Eclipse total del corazón (2)

Edu acude a visitar a su amigo Félix, astrólogo de profesión, que le vaticina un negro presagio de su naciente relación. Edu y Raúl hacen por fin el amor en casa de éste último.

Mi amigo Félix desparramaba sus cartas astrales por la mesa de su despacho cuando fui a visitarle entusiasmado para comentarle la jugada y pedirle consejo profesional. No es que creyera mucho en esas cosas, pero, un poco por cumplir con mi amigo y otro poco "por si acaso acierta", me decidí a confiarle mis cuitas.

A ver, a ver, …¿ y a que hora dices que era la cita con el pipiolo ese?

A las nueve y media de la noche de ayer. Pero llegué con cinco minutos de retraso.

Muy interesado debías estar tú para llegar casi a tiempo

Bueno, como sabes, era mi primera cita de verdad en siete años.

Félix, atusándose la perilla, hizo un gesto de concentración frente a la pantalla de ordenador.

O sea, que desde que saliste con el argentino ese tan guapo, ¿no habías vuelto a enamorarte?

Bueno, tampoco es que estuviera enamorado de él. Ya sabes que los sentimientos no son mi fuerte.

Me miró de reojo, fijándose en los prominentes bíceps y en el desarrollado pectoral.

.- Ya me imagino cual debe ser tu fuerte… - y lanzó una mirada indisimulada al paquete, con un rictus de ironía en el rostro, que si no fuera por la confianza tan grande que existía entre nosotros, me hubiera hecho enrojecer de vergüenza.

Una carta astral con una extraña formación de líneas en tonos rojo pasión apareció de pronto ante nuestros ojos. La cara de consternación de mi amigo mostraba a las claras signos de que algo no marchaba bien en aquel asunto.

Pues, hijo mío, has ido a elegir el peor día posible para tu proyectada cita. Anda, que no tiene delito, esperar siete años para concertar una cita, y hacerlo en el único día del año en que se forma una gran cruz cósmica en el firmamento.

¡Vaya por Dios! ¿Y eso afectaría a la relación con Raúl?- con mirar su cara de abatimiento me di por aludido de inmediato – Vale, ya me has respondido.

¡Y de que manera! No quiero ser agorero, pero es que todos los planetas importantes están incluidos en esta extraña formación. De hecho, de entrada, es una de las cartas astrales más nefastas que he visto en mi vida profesional como astrólogo, y como sabes llevo casi diez años en esto, y he visto unas cuantas

Vamos, que pobre del niño que haya tenido la mala idea de nacer esa noche

Hombre, a mí sinceramente no me gustaría estar en su pellejo

Nos quedamos un rato pensativos, observando aquellas malditas líneas rojas, símbolo de la mala fortuna astral, que parecían prometer todo tipo de desgracias a una relación en principio tan prometedora, entre dos personas tan compatibles como Raúl y yo. Félix, en un arranque de inspiración, al verme tan desanimado por sus palabras, se atrevió a hacer una premonición inusitada:

Yo diría que vosotros dos ya os conocéis de antes

¿De antes?

Sí, de otras vidas. Y habéis traído a ésta vuestras deudas kármicas pendientes, que exigen una reparación inmediata. Lo están pidiendo a gritos

No me vengas ahora con el rollo kármico ese. Eso está bien para engatusar a tus adinerados y algo crédulos clientes, pero yo ya tengo una edad, Félix.

El sonrió para sus adentros. Había intentado introducirme en sus esotéricos métodos durante años, pero yo siempre rechazaba la doctrina básica. Sin embargo, por amistad, superstición o lo que fuera, siempre volvía a consultarle, y no me cobraba nunca. Para eso están los amigos, supongo. Luego le invitaba a unas cañas y asunto arreglado.

No es necesario que me creas, pero te aseguro que la influencia de esta carta es manifiesta. Necesitaría tener los datos exactos de la fecha de nacimiento de tu amigo, pero, por compatibles que fuerais entre vosotros, la presencia de esta maléfica carta impedirá que se desarrollen vuestros vínculos. Es como una especie de maldición que pesa sobre vosotros, y no creo que haya magia en el mundo capaz de superarla. A no ser que

Ahora vas a hablarme de algún ritual celta o azteca de propiedades milagrosas, como si lo viera.

A Félix le dio la risa floja al escuchar esto. En realidad él estaba pensando en algo mucho más banal.

A lo que me refería es a que si rompierais la relación, y, al cabo de un tiempo razonable, volvierais a salir juntos, la nueva fecha podría sustituir a la anterior, pero tampoco es seguro, porque la fecha en que dos individuos se conocen permanece de por vida como la carta astral básica de esa relación, aparte de la carta compuesta de la pareja, que, en principio, suele ser más compatible

Pues si que me das una solución agradable. Me dejas un poco helado

Ahora Felix sonrió de manera enigmática. No parecía bromear cuando apuntó:

Y más que te vas a quedar cuando veas lo pronto que las nubes de tormenta empiezan a sobrevolar por encima vuestro. Ya me lo contarás de aquí a unos meses, y me darás la razón entonces…¡como siempre!. Y mira que lamento tener que decir esto, porque te aprecio de veras y me gustaría verte feliz y emparejado, pero de momento no va a ser así, al menos con este chico. Eso sin contar con el eclipse de mañana

¿También es un signo de mal fario? – yo estaba ya alucinado.

Bueno, lo que dice la tradición es que las relaciones surgidas al calor de un eclipse de sol tan intenso como este, nacen precisamente eso, eclipsadas, sin fuerza. Es como si una fuerza exterior les chupara la energía hasta dejarlas secas.

Vamos, tal como lo pintas va a ser una especie de relación vampírica

Yo le dejaría pasar. Pero tal vez vuestro karma opine lo contrario. Tal vez no sea tan malo, teniendo en cuenta que podéis hacer los deberes del alma, como yo les llamo, y luego pasar página. Pero el proceso de limpieza y catarsis puede ser duro y afectaros el resto de vuestra vida. La influencia del eclipse y la carta unidos puede ser muy poderosa.

Tomo nota…pero no te prometo nada. Me gusta demasiado ese tío.

Félix me pellizcó la mejilla cariñosamente, mientras decía en tono paternal:

¡Ay, esa Venus tuya hiperdesarrollada, nunca aprenderá la lección!.

Bueno, tampoco tengo prisa en aprenderla. Recuerda que no terminé el bachiller.

Con aquel terrible vaticinio pendiendo sobre nuestras cabezas, me dirigí el día siguiente a la Gran Vía, con la idea en mente de ver por fin la película de moda en la cartelera de los últimos meses. El hoy clásico de ciencia ficción Matrix, con Keanu Reeves en el papel de Neo, y Carrie-Ann Moss como Trinity. La cita era en la puerta de la cafetería Zahara, la misma donde mis padres ya quedaban en sus citas cuarenta años antes. Me pareció encontrarme ante otra persona. Raúl estaba imponente, cambiado, distinto a como le conocí la noche del lunes. Enseguida caí en el motivo. Le había pedido a su madre que le depilara el entrecejo y ahora parecía el doble de guapo ante mis ojos, o los de cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Había hecho eso por mí. Buen comienzo, que parecía desdecir los truculentos presagios de mi amigo el astrólogo. Nos dirigimos a buen paso a los por entonces recién inaugurados cines Acteón en la calle Montera, hundiéndonos en la butaca, y juntando nuestras manos en santa comunión durante toda la proyección. Un detalle conmovedor de aquella jornada única en mi vida es que Raúl, más que pendiente de lo que ocurría en pantalla, volvía la vista continuamente hacia mí mirándome con arrobo, como si él tuviera 15 años en lugar de 25 y yo fuera su primer amor, su idealizado príncipe azul de cuento de hadas. Nada más lejos de la realidad, pero por entonces él desconocía esos detalles. Aquella entrega apasionada e irracional por su parte se veía compensada por un punto de vista más maduro y algo cínico por la mía, especialmente tras el jarro de agua fría lanzado desde las estrellas más recónditas el día anterior.

En los días que siguieron, mientras el eclipse solar atraía la atención de medio mundo sobre la bóveda celeste, Raúl empezó a dar muestras preocupantes de un comportamiento algo obsesivo, lo que me hacía dudar de la conveniencia de continuar la relación con alguien emocionalmente tan inmaduro como él. No eran sólo las continuas llamadas a cualquier hora del día, no tanto en la noche, al teléfono fijo de mi casa (por entonces aún no disponíamos de móvil ninguno de los dos, gracias a Dios) por cualquier nimiedad y sin venir a cuento; estaban también los interminables y enrevesados correos que me enviaba, celebrando el momento de nuestro primer encuentro como si hubiera sido la llegada del Reino de Dios a la Tierra o el descubrimiento del Santo Grial. Todo en mi idealizado ser le parecía maravilloso y único, y una ubicua palabra, "fusión", comenzó a adornar sus escritos y su vocabulario habitual para referirse a lo que sentía a mi lado y los sentimientos que le despertaba en su interior. Quería fusionarse conmigo, decía de continuo, y parecía vivir en un estado de mágica expectación, casi levitando, a pesar de que nuestra compatibilidad estaba aún por demostrar.

Y el gran día llegó poco después, una tarde en que quedamos en un café de la calle Hortaleza que se llamaba La Sastrería, y nos pusimos a darnos el filete en una mesa del fondo, lo recuerdo como si fuera hoy. El camarero que nos atendió aquel día, un chaval de ventipocos años, resultó ser paisano suyo y, para más inri, compañero de instituto en sus años mozos. El también había abandonado la capital del antiguo reino de taifas musulmán buscando liberar su sexualidad en Madrid, por lo que, tras la sorpresa inicial por parte de ambos al reencontrarse en tales condiciones, y tras conversar animadamente durante un par de minutos, Raúl se pavoneó, orgulloso de mi presencia a su lado, como si yo fuera un trofeo de caza que exhibir ante su antiguo colega. Aquello no me gustó, pero lo atribuí nuevamente a su infantil enamoramiento, algo inofensivo, por otra parte, y que se pasaría con el tiempo, como todo lo sublime que nos acompaña en nuestro devenir por este valle de lágrimas. Cuando los besos y carantoñas subieron de tono, y pasé a desabrocharle los primeros botones de la camisa, creó llegado el momento de conducirme a la casa de sus padres, situada en una alta torre de nueve pisos en el barrio de Aluche. Ellos vivían en el 7º, o debería decir él, porque sus padres residían en un moderno piso en el ensanche de Badajoz desde que su padre se jubilara hacía unos años, y sus hermanas mayores, ya casadas, vivían ambas en la periferia de Madrid, con sus respectivas parejas e hijos. Total, que aquella joya de chico disponía en la práctica para él solo de un piso de unos 120 metros cuadrados, tres habitaciones, cocina, dos baños, amplio salón, terraza y lavadero, y vivía allí como un pachá de la sopa boba, es decir, de la asignación mensual que le pasaba su padre hasta que terminara la carrera y encontrara un empleo. Debido a sus problemas emocionales, depresivos y hormonales, había perdido al menos dos cursos enteros, a pesar de ser un disciplinado estudiante de matrícula de honor e inteligencia natural, de mente nítida y clara, un cerebro privilegiado como pocos he visto en mi vida.

No hizo falta que me enseñara la casa para descubrir su habitación, situada al fondo de un pasillo en forma de L, entre la habitación de sus padres y la antigua habitación de sus hermanas, ahora acondicionada como despacho. Se componía de una amplia cama, un par de armarios empotrados, una mesilla, en la que destacaba una minicadena de música, y unas estanterías distribuidas a lo largo y ancho de la pared principal, y bien nutridas de libros de su especialidad, desde Kant a Schopenhauer, pasando por tratados de Kierkegaard, Hegel, Husserl, Fichte, y muchos otros, atestando los abarrotados anaqueles y amenazando con desparramarse por el suelo en cualquier momento. Se notaba que disponía de una biblioteca (que continuaba en el salón) muy bien surtida y mejor aprovechada. Era un intelectual en toda regla, lo que yo habría querido ser tal vez en una vida ideal, y cuyo despegue había sido abortado por causas desconocidas muchos lustros atrás.

Al saber, de su propia boca, la noche que nos conocimos, que era un gran admirador de la fadista portuguesa Dulce Pontes, a quien había tenido la ocasión de ver actuar en el Festival de Mérida tiempo atrás, yo, en un rapto de romanticismo altruista, le había regalado el mítico doble CD con su actuación en el Teatro Coliseo de Oporto el 6 de Abril de 1995. La privilegiada voz de tan dotada artista nos acariciaba ahora con las notas tristes y crueles de un fado portugués, mientras procedíamos a desvestirnos mutuamente, en una orgía de besos y abrazos que nos condujo directamente a su lecho. Su nívea piel, sus ojos garzos, envueltos en la bruma de la pasión, me poseyeron por completo. Me sorprendió descubrir que sus fuertes y aún robustas piernas parecían encajadas artificialmente en un tórax mucho más enjuto y afilado, que denotaba claramente la pérdida de peso sufrida en tan breve espacio de tiempo. Por todas partes, jirones de piel plegada, restos silenciosos de una época aún cercana en la que pesaba exactamente el doble que ahora mismo, que conseguían aterrarme y atraerme al mismo tiempo por su extraña textura. Parecían pequeños rollos de grasa seca que hubieran sido adheridas al cuerpo de mi amado en una improbable operación estética, y que ahora luchaban por abandonar su lugar en el mundo, formando estrías cada vez más amplias en el estómago, las caderas, la cintura y los muslos. Me pidió que me tumbase, me acomodó una almohada en la nuca, y procedió a bajarse al pilón con una dedicación plena , concentrada, casi diría científica, en su importante tarea. Nadie hubiera dicho que aquel débil aprendiz en las artes amatorias carecía apenas de experiencia previa, salvo por una breve relación a los 23 años con un muchacho gallego a quien conoció, el signo de los tiempos, en la red de redes. Con una tranquilidad pasmosa, pero entregado a su tarea con aptitud y actitud correctas, me fue lamiendo lentamente el capullo, las paredes del pene, que parecían cautivarle, los testículos, que devoraba febrilmente, y remataba la acción con sonadas incursiones de mi nabo en el interior de su boca. Viéndole en tal actividad me costaba creer que aquel amante de ensueño fuera el mismo empollón que repetía como un loro poco antes citas enteras de sus filósofos favoritos, a los que parecía adorar como a santos laicos, venerados por él y otros pocos adeptos en todo el mundo, como a próceres elegidos de un panteón imaginario. Cuando dio por concluida su humanitaria labor en mi bajo vientre, procedí a devolverle el favor, en vista de la gran erección que lucía, y del buen trabajo realizado. Debió de gustarle el tratamiento, tan distinto a sus otras actividades cotidianas, porque se encomendó a los dioses cuando mi juguetona lengua le sacó brillo al feroz prepucio, y dejó escapar un lamento poco cartesiano cuando mi boca se introducía dentro y fuera de su chispa de la vida. Sorprendido me dejó nuevamente cuando me pidió, en un rapto de locura impropio de su tranquila naturaleza, pero acorde a su naturaleza romántica, que le penetrara cuanto antes, con esa voz cálida, tersa, campechana, salida de lo más profundo de su tierra cristiana y mora, que me volvía loco y que nunca más he vuelto a identificar en otro ser humano. Nunca más sería dueño de esa virilidad sensible que él poseía a raudales, y que derrochaba generosamente en la cama y en cualquier momento de su vida. Así era Raúl Mateos, el amor de mi vida.

Describir con voz templada el momento clave de la penetración, tras ajustarme el preceptivo condón, es tarea imposible, ante la oleada de sensaciones que vuelven a mí al recordar ese maravilloso instante en el que descubrí el significado de la palabra talismán de la que él tanto abusaba: fusión. Cabalgando en el interior de su maltrecho cuerpo, que parecía podría romperse en cualquier momento como producto de tamaña presión, me sentí el hombre más pleno y feliz del mundo. Raúl no era, ni de lejos, el hombre más guapo, ni el más fuerte, desde luego, con el que yo hubiera hecho el amor, pero poseía una cualidad intangible que le convertía a mis ojos en la posesión más preciada que pudiera desear en mis noches de sueños húmedos de otras épocas. Cuando perseguía el firmamento, atado a su cintura y enlazado a su cuerpo haciendo pasar mis brazos por sus depiladas axilas, aspiraba el olor a eternidad del que hablan las leyendas, y cuando percibía su perfil, a ratos sufriente y otras veces gozoso, con su mirada viva y su nariz diminuta de duende, mi amor por él, más fuerte incluso que la pasión erótica que me hacía sentir, me arrastraba a un torrente de sensaciones que creía olvidadas en el desván de la adolescencia. Sí, él me hacía sentir puro otra vez, limpio, y que el amor que compartíamos era inmenso y no podía ser profanado por la mácula del olvido o del inexorable paso del tiempo que todo lo borra. Cuando descargamos juntos el líquido espeso de nuestra común pasión sobre su doliente abdomen, marcado aún por los costillares prominentes propios de un ser famélico, pareció que dos continentes perdidos habían colisionado en alta mar y se habían empapado mutuamente, dándose a conocer así el uno al otro en fértil abrazo.

La música de la Pontes continuaba sonando como fondo aquella tarde inolvidable de mediados de agosto en la solitaria habitación de aquella enorme casa fantasma, que algún dios bondadoso nos había cedido como regalo para culminar nuestro noble amor.

Abrazados en un largo éxtasis cuya duración exacta no podría precisar, me di cuenta, tal vez de forma inconsciente, de lo afortunado que era por haber encontrado en mi camino a aquel aspirante a sabio, cuyo corazón seguía latiendo, empero, ajustado al latido del mundo. Con los años me daría cuenta de que, en aquel abrazo de agosto, estaba sellando el momento más feliz de mi vida, el de mayor realización amorosa que podría sentir jamás, y su simple recuerdo, en noches de fría soledad posteriores, traía consigo las lágrimas de arrepentimiento y nostalgia que ya no me abandonarían nunca, como eterno castigo por haber despreciado el regalo inmerecido de la caprichosa Venus, mi deidad protectora. Debí haber intuido el dolor que me esperaba por delante, cuando la voz cristalina de la sin par cantante lusitana entonó el conocido Fado da sina, el fado del sino. Debí haber hecho míos y haber interiorizado sin piedad, en el silencio de aquel edén balsámico, los versos y las estrofas de aquella tremenda canción, en la que una echadora de cartas lee las líneas de la mano a su cliente, al que vaticina un sufrimiento sin fin, recordando el resto de su vida con amargura a un antiguo amor desgraciado. Poco sospechaba entonces que yo era ese pobre diablo, que la sentencia estaba pronta a cumplirse, y que mi hado y las estrellas todas parecían condenarme sin remisión al infierno de las almas en pena.

Y, ya que mi suerte

Así dice,

Y tu sino decide

Que hasta morir

Tendrás que ser

¡Siempre infeliz!

No puedes huir

Del negro hado brutal

De tu destino fatal

Que una mala estrella domina

Tú puedes mentir

A las leyes de tu corazón,

Más, ¡ay!, lo quieras o no,

Ha de cumplirse tu sino.

(Continuará)