Educando a la sumisa I

Pequeño relato sobre un necesario castigo por parte de una Ama a su sumisa tras no cumplir las normas establecidas.

  • Arrodíllate – dijo sin mirarme, con una voz tan firme y seria que me erizó la piel.

Sabía que lo había hecho mal, y ahora tendría que pagar por ello.

A mi Ama no le gustaba llegar a casa después del trabajo y no encontrarme esperándola. Había estado visitando a unos amigos que acababan de mudarse a la ciudad y entre charlas y risas se me había pasado la hora.

Conduje lo más rápido que pude, sabiendo que cada minuto lo empeoraría. Pero al atravesar la puerta del salón, ahí estaba, con la mirada clavada en la pantalla de la televisión con la expresión más seria y fría que le había visto nunca. Agaché la cabeza soltando las llaves en la mesa y me arrodillé en medio del salón obedeciéndola.

  • Lo siento, Ama – la miré verdaderamente arrepentida. No me gustaba verla enfadada.

  • ¿Crees que eso es suficiente, perra? – preguntó cortante mientras se levantaba del sofá para dirigirse a mí con algo entre las manos.

Tenía claro que no, pero también esperaba suavizar la situación con esas palabras. Suspiré bajando la mirada al suelo mientras me recogía el pelo en una coleta. Ya conocía eso que llevaba en las manos, aquella correa de cuero negro que usaba para atarme al collar, y a la que podía darle otros usos al mismo tiempo.

Siempre llevaba mi collar con orgullo a todas partes, me gustaba que quedase claro que soy suya.

Se puso en cuclillas frente a mí y alcé la cabeza para que me enganchase la correa a la argolla del collar. Volví a bajar la cabeza, sintiendo un pequeño cachete en la mejilla por parte de mi Ama antes de levantarse.

Jaló con fuerza haciéndome caminar detrás de ella a cuatro patas. Se dirigía a nuestra habitación.

Abrió la puerta pasando al interior y la cerró con un portazo detrás de mí.

  • Desnúdate y colócate en el potro – ordenó soltando la correa.

Mire a mi izquierda, donde estaba aquel potro que solía encantarme. Fui hacia él quitándome la ropa hasta quedar totalmente desnuda, y sin mediar palabra me subí, colocándome lo más cómoda que pude.

Se acercó para amarrarme las muñequeras fuerte, y repitió lo mismo con los tobillos, asegurándose de que no podía moverme. Sentí una fuerte cachetada en el culo que no me esperaba. La vi de reojo ir a la pared donde tenía colgadas sus herramientas, no se pensó su elección, parecía que ya lo había meditado lo suficiente antes de que llegase a casa.

  • No te atrevas a levantar la vista del suelo – dijo fría, volviendo con la fusta más dura y una mordaza, mi mordaza.

  • Perdón, Señora – miré al suelo.

La note por detrás de mi cabeza, poniendo delante de mi boca la mordaza. La abrí mordiendo la pequeña bola roja y me la ajustó con la misma fuerza que lo había hecho en las muñecas y tobillos.

Se puso entre mis piernas, abiertas a causa del potro, y me agarró el pelo en la coleta tirándome la cabeza hacia atrás.

  • No me importa la razón que tengas para llegar tarde. Lo que me importa es que no lo vuelvas a hacer. Si quieres ser mi putita vas a tener que aprender.

Intenté asentir con la cabeza, con dificultad ya que me estaba tirando con bastante fuerza.

Agarró la correa que colgaba por un lado, aun atada a mi cuello, y sin soltar la coleta empezó a dar pequeños golpes por la espalda con ella.

Sentí la piel empezando a calentarse. Me azotaba con firmeza y cada azote era más fuerte que el anterior, haciéndome soltar pequeños quejidos como podía con aquella bola entre mis dientes. La correa bajaba despacio a cada golpe. Llegó al culo, donde recibí un azote con una fuerza desproporcionada respecto a los anteriores.

Mordí con fuerza sintiendo una picazón horrible.

Soltó la correa y mi pelo, lo cual no me gustaba, ya que en la mano que agarraba la coleta tenía la fusta, y eso significaba que iba a usarla.

Sabía que esa fusta dolía demasiado como para producirme el más mínimo placer. Y por eso la había elegido.

  • Joder, maldita perra ¡estás cachonda! – dijo enfadada.

No me había dado cuenta hasta entonces de que mi entrepierna estaba chorreando. No podía evitar que aquellas cosas me calentasen, a pesar de saber que en ese momento no es lo que quería.

Golpeó mi entrepierna mojada con la palma de su mano, haciéndome soltar un gemido sordo.

La noté separarse de mí por detrás. No era buena señal.

Sentí un doloroso y sonoro fustazo en el cachete del culo. Me dejó sin respiración.

Sin apenas pausa, recibí un segundo azote aun más fuerte y doloroso al otro lado. Apreté los puños y cerré los ojos con fuerza, preparada para el siguiente.

Repitió lo mismo, una vez detrás de otra, alternando entre ambos cachetes. Mordía la mordaza con tal fuerza que parecía que fuesen a rompérseme los dientes. Un grito se ahogaba en mi garganta a cada golpe.

Conté catorce brutales azotes. Sentí dos lagrimas caer por mis mejillas de puro dolor. Me ardía la piel donde había recibido los golpes.

Al sentir la pausa intenté coger aire.

Me quitó la mordaza de la boca, dejándola caer sin desabrocharla.

  • Mi perrita no volverá a llegar tarde, ¿verdad? – su voz sonaba calmada ahora.

  • No, Señora. Le agradezco mucho que me eduque y haga de mí la sumisa que se merece – respondí con la voz rota.

Antes de retirarse para soltar la fusta, me proporcionó otro azote sin piedad que me hizo gritar de dolor.

Dejó su instrumento en el correspondiente gancho de la pared y volvió a mí.

Desabrochó con delicadeza la mordaza retirándola. Hizo lo mismo con los amarres de las muñecas y tobillos.

  • Voy a tomar un baño, tú deberías de lavarte también – sugirió.

  • Tiene razón, mi Ama – respondí levantándome del potro.

Antes de erguirme ya había salido de la habitación.

Aquello podía sonar como una sugerencia, pero no cabía duda de que era una orden.

Busqué el grillete de la correa para desabrochármela y salí de la habitación también.

La casa era espaciosa y contaba con dos baños, uno con una gran bañera que era exclusivamente para mi Ama, y otro pequeño aseo con una placa ducha. Fui a este último para darme mi ducha.

Intenté relajar los músculos aun engarrotados y cerré los ojos dejando caer el agua caliente en la cara. Al caer por la espalda y especialmente, por el culo, noté un dolor inmenso.

Respiré hondo acostumbrándome a ese dolor, que no era comparable con el que había sentido hacía unos minutos.

Por alguna razón sentir aquello me hizo sonreír. A pesar de haberlo pasado realmente mal y del daño que me había hecho, me sentía llena, me sentía bien.

Podía entender que a mucha gente eso no le pareciese bien, que lo viese como algo espantoso, pero no me lo parecía en absoluto, todo el sufrimiento merece la pena, además no sufriría si no cometiese errores, mi Ama siempre me da lo mejor, me trata de forma envidiable a los ojos de otras sumisas, y castigos dolorosos como aquellos, por mucho que me hiciesen llorar, eran necesarios para hacer de mí alguien mejor.

Terminé de ducharme y fui a la cama. Aun no había regresado de su baño, así que me acosté en mi lado de la cama tapándome entera con el edredón. Me quedé mirando a la pared, aquella pared de la que colgaba su arsenal en un orden meticulosamente perfecto. Muchas de aquellas cosas las había comprado conmigo, bromeando con cual me podría gustar más. Volví a sonreír recordando esos momentos.

Abrió la puerta de la habitación con suma delicadeza y se metió en la cama junto a mí.

Sentí su mirada clavada en mi nuca.

  • Ven aquí – dijo con dulzura estirando su mano para agarrarme.

Me giré para acurrucarme en su pecho y me abrazó estrechándome entre sus brazos. Comenzó a besarme con suavidad por la cabeza. Le di un beso en el pecho y alcé la cabeza para encontrarme con sus labios. Me empezó a besar despacio, con gran ternura. Le seguí el beso hasta que decidió parar para mirarme a los ojos.

  • Me encanta que seas mía – susurro esbozando una dulce sonrisa.

  • Y a mí me encanta ser suya – dije sintiendo como me inundaba la felicidad.

Siguió besándome despacio, acariciandome el pelo, antes de volver a separarse.

  • Voy a ponerte un poco de crema ahí atrás antes de dormir – su expresión se tornó preocupada

  • No pasa nada, está todo bien – le di un beso en los labios para despreocuparla, inútilmente

  • Te la pondré aun así, preciosa – me devolvió el beso antes de incorporarse.

Tras aplicarme la crema, cosa que me dolió a pesar de su delicadeza, volvió a estrecharme entre sus brazos. Y así, entre besos, nos quedamos dormidas rendidas por el sueño.