Dynamo

—¿Todas las jovencitas americanas son tan descaradas, cherie? —preguntó él jadeando y sonriendo a la vez. Yo no respondí y cogiendo sus manos las puse sobre mis pechos sonriendo con suficiencia

—¡Vaya, mira quién ha traído el gato! —dijo Honey girando la silla de ruedas con sorprendente agilidad para sus noventa y cinco años.

Honey era una anciana afable, de cuerpo menudo y sonrisa permanente, pero aquellos ojos de un azul intenso y rebosantes de vida podían ser dos puñales que se clavaban en Paul, haciéndole recordar lo terrible que podía ser su madre cuando se enfadaba.

—Hola madre, ¿Cómo estás?

—Cabreada ¿Cómo puede ser la gente tan corta de miras? —dijo la anciana resoplando.

—Vamos, madre. Todo el mundo sabe que teníamos que hacer algo para evitar que Inglaterra dejase de ser independiente. —replicó su hijo limpiándose las gafas con aire entendido.

—Sí, ya veo. Ahora en vez de ser unos líderes y un contrapeso del dominio de Alemania en Europa vamos a quedar aislados y  vamos a hipotecar el futuro de nuestros nietos.

—Madre, no lo entiendes...

—Sí que lo entiendo, pollino. —le interrumpió la mujer incorporándose en la silla y señalándole con el dedo— Has sido un cochino egoísta, como lo has sido durante toda tu vida. Por la endeble promesa de que te van a mejorar la pensión, has cortado las posibilidades de futuro de tus hijos y nietos. Y te recuerdo que nuestras vidas están terminando y las suyas, en cambio, apenas acaban de empezar.

—Madre, no sabes lo que dices. Es precisamente por ellos por lo que he votado por salir de la UE. Este país se está llenando de inmigrantes...

—Que ocupan los puestos que nosotros no queremos ocupar. ¿Hace falta que te recuerde que tus padres también eran extranjeros? Doy gracias de que tu padre esté muerto y no tenga que oír eso.

—Pero aquello fue diferente...

—Efectivamente la situación fue horrible y aun así nos acogieron con los brazos abiertos. Creo que necesitas que te recuerde como conocí a tu padre.

—¡Oh! ¡No, madre! ¡Por favor! ¡Otra vez no! Chocheas.

—Los cojones, mequetrefe. Ya te gustaría. Siéntate y escucha si no quieres que te desherede. —dijo Honey con voz autoritaria.

—Por lo menos me evitarás los pasajes escabrosos.

—Déjate de beaterías, gilipollas. Se perfectamente que engañas a tu mujer con esa puta que vive en el barrio de Forest Hill.

—¿Pero cómo diablos sabes eso? —preguntó su hijo con el rostro mudado por la sorpresa.

—No te preocupes, no pienso decírselo a la mona presuntuosa de tu mujer. ¡Allá tú!—exclamó la anciana con un nuevo resoplido.

Aprovechando el cambio de tema, Paul intentó levantarse, pero la mujer le paró con un gesto imperioso.

—Te dije que iba a contarte la historia y lo voy a hacer. Me lo debes, aunque solo sea por haber aguantado tus chorradas durante sesenta y pico años.

Paul se volvió a sentar resignado. A veces su madre le sacaba de quicio. Allí, encerrada en el asilo y encadenada a aquella silla de ruedas, aun era capaz de intimidarle y hacerle sentirse un alfeñique. Sabía que no podía hacer otra cosa que ponerse cómodo y escuchar aquella historia cien veces contada.

Era la primavera de 1940. Mis padres me habían mandado a un internado el año anterior, con la falsa excusa de que debía dejar de comportarme como un chico, pero con la secreta intención de que cazase algún educado caballero inglés.

Así que cambié las interminables llanuras de mi rancho de Wyoming por los claustrofóbicos muros del St Mary´s Ascot School. Afortunadamente conocí a Julia. Era una chica pelirroja, tímida e inteligente y a pesar de lo dispar de nuestras personalidades, nos hicimos amigas inmediatamente, hasta el punto que, cuando llegaron las vacaciones de primavera y mis padres, temiendo los submarinos alemanes, impidieron que volviese a casa, me acogió en su casa de vacaciones como si fuese una más de la familia.

Justo el día antes de que comenzaran las clases de nuevo, los alemanes entraron en Bélgica y Holanda y las clases se suspendieron indefinidamente prolongando las vacaciones.

El tiempo era espléndido para aquella época del año y la guerra quedaba muy lejos. Nosotras tomábamos el sol y paseábamos con la lancha de su hermano, que estaba en algún lugar del Atlántico, sirviendo en un crucero. Tomando el sol en la proa de una flamante Riva recién comprada escuchábamos las noticias de las victorias aliadas contra los nazis.

De vez en cuando, pasaba por encima de nosotros un Hurricane camino de una misión contra aquellos jodidos bichos. Nosotras saludábamos y el piloto movía las alas o si estaba de vuelta y aun le quedaba combustible hacia un largo giro en torno a nosotras y nos saludaba antes de desaparecer en el cielo vespertino.

Mientras se alejaba, fantaseábamos con el aterrizaje de un piloto con problemas, nosotras lo recogíamos y yo le describía a Julia de forma detallada como nos hacía el amor sobre la cubierta de la lancha.

Supimos que las cosas no iban tan bien como las pintaban en la radio cuando los padres de Julia, funcionarios del Foreign Officce, dejaron de acudir a la casa de la playa y nos prohibieron salir con la lancha, prohibición que nosotras ignoramos, por supuesto.

La primera señal de que aquella guerra no iba a ser tan fácil como la pintaban, fue el salvaje bombardeo de Rotterdam por los aviones de Göering.

Pero la noticia de que los alemanes habían atravesado el bosque de las Ardenas y apoyados por la Lutfwaffe, habían penetrado profundamente en las defensas francesas, amenazando con rodear a la fuerza expedicionaria británica y a lo que quedaba de los ejércitos belga y holandés cayó como un mazazo.

A partir de ese momento vivimos pegadas a la radio, escuchando minuto a minuto la desesperada carrera de los dos ejércitos por llegar al mar. Milagrosamente los nazis se detuvieron para descansar y reavituallarse, permitiendo  a los aliados establecer un perímetro entorno a Dunkerque.

Los alemanes se limitaron a bombardear la ciudad y el puerto, de forma tan intensa, que la columna de humo se podía ver desde el otro lado del canal.

Los padres de Julia la llamaron para que volviese inmediatamente a Londres, temiendo un desembarco nazi en Dover, pero yo me quedé en la casa de la playa. Estaba cabreada. Deseaba, sentía que tenía que hacer algo.

La evacuación comenzó el día veintiséis de mayo, pero iba demasiado lenta. Los muelles de Dunkerque estaban destruidos y los soldados tenían que hacer cola en la playa, bajo los ataques de los Messerschmitt y los Stuka, esperando que pequeñas lanchas los acercasen a los grandes barcos que les esperaban.

Tres días después la BBC hizo una desesperada llamada a todos los propietarios de lanchas y pequeños yates para que ayudasen en la evacuación. Yo no me lo pensé y emocionada me vestí con ropa del hermano de Julia y me dirigí al punto de encuentro en Ramsgate.

El día treinta de mayo amaneció claro y el mar estaba liso como un plato. Al llegar a Ramsgate, varios centenares de botes se balanceaban suavemente, esperando la orden de partida. Yo bajé la cabeza y me introduje en la formación, procurando mantener la distancia con las embarcaciones que me rodeaban. Nuestro destino lo marcaba una impresionante columna de humo.

Había barcos de todo tipo, desde pequeñas lanchas de pesca hasta lujosos yates de recreo. No pude evitar que las lágrimas de emoción recorriesen mis mejillas al ver a aquellos marineros de fin de semana, dispuestos a arriesgar la vida por salvar la de sus semejantes.

La llegada de la escolta de destructores marcó la salida de la flotilla. Conteniendo mi impaciencia aceleré suavemente y me concentré en mantener la formación como nos indicaron los marineros de los destructores, intentando no volverme loca de impaciencia.

Cuando llegamos a las playas de Dunkerque, casi cuatro horas después, el espectáculo me sobrecogió. La ciudad era un montón de escombros que el fuego devoraba y los aviones alemanes atacaban la playa sin compasión en medio de una nube de explosiones de la artillería antiaérea de la Royal Navy.

Afortunadamente, la arena era tan profunda que las bombas se hundían provocando menos bajas de lo esperado entre los soldados pendientes de su evacuación.

Con las piernas temblándome, seguí las órdenes del destructor que me habían asignado y me acerqué a la playa a recoger a los primeros soldados. Ahora no me contuve y empujé con fuerza la palanca del acelerador. La Riva dio un salto y se acercó a toda velocidad a la playa. Unos segundos antes de tocar tierra, di un golpe de timón y corté el gas  haciendo que la lancha se quedase parada a un metro escaso de la orilla.

Sin esperar invitación seis hombres cansados y sudorosos se subieron a todos los rincones de la lancha a la vez que volvía a acelerar alejándome de aquel infierno y acercándome al destructor donde los marineros les ayudaban a subir a bordo.

Durante todo el día, solo parando para comer unos bocadillos, me dediqué a recoger soldados hasta que perdí la cuenta. Ingleses, Belgas, Holandeses, polacos... Estuviesen ilesos o manando sangre por innumerables heridas, todos reaccionaban igual; primero con agradecimiento, luego son sorpresa cuando descubrían que era una mujer y más tarde con peticiones de mano y promesas de amor eterno.

A pesar de lo cansada que estaba, me sentía más viva que nunca. Solo el ocaso y los destructores hasta los topes de gente nos obligaron a volver a casa.

Durante los dos días siguientes se repitió la operación. Afortunadamente las embarcaciones pequeñas eran blancos difíciles de acertar en comparación con los grandes navíos y nos mantuvimos relativamente a salvo mientras realizábamos nuestro trabajo con una eficacia sorprendente.

Aunque pareciese increíble, durante la tarde del tres de Junio, los ríos de evacuados se convirtieron en un fino hilo hasta que de madrugada, la operación de evacuación se dio por terminada y nos mandaron volver a casa dándonos las gracias efusivamente.

Envié mi última remesa y me quede allí a dos metros del destructor. Iba a enfilar el camino a Ramsgate cuando eche una última mirada a la playa con mis binoculares. En ese momento vi una sombra tambaleante aparecer en lo alto de la duna, apenas era un bulto en la oscuridad creciente, pero los signos que hacía eran evidentes.

No me lo pensé y a pesar de que el resto de los navíos ya se alejaba me dirigí a toda velocidad al punto en el que había visto aparecer al soldado. Cuando llegué a la playa, la oscuridad apenas me permitió distinguir nada en del lugar. No conseguía ver a nadie y tampoco quería encender ninguna luz que alertara a los nazis.

—Hola, ¿Queda alguien por ahí?  —grité intentando sobreponerme al rumor de las olas.

—¡Sí! ¡Por aquí Madam! —respondió una voz a mi derecha.

—Con un golpe de timón, me aproximé al punto donde había oído la voz y encendí la linterna un instante para que el hombre se orientase.

Dos minutos más tarde, un soldado con el uniforme de capitán del ejercito francés hecho girones y una vieja ametralladora Lewis de la primera guerra mundial  al hombro, se subió a la lancha .

—Muchas gracias madmoiselle. —dijo el hombre suspirando de alivio— Lamento haber llegado tarde, pero unos nazis me retrasaron un poco. Le sugiero que nos vayamos a toda leche como dicen ustedes, esos cerdos vienen pisándome los talones.

No había terminado de decir esas palabras, cuando cuatro alemanes aparecieron por la cresta de la duna. El soldado reaccionó con una celeridad y una sangre fría increíble a pesar de lo agotado que se le veía y descargando la ametralladora de un solo movimiento, la apoyó en la popa de la lancha abriendo fuego. Antes de que los alemanes pudiesen tomar posiciones, una ráfaga mortal les segó haciendo que cayesen duna abajo como bolos.

Sin decir nada, apreté la palanca del gas a fondo mientras mi pasajero seguía disparando cortas ráfagas en dirección a la playa hasta vaciar el cargador.

Gracias al potente motor de la lancha, la playa quedó fuera de alcance en cuestión de segundos y al fin pudimos relajarnos. Corté el gas hasta que el ruido del motor fue solo un rumor y la delatora estela que hacia la embarcación a alta velocidad desapareció haciendo a la lancha casi invisible en la oscuridad.

Bloqueé la dirección de la Riva en dirección a la costa de Dover y me di la vuelta. El soldado se había sentado en el asiento trasero con las piernas abiertas y los brazos en cruz apoyados sobre el respaldo.

Observé su rostro agudo y descarnado, con los pómulos altos, los ojos grandes y negros y la boca pequeña, con los labios finos fruncidos en una sonrisa irónica. Llevaba la guerrera en un estado lamentable, con una de las mangas empapada en sangre.

El hombre me miró y se peinó el pelo engominado con sus dedos a la vez que me preguntaba si tenía un cigarrillo.

Yo me giré y revolviendo en un armarito debajo del timón, saqué un paquete de Lucky y extrayendo un cigarrillo lo encendí, le di una calada y se lo pasé. El hombre le dio una larga calada mirándome agradecido.

—Perdona, por no presentarme antes, —dijo soltando una nube de humo— mi nombre es Christophe Deveraux. Gracias una vez más por venir a recogerme.

—Encantada, Honey Baker.

—No sabía que los americanos hubiesen entrado en guerra con los alemanes.

—Na, solo estoy intentando provocar un incidente internacional. —dije sonriendo— ¿Cómo te has dado cuenta?

—Hablo un poco de inglés y ese acento es inconfundible, además ninguna señorita inglesa que se precie, sería capaz de venir sola a rescatar soldados sudorosos, ni disfrazada de hombre siquiera. —respondió él dando una nueva calada al cigarrillo y tirando la colilla por la borda.

—Sí, bueno, pues aun no has visto nada. Ahora te voy a quitar la camisa...

—¿No vas un poco rápido, mon chéri?

—Solo quiero vendarte esa herida. —respondí sacando un botiquín que nos habían dado a cada embarcación para realizar una cura de urgencia si era necesario— ¿Todos los franceses sois tan presuntuosos?

El hombre rio y se quitó la guerrera haciendo un gesto de dolor cuando tiró de la manga del brazo herido.

Cogiendo una gasa y desinfectante, limpié detenidamente la herida, intentando desviar mi mirada del pecho desnudo y fibroso del soldado. El olor a sudor y cordita que desprendía penetró en mi nariz, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciese con un súbito pinchazo de deseo.

Me giré  tirando la gasa sucia y respiré profundamente para despejar mi mente. Hurgué unos segundos en el botiquín para darme tiempo y así recuperar la compostura y cogí un sobre de sulfamidas.

—¿Qué es eso? —preguntó Chirstophe con curiosidad al verme esparcir los polvos del sobre por la herida.

—Es un nuevo medicamento que evita que las heridas se infecten. Mi padre lo fabrica en Wyoming  y siempre tenemos unos cuantos sobres en casa. Creí que los necesitaría y no me equivoqué.

A continuación, sin dejar de echar fugaces miradas al torso y al rostro de aquel hombre, le vendé el brazo lo mejor que pude y tras observar mi obra, no del todo satisfecha, le di la vuelta a uno de los asientos delanteros y me senté frente a él.

La lancha avanzaba perezosamente en medio de un mar en calma, unas pocas millas por detrás de la flota de evacuación. Bajo la luz de las estrellas, nuestras miradas se cruzaron...

Sí, ya sé, —le interrumpió su hijo carraspeando e intentando hacer el ademán de levantarse— Os besasteis, y fuisteis felices y comisteis perdices....

—¡Ni se te ocurra mover ese orondo culo de ahí, mequetrefe! A pesar de ser una vieja, sigo siendo tu madre y vas a escuchar toda la historia como yo he escuchado tus quejas y lloriqueos durante toda tu maldita vida. —le interrumpió Honey continuando con la narración.

Tu padre me miró con descaro y con sus profundos ojos pareció traspasar la tela de mi holgado disfraz y sonrió.

—Eres muy bonita mon chéri.

—Seguro que eso se lo dices a todas. —repliqué encendiendo dos cigarrillos y pasándole uno, intentando aparentar más seguridad de la que sentía— Entre las instrucciones que nos dieron nos dijeron que tuviésemos cuidado con la labia de los franceses.

—El soldado rio mi ocurrencia, pero el sonido de un cañoneo lejano le hizo volver a la realidad y una ola de melancolía recorrió su rostro.

—¿Te encuentras bien? —le dije sintiéndome un poco frívola, bromeando mientras el mundo de aquel hombre se derrumbaba a sus espaldas.

—Bueno, estoy vivo y en libertad, que es más de lo que pueden decir decenas de miles de camaradas. —dijo el soltando un anillo de humo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté con curiosidad— Estábamos tan tranquilos escuchando como les dábamos a los cabezas cuadradas la paliza de su vida y de repente, estabais corriendo como conejos, buscando desesperadamente la costa.

—La verdad es que los alemanes nos sorprendieron desviando nuestra atención en Bélgica y Holanda mientras el verdadero ataque se producía a través de las Ardenas. No sé cómo se las arreglaron para meter los tanques por esos estrechos caminos forestales, pero nos pillaron con los pantalones bajados y nuestros generales, como siempre, reaccionaron tarde y mal, siempre superados por los acontecimientos. Por si fuera poco los Stukas actuaron a placer y abortaron cualquier intento de reorganización o contraataque.

—¡Es terrible! —dije levantándome y sentándome a su lado.

—De toda mi compañía, solo hemos sobrevivido apenas un pelotón. Decenas de hombres, camaradas, amigos, muertos o desaparecidos... un desastre.

Instintivamente rodeé su cuello con mis brazos y lo apreté contra mí, tu padre que hasta ese momento había parecido totalmente tranquilo, se dejó llevar por sus sentimientos y sollozó en mi regazo durante unos minutos.

—Lo siento. —dijo un poco cohibido cuando logro controlarse— Se que no parezco muy marcial, pero durante semanas no he hecho otra cosa que reaccionar como un animal. Asesinar para no ser asesinado y ahora me he parado a pensar. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo vamos a echar esos hijos de puta de mi país?

—No lo sé. Creo que Francia está a punto de rendirse, —dije yo sin dejar de acariciar su nuca—pero hay un general, un tal De Gaulle que quiere seguir con la guerra, incluso desde las colonias si hace falta.

—Le conozco, es el único general francés que entiende la guerra moderna, pero temo que si vosotros no intervenís rápidamente, Europa entera andará al paso de la oca en cuestión de no mucho tiempo. —replicó tu padre bajando la mirada pesimista.

—Tarde o temprano nos veremos involucrados, —dije obligándole a levantarla— sé que mi presidente no dejará caer el continente bajo el yugo de ese maníaco.

Durante unos instantes no hubo nada más, nos miramos el uno al otro, sin apenas respirar.. Como él me diría después durante ese minuto estuvo buceando en mis ojos "absorbido por aquellos dos remolinos azules".

Ya no recuerdo si fue él o fui yo la que se acercó, el caso es que nuestros labios se pusieron en contacto, primero con suavidad, apenas rozándose, luego con urgencia. La lengua de Christophe me invadió con su fuerte aroma a Lucky, yo me colgué de su cuello y  me abandoné dominada por el deseo.

Todo se diluyó a mi alrededor, los estampidos de los cañones pom pom de los destructores, el aterrador ronroneo de los aviones, el resplandor de los incendios en la costa que estábamos dejando atrás.*

—Los brazos de tu padre rodearon mi cintura y acariciaron suavemente mi culo, recorriéndolo y provocándome escalofríos de placer.

Sin dejar de besarle monté a horcajadas. Christophe me apretó contra él. Sentí su calor y la dureza que crecía entre sus piernas. Mirándole  a los ojos sonreí y me mecí con suavidad. Nuestros sexos se rozaban deseosos de verse libres de los tejidos que se interponían entre ellos.

—¿Todas las jovencitas americanas son tan descaradas, cherie? —preguntó él jadeando y sonriendo a la vez.

Yo no respondí y cogiendo sus manos las puse sobre mis pechos sonriendo con suficiencia. No era la primera vez que estaba con un hombre, pero era la primera que sentía una atracción tan salvaje por uno. No importaba lo que me dijese, solo quería tenerlo dentro de mí.

Me separé un instante y me puse en pie frente a él. No me anduve con rodeos. Me desvestí con urgencia y me mostré desnuda frente a él, me acaricié los pechos pálidos y pesados y me pellizqué los pezones, suspirando excitada mientras él a su vez se quitaba los pantalones con un gesto de dolor.

Una pequeña ola zarandeó la embarcación y me hizo trastabillar, Cristophe me cogió antes de que cayese y me acercó contra él, sentándome en su regazo. Recorrió mi cuello con sus manos, bajando lentamente por mis hombros y acariciando mis pechos y mis pezones erectos por el frescor nocturno.

Gemí excitada e intenté debatirme en sus brazos, pero me abrazó más fuerte inmovilizándome mientras me besaba el cuello y me chupaba los pezones, haciendo que me derritiese de placer.

Suspirando, dejé que me explorase con la urgencia del hombre que ha visto la muerte cara a cara, que sabe que seguirá poniendo su vida en peligro y que ignora cuando volverá a estar con una mujer.

Sus manos se desplazaron por mis muslos y mi culo y acariciaron mi sexo, húmedo de deseo, haciendo que diese un respingo.

En ese momento me levantó en el aire y me tumbó sobre el asiento de la lancha. Antes de que me diese cuenta me había abierto las piernas y me acariciaba la vulva con su lengua y sus labios. Me retorcí electrizada, los chicos de mi pueblo jamás me habían hecho algo parecido. El placer irradiaba de mi bajo vientre, enervando todo mi cuerpo y obligándome a retorcerme de placer.

Se separó dándome una tregua. Observó mi respiración agitada y acarició mis costillas y mis axilas. Yo extendí mis brazos y le atraje hacia mí. Su peso y su calor me arroparon como una deliciosa manta. Su pene rozó mi pubis, produciéndome un chispazo de placer.

Con una sonrisa me miró a los ojos y dirigió su pene a mi interior. Su miembro duro como una roca entró, dilatando mi coño y produciéndome una incomparable sensación de placer y plenitud.

Extasiada, hinqué mis uñas en su espalda, acompañando cada acometida con salvajes arañazos. Cristophe sonreía, me llamaba gata salvaje y me asaltaba, cada vez con más fuerza hasta que no pudo aguantarse más y separándose se corrió sobre mi vientre con un grito estrangulado.

El calor de su simiente salpicándome me puso frenética. Deseaba más de él. A base de empujones le obligué a sentarse y arrodillándome cogí su polla, que ya empezaba a relajarse entre mis manos.

—No solo las francesas saben hacer esto. —dije inclinándome y dando un sonoro chupetón a su glande.

Tu padre respondió con un escalofrío. Sus abdominales se tensaron y todo él se dobló envolviéndome con su abrazo mientras yo seguía metiendo y sacando su polla, palpitante de mi boca.

Tras unos segundos, me levanté y me di la vuelta, inclinándome y mostrándole los regueros de excitación que escurrían de mi sexo y corrían por mis piernas. Cristophe las acarició provocándome un escalofrío. Con suavidad me atrajo hacia él y me penetró. Yo, de espaldas a él, comencé a mecerme con suavidad, con movimientos circulares, disfrutando de tener todo su miembro dentro de mí. Sin poder contenerme más comencé a saltar empalándome una y otra vez y espantando a los peces con mis gritos y mis gemidos.

Con suavidad, me cogió las piernas y me obligó a poner los pies sobre el asiento, a ambos lados de sus muslos, con mi sexo totalmente expuesto a la brisa marina... y a sus manos.

Apoyando mis manos en su pecho comencé a mover mis caderas mientras el acareaba mis pechos mi vientre y finalmente mi clítoris. El placer hizo que todo mi cuerpo vacilase. Christophe, sin misericordia, metió sus dedos en mi coño dilatándolo aun más.

Yo ya no sabía dónde estaba ni si lo que hacía estaba bien o mal. Solo sentía el pene de tu padre dentro de mí.

Mamá, por favor...

—Calla y escucha, estúpido, ya estoy terminando.

Solo sentía el pene de tu padre dentro de mí y sus dedos acariciando el interior de mi coño, mi parte más sensible. El placer se desató irresistible como un caballo que se desboca, atropellándome y haciendo que todo mi cuerpo se  retorciese. Él me tumbó de nuevo y recorrió mi cuerpo con su boca hasta que los últimos chispazos de placer se extinguieron. Con las últimas fuerzas que me quedaban, le masturbé hasta que se estremeció eyaculando sobre mis pechos.

Christophe suspiró y se tumbó a mi lado abrazándome y dejando que el rumor del motor  y el balanceo de la embarcación nos acunase.

La bruma nos envolvió y nos despertó con su frescor. Cristophe hurgó en el baúl y sacó una manta con la que nos arropamos y abrazados bajo la manta observamos acercarse los acantilados de Dover refulgiendo al sol del amanecer entre los retazos de niebla.

El resto del convoy ya había llegado y salvas de artillería y gritos de júbilo saludaban la llegada de los soldado exhasustos.

Nos vestimos y  nos preparamos para desembarcar. Sin ganas, acerqué mi Riva a uno de los muelles y, tras un beso apresurado se despidió de mí. Intercambiamos una última mirada desde lo alto del muelle, intensa y cargada de emoción. No hicieron falta palabras, y tampoco sabía cómo se las arreglaría, pero en el fondo de mi ser sabía que cuando todo acabase, vendría a buscarme...

Y así fue, empezó en Casablanca, atravesó Marruecos y Túnez, desembarcó primero en Sicilia y luego en Salerno, siempre adelante, cada vez un poco más cerca. Finalmente, el fin de la guerra le sorprendió en el sur de Francia.

Yo, mientras tanto y pese, primero a los ruegos y luego a las amenazas de mi padre, me quedé en Inglaterra, busqué una pequeña pensión en Bristol y trabajé como voluntaria de la Cruz Roja.

Un día de primavera, exactamente cinco años después, una sonrisa con un lucky en la comisura me estaba esperando en la puerta del centro de rehabilitación donde trabajaba. Estaba tan delgado como la primera vez que le vi, pero su sonrisa ahora era más abierta. Había vengado la muerte de sus camaradas y me había encontrado.

No le pregunté cómo había conseguido encontrarme, solo me lancé a sus brazos y le besé provocando los aullidos de aprobación de los pacientes que paseaban por el jardín.

—No te dije nada, cherie porque sabía que la guerra sería larga y no quería que promesas imposibles nos atasen. —dijo él con ese acento francés tan seductor— Había años de guerra por delante, años de tiroteos bombardeos y muerte. Ahora que estoy aquí, puedo decirte que me enamoré de ti desde el momento que me ayudaste a subir a la lancha con esa sonrisa despreocupada y pecosa. Te amo y quiero pasar el resto de mi vida contigo.

—Y vivisteis felices y comisteis perdices.

—Más bien cominos clavos, mico desagradecido. Mi padre se cabreó cuando se enteró de que me había casado con un francés y además un don nadie. Tras intentar que me divorciase sin conseguirlo, nos desheredó y nos quedamos en la ruina. Nos dio igual, nos quedamos en Bristol y los ingleses nos acogieron, a una americana y a un francés, sin malas caras ni resquemores. Trabajamos y montamos el pequeño negocio que tú has heredado y que te da de comer.

—Aprende idiota, —continuó Honey sin dejar a su hijo meter baza—después de una guerra extenuante, este país no solo aceptó refugiados venidos de toda Europa, sino que fue uno de los motores de este proyecto que tú y tus amiguetes descerebrados os queréis cargar por puro egoísmo.

—Mamá yo no...

—Calla, estúpido. Tú no lo recuerdas, pero tus padres fueron refugiados igual que los que llegan ahora y no tolero que hables mal de esa gente, largo de aquí, no quiero que me agries la merienda. —dijo la anciana abandonado sala sin despedirse siquiera.

*Nombre por el que los soldado conocían al cañón antiaéreo de tiro rápido de 40 mm inglés.