El abrazo desnudo
Una mujer empieza a escuchar ruidos en su casa.
Escuché un ruido sordo a lo lejos. Era normal. Estas casas viejas eran un conjunto de quejidos. Seguí con las labores del hogar.
Otro ruido. Otro. Ahora sí que me giré. Parecían pasos sobre la madera. No vi nada. El sol entraba tenue por la ventana.
Los quejidos se hacían más continuos y cercanos. Miraba a todas partes sin ver nada. El miedo se apoderaba de mí. Iba a llegar al teléfono cuando unos brazos vigorosos y desnudos me abrazaron fuerte desde atrás. Intenté liberarme. Intenté mirar hacia atrás. Intenté gritar. Intenté todo. Pero ese hombre tenía el control.
Cerré los ojos abandonando toda esperanza cuando reconocí un olor, un perfume que se despedía de mí todas las mañanas. Podría ser él o simplemente casualidad. Sería fácil esclarecer el resultado: si estaba la cicatriz de su mano sería él, habría dado la vuelta del trabajo; si no estaba, no sabría qué pasaría. Abrí despacio los ojos. La cicatriz estaba allí. Rápidamente me tranquilicé. Era él. Volví a cerrar los ojos y respire profundamente. Ahora era cuestión de disfrutar.
Los fuertes brazos deshicieron su nudo, en silencio. Fueron deslizándose lentamente por los míos hasta llegar al broche del vestido. Lo que nunca había conseguido a la primera esta vez lo logró, incluso creí escuchar una leve risa. Sujetó la ropa por los hombros y la dejó caer. Llegó el turno del sujetador y, al igual que el vestido, su destino fue el suelo. Ahora estábamos los dos con el torso desnudo. Fue pasando los dedos separados por la espalda hasta llegar al comienzo de mis pechos. De ahí subió hasta los brazos. Y paró. Sentía que su respiración estaba tan acelerada como la mía, su cuerpo estaba tan caliente como el mío. Y siguió recorriendo mis brazos hasta llegar a las yemas de mis dedos. Nos entrecruzados y compartimos un abrazo fuerte y profundo. Compartimos calor y compartimos respiración.
No sé cuánto tiempo habría pasado cuando sentí sus labios recorriendo mi cuello. Volví a cerrar los ojos y apoyé mi cabeza en los brazos, y en ese momento me abandoné al placer.