Ejercicio 3: chantaje (de un relato de horny)

Versión libre de un relato de Horny. Como muy bien dijo ella: "quién tiene la información, tiene el poder"

EJERCICIO 3: CHANTAJE (VERSIÓN DE UN RELATO DE HORNY)

Versión de un relato de Horny, autorizada expresamente por ella. El original está en el enlace siguiente: http://www.todorelatos.com/relato/17413/ . Pido disculpas por anticipado a los muchos admiradores de Horny, por si se diese el caso de que este relato no fuera de su agrado.

Colgué el teléfono con extremada lentitud, como si aquella maniobra exigiese una precisión milimétrica. Tomé aire pausadamente, tratando de asimilar lo que acababa de escuchar. De fondo se oía música, La Negra Flor, de Radio Futura. Las manos me sudaban y una sensación de desasosiego me recorría el estómago. ¿Por qué demonios me había tenido que llamar ahora, después de más de un año sin saber nada de ella? Sólo tenía una cosa clara: conociendo como conocía a Laura estaba seguro de que nada bueno me esperaba. Se había limitado a citarme, en media hora, en la terraza de una céntrica cafetería. Nada más. Me quedé en ascuas, pensando si acudir o no, pero la prudencia recomendaba la primera de las opciones.

De camino hacia el punto en que me había citado, traté de recordar como había empezado todo. Me retrotraje hasta los años de la Universidad, más concretamente a la Facultad de Derecho, donde coincidí con ella y con Ángeles, la que hoy era mi mujer. Ellas dos eran muy amigas, casi inseparables en aquel tiempo. Por los mentideros de la uni se rumoreaba que eran algo más que amigas, cosa que yo nunca creí. Me parecían dos chicas más que agradables y el contraste entre ellas era más que interesante. Laura era alta, guapa, provocadora, extrovertida. Ángeles era el patito feo de las dos: pequeña, delgada, no muy guapa y reservada. No hará falta que diga que Laura era el centro de los deseos de muchos hombres, entre los cuales me incluía yo. Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que no había nada que hacer con ella.

Nos licenciamos los tres el mismo año, pese a que Laura era dos años mayor que nosotros. La casualidad quiso que en mi primer trabajo fuese a coincidir con Ángeles. Empezamos a salir juntos, más que nada por amistad, pero, como suele suceder en estos casos, las cosas se fueron liando y acabamos casados cuatro años más tarde. Unos meses más tarde reapareció Laura, después de un periplo por otras ciudades. Dada su amistad con Ángeles empezó a frecuentar nuestra casa con asiduidad. Un buen día el azar (ya saben, esa cosa a la que solemos echar la culpa de todo) quiso que Laura viniese por casa, pero mi mujer no estaba y no volvería hasta el día siguiente. No sé si fue por cortesía o si fue por algún deseo oculto que empezaba a aflorar en mí, pero el caso es que la invité a pasar para que tomase un café.

A los diez minutos estábamos retozando desnudos en la cama. Aquello duró un par de meses más, sin que la inocente de mi mujer se enterase de nada. Tengo que reconocer que Laura era mucho más divertida en la cama que Ángeles, demasiado atenazada por estúpidos prejuicios. Pero decidí poner fin a aquello, ya que solo era sexo y no conducía a nada, salvo a complicarme la vida. Desde ese día hasta hoy no habíamos vuelto a saber nada de ella. Mi mujer la llamó un par de veces, pero parecía que hubiese desaparecido de la faz de la tierra, con un cierto alivio por mi parte, ya que aquella mujer se me antojaba peligrosa.

Volví a la realidad cuando la vi sentada en la terraza de aquel bar. Desde el otro lado de la calle me tomé unos segundos para observarla. La verdad es que estaba más guapa que nunca, mal que me pese reconocerlo. Llevaba un vestidito de verano, estampado, de colores cálidos, que dejaba a la vista sus atractivas piernas, sandalias con algo de tacón, gafas de sol y, colgado del hombro, su inconfundible bolso marrón. Me recibió con una sonrisa, entre cálida e inquietante, y con un gesto de su mano me invitó a sentarme. Pedimos un par de cervezas y no hablamos hasta que el camarero se fue. Decidí romper el hielo:

Y bien, Laurita, ¿qué se te ofrece?

Sabes que no soporto que me llames Laurita, ¿entendido? -dijo con una media sonrisa bastante poco tranquilizadora-. Te voy a decir lo que se me ofrece -añadió, colocando las manos sobre la mesa.

Dispara.

¿Te dice algo Hotel Quatre Park, habitación 104, día 14 de junio?

No contesté, ya que era obvio que sí me decía algo. Allí había ocurrido mi segunda aventura extramatrimonial (después de la propia Laura, evidentemente), con una chica que conocí en una cena del bufete. Ella lo sabía, aunque no podía adivinar de qué modo tuvo noticia de ello. Puse cara seria, impasible, pero inmediatamente me di cuenta de mi delicada situación. Se trataba de un chantaje puro y duro. Traté de dar una sensación de falsa serenidad. Con ademán decidido llevé la mano derecha al bolsillo interior de la americana, saqué la chequera y dije:

¿Cuánto quieres?

Mira que eres idiota.... -respondió ella sin reprimir las carcajadas-. Te recuerdo que no necesito tu dinero, de eso ando sobrada.

Guardé el talonario con un gesto de derrota. Era verdad, Laura siempre se jactaba del dinero que tenía su familia, por lo que acababa de hacer el ridículo. Estaba en sus manos, por lo que dije en tono conciliador:

Está bien, ¿qué quieres de mí?

Tranquilo cariño. Solo quiero que me acompañes hasta el ático que acabo de comprar. No te pienso hacer nada malo, en el fondo te aprecio ¿sabes?

De acuerdo, vamos -respondí, apurando de un trago mi cerveza, lamentando no haber pedido una bebida más fuerte y poniéndome de pie con rapidez.

Así me gusta, que seas buen chico.

No podía ver sus ojos, ocultos tras las gafas de sol, pero podía intuirlos, grandes y profundos, que a buen seguro reflejarían una clara expresión de triunfo. Totalmente resignado a lo que pudiera pasar, nos dirigimos hasta el coche de ella, un precioso deportivo color plateado y circulamos hasta su nueva residencia. Durante el trayecto traté de disimular mi nerviosismo, apoyando las manos en las rodillas, pero ni aún así pude lograrlo. Aquellos diez minutos se me hicieron eternos y miles de pensamientos pasaron por mi cabeza. ¿Qué podría ocurrir si Ángeles se enteraba de mi aventura en el Hotel Quatre Park, o de mi tórrida relación con la propia Laura? ¿Qué iba a suceder dentro de un rato? ¿A dónde quería llegar aquella diabólica mujer?

Tan obnubilado estaba que casi no me di cuenta de que habíamos llegado. Mi mente flotaba y el cielo parecía aplastarme la cabeza, cuando me vi sentado en un lujoso sofá de cuero negro. Ni siquiera recordaba como era el portal de aquel edificio, ni el ascensor en el que acababa de subir. Laura, haciendo de anfitriona perfecta, me sirvió un whisky en vaso ancho, con dos piedras de hielo, y se fue de aquel salón, marcando algo en su móvil de última generación. En la lejanía pude oír que hablaba, pero no pude entender nada. Mis ojos estaban fijos en los hielos, que flotaban en el líquido dorado que llenaba el vaso, como si la solución a mis problemas pudiera encontrarse en aquellos dos cubitos que se mecían suavemente. Volvió al cabo de dos minutos y, en un tono de lo más natural, preguntó:

¿Qué tal te va con Ángeles?

¿Te importa eso demasiado? -respondí, con voz suave.

Ella se quitó las gafas oscuras lentamente. Sus ojos grises se me clavaron como dos puñales, mientras la oí decir:

Veo que aún no te has dado cuenta de tu situación. No importa. En breve comprenderás muchas cosas. Acompáñame, que espero una visita y quiero que veas algo.

Me llevó hasta el dormitorio, una habitación grande, con una cama casi cuadrada, de dos por dos, cubierta por un edredón de colores vivos y en la que se alternaban media docena de almohadones y varios peluches.

Entra ahí -ordenó ella, señalando con el pulgar al armario empotrado que había a la derecha de la cama.

¿Para qué? -intenté protestar.

He dicho que entres -replicó ella, abriendo la puerta y apartando perchas de las que colgaban sus trajes caros.

Su tono se había vuelto duro, por lo que decidí no protestar más. Me introduje allí, recibiendo su última advertencia:

Más te vale estar quieto y calladito. No querrás que me enfade....

Dejó flotando una velada amenaza. Acto seguido cerró la puerta con llave. Aquello era humillante. Estaba encerrado en un armario, por una chica de la cual desconocía sus intenciones. Solo sabía que me tenía en sus manos. Respiré profundamente y coloqué los ojos en la ranura de tres centímetros que había allí, desde la cual podía ver toda la habitación. Laura estaba de pie, al otro lado de la cama, frente a un espejo, retocándose el maquillaje. Al minuto sonó el timbre de la puerta y ella se dirigió a abrir, no sin antes dedicarme una sonrisa burlona. Desde aquel habitáculo no podía ver la puerta de la habitación, pero empecé a oír una charla jovial, de dos voces femeninas. Tuve una premonición, que se manifestó en un doloroso pinchazo en el pecho.

En efecto, instantes después Laura entró, seguida por otra mujer vestida con una falda por la rodilla y un top ajustado. Tuve que morderme la lengua para no gritar alguna grosería. Era Ángeles, que se sentó con gran familiaridad sobre aquel edredón de colores, al tiempo que lo acariciaba con la mano. Laura miró hacia el armario durante un segundo y guiñó un ojo. Pero no se demoró demasiado en eso, sino que se sentó en la cama, al lado de mi mujer, y la cogió de la mano. Antes de que me diera tiempo a parpadear, las dos se estaban besando, con una mezcla de dulzura y pasión, comiéndose los labios, enredando sus lenguas....

Se desnudaron la una a la otra, sin prisa, como solo quienes se conocen bien saben hacer. Estuve tentado de dar una patada a la puerta, salir de allí y darles dos bofetones a cada una, pero me contuve. La sangre me hervía, en parte por aquella escena surrealista, en parte por la excitación que me causaba ver a aquellas dos mujeres desnudas acariciándose. No perdieron el tiempo. La boca de mi mujer se aplicó golosa sobre los pezones de su amiga, mientras su mano acariciaba con suavidad el ensortijado vello púbico, moviéndose cada vez más abajo. Laura solo aguantó dos minutos en su posición pasiva, al cabo de los cuales empezó a sobar las tetas de Ángeles, pellizcando con delicadeza. Aquella vorágine aumentaba poco a poco de intensidad y las dos mujeres parecían pequeñas fieras: se lamían, se besaban, se arañaban, se mordían... La combinación de gemidos y jadeos de ambas se me metía por los tímpanos. No pude evitar excitarme, pese al cabreo que me producía ver aquello.

Laura era fogosa en la cama, eso ya lo sabía, pero la que me sorprendió (no sé si gratamente o todo lo contrario) fue Ángeles. Nunca la había visto tan desatada, tan ardiente. De ser una mujer que rozaba la frigidez en muchas ocasiones, había pasado a ser una auténtica fiera salvaje, ávida de placer. Cuando se colocaron en la postura del 69, con Ángeles debajo, Laura se las arregló para quedar mirando hacia el armario. Me lanzó un beso, lamió despacio el coño de mi mujer, me volvió a mirar con expresión provocadora y se lanzó de lleno a su tarea de brindar placer a su amiga. Aquello se prolongó unos cinco minutos, aunque mi percepción del tiempo no era muy exacta en aquellos momentos. Lo siguiente que recuerdo fue la cara de Laura, metida entre las piernas de mi mujer, con la lengua chupándole el clítoris y con dos dedos entrando y saliendo de su empapado sexo. Las manos de Ángeles se crisparon sobre la cama y de su garganta salió un largo gemido, ahogado por el coño que tenía sobre la boca. Síntomas inequívocos de que se había corrido con ganas.

Laura siguió relamiendo un rato aquel sexo jugoso, haciendo que su boca quedase brillante. Después se irguió, poniendo recta la espalda y aplastando aún más su coño sobre la cara de mi mujer. Hacía oscilar suavemente las caderas, frotando su entrepierna contra aquella boca que estaba debajo, y se pellizcaba los pezones con expresión satisfecha. El orgasmo que tuvo hizo que su melena castaña se moviese a ambos lados de su cuerpo, mientras ella cerraba los ojos y gemía con suavidad. No se retiró de aquella postura hasta que Ángeles acabó de tragar todos los jugos que resbalaban hacia su cara.

Me mordí los nudillos con rabia, hasta que me dolieron. Aquella pécora se estaba tirando a mi mujer como si nada, al tiempo que a mí me tenía bien agarrado por los huevos. Cuando volví a mirar, encontré que Ángeles ya se había vestido. Laura se puso una batita por la rodilla, la besó suavemente en los labios y la acompañó hasta la puerta. Al menos eso significaba que mi confinamiento iba a tocar a su fin, suponía. La puerta de la calle se abrió y se cerró, y a los pocos segundos apareció la dueña de la casa. Se sentó en la cama, frente a mí, cogió un cepillo y empezó a peinarse como si nada. Al cabo de dos minutos decidí interrumpir aquello, ya era demasiado. Di dos suaves golpes a la puerta del armario. Laura levantó la cabeza, me dirigió otra de sus nada tranquilizadoras sonrisas y dijo cínicamente:

¡Uy! Me había olvidado de que estabas ahí, que cabeza la mía...

Dio dos vueltas a la llave y abrió la puerta, permitiéndome salir de allí. Me estiré, oyendo crujir mis huesos, y agradeciendo poder abandonar aquel incómodo habitáculo. Ella se sentó de nuevo y reanudó la labor con su pelo. Yo no sabía que decir, la verdad, así que me senté en la cama, dejando un metro de separación entre ambos, y la miré como pidiendo explicaciones.

¿Te ha gustado el espectáculo, cariño?

No me jodas, Laura -respondí algo enfadado, pero evitando llamarla Laurita-. ¿Cómo me va a gustar ver que te estás tirando a mi mujer?

Yo pensaba que a todos los tíos os encanta ver como se lo montan dos tías. Incluso me atrevería a apostar que te hubiese apetecido intervenir, ¿a que sí? -preguntó ella, dándome una palmadita en la pierna.

No sabía que eras lesbiana... -añadí, tratando de eludir la pregunta anterior.

En realidad hago a todo, tíos y tías.

¿Desde cuando lo haces con Ángeles? -quise saber.

Desde siempre. En la uni ya estábamos liadas. Creo que todos los del curso lo sabían, menos tú, que para esas cosas siempre fuiste un idiota -respondió, sin disimular la risa-. Más recientemente, desde que volví a esta ciudad hace un año y pico, volvimos a recordar viejos tiempos. Fueron muy divertidos aquel par de meses en los que me acostaba contigo y con ella, sin que el otro supiese nada.

Se me debió poner cara de tonto y lo único que pude hacer fue apoyar las manos en las rodillas y mirar al suelo. Ella se apiadó de mí, arrodillándose sobre la cama y pasándome la mano por la mejilla.

No te pongas triste, que te pienso recompensar por este mal rato. Vete desnudándote.

Su tono era suave, pero imperativo, por lo que ni se me pasó por la cabeza no obedecer. Ya me daba lo mismo todo, las cosas no podían empeorar. Me quité la ropa y, mientras lo hacía, por mi cabeza pasó fugazmente aquella frase que a veces decía mi padre: "hijo, hay días en los que lo mejor es no levantarse de la cama". Estaba claro que aquél era uno de esos días. Cuando estuve desnudo, con una erección que no se me bajaba ni a tiros, ella me dijo:

Túmbate en la cama, ya verás lo bien que lo vamos a pasar. Relájate y disfruta -añadió con aquella ladina sonrisa a la que ya me estaba acostumbrando.

Entre resignado y displicente, con un ademán de chulería barata, obedecí. Ella se quitó la bata, permitiéndome apreciar su cuerpo flexible, brillante de sudor, excitante en extremo. Tomó mis dos muñecas y las ató firmemente con el cinturón de la bata. Remató la jugada con un nudo en la barra horizontal que hacía las veces de cabecero. No me molesté en forcejear, ya que ella me tenía atado y bien atado sin necesidad de aquello.

Estás de lo más apetecible, querido -comentó, mientras acariciaba mis testículos con dulzura.

No sabía que te iba esto del rollo duro -respondí, con una ligera sonrisa-. De haberlo sabido, lo habríamos practicado antaño...

Se abalanzó sobre mí y me besó con violencia. Por lo visto no necesitaba de mis comentarios. Colocada a horcajadas sobre mis caderas, puso mi polla en la entrada de su vagina. Dado que su sexo estaba bien lubricado por la sesión preliminar que acababa de tener con mi mujer, mi duro miembro entró con la misma facilidad con la que un cuchillo corta mantequilla. Se lo clavó entero, gimiendo cuando llegó al final. Arqueó la espalda y, mirándome directamente a los ojos, dijo en voz alta:

Puedes entrar, cariño.

Acto seguido empezó a mover las caderas, haciendo que mi pene entrase y saliese de su cueva caliente, mientras que con una mano se acariciaba en círculos el clítoris. Miré para ella, suplicando alguna explicación a su frase, pero tenía los ojos cerrados, concentrada en su suave cabalgada. Pero no tuve que esperar mucho, ya que antes de treinta segundos una figura flanqueó la puerta. Evidentemente era Ángeles, que por lo visto no se había ido de allí. En la mano portaba una cámara digital, que se llevó a la cara, apuntó hacia nosotros y dijo con tono alegre:

Mirad al pajarito.

Acto seguido apretó el botón. Me imagino la cara de idiota con la que debí salir en dicha foto. Se acercó a Laura, la besó en la mejilla y siguió sacándonos fotos, desde todos los ángulos, desde todos los perfiles, hasta un primer plano de mi polla dentro del coño de su amiga. Nunca me había pasado algo parecido, pero lo más curioso del caso es que mi cuerpo no se veía afectado por aquella grotesca situación. Seguía respondiendo a la lenta pero implacable follada que me estaba regalando Laura. Su coño se puso aún más húmedo, se cerró como un suave guante sobre el intruso que tenía dentro y ella se corrió con suaves gritos.

Sin darse respiro, se colocó a mi lado y empezó a lamer mi brillante y duro pene, momento que aprovechó mi mujer para volver a sacar fotos. Dos meneos enérgicos y una fuerte chupada en el glande fueron más que suficientes para mí. Me corrí con fuerza, llenando su cara y su boca de leche. Ella siguió lamiendo, con un arte que, mal que me pese reconocerlo, estaba fuera de toda duda. La improvisada fotógrafa dio por concluida su labor, guardó la cámara en el bolso y se cruzó de brazos, a los pies de la cama. Laura se tumbó sobre mi pecho, con carita de placer, mientras que yo seguía atado por las muñecas, tratando de adivinar cual sería el siguiente paso de aquellas dos mujeres infernales que se habían cruzado en mi vida.

Imagino que has disfrutado -me espetó Ángeles.

La verdad que sí, más o menos lo mismo que tú hace un rato -respondí, no pudiendo evitar ser irónico.

Sí, esta chica es fabulosa -continuó mi mujer.

Supongo que esto es el final para nosotros... -medio afirmé, medio pregunté.

El final ¿de qué? -preguntó ella, con tono sorprendido.

De nuestro matrimonio, claro.

En mi modesta opinión aquella debía ser la conclusión lógica de todo aquello, pero en ese momento intervino Laura, que se incorporó sobre un codo y dijo:

Veo que no te enteras de nada. La verdad es que llegué a odiarte, me quitaste a la chica de la que estaba enamorada. Pero ahora ya no, me caes bien.

Esto no es el final de nada -terció Ángeles-. Es el principio de algo mucho más divertido. Digamos que un matrimonio de tres.

Miró el reloj con un ademán impaciente y añadió:

Me voy a revelar estas fotos. Dentro de un rato estarán depositadas en una notaria, acompañadas de una demanda de divorcio a la que solo le faltará mi firma. Si te portas bien y haces lo que te digamos no pasará nada. Si tratas de huir o te pones rebelde, te juro que te desplumaré. Con estas fotos y el testimonio de Laura, el juez no dudará de quien es el culpable y te sacará las tripas. Además estas fotos pueden acabar en los ordenadores de todos tus compañeros de trabajo, e incluso en los de esos fiscales y jueces con los que te llevas tan bien, ¿te imaginas? Si no has entendido algo, Laura te lo explicará. Nos vemos para la cena.

Se giró hacia la puerta y salió de la habitación. Segundos más tarde la puerta de la calle se cerró. Estaba algo aturdido, demasiadas emociones en un solo día. Laura me miraba sonriente. Abrió sus ojos más de lo habitual y preguntó:

¿Alguna duda?

No, ninguna. Bueno, sí, ¿cuánto tiempo me vas a tener atado?

Cinco minutos más, el tiempo suficiente para que no puedas salir corriendo detrás de tu mujercita. No sea que te dé por hacer alguna locura...

Para locuras estaba yo. Durante un rato (creo que algo más de cinco minutos) disfruté del suave masaje que ella me hacía en el pecho. Después me desató. Un ligero hormigueo me recorrió las manos cuando la sangre volvió a circular libremente por ellas. Miré para la chica que estaba tumbada a mi lado en la cama y no pude evitar soltar una carcajada.

¿Qué te da tanta risa? -preguntó ella, en tono divertido.

Nada, es una tontería.

Anda, cuéntamelo.... -insistió, mientras su suave mano empezaba a acariciarme los testículos.

Cuando íbamos a la universidad a veces fantaseaba en acostarme con las dos, con Ángeles y contigo. No en estas condiciones, pero está visto que a veces los sueños se cumplen -expliqué, deslizando una mano hacia sus redondas nalgas.

Seguro que muchísimos hombres te envidiarían...

La voz de Laura se había vuelto melosa y sugerente. Sus dedos índice y pulgar formaron un anillo que agarró mi pene por la base, y lo fue deslizando hacia arriba.

¿Deseas algo de mí en este momento? -pregunté, con cierta retranca.

Sí, que me folles duro, tengo el día de lo más juguetón.

Así estaban las cosas. A fin de cuentas en vez de una mujer con la que follar, ahora tenía dos. O me tenían ellas dos a mí, pero a estos efectos era igual. Ya veríamos como evolucionaban las cosas, que derroteros tomaba aquel original chantaje. De momento iba a echarle a Laurita un polvo que tardaría días en olvidar. Mis instintos más primarios afloraron cuando sentí aquella cálida carne contra mi cuerpo y cuando mi sentido del olfato se empapó de aquel olor a hembra en celo.