Ejecutiva implacable

Una ejecutiva fría e implacable esconde un pequeño secreto...

Noelia miró con apatía los mostrencos rostros de los asistentes a la reunión. Reunión urgente e importante, le habían dicho. ¡Urgente e importante! Con toros más difíciles había tenido que lidiar.

Ni siquiera a los decrépitos miembros del Consejo de Administración les permitía abrir la boca, y mucho menos para contradecirla.

A un buen observador, le parecería una mujer espléndida, aunque de presencia austera. Coqueteaba con la cuarentena, aunque aún no había escrito nunca el fastidioso dígito 4 en la casilla "edad" de ningún formulario, si tenía que mentir, mentía. O mejor, cómo prefería bromear ella, permanecía en la treintena estirada.

El único punto del Orden del Día a debatir por el Consejo consistía en adoptar una decisión entre dos opciones, a cual más dolorosa y complicada. Debían elegir entre despedir a doscientos o a trescientos empleados de la compañía, un reajuste técnico, en el deshumanizado lenguaje empresarial.

Noelia, como casi siempre, pasó por encima del protocolo, ninguneando al Secretario del Consejo. Cortesía era una palabra que deletreaba con dificultad.

--Mi voto es por despedir a cuatrocientos -anunció Noelia, con una voz helada y cortante, de vidrio roto. Cualquier víbora hubiese emitido una mirada más cálida.

Todos pensaron que era una hijaputa, y de marca mayor. Ella, astuta y sagaz, les leía el pensamiento nítidamente.

--Pensáis que soy una hija de puta. ¿Verdad? Pues si algún blandengue opina lo contrario se las tendrá que ver conmigo.

Cuando hablaba Noelia, un silencio temeroso sobrecogía a los concurrentes a cualquier reunión, su tono despótico les advertía que lo mejor era prestarle mucha atención, y acatar sin rechistar sus disposiciones.

Siempre se presentaba impecable y afilada, con trajes y vestidos severos que ofrecían pocas oportunidades a la frivolidad. Lucía un corte de pelo funcional y clásico que jamás nadie le había visto despeinado.

Su marido, un tranquilo y equilibrado profesor de filología inglesa, y una parejita de niño-niña clónicos y repelentemente bien educados, constituían su núcleo familiar. Ella era la activa, la dirigente, la imagen pública de la pareja, la que asumía la iniciativa y las decisiones en su relación. A los ojos de los demás, eran el matrimonio perfecto, la pareja envidiada e indestructible.

Pero… (siempre hay un pero, afortunadamente) Noelia tenía un secreto.

Poseía una doble vida, un lado oscuro. Íntimamente, se reía con perversidad de tanta supuesta "perfección", de tanta corrección. Ella, lo que de verdad quería, lo que deseaba a todas horas, era ser una guarra, una puta total y completa, a disposición de su Amo y Señor. Vivir para Él, lamer sus pies y la punta de su adorada fusta. Entregarle arrodillada las cuerdas que la atasen por y para su Dueño.

Por avatares recónditos, su Amo no era la misma persona con la que estaba casada, no era su atento y discreto marido; su Amo era un cabrón que la trataba cómo lo que realmente era y se sentía: una esclava sumisa y entregada, ansiosa de ser atada y usada, humillada. Se volvía loca porque Él la hiciera sentirse la más puta de todas, dominada y ofrecida. Ansiaba que la tuviese a su merced siempre que a su Señor le apeteciese, ser una mera extensión de su voluntad.

Noelia ardía secretamente en su delicioso infierno interior, lleno de fantasías morbosas, atestado de imágenes y pensamientos excitantes y sugerentes.

Su Amo era Roberto.

Roberto era un oscuro oficinista bajo su jerarquía, el más anodino aparentemente entre una cohorte de colaboradores a sus ordenes, pero era su Amo, lo era Todo para Noelia.

Los pezones se le erizaban con un escalofrío cada vez que ella le mandaba que le hiciese unas fotocopias y Él, al tomar los papeles, le rozaba los dedos con sus manos. Pero si lo que se rozaban eran sus miradas... a Noelia le daba vértigo, temblor, flojedad de piernas. Una complicidad soterrada les mantenía unidos por sutiles y secretos gestos.

Incluso en plena reunión, sólo de pensar en él, en su voz, se le calaban las bragas irremediablemente; las preciosas bragas francesas que su marido le había regalado por su cumpleaños.

Aunque la reunión era tensa, ella mantenía el control a distancia. Se recreó recordando su última conversación con Roberto.

Su Poseedor se había acercado a ella con total naturalidad (el calor que le subía a la cara en esas ocasiones la devoraba). Ante los ojos de los demás parecía que estaban comentando algún aburrido detalle laboral, pero de haber podido escuchar la conversación entre ellos se habrían dado cuenta de la auténtica y oscura relación que les unía.

--Escúchame atentamente, zorra, en mitad de la reunión quiero que vayas al baño y claves, en ese sucio coño de perra, el vibrador que te regalé. El mando a distancia estará en mis manos.

--Pero Roberto… -intentó una débil protesta Noelia.

--¡Uyuyuy! Zorrita díscola, sabes que no me gusta nada que te dirijas a mí en ese tono. Pensaba ser bueno, excitarte sólo un poco para usarte después a mi antojo, pero ahora tendré que castigarte y dejar que todos vean lo que eres. Vas a retorcerte de placer, te correrás como un animal en celo ante los ojos de todos tus subordinados, y espero que sepas comportarte. ¿Es eso lo que quieres...? Noelia, cielo mío, no me gustaría ver como te pierden el respeto esos paniaguados.

--¡Roberto, necesitaré ese informe para la reunión, dele usted la máxima prioridad, es urgente! -repuso ella elevando bastante la voz, tratando de disimular ante el resto de empleados.

--Cuando acabe la reunión, quiero que vayas inmediatamente a tu despacho, que te quites las bragas empapadas y te las metas en la boca. Quiero verte a cuatro patas cuando yo entre, que tu falda esté enrollada en la cintura y tus pechos cuelguen libres fuera del sujetador. Te quiero ver ofrecida, abierta, ardiendo… ¿Te ha quedado claro, golfa?

--Sí… Roberto, muy bien, todo en orden. (Sí, mi Señor…)

Las deliberaciones seguían. Un casposo consejero trataba de demostrar con un gráfico de endeudamiento crediticio, las consecuencias beneficiosas de los despidos.

¿Y qué diablos le importaba todo aquello a ella?

Miró hastiada las caras de los asistentes, uno por uno, ni remotamente sospecharían ninguno de semejantes pavisosos sus verdaderos pensamientos.

Ni siquiera su marido la conocía tan íntimamente. Para él mantenía ocultos sus innumerables recovecos. Claro que su marido jamás había mostrado ningún apreciable interés por conocer sus facetas ocultas, y mucho menos por adentrarse en su mundo secreto y clandestino.

A él le bastaba con recitar a Shakespeare en el salón, de memoria y en un inglés perfecto; con voz impostada y tono engolado, agitando su exagerado y decadente flequillo lacio, convencido de que le daba un aire de intelectual irresistible.

Pero, en fin... era su marido, un poco payaso, pero su marido al fin y al cabo. El padre de sus hijos. La fachada necesaria y complementaria para que ella pudiera transitar por su lado oscuro, por el submundo de su doble vida con un morbo irresistible y compulsivo.

Insistentemente, Roberto acudía a sus recuerdos, torturándola, ahora con su ausencia, con el ansia por notar de nuevo sus manos abiertas golpeándola en las nalgas, apretando sus pechos hasta el dolor, haciéndole sentir que ella sería lo que Él quisiera, y nada más. Castigándola porque sus andares no habían sido convincentes, porque no había caminado como una puta para su Dueño. Como una puta rastrera.

Noelia no podía mantener las piernas cerradas, los muslos le temblaban de puro deseo, se le abrían como un resorte, toda su zona genital hervía. La flor de su coño desplegaba pétalos rosáceos, candentes y húmedos.

Sin disculparse ni decir palabra, abandonó la sala de reuniones.

Su Amo le había ordenado ir al baño en mitad de la reunión; fue al baño en mitad de la reunión.

Se bajó las bragas hasta los tobillos, medio mareada.

Su Amo le había ordenado que se clavase en el coño el vibrador que le había regalado; Noelia abrió su bolso. El plateado vibrador centelleaba enredado entre las cuerdas de unas bolas chinas...

Dudó. Miró el vibrador, miró las bolas chinas...

Tomó las bolas chinas y las chupó cerrando los ojos, entregada, derretida. Después, se las introdujo en la vagina, mordiéndose los labios, regodeándose en su propia perversión.

Estaba desobedeciendo... estaba desobedeciendo a su Dueño. Era mala, mala de verdad.

Él había dicho vibrador, no bolas chinas. Cuando se enterase, la castigaría, le haría saber que ella no era nadie para tomar decisiones. Casi tuvo un orgasmo allí mismo, pero se contuvo, sus corridas debía ofrecérselas en bandeja de plata a Él, cuando Él las deseara.

Volvió a la reunión con la conciencia turbia y la mirada perdida, temiendo y deseando el castigo, la humillación, el retorno a su posición de dominada.

Los presentes eran para ella siluetas difusas. Voces distorsionadas que emitían un runrún adormecedor. Las bolas chinas hacían su trabajo y ella contraía su coño, mortificándose conscientemente con su escondido placer.

Noelia entraba en trance, una sensación alucinógena se apoderaba de ella. Quería bajar a los infiernos, acicalarse con un corpiño y unas medias negras, y transformarse en una zorra viciosa, en la puta universal, absoluta y eterna. Y todo para Él, para su Señor, para que en ella tuviese a una vestal depravada, a una monja pecadora.

La reunión seguía y seguía, cada vez más tediosa, cada vez más lejana; aunque era un simulacro, una auténtica pantomima, hasta llegar a la votación final, donde inevitablemente siempre eran aprobadas las propuestas de Noelia. Tan excitada que sentía dolor, dejó divagar sus pensamientos hasta... Roberto y su última prueba de amor.

Evocó con un espasmo de placer el tugurio adonde la llevó.

Perdido entre las callejas del puerto, mal iluminadas y brumosas, el cochambroso bar dejaba escapar una amarillenta luz a través de la vidriera empañada de la puerta, en plena madrugada. Apoyados en la desconchada y húmeda fachada, una ramera y su cliente cuchicheaban, acordando la tarifa.

Revivió la excitación y el miedo que sintió al irrumpir en aquel antro sórdido, marginal. Traspasó la puerta de la mano de Roberto, sumergiéndose en el penumbroso ambiente, estremeciéndose ante lo desconocido, con los vellos de la nuca erizados; jamás hubiera podido entrar sola.

Hombres, hombres y hombres. Por más que miró, Noelia sólo pudo ver hombres; acodados en la barra, sentados en las mesas. Hombres duros, quemados, de vuelta de muchas cosas, perdedores y perdidos. Estibadores, marineros medio borrachos, pescadores curtidos; Roberto y ella estaban tan fuera de lugar que la escena parecía una pesadilla... o un sueño.

No recordó si sus pies tocaban el suelo, no recordó que nadie hablase, lo más parecido a voces humanas que escuchó aquella noche fueron gemidos y gruñidos soeces. Ningún rostro permaneció en su memoria, pero se grabaron para siempre en ella los muchos pares de ojos incandescentes que la devoraron. Miradas hambrientas, miradas lascivas, que sin tocarla lamían su piel, mordían su carne, hurgaban en su sexo. Como tampoco había olvidado el impasible silencio de su Amo.

Noelia había ido a provocar, a despertar deseo, por orden de su Dueño. La ropa y el maquillaje la aputonaban con especial glamour de los pies a la cabeza.

Lo siguiente que recordaba es que acabó arrodillada en los servicios, chupando una polla tras otra. Por Él, para Él, porque así se lo requería con la mirada. Era su mirada la que le daba fuerza y confianza. Fue incapaz de saber quien le llenaba la boca cada vez, sólo eran hombres desconocidos, cuerpos sin interés, penes anónimos.

Le hicieron un bukkake obsceno, brutal, interminable. Ungieron su cara y sus tetas con el semen impío de los extraños. Roberto era celoso y aquello daba más valor a su amor por ella, aunque pudiera parecer un contrasentido. Pero es que todo en su relación era un contrasentido, una locura, una genialidad. Su amor, su vínculo era tan profundo que ninguna ordalía era capaz de vencerlo.

Rememoró su salida al callejón trasero, sucia, vejada, usada. Se hincó de rodillas de nuevo. De forma piadosa, Roberto la meó. Recibió con elegancia la lluvia dorada, con la cabeza bien alta, orgullosa de su Señor. Unas ardientes lágrimas se unieron al lavatorio purificador de su atroz sometimiento a los hombres del bar.

Era una ceremonia escatológica y sublime al tiempo, una ofrenda de entrega y sumisión. Un marcaje del macho a su hembra. Sin una palabra, no había nada que decir. Sus ancestros animales se olfateaban, sus mentes humanas se comunicaban. Sus corazones se fundían...

Noelia estaba hipnotizada, recordando. Por muchas veces que reviviese lo sucedido, las intensas sensaciones acudían a ella, colapsándola.

De pronto, alguien le preguntaba algo, algo acerca de un voto. La realidad chocó contra su cerebro, pero aún no podía asimilarla. Levantó flojamente una mano, no sabiendo con exactitud si condenaba al paro a cuatrocientos padres de familia o si todo lo contrario.

Sin esperar al resultado de la votación, Noelia salió disparada, provocando remolinos de enfado a su paso. Furiosa y con los ojos echando chispas, se plantó delante de la mesa de Roberto, y estampó ruidosamente una carpeta en medio de la misma.

Todo el departamento se quedó petrificado.

--¡Roberto, deberá usted quedarse esta noche a corregir el informe! ¡Nunca he visto nada tan mal presentado! ¡Le advierto que si continúan estas negligencias, tendré que tomar medidas!

El aludido murmuró su asentimiento y depositó sobre la mesa cuatro enormes archivadores repletos de papeles, dispuesto a rehacer la tarea. El resto de compañeros lo miraron llenos de conmiseración, pero ninguno salió en su defensa: era tan sencillo como que Noelia les aterraba.

Dos horas después, todos los empleados se habían marchado.

Roberto se afanaba luchando contra las pilas de documentos, en el reducido círculo luminoso de la lámpara de sobremesa, cuando Noelia se acercó con sigilo a él. Se había cambiado los zapatos y los que calzaba ostentaban unos tacones largos y afilados como un estilete.

Esta vez sí, el sensual contoneo de sus caderas y el malicioso rictus de sus labios no lo habría superado ninguna furcia.

Se puso delante del hombre, sin mirarle a los ojos, la cabeza inclinada, compungida, y le tendió una cuerda, que puso con mansedumbre en su mano.

--Roberto... Mi Amo, he sido mala. Soy tuya...

Peonpalante