Eclipse total del corazón (7)
Edu y Jorge mantienen una tensa discusión en la que éste último le recrimina su cobardía vital. Jorge comprende que toda su vida anterior ha estado regida por el miedo.
Por espacio de un año, Jorge y yo compartimos noches de amor en mi casa (él vivía aún con sus padres, y compartía habitación con su hermano menor). Mantuve de forma voluntaria la relación en un nivel bajo. Alguna que otra vez salíamos en grupo a una velada de boxeo o a tomar algo con la gente del gimnasio, o los dos solos a cenar fuera, e incluso en una ocasión al cine, pero por lo general tuve bastante cuidado de separar mi vida pública de la privada, y menos aún deseaba que me vieran con alguien tan joven a mi lado. No porque me avergonzara de él, eso sería imposible. Al contrario, me sentía muy halagado de que un verdadero boxeador, aunque no fuera profesional, se hubiera fijado en mí, porque yo admiraba cada vez más el temple y la materia de la que están hechos estos gigantes del ring. Dejé de considerar como ídolos a futbolistas y cantantes de moda, que ganaban un pastón con lo suyo, para sentirme reflejado en la ingrata gloria de estos héroes vocacionales, que entregaban su cuerpo y su vida entera en pos de un sueño que no era reconocido por los medios de comunicación. Porque el boxeo seguía teniendo mala prensa en algunos medios. No tanta como los toros, pero todavía quedaban recalcitrantes que lo consideraban un deporte rudo y violento, y eran incapaces de captar la belleza de su ejecución. Y es que mucha gente que le considera un espectáculo grotesco desconoce que el boxeo es uno de los deportes más reglados del mundo (no en vano tiene origen inglés) y sus practicantes, en teoría, y en la mayor parte de los casos en la práctica, deben seguir unas reglas de conducta en el ring, y, a ser posible fuera, propias de un gentleman británico. La nobleza y el compañerismo que se ven aún hoy en día en los cuadriláteros de todo el mundo, entre ganador y vencedor de cada combate, y entre los boxeadores en general, deberían hacer sonrojar a los federados de otros deportes, considerados a priori como menos "violentos", digamos el fútbol o el baloncesto, pero donde el juego sucio, las marrullerías y la mala baba están a la orden del día. Ganando infinitamente más dinero cualquier otro deportista convencional que un boxeador profesional. Y sin el necesario reconocimiento mediático (aunque a nivel popular sí se vive un renacimiento del boxeo como espectáculo de masas, sin llegar aún a los niveles de los años 60 y 70 en España, su época dorada en nuestro país).
Mi obsesión por Raúl se estabilizó a niveles aceptables, sin llegar a desaparecer por completo. Raúl era el amor de mi vida, y yo seguía soñando, a pesar de todo, con el soñado reencuentro futuro, escuchando la música y contemplando las películas que me recordaban a él, a ese verano maravilloso que pasamos juntos, y que él, hombre pragmático como era, habría olvidado por completo en brazos de su nuevo amor. Porque ahí radicaba la esencial diferencia entre nosotros. El tenía un novio, un amante. Yo, sin embargo, había optado por necesidad y gusto, por un simple rollo sexual, un amigo especial con derecho a roce. Sabía que un día tendría que echarse una novia, y que cada vez sería más difícil que nos viéramos. Era solo cuestión de tiempo. De momento aprovechábamos los momentos de asueto para follar como leones salvajes en mi dormitorio. Mi hermano, que estaba al tanto de mis actividades, colaboraba saliendo por ahí esas noches de lujuria, algo que no representaba precisamente un sacrificio para él, puesto que ya por entonces se estaba planteando marcharse a vivir con su última novia, que le estaba durando más que las anteriores, aunque se hacía un poco el remolón.
Todo parecía marchar sobre ruedas en nuestra peculiar relación, hasta que un día se empeñó en presentarme a su hermano y a sus padres, invitándome a ir al chalet propiedad de estos últimos en la sierra madrileña.
No es que no quiera ir, Jorge, pero es que se van a dar cuenta de que aquí hay tomate. En cuanto me pregunten y vean que tengo 37 años, y que te saco 13, no hace falta que sean muy espabilados para que sospechen de la naturaleza exacta de nuestra relación.
Joder, pues diles que tienes 27 ¡Que más da! Si no los aparentas ¡para mí es importante que te conozca mi familia!. Siempre les estoy hablando de ti, y mi madre me dice, con razón, que para ser mi mejor amigo es muy raro que nunca te haya invitado a ir al chalet. Y es verdad si Gus y Juanjo vienen de forma habitual, ¿porqué no puedes venir tú? No se te nota que seas gay.
Bueno, déjame que me lo piense - no sabía como decirle que no pensaba ir de ninguna de las maneras.
El, que no era tonto, se dio cuenta de mi maniobra de dilación, y mostró de modo inesperado su rencor acumulado en este año de apasionada pero oculta relación.
Lo que pasa es que te avergüenzas de mí, tronco. No creas que no lo he notado.
No digas chorradas, Jorge. Tú sabes lo que te admiro. Te lo digo continuamente. Eres un ejemplo para mí y para todo el mundo, sobre todo para los chavales de tu edad.
¡Joder!¡Ese es el puto problema! ahora estaba alterado de verdad, cosa rara en alguien tan equilibrado como él ¡Estoy harto de que me consideres un chaval! Soy un hombre, no un crío. Tengo 24 años, no 17. Trabajo y estudio...
Le interrumpí para lanzarle un dardo envenenado. Fui un poco cruel, lo reconozco,
Hombre, si llamas trabajo a tus noches como portero de discoteca, no creo que pueda considerarse un gran honor, teniendo en cuenta la fama de gorilas que tienen.
En primer lugar, yo no actúo de esa manera. Me conoces bien. Además, es un trabajo temporal, mientras me sitúo como entrenador personal y monitor de gimnasio. Pero tú siempre estás prejuzgando a todo el mundo, empezando por mí.
¿Por qué dices eso? No lo entiendo, de verdad.
Me miró con una de sus célebres miradas de fiera del cuadrilátero. Si no supiera que fuera del ring era tan inofensivo como un ratoncillo, hubiera salido corriendo en busca de refugio.
Claro que no lo entiendes. Porque no ves más allá de tus narices, Edu. No entiendes que yo te necesito, que estoy enamorado de ti. Tú solo tienes ojos para el subnormal ese del Raúl que no te hace ni puto caso y que nunca te ha querido como yo. Joder, ¿es que no lo ves?
A mí aquella conversación me parecía disparatada. ¿Es que acaso no le había quedado claro desde un principio que sólo manteníamos un rollo sexual, una amistad con derecho a roce, una simple aventura con fecha de caducidad a la vista?. La verdad es que nunca hablábamos de nosotros. El sabía, porque yo se lo dije desde un principio, que otra persona, o el recuerdo de una persona, mejor dicho, ocupaba mi corazón y mi cabeza. El parecía haber aceptado la situación sin reservas. Ahora tenía un culo gratis a su disposición permanente, y, además, yo no le ponía trabas de ningún tipo si quería ligar con quien quisiera. No era una relación absorbente, lo que facilitaba las cosas para ambos, y hacía que se alargase por tiempo indefinido Yo no había hecho uso de esa libertad, porque estaba contento con sus prestaciones, y no necesitaba de momento una relación de pareja, y supongo que él tampoco había intimado con nadie durante este año, pero eso no importaba en este caso. ¿Porqué ahora ese berrinche sin venir a cuento? ¿Y de dónde salía esa insistencia por presentarme a sus padres como si estuviéramos prometidos? Aquello no tenía sentido, y así se lo hice saber. Pero él pensaba de otra forma.
Estoy de acuerdo en que lo nuestro no ha sido más que un rollo sexual. Pero tú nunca me has preguntado mi opinión al respecto. Yo me he adaptado porque me gustas mucho, y no quería perderte si insistía en formalizar la relación. Pero no podemos seguir así toda la vida, tronco. Tú ni siquiera me has presentado a tus colegas ¡es indignante! ¡Me tratas como a una puta!.
Eso son palabras muy fuertes, Jorge.
Es la puta verdad. ¡Estoy harto de esta situación! Para lo único que me quieres es para follar en tu casa, pero luego en la calle pasas de mí. No compartes nada conmigo, sólo el boxeo, y porque no te queda más remedio.
Yo estaba un poco afectado por lo que estaba escuchando. Su diatriba me había pillado desprevenido, pues pensaba que él era feliz con nuestra relación, que exigía poco o ningún esfuerzo por ambas partes.
Joder, me pillas descolocao, no se qué decirte. Yo creí que te gustaba esto.
Me gustas tú, no esto que no sé ni como definir ahora parecía más calmado. Sus hermosos ojos negros, sin embargo, seguían reflejando rabia y estupor - Lo que a ti te pasa es que eres un puto cobarde.
¿Cobarde porqué? ¿es de cobardes hacer el amor con la persona que te gusta? ¿es algo malo? ¿Qué quieres, un anillo de compromiso o algo así? - dije esto último en broma por intentar rebajar la tensión. No funcionó.
¡Ya me estás vacilando!. ¿Ves como no me tomas en serio, tío?. Te voy a decir una cosa que te va a doler, pero es lo que pienso ¿Sabes porqué te besé en la boca en el portal, la primera noche que hicimos el amor?
Bueno, supongo que porque te gustaba y estabas muy salido esa noche, como yo. Si no, no me explico esa reacción tan impulsiva por tu parte.
¡Que poco me conoces, tronco! Lo hice porque la primera regla que aprende un boxeador que se sube a un ring es que, si existe aunque sea sólo una pequeña posibilidad de triunfo sobre el adversario, debe arriesgarse y luchar con todas sus fuerzas. No importa el resultado final, lo que cuenta es el valor que le echas al asunto. El verdadero campeón no gana el combate por la fuerza bruta, sino por una combinación de técnica pugilística y valor personal. Y lo que yo percibí aquella noche de camino a tu casa me dio el valor suficiente como para arriesgarme a besarte. Sabía que era muy posible que me rechazaras, que no volvieras a hablarme, o que me llamarás maricón y cerraras la puerta ante mis narices, pero estudié la situación, recordé tus miradas disimuladas a mi rabo mientras meaba, la forma en que te fijabas en mí cuando combatía en el ring contra algún compañero
No lo recuerdo ¿Y como te miraba?
Como si estuvieras contemplando la estatua de un dios. Como a un héroe. Soy humano, y eso me encantaba. Pero sabía que había algo detrás. Me bastaron un par de miradas insinuantes para descubrir que entendías. Y por eso decidí dar el paso definitivo aquella noche. Porque si hubiera esperado a que actuaras tú, todavía estaríamos saludándonos al entrar y salir de clase y poco más.
¿Y eso me convierte en un cobarde? ¿El ser una persona prudente?
Una cosa es ser prudente y otra cobarde. Y tú eres cobarde. Te conozco bien, te he estudiado, como hago siempre con mis adversarios en el ring, y no hay por donde pillarte. Mira como vives, con la foto de ese pringao en un marco señaló hacia ella, en mi mesilla de noche Para empezar, nunca le has querido, porque de lo contrario no le hubieras dejado sin una razón contundente para hacerlo. Pero es que además vives en el pasado, colgado de alguien que vive a cientos de kilómetros y que ni se acordará de ti, y si lo hace será para desear que no le vuelvas a llamar, porque vive de puta madre con su novio, que seguro que le trata mucho mejor de lo que tú lo hiciste.
Ahora estás siendo muy duro conmigo, tío.
¡Pero es que es necesario que reacciones!. Si sigues así, vas a perderme a mí también. No sé, tronco, veo que siempre tiras a lo fácil y a lo cómodo. No arriesgas nada en tu vida personal. Estás conmigo porque yo me esfuerzo en mantener esta relación, porque tú no haces nada por crear ilusión y que me sienta realizado dentro de ella. Y por lo que veo, eres igual en todo. Llevas año y medio entrenando con nosotros, y todavía no te has subido una puta vez al ring, lo único que hacer es guantear, un poco de saco y cuatro mariconadas más.
Vamos a ver, tronco. Ahora me has tocado la fibra sensible, y vamos a tener que hablar muy en serio tú y yo. En primer lugar, yo no me subo al ring porque no estoy preparado ni me interesa el tema, y además estoy muy mayor ya para que críos que podrían ser mis hijos me pongan la cara como un mapa en un descuido. Yo tengo un trabajo que tiene mucho de relaciones públicas, y necesito dar una buena imagen, no puedo ir con magulladuras y un ojo morado delante de un cliente, por mucho que te moleste.
¡Vamos, Edu! Sabes perfectamente que en un entrenamiento nadie te va a poner un ojo morado. No subes porque tienes miedo escénico, o peor aún, miedo a ser herido. Y ese es el primer paso que debe dar un verdadero boxeador, superar el miedo al dolor físico.
Muy bonito, todo lo que tú quieras, pero yo no soy, ni seré nunca, uno de vosotros. Tema zanjado. Y, además, si no he querido avanzar en la relación durante este año es también para protegerte.
Ahora Jorge no pudo evitar lanzarme una sonrisa cargada de ironía y desencanto.
¿Tú vas a protegerme a mí? ¿Tú me ves como una persona necesitada de protección? No te columpies, tío.
Me refería a que si en el gimnasio llegaran a enterarse de lo nuestro, no sólo te hundirían con los comentarios homófobos, además tu entrenador ya no te promocionaría.
Jorge abrió mucho los ojos en señal de asombro. Me miró con abierto desprecio.
Eso es una excusa barata. Para empezar, me la sudan los comentarios de mis compañeros. Ellos me respetan por lo que hago encima del ring, y eso está por encima de todo. Si luego me critican por detrás, ellos sabrán lo que hacen. No me preocupa, pero vamos ¡que vengan a decírmelo a la cara!. Lo que digan de mí me da lo mismo, pero si es a ti a quien insultan no sé si podría contenerme, porque tú lo eres todo para mí, aunque yo no sea nada para ti, según estoy viendo.
Tampoco es eso.
Jorge estaba a punto de emocionarse, pero su fuerte ego no podía soportar que le viese llorar. Tragó saliva y continuó su exposición.
Y si me escucharas más a menudo cuando hablo sabrías que yo no busco ninguna promoción, porque no quiero ser boxeador profesional. Pero, aunque así fuera, el entrenador no es quien para decirme con quien debo relacionarme en mi vida privada. Puede aconsejarme sobre unas reglas de vida, unos horarios, que no cometa excesos, pero es un tío que vive en el mundo y sabe lo que hay, y que seguramente uno de cada diez chavales que entrena será como yo. Punto final. No se acaba el mundo por eso ¿sabes?.
Ante su nítida visión de los hechos me quedé sin palabras. Yo, todo un señor comercial con la labia propia de un vendedor argentino o de un buscavidas cubano, me quedé mudo, absorto. Aquel "chaval", como yo le llamaba demasiadas veces, sin comprender que ese trato podía molestar a un adulto como era él a esas alturas, me había dado un repaso brutal que estaba a punto de dejarme noqueado. Si actuaba en el ring con la misma contundencia, su eterno rival catalán no tendría nada que hacer frente a él este año.
¿No tienes nada que decir al respecto? me miró muy fijamente mientras guardaba los guantes en la bolsa de deportes y cerraba la cremallera después.
Sinceramente, no sé que decir. yo seguía en estado de shock.
Se alejó hacia la puerta de la calle. Con la mano en el abridor, se giró para despedirse. Pero antes tenía un mensaje importante que transmitirme.
Quiero que pienses en lo que te he dicho. ¡Ah! Y de momento no voy a volver a hacer de chulo ni de puta para ti. Si quieres que volvamos algún día tendrás que hacer algunos cambios en la relación. Tú verás si te interesa, o prefieres seguir llorando como una nenaza por el encantador de serpientes...
Se refería a la maldita foto de la mesilla en la que aparece Raúl con una boa al cuello, tomada en sus tiempos de adolescencia, cuando criaba una serpiente, en un terrario construido en casa de sus padres en Badajoz.
Espera, ¡Jorge!
Pero era demasiado tarde. La puerta se había cerrado tras él. Sabía que no me haría caso de todos modos. Lo que quería él era que me pensara las cosas durante unos días, no deseaba una respuesta impulsiva, en caliente, de la que podría arrepentirme después. Me quedé sentado en la cama, con las manos a ambos lados de la cabeza, concentrado, intentando recordar todo lo que había soltado por su boca. Sus palabras parecían retumbar en mi cerebro una y otra vez, cada vez a mayor volumen: ¡eres un cobarde! ¡ERES UN COBARDE! ¡ERES UN PUTO COBARDE! No sé cuanto tiempo pasé en esa postura, dándole vueltas a las hirientes verdades que me había dicho mi amigo. Como una revelación divina, me di cuenta de que toda mi vida había estado regida por el miedo. El miedo a los demás, el miedo al futuro, el miedo al que dirán, en definitiva, el miedo a la vida, el miedo a mí mismo. Era un terror universal y polivalente que todo lo engullía a mi alrededor.
Había sentido miedo de adolescente, cuando descubrí alarmado mi tendencia sexual y se la oculté con celo a mis amigos de pandilla. El miedo se había prolongado durante el servicio militar, entonces obligatorio, para no desenmascararme delante de mis compañeros de promoción, y un verdadero pánico me había impedido llevar una vida normal, como homosexual que era en realidad, durante mis cinco años de comercial en las torres KIO. El miedo al compromiso fue lo que me empujó a abandonar a Raúl a su suerte cuando más me necesitaba, hundiéndole de nuevo en la depresión, en el momento justo en que empezaba a levantar cabeza tras varios años de lucha contra el sobrepeso y la enfermedad, y el miedo me había llevado a rechazar, por distintas razones, al sumiso Juan y al mucho más deseable Alejandro, a quien no concedí la oportunidad que seguramente se merecía. El miedo y los prejuicios habían guiado mi vida. Podía tirar a lo fácil, como se quejaba Jorge, y echarle la culpa a mis conflictivos padres, ya fallecidos ambos. A su educación encorsetada, ultraconservadora, pacata, a sus propios miedos, a su negativa a separarse aunque no se soportaban, por miedo al que dirán, e incluso podía encontrar un reflejo de mi propia obsesión por Raúl en el recuerdo constante que mi padre dedicaba a la memoria de su primera novia, una guapa chica llamada Amparo que conoció haciendo la mili en Sevilla, y de la que se enamoró locamente. Nunca supe como y porqué terminó aquella historia de amor, ni si en esos años de represión sexual y política habrían llegado a consumar su pasión mutua, hablo de los años 50, pero sí sabía que él conservaba aquella foto color sepia de una guapa andaluza con raya en medio y melena negra, sonriente y confiada frente a la cámara, y, tras sus violentas discusiones verbales con mi exasperante madre, solía sacar la foto de la cartera y mirarla, mientras decía a veces, en voz baja, en un eterno lamento: "Ay, Amparito, si me hubiera casado contigo como te prometí aquel día, que feliz me habrías hecho ".
Todas las excusas del mundo no servían para ocultar un hecho cierto: yo seguía viviendo en el pasado, como bien decía Jorge, y me comportaba como un cobarde en mi vida personal. Bien, tal vez fuera el momento justo de introducir algunos cambios determinantes, en lo que podríamos denominar una reinvención de mí mismo, una refundación de mi personalidad, una nueva vida en definitiva
(Continuará)