Él...

Tenía un olorcito a calidez que me hacía sentir cómoda, perfecta, ya olvidada de los deseos de matarlo y despedazarlo. Le tomé las manos y las coloqué en mi vientre, para sentir su fuerza y saberme segura. Llevada por reclamos desconocidos le besé la mejilla, demorando el roce de los labios en la cara fresca, recién afeitada.

Él

Confieso que mi primera intención fue matarlo, despedazarlo, cortarlo en tiritas y dejarlas al sol para que se sequen y molerlas después hasta desintegrarlas. A mi mamá no podría hacerle nada, ni siquiera echarle en cara la deslealtad y preguntarle por qué: acababa de perderla y ahora sólo era un montón de cenizas guardadas en la urna que acababa de recoger de la funeraria.

Maldije el momento en que se me ocurrió revisar el pequeño portafolio que mamá guardaba en lo más profundo del placar, con llave en el cierre y candado de seguridad, seguramente colocado en alguna talabartería con el propósito de aumentar la seguridad. Nunca lo vimos abierto, y cuando con mi hermana preguntábamos qué guardaba sólo respondía: papeles.

El cáncer de colon se la llevó en menos de dos meses, con una virulencia tan extrema que asombró a los especialistas, y quizá el dolor o el presentimiento de la muerte hicieron que olvidara destruir lo guardado con tanto celo. Mi papá, obnubilado por cómo se desarrollaron las cosas, tomando conciencia del mal a último momento y casi sin participación en el drama, además exigido a cumplir con sus obligaciones laborales que lo mantenían en viajes constantes por el país y el mundo, no hizo más que dejar sus restos en el crematorio y tomó el primer avión a España, por cuanto los gastos en médicos y clínicas especiales fueron astronómicos y debía cubrirlos de cualquier manera.

Quedé sola en casa, rodeada de fantasmas y agobiada de dolor, derivando en la peor de las soledades, aunque mis buenas amigas se turnaban para acompañarme, o exigiendo que fuera a sus casas por lo menos a dormir, hasta tanto regresara mi papá. Mi hermana mayor estaba casada, vivía bastante lejos, tenía un bebito de un año y otro creciendo en su cintura, de manera que poco podía hacer por mí. Yo cursaba la carrera de medicina y viajaba una hora y media en tren para mis clases en la facultad, de manera que mis horarios no coincidían con los de mis amigas y debía pasar muchas horas solita en la casa grande, silenciosa, gris, pesada de ausencias. Él, el amigo de papá, el hombre que quería y admiraba desde chiquita, llamaba telefónicamente, pero ninguno de los dos podía pronunciar palabras, porque caíamos en el llanto. Él estuvo al lado nuestro desde el primer día en que los médicos detectaron el mal y lamentaron el descuido de mamá de no consultar antes, aunque posiblemente no hubiese servido de nada ante la virulencia del cáncer. No digo que reemplazó a papá en esos trágicos días, sí aseguro que se comportó como lo que era: un ser maravilloso, diáfano, extraordinario, tan querible que tanto mi hermana como yo soñábamos encontrar hombres como él para intentar el porvenir. Papá lo abrazó y lloró en sus hombros al enterarse que él pagó hasta el último centavo, y juró devolverle el dinero lo más rápidamente posible. Le escuchamos decir que no se preocupara y lo vimos dejar el cementerio doblado por el dolor, ahogado por el llanto, y confieso que vacilé entre la obligación de estar con mi padre y el deseo de compartir la pena con quien estaba sólidamente incorporado a nuestras vidas.

Siempre admiré a mamá, además de quererla mucho. Me encantaba escucharla tocar el piano, cantar con su voz de soprano, mirar las lejanías con esos ojazos enormes, verdes, siempre cautivos por el acoso de tristezas que nunca las sacó de las profundidades donde las guardaba. Me encantaba recorrer el álbum con fotografías de su juventud, los testimonios de sus primeros conciertos en salas importantes, los artículos de diarios y revistas especializados augurándole enorme futuro en el mundo del arte, el retrato colgado en la sala vistiendo de novia, tan hermosa que tanto mi hermana como yo nos quedábamos extasiadas, siempre preguntándole por qué en lugar de mostrarse alegre y feliz no podía ocultar el dejo de nostalgias que se le derramaba como vertiente.

Las respuestas las tuve a pocos días de su muerte, en la hora maldita en que buscando cosas en el placar descubrí el portafolio y me dispuse a abrirlo, estremecida por la curiosidad. Revisando carteras y monederos encontré el manojo con llaves, y para mi desgracia no demoré mucho en conseguir las necesarias. El portafolio guardaba once diarios íntimos, escritos por mamá desde que aprendiera a escribir hasta meses antes de morir. Sentí tanta emoción que mi intención fue volverlos a su lugar y dejar que las memorias reposaran en el mismo discreto silencio que hasta ahora. Al volver a llenar el portafolio encontré la libreta con tapas de hule negro llena con poemas, indudablemente escritos por ella. Me atreví a abrir la libreta y leer los primeros, tan hermosos y sinceros que tuve impresión de que me hablaba, de que estaban escritos para mí: la fecha del primero coincidía con mi época de nacimiento y los últimos expresaban la necesidad de una madre de hacer comprender a la hija adolescente que el amor es así, que cuando se apropia del corazón y de la sangre no se detiene ante nada. Los poemas eran confesiones, necesidad de poner en claro cosas que lamentablemente se desarrollaban en medio de oscuridades, y la lectura de la libreta llevó a hojear los diarios y darme con la novedad pavorosa de que mamá había vivido amando a otro hombre, para colmo el amigo de papá, el hombre al que yo admiraba y quería desde el mismo instante de conocerlo.

Se me destrozó el corazón, lloré hasta vaciarme entera, llamé a la amiga que vendría a pasar la noche para que no viniese: necesitaba estar sola para profundizar la lectura de los diarios y maldecir al infame que había traicionado la confianza que le brindara la amistad. Yo lo admiraba, lo quería, me encantaba verlo llegar siempre atento, formal, ubicado, elegante, limpio, y lo mismo sucedía con mi hermana, de quien era padrino de casamiento, reemplazando a papá, que andaba de gira y no conseguía vuelos para estar a tiempo y llevar al altar a su hija mayor. Mis amigas se derretían ante su presencia y juraban que estaban dispuestas a cualquier cosa para que les llevara el apunte, y aseguraban que después de conocerlo sus novios o maridos debían hacer buena letra para no ponerlos en el fondo de los aprecios. Bromeaban, pero los comentarios me llenaban de furia, como si él fuese de mi exclusiva propiedad.

Hacía las letras de las canciones que cantaba papá, también los arreglos en guitarra, y siempre imponía una suerte de barrera infranqueable cuando estallaban los celos artísticos porque mamá interpretaba las canciones en piano superando a la guitarra. Estando él presente papá jamás levantaba la voz a mamá, porque no fueron pocas las veces que con mi hermana escuchamos los gritos de las peleas en el dormitorio y estuvimos a punto de llamarlo para que viniera a casa a poner las cosas en su lugar.

Pero saberlos amantes, enamorados hasta los huesos, fue superior a cualquier tipo de comprensión por lo ocurrido entre los dos, tal vez debido a la desilusión de mi madre por el comportamiento de su esposo y la necesidad de protegerla que seguramente vivía en él. Al amanecer, con todos los diarios leídos, llegué a la conclusión de que resultaba necesario reprocharle su deshonestidad y castigarlo de la manera que mejor se presentara, incluyendo la posibilidad de matarlo, de cortarlo en pedacitos hasta desaparecerlo.

Vivía solo, en un departamento céntrico al que conocía muy bien. Cuando era chica me encantaba entrar en la sala y gozar con la sensación de habitar las profundidades de un bosque, debido a los espejos colocados de tal manera que la arboleda de la plaza penetrara en el interior y lo llenara de verdores, pájaros y mariposas. Sabía que tenía sesenta y dos años, la misma edad de papá, y que se conocieron al cumplir con el servicio militar. De acuerdo con los diarios de mamá, ella y él estuvieron de novios en la adolescencia y se alejaron debido a que mis abuelos no lo soportaban, por ser demasiado morocho para el gusto veneciano, todos rubios, blancos y descendientes de personajes importantes en la historia de Italia.

—En realidad fui yo el que me hice a un lado, porque tu mamá sufría demasiado y no me sentía con ningún derecho a condenarla a padecer el martirio constante de andar vigilada, controlada —confesó, después de escucharme gritar que era un degenerado, traidor, sinvergüenza, y todos los peores calificativos que me venían a la boca, poniendo sobre la mesa todo lo que supe acerca de los amoríos con mi mamá.

—¡Te aprovechaste de ella, de lo mal que andaba con mi papá, de lo frustrada que se sentía! ¡Ella te necesitaba como amigo, no como amante!

—Estás equivocada, querida, nunca fuimos amantes con tu mamá, aunque no puedo negar que nos amábamos intensamente.

—¡También sos mentiroso, hijo de puta! Mi mamá escribió que le encantaba cómo le hacías el amor, que sabía que las letras de las canciones se las escribías para ella.

—¿Leíste que nos acostábamos? ¿No sabes, acaso, que hacer el amor no significa sólo copular?—Preguntó, y ahí me quedé helada.

—Tendría que releer los diarios para asegurarlo —dije, sin poder ocultar el rubor que calentaba mis mejillas.

—Tu mamá fue una mujer entera, chiquita, y su único, enorme error fue casarse con tu papá. Él no la merecía.

—¡No puedes decir eso, hijo de puta, mi papá es tu amigo!

—Lo lamento, pero debo defender no solamente mi honor, sino también el de tu mami. Viniste con ganas de pelear y de poner las cosas en claro, y entonces las pondremos en donde corresponde. Leíste los diarios de tu mamá, pero seguramente pasaste por alto muchas cosas, porque sólo querías verme como al diablo que metió la cola entre tus padres. Te diré una cosa: nada me hubiese gustado más que amar en cuerpo y alma a tu mamá, acostarme con ella y sembrarle hijos y más hijos. Llenarme las manos y la boca con sus encantos y tratarla como se merecía. Quizá ella también quería acostarse conmigo, porque nos amábamos, pero para tener capacidad de amor se debe aprender a ser leal, y tu mami era leal, y también lo soy yo. ¿Leíste en sus diarios cómo conoció a tu papá?

—En ninguna de las páginas aparece mi papá. Sólo se refieren al amor que te tenía.

—Nos dejamos de ver con tu mami cuando entré en el servicio militar, en marina, y en aquellos tiempos se cumplían dos años completos. No hice más que llegar a la base, a novecientos kilómetros de aquí, y le escribí suplicándole que volviéramos, porque no sabía vivir sin ella, pero no me contestó. Le escribí cartas diariamente, sin respuestas, hasta que a las treinta o cuarenta dejé de hacerlo, convencido de que ella no quería continuar. Como también tocaba la guitarra y cantaba nos enganchamos con tu papá y hacíamos un dúo interesante, sobre todo para conseguir favores de oficiales y suboficiales. También nos hicimos amigos, grandes amigos, y sin darnos cuenta comenzamos a ganarnos la vida cantando en boliches cercanos a la base. Al terminar el servicio, unos oficiales que contrataban tripulaciones de primera clase nos propusieron actuar en Europa, donde cantábamos boleros y canciones de moda animando los cruceros turísticos del Mediterráneo. Ganábamos bastante dinero y conocíamos el mundo, además de gozar las comodidades y diversiones que ofrecían. Era inevitable que el dúo se separara, porque tu papá tenía un carisma especial como cantante y se largó solo, por supuesto contando con mi apoyo y bendición. Yo seguí en los cruceros, animando las reuniones y encargándome de la organización de los espectáculos, y escribiendo notas interesantes acerca de viajes y lugares que conocía. Te cuento que conocí el Mediterráneo mejor que Serrat y le di más vueltas que una calesita. Años después me encontré con tu papá, en Barcelona, y como estaba a punto de regresar al país como todo un suceso de la música, escribí una carta de apuro y le pedí que la dejara en manos de tu madre.

Me había puesto a lagrimear, a suspirar, consciente de que me había equivocado y malinterpretado las palabras de mamá, pero también sentía que había obrado así por celos, por misteriosos y nada racionales celos. Él se dio cuenta de mis lágrimas y con afecto natural me tomó por los brazos y me hizo sentar en sus rodillas, cosa que acepté sin dudar, y en cuanto estuve acomodada dejé que mi cabeza cayera en su pecho, así como lo hiciera tantas veces a lo largo de mi infancia.

—Pasaron los años, publiqué dos novelas y tres libros con poemas, que por ahí deben andar, y volví al país cuando me ofrecieron hacerme cargo de la corresponsalía de un diario madrileño. El orgullo me sujetaba para buscar a tu mami y saber algo de su vida, convencido de que no quería saber nada conmigo, sobre todo cuando encontré casualmente a tu papi y me entregó la carta tal como se la había entregado en Barcelona: «No quiso recibirla, hermano…», dijo, después de explicarme que la llevaba encima por si alguna vez volvíamos a vernos. Estaba a punto de salir de gira y no hablamos mucho, casi nada

Tenía un olorcito a calidez que me hacía sentir cómoda, perfecta, ya olvidada de los deseos de matarlo y despedazarlo. Le tomé las manos y las coloqué en mi vientre, para sentir su fuerza y saberme segura. Llevada por reclamos desconocidos le besé la mejilla, demorando el roce de los labios en la cara fresca, recién afeitada.

—Tuve muchas mujeres. En los cruceros, sobre todo, se liga bastante, desde señoritas hermosas a señoras desesperadas por un poco de acción, pero sólo pensaba en tu mamá, y al regresar las nostalgias por ella me llevaron a buscarla, prometiéndome a mí mismo a sólo saber cómo estaba, nada más. Fui a casa de tus abuelos para enterarme que hacía tiempo se cambiaron, y la vecina fue generosa al decirme que la hija se había casado con un músico famoso y vivía cerca de plaza Tacuarí, en una casa con rejas verdes

Bajó la voz, la convirtió en susurro, porque me hablaba con la boca pegada a la oreja. Su aliento me hacía florecer, me llenaba de sol, me pedía exigirle que sus manos presionaran mi vientre y rozaran la base de mis pechos. Algo comenzó a crecer en su entrepierna y a escarbar en mis nalgas, con tanta deliciosa fuerza que busqué la mejor manera de que se apoyara en mi entrepierna.

—Pasé muchas horas sentado bajo el roble enorme, observando la casa, hasta que un día vi a tu mamá salir llevando de las manos a dos nenas. No quise darme a conocer. Para qué… Acababa de cumplir cincuenta años, de manera que hacía treinta que no la veía, y ya estaba hecha una señora, y casi con mi misma edad.

—No me explico, entonces, cómo estás en todas las páginas de los diarios. Me dio impresión de que se veían y se amaban todos los días, y a espaldas de papá.

—Después supe que tu mamá jamás me había olvidado

—¿Y por qué no respondió tus cartas?

—Nunca llegaron a sus manos. Tus abuelos se encargaron de romperlas en cuanto las traía el cartero.

—¿Y la que trajo papá desde Barcelona?

—Tampoco se la dio, porque en cuanto la conoció se enamoró de ella

No fue compasión, tampoco necesidad de pedir perdón. Levanté una de mis manos, busqué la nuca, la encontré, le obligué a bajar la cabeza y con toda mi ternura en flor lo besé en los labios. Devolvió el beso suavemente, mordiendo los míos, y sus manos subieron con firmeza y cobijaron mis pechos. No había vacilación en sus movimientos, sí mucho cuidado, bastante precaución. Sabía dominarse, pero la fuerza que vivía debajo de mi trasero se acentuaba y amenazaba levantarme.

—Casi un año después, coincidimos a la salida del teatro.

—Lo recuerdo muy bien, porque fue el día que te conocí. Yo tenía ocho años y mi hermana doce, y mamá nos llevó a ver El lago de los cisnes.

—¿Te acuerdas, en serio?

—¡Cómo no acordarme si con mi hermana nos peleábamos para no dejarte conversar con mamá! Nos llevaste a la heladería e hicimos un desastre con los cucuruchos, y todo porque sentíamos celos al ver a mamá tan alegre.

—Esa noche me enteré de que se había casado con mi amigo

Necesitaba besarlo, hundir mis labios en su boca, fundirme en su cuerpo, sacar de mis profundidades todo el amor que sentía por ese hombre al que había venido a matar, a despedazar, a cortar en tiritas. Toda mi vida lo había querido, soñaba con verlo entrar en casa para dejar en mis manos el paquete con masas o con bombones, escucharlo cantar a dúo con mi papá las canciones que componían, mientras mi mamá se llenaba de felicidad y parecía revivir. Giré, me acaballé en sus piernas, puse los brazos en su cuello y le busqué la boca con ansiedad de mujer, pero él me contuvo, sostuvo mi rostro con sus manos, hundió su mirada en la mía y preguntó: ¿Sabes lo que haces?», y moví la cabeza afirmativamente con seguridad. Entonces me levantó en sus brazos, me llevó al dormitorio, me tendió en la cama aún sin tender, llena con la tibieza de su cuerpo duro, grueso, moreno, criollo hasta los caracuses, como solía decir mi papá con intenciones de desmerecerlo.

—Si aparecí en tu casa fue al darme cuenta de todo lo que soportaba tu mamá, sin que ustedes se dieran cuenta. Tu papá hacía su vida, pero no permitió que tu mami hiciera la suya. Le cortó la carrera y la condenó a dar clases de música en colegios secundarios, pero ella nunca se quejó. Sé que jamás dejó de amarme, que siempre quiso estar conmigo, y tengo la corazonada de que hasta imaginó el momento que estamos viviendo para entregarme lo mejor de ella: tú.

Me quitó la blusa, también la pollera, y yo le saqué el saco del pijama. La bombacha se deslizó por mis piernas y quedé desnuda, jamás tan decidida y ansiosa. Hasta entonces sólo había tenido un novio, al que saqué con cajas destempladas al atreverse a poner sus manos en mis piernas, a tal punto que mi hermana bromeaba acerca de que jamás conocería el placer de estar con un hombre. Conocía los secretos del amor y sabía su mecánica, mi carrera de medicina estaba muy adelantada, pero todos los papeles volaron cuando él se quitó el pantalón del pijama y quedó como yo, con el armamento desplegado como un estoque en gesto de matar. Me besó los labios y enredamos las lenguas con desesperación creciente y abrí las piernas sin ningún temor para que su cuerpo calzara en el mío. Me abrazó posesivamente y movió la pelvis para que el miembro enardecido encontrara el hueco que ansiaba penetrar, y al sentirlo cabeceando en mis labios vaginales moví la pelvis para ayudarlo a entrar. Levanté mis piernas hasta sentir que los talones se afirmaban en sus hombros y empujé con toda la furia que hervía en mis profundidades. El miembro se hundió como un clavo caliente en el trozo de mantequilla, levantando humaredales de gozo, y el primer dolor pasó tan rápido que todo se convirtió en placer, tan enorme y sincero que ambos galopamos como potros desbocados hasta alcanzar el abismo que nos devoró hasta despedazarnos.

Ese mismo día, juntos, quemamos los diarios y enterramos las cenizas en el mismo hueco donde yacerá la memoria de mi madre.

Quizá sus restos se volverán parte del árbol, o serán retoño o flor, y estoy segura de que árbol, retoño o flor serán felices, simplemente porque estoy con él.

A la memoria de AT, que me dio lo mejor de su existencia.