en mi vulva palpitante. Deseaba ser penetrada como una perra y movía mis caderas agitadas por la excitación.
De pronto en una de las peroratas de la madre de Susana, ésta, en contra de lo previsto comenzó a girarse, para mirarme según me hablaba, y como en el cuento de Cenicienta al llegar las doce, todo volvió a ser como al principio de la historia. La mano del viejo, lentísima como os he contado, se retiró a la velocidad del rayo, Susana dio un bote y recobró su posición y a mi casi me pilla bajando la pierna de encima de las del abuelo.
¡Qué taquicardia!, la excitación fue inmediatamente suplida por el susto y todo terminó de repente. Claudio debió sentir en su desvarió y pérdida de facultades algo parecido a mí, porque en el resto del viaje su mano quedó como la había colocado en el fatídico momento, tapando la erección que sufría, sin volver a intentar aventura alguna.
Cuando al fin terminó el viaje, después de deshacer el equipaje, Susana me enseñó mi nueva y temporal residencia. El chalet en verdad era magnífico, asentado a media colina, disfrutaba de una vista preciosa sobre el mar. Y en el jardín trasero una piscina recoleta y un yacusi rodeados de césped y a salvo de las miradas de los vecinos a causa de un altísimo seto, invitaba a tomar el sol ligerita de ropa si las circunstancias lo permitían.
Llevábamos tres días allí, disfrutando de las bajadas a la playa y de los baños en la piscina, de las salidas nocturnas a la zona de copas y, en fin, de todos esos placeres del descanso veraniego. Pero yo echaba en falta algo que todos sabéis. Anhelaba continuar lo que había quedado a medias durante el viaje.
Y fue al cuarto día cuando se produjo la ocasión de oro de la que Susana y yo estuvimos hablando los tres días anteriores.
Los padres de mi amiga nos comunicaron que habían quedado en hacer una excursión con unos amigos, que saldrían pronto y que comerían fuera para regresar a media tarde. Nos pidieron que cuidásemos de Claudio y que renunciásemos a nuestra cotidiana bajada a la playa. Estarían cerca, a unos seis kilómetros del chalet y si teníamos algún problema con el abuelo, solo teníamos que avisarles por teléfono, y se presentarían en quince o veinte minutos.
Como a las once de la mañana sus padres se fueron y Susana me propuso bajar a la piscina al abuelo. Con una sonrisa maléfica me dijo: Le vendrá bien tomar el sol un poquito.
En días anteriores la madre de Susana ya lo había bajado a la piscina, le ponía un bañador de esos largos y lo sentaba en una hamaca bajo una gran sombrilla azul y blanca que presidía la praderita de la piscina. Allí pasaba las horas, como siempre en silencio y absorto, pero yo notaba sus miradas hacia mí. Me seguía con la vista como una de esas cámaras de seguridad que giran en silencio. Yo, cuando la ocasión lo permitió, remetí mi bikini en mi culito para mostrarle la totalidad de los contundentes glúteos o corrí mi parte de arriba al máximo para que contemplase mis senos blancos y duros casi desnudos.
Pues bien, Susana le puso el bañador y bajo a Claudio a la piscina. Yo loca de excitación, corrí a mi dormitorio y me puse sólo la parte de abajo del más pequeño de mis bikinis, un tanga rojo que había comprado el día anterior, me miré en el espejo, de verdad, tengo unos senos que da gusto verlos y mi figura en aquellos diecisiete años era de modelo de pasarela. Ahora estoy algo más rellenita. En cuanto al tanga lo había comprado tan pequeño que mi bello púbico asomaba por sus laterales. No quedaba bonito, pero quien me iba a ver salvo Claudio y Susana.
En cuanto Susana me vio aparecer de aquella guisa en la piscina se despojó de su parte de arriba también y echó a reír.
Tardó poco en tomar el mando de las operaciones mi putita amiga.
Vamos a sentar a mi abuelo en el césped, siempre está en esa hamaca sin que le dé el sol, dijo, y tomando a Claudio de la mano lo llevó hasta una de esas sillas bajitas de playa sin brazos y bajísimas que dejan tu culo a escasos centímetros del suelo.
Nos costó un poco sentarle, lo hicimos entre las dos. Claudio, como un bendito se dejaba hacer. A mi me parece que intuía lo que se le venía encima.
Túmbate así, me dijo Susana y me puso boca arriba, junto a la silla del abuelo, de forma que mis senos caían a la altura de su brazo derecho. Cierra los ojos, me dijo, y sin parar de reír continuó, mi abuelito te va a dar la cremita.
Yo callaba y obedecía. Al fin y al cabo ella era la anfitriona. Susana tomó el bote de crema y dejó caer un chorrito blanco y frío sobre mis senos blancos y calientes. Luego se dirigió a su abuelo le tomó la mano y la deposito sobre la crema diciéndole que la extendiese bien, como si Claudio la entendiese. Y yo creo que la entendía porque comenzó a sobar mis tetas con la crema mucho más rápido de lo que había sobado mi pierna en el coche. Lentamente también, pero con más viveza, como envalentonado.
Y ahora si que miraba, no me miraba a los ojos, pero su mirada no se apartaba de mis senos untados de crema, ni de mi tanga rojo que apenas cubría mi coñito.
Mis pezones se pusieron enseguida erguidos, pero más erguida se puso la polla de Claudio y para mi sorpresa Susana se dedicó a darme crema en las piernas con evidentes segundas intenciones. ¡Sería guarra!
Tócasela me dijo de repente. Yo no me atrevía. Desde el césped veía su bulto bajo el bañador y era tentador echarle mano pero algo en mí se resistía.
Tócasela te he dicho, me insistió de nuevo con voz firme, y esta vez mi mano indecisa acató la orden sin rechistar y se posó sobre el pene encubierto de Claudio, como su mano se había posado sobre mi pierna en el viaje, lenta pero certeramente.
Cerré los ojos, es una costumbre, me ayuda a percibir las sensaciones táctiles. Agarré el pene duro del abuelo y lo comencé a acariciar, palpar, subir, bajar. Como me gustaba. A él le recorrían pequeños espasmos nerviosos que se transmitían por su brazo y su mano hasta mis pechos amasados y sobados sin descanso.
Susana distribuyó el trabajo entre sus dos manos. Con una apartó su bañador dejando el joven coño al aire y comenzó a restregar los restos de la crema en su vajina. Con la otra hizo lo mismo conmigo. Yo continué sin resistirme a ella. Es más, recalentada hasta el infinito, mojada y sobada por las dos manos, la de Claudio pellizcando suave mis pezones y la de Susana sobando mi clítoris, me incorporé y tiré del bañador de Claudio con fuerza, bajándoselo hasta medio muslo y dejando su pene y sus testículos al aire. Después me volví a tumbar.
En un segundo todo el paquete del abuelo estuvo a mi alcance. Comencé a masturbar aquel pene henchido y rojo mientras me follaban los dedos de Susana, la directora de orquesta, locas ambas, poseídas ambas por la lujuria y el frenesí.
Pero Susana fue más lejos.
¡Ponte de rodillas y chúpasela! Me ordenó taxativamente.
Si no me lo hubiese mandado así no lo hubiese hecho nunca pero, no se porqué, su voluntad estaba sobre la mía, era una relación de ama y esclava nacida en segundos de forma inexplicable. No me pedía, me ordenaba con tono duro e inflexible.
Me arrodillé delante de Claudio y metí su pene en mi boca, era grande, como el de cualquier chaval y olía y sabía igual. Os lo puedo asegurar. Susana se colocó detrás de mí y me penetró con tres dedos, uno perforó mi arete redondo y tierno y los otros dos jodieron mi coño sin compasión.
Claudio aguanto poco. Mi joven boca engullendo su polla, mi tierna lengua jugando con su capullo, mis dulces manos follando la totalidad de su pene. Puso sus manos sobre mi melena dulcemente comunicándome su placer de forma muda y después no pudo aguantar más.
Sus contracciones llenaron mi boca de semen caliente y salado.
Con mi cara recostada sobre el pene recién corrido, bañada toda mi mejilla en el fluido aun caliente de Claudio, mis tetas sobre sus rodillas, sintiendo mi chochito follado no pude aguantar mucho más. La perra de Susana sabía tocar un coño, se veía que no era la primera vez.
Tuve un orgasmo bestial, salvaje y largo, no sé con cuantos dedos de Susana metidos en mi almeja.
Metimos a Claudio en la piscina con nosotras. Le llevábamos de la mano. El agua fresca baño nuestros cuerpos acalorados por el sol y por el sexo. A mi me pareció atisbar una sonrisa de agradecimiento en aquel vetusto e inexpresivo rostro. Se lo dije a mi amiga pero Susana me dijo: ¡estás tonta!
Pero yo sé lo que vi.