Educando a la dulce Rocío

Ella seguía insultándome y pataleando como una loca, y yo proseguía con la tunda de azotes, advirtiéndole que no pararía hasta que dejase moverse, cesase en sus insultos, me pidiera disculpas y se dejará aplicar el supositorio.

EDUCANDO A LA DULCE ROCÍO

Esta historia paso hace bastantes años. Yo me llamó Oriol, en esa época, cuando sucedieron los hechos que voy a relatar, tenía 35 años, soy un tipo normal, soy abogado, trabajo de asesor financiero en la fusión de empresas, me mantengo en forma, practico algo de deporte (natación, atletismo y escalada). Llevaba algo más de un año, casado con mi mujer, María Dolores, una andaluza de 27 años, de las que quitan el hipo, maciza, con grandes senos y caderas, morena, con el pelo largo hasta media espalda, ojos verdes y una sonrisa arrebatadora. Ella había terminado recientemente un master en dirección de empresas tras licenciarse en ciencias económicas y fue contratada por una multinacional como adjunta a la dirección de los países del sur de Europa.

En esas mismas fechas, una tía de mi esposa, Remedios, que era viuda y residía con mis suegros en Málaga, nos llamó solicitándonos un favor: su hija Rocío, con un problema en el sistema digestivo y con cierta fama de ser algo rebelde, se había rodeado de malas compañías, la habían visto fumando porros, todos los fines de semana iba de botellón, desaparecía los fines de semana ó se presentaba en estado lamentable: ebria ó con signos de haber ingerido pastillas ó sustancias estupefacientes. Su aprovechamiento escolar era nulo, había suspendido todas las asignaturas y sus abuelos y la madre nos pedían el favor de si podían enviarla a Barcelona a estudiar esperando que un cambio de aires enderezara su trayectoria personal.

Mi esposa acepto encantada, ya que teníamos habitaciones de sobra. A principios de septiembre, fuimos a Málaga un fin de semana a recogerla. Desde la última vez que la había visto, Rocío había cambiado sustancialmente: era una chica, bajita, de aproximadamente un 1,60 metros, muy tímida, sonrisa angelical, ojos de un verde intenso, pelo castaño hasta los hombros, con unas diminutas pecas que adornaban su sonrosada cara. Tenía 16 años, pero sus formas voluptuosas y rotundas, un pecho generoso y un trasero de los que yo calificaría de "abuso deshonesto", nos advertían que ya estábamos ante toda una mujer.

Yo con el fin de evitarme problemas conyugales y malentendidos, mantuve siempre un trato correcto y afectuoso con mi sobrina pero guardando las debidas distancias. Mi esposa todos los fines de semana, organizaba excursiones, salidas ó la llevaba de compras. A mediados de Octubre por razones de trabajo a mi mujer le plantean la siguiente disyuntiva ó marcha durante dos meses a controlar unas irregularidades financieras de la delegación portuguesa ó le rescinden el contrato. Dado que teníamos una hipoteca considerable por pagar optamos por que marchase y que yo me ocupase de la sobrina.

El problema surgió, el primer fin de semana, cuando nos quedamos solos. Mi mujer que controlaba a Rocío se había dedicado a encubrir la falta de disciplina y desorden con que vivía mi sobrina. Su habitación era un desastre, encontrabas su ropa donde había caído al tirarla la última vez. En cuanto, marchó mi esposa dijo que odiaba las frutas, verduras y ensaladas, y a partir de ese momento se dedico a exigir para comer exclusivamente pizzas y hamburguesas de un "Mac Mierda" cercano. Yo con el fin de evitarme problemas, no quise actuar, hasta que un domingo por la tarde, tuve que llamar a un médico, amigo de toda la vida, ya que Rocío sufría fuertes retortijones de vientre. Cuando le explique lo sucedido se echo a reír, y tras examinarla diagnosticó un simple estreñimiento, recetándole unos supositorios de glicerina.

Fui a la farmacia de guardia y le entregué a Rocío el medicamento con la receta. Inmediatamente ella, que por cierto era bastante tímida conmigo, salto como un resorte, diciendo que nunca se había puesto un supositorio y que no iba ponérselos. Le dije que era por su bien, ella replicó: "póntelo tú maricón". Llevaba muchos días aguantando a la dichosa sobrinita y en ese momento estallé, le pegué una bofetada, la estiré del brazo, sacándola de la cama, me senté en una silla, la puse de bruces sobre mis rodillas y le di dos fuertes azotes en el trasero. Ella empezó a gritar: "además de maricón, eres un sádico", "cabrón" , con lo que me exalté y empecé a darle unas cuantas nalgadas más y le dije: "me haces el favor de ponerte el supositorio ó te lo pongo yo" . "Nadie me ha tratado así", "no me pondrás un supositorio mientras yo viva, cabronazo" , me contestó. En ese momento, decidí bajarle el pijama hasta las rodillas y calentarle el culo a discreción, el panorama era maravilloso, tenía un culo redondeado y carnoso, que al recibir mis azotes de movía como un flan. Ella seguía insultándome y pataleando como una loca, y yo proseguía con la tunda de azotes, advirtiéndole que no pararía hasta que dejase moverse, cesase en sus insultos, me pidiera disculpas y se dejará aplicar el supositorio. A los cinco minutos, cesó en su resistencia, empezó a lloriquear y decir que lo sentía mucho, yo cogí la caja de supositorios, saque uno y separé los cachetitos del culo. El espectáculo era maravilloso, tenía un agujerito redondo y sonrosadito, rodeado de cuatro pelitos finos y sedosos de color castaño claro, casi rubio; y lo que me extraño, la zona vaginal aparecía llena de mucosidad, acerqué disimuladamente un dedo rozándola y note que estaba empapada en sus jugos. Inmediatamente procedía a separarle con una mano las dos masas carnosas y con la otra procedí a introducirle el supositorio. Rocío al notar el contacto de éste con su cuerpo, dio un respingo. No sé si sería por la falta de práctica (yo no lo había hecho nunca) ó por el nerviosismo de ella, el supositorio no le entró correctamente y empezó a salir, por lo que sobrina, mirándome de reojo, claramente ruborizada, con una voz sumamente mimosa me dijo: "por favor, Oriol, más adentro, que se me escapa". Yo no me hice rogar, apreté el supositorio en su orificio anal. Costaba hacerlo entrar, supongo que por falta de lubricación ó la propia resistencia del túnel, produciéndose un movimiento de entrada y salida durante unos breves segundos, por lo que acabe introduciendo mi dedo índice hasta el fondo y lo mantuve en su interior durante casi un minuto, sin que ella manifestase rechazo, ni protesta alguna. Yo estaba tan excitado que mi sobrina debió notar mi erección. En cuestión de segundos, me di cuenta que no podía prolongar la estancia de mi dedo en su cavidad anal, lo saqué y la dejé levantarse. Para justificarme dije: "esto te pasa por desobediente y no querer tomarte tus medicinas". Ella tardó un par de minutos en levantarse, me dio la espalda, mostrándome sus glúteos ligeramente enrojecidos, resaltando sobre su blanca piel. Con sus delicadas manos se agacho hasta sus rodillas para subirse el pijama; no sin antes, volverse a mirarme a la cara, totalmente ruborizada y morderse el labio inferior. Tras este gesto y ante mi mirada autoritaria, procedió a fijar sus ojos en el suelo, claramente humillada y avergonzada por lo sucedido; y con la cara enrojecida, llena de sudor y lágrimas por haber llorado, me esbozó con un hilo de voz casi imperceptible: "Perdóname, a partir de ahora te prometo que seré obediente y me portaré bien".

Durante la semana, coincidimos muy poco, al tener en ciernes un gran proyecto de fusión empresarial que requirió todo mi tiempo. El sábado volvimos a estar juntos en el desayuno, la situación creo que era incomoda para ambos, ella no dejaba de ponerse colorada como un tomate cada vez que nuestras miradas se cruzaban ó me dirigía a ella por cuestiones triviales. Durante los minutos que estuvimos desayunando la relación fue distante y correcta, aunque yo la notaba intranquila, su forma de actuar emanaba un profundo desasosiego y una enorme ansiedad, como si quisiese algo más de mí. Mientras desayunábamos, como siempre sonó el inoportuno móvil, los clientes de la fusión habían cometido un error y pedían una reunión urgente en Madrid, reserve billetes y esa misma tarde me embarqué en avión a Madrid-Barajas. Dado que no sabía cuando volvería le dejé dinero, para que cubriese sus necesidades, advirtiéndole que ya era mayorcita y que confiaba en su buen criterio.

A mi vuelta, el domingo, el panorama en casa era desolador, mi sobrina había vuelto a su alimentación de "comida basura". En la mesa, frente al televisor, había un caja aceitosa con un trozo de pizza mordido y los restos de una maloliente hamburguesa "big & mac & mierda". Nada más verme, con ojos llorosos y voz temblorosa, me dijo: "Oriol, me encuentro mal". Yo realmente venía malhumorado y furioso de la reunión de Madrid, la incompetencia es algo que me saca de mis casillas y no pude avenirme al hecho de que todo el arduo trabajo realizado se fuese al traste. Como toda niña mimada y engreída, ésta nunca había tratado con nadie que le impusiera un mínimo de disciplina y autoridad en casa, pero había tropezado conmigo y no iba a seguir permitiendo su comportamiento. Sujete a Rocío fuertemente del pelo, me dirigí a la cocina, me senté en un taburete y la coloqué de bruces sobre mis rodillas. Me llamó la atención que ella no opusiera resistencia alguna, es más no tan sólo no se oponía, sino que acompañaba mis acciones. Le bajé los tejanos y unas braguitas blancas de algodón de punto hasta las rodillas. Lógicamente, le aplique el tratamiento tópico, una buena tunda de azotes con la palma de mi mano abierta sobre sus nalgas temblorosas. Inmediatamente empezó a gimotear de forma casi imperceptible y a suplicarme con un suave tono de voz: "por favor, no me pegues, me portaré bien". Pero, yo consideré que debía darle un buen escarmiento, estuve unos cinco minutos calentándole, hasta que con el culo realmente enrojecido, empezó a llorar espasmódicamente y de forma incontrolada. Me convencí de que había aprendido la lección, hice que se levantara y, le dije: "ve a la nevera y trae los supositorios". Me di cuenta que nunca se había sentido tan humillada por nadie, pero que cumpliría sin rechistar la orden recibida. Efectivamente, gimoteando levemente, cabizbaja y roja como un tomate, con los pantalones a los pies y braguitas a la altura de sus rodillas, se dirigió a la nevera y me acercó la caja. Cuando me entregó la caja, hice un gesto para que adoptase la posición anterior, ante su indecisión, estiré de su brazo y la volví a colocar, con su estómago sobre mis rodillas, le volví a dar un par de azotes e inmediatamente separé sus glúteos, para que apareciera ante mí su dulce agujerito. Para evitar que la introducción fuese dolorosa ó desagradable, mantuve el supositorio unos segundos en mi mano permitiendo que el mismo, que estaba extraordinariamente frío y duro, perdiera parte de su solidez glacial, después jugué largo rato con él por las inmediaciones del perineo y el ano, hasta que noté por el aumento de temperatura corporal y las perlas de sudor que resbalaban por su cuerpo, que ella ansiaba la anunciada introducción, después de un par de minutos y antes de que el mismo empezará a perder su rigidez por el calor, éste entró hasta el fondo, seguido de mi dedo índice que mantuve morbosamente alojado en su interior un buen rato. Disimuladamente aproveche para dar un movimiento de vaivén por todo su pared anal y ver la respuesta de mi dulce y obediente sobrinita. Yo mientras, repetía "así evitaremos que se te escape", aunque creo que ella percibía en su vientre que yo sufría una tremenda y brutal erección. Con la otra mano, acerqué un dedo a sus labios vaginales para descuidadamente comprobar su estado, estaba totalmente empapada, y mi dedo índice pugnaba por ser engullido por su lubricada y acogedora cavidad.

Una vez aplicada la medicina, le permití levantarse; y ella con la cabeza gacha, se dirigió corriendo al lavabo y se duchó. Tras salir de él, vestida sólo en una ropa interior deliciosa que resaltaba sus formas rotundas y rabiosamente femeninas, estalló en un llanto desconsolado, para entrecortadamente decir: "Oriol, yo te quiero mucho, quiero que no te enfades conmigo","pero me da mucha vergüenza, siempre me tratas como a una cría". La obligué a sentarse sobre mis rodillas, le acaricié el pelo y acercando mis labios a su oído, intenté consolarla: "cariño, si todo esto lo hago por tu bien", ella sonriente se abrazó a mí y me contestó: "es el primer gesto cariñoso que tienes conmigo", instintivamente acercó su cara a la mía y nos besamos, primero nos rozamos los labios, después nos confundimos en un beso profundo, e inevitablemente nuestras lenguas se fundieron explorándose mutuamente tierna, pausada y apasionadamente. De los besos, pasamos a las caricias; ella se abandonaba de forma pasiva, rindiendo todo su cuerpo al imperativo deseo que ardía y pugnaba en su interior. Mis manos pasearon por sus voluptuosos senos, me entretuve con delectación en ellos, con suavidad, saboreándolos con mis manos y boca, mientras ella lanzaba tenues gemidos de aprobación. Mis labios se enredaron entre sus pezones, hasta que sus sonrosadas aureolas al poco rato crecieron y duras como el acero pugnaban por clavarse en mis carnes. Su cuerpo transpiraba una ardiente feminidad por cada uno de sus poros, inundaba la habitación y me embriagaba con su perfume. Mis manos, tácitamente autorizadas por los ojos de mi sobrina, fueron bajando por su vientre buscando la joya que atesoraba el interior de su cuerpo. Cuando empecé a bajarle las braguitas, Rocío intentó impedirlo con sus manos, con un suave hilo de voz casi imperceptible balbuceó: "tíito, nunca he hecho nada, soy virgen". Su cuerpo y su mirada la traicionaban, así que con mucha suavidad seguí acariciándola, conseguí que ambos nos levantáramos y fui dirigiéndola a mi habitación. Al llegar a la cama musitó balbuceando suavemente y de forma entrecortada "tengo mucho miedo…. por favor ….. me da mucha vergüenza … no está bien lo que estamos haciendo" , ofreció una discreta resistencia al principio, que se desvaneció por arte de encantamiento en cuanto inicie mis besos y caricias. Se estiró longitudinalmente apoyando su espalda sobre el lecho y se abrazó a mí rendida y susurró en mis oídos: "me gusta que me obligues a ser obediente", "no te volveré a disgustar más".

Teníamos toda la noche por delante y lo último que yo tenía era prisa, iba a gozar de su cuerpo hasta la saciedad, pero esto será objeto de otro relato, si los lectores lo estiman de su interés