Dúo a tres

Ocurrió en una fiesta en una casa ajena. Sólo buscaba satisfacer una fantasía, un deseo que, con el tiempo, se había convertido en obsesión, en necesidad.

Fue una locura, ya lo sé. Pero necesitaba hacerlo. Quería experimentarlo; equivocarme, quizá; perder la razón, es posible. Pero lo hice.

Entramos los tres en el dormitorio de aquella casa que ninguno conocíamos. Dejamos atrás una fiesta en la que ninguno teníamos intención alguna de integrarnos. Ninguno habló, sólo oíamos el murmullo de la gente en el piso inferior. Tampoco ninguno de nosotros intentó encender las luces de la habitación: a través del pasillo iluminado vimos una cama enorme, de colchas gruesas, adornada con multitud de almohadones. Cerramos la puerta una vez entramos, la oscuridad nos envolvió.

Un instante de silencio fue el único momento que tuvimos para que cada uno se pudiese echar atrás. Las respiraciones de ella y de él eran ruidosas. El perfume que irradiaba el cuerpo femenino se contraponía con el duro aroma del masculino de él tras mi espalda. Eran dos fragancias que deseaba probar, dos fragancias en las que quería embadurnar mi cuerpo desde hacía tiempo.

La desesperación que cada uno sentía nos hizo apurar el poco tiempo del que quizá dispusiésemos. La acorralé de repente, tomándola de las muñecas, alzando sus brazos. Un gemido salió de su garganta. Presioné mi cuerpo sobre el de ella, froté mi masculinidad sobre su vientre, dejé que las curvas de sus senos se amoldaran a mi pecho. Sentí su aliento en mi cuello a la vez que atrapaba con mi boca una de sus orejas, pendiente incluido. Avivé mi ansia con contoneos de mis caderas, recorriendo con mi dureza su vientre, sintiendo su aliento encenderse más y más, su saliva desparramarse y humedecerme la camisa. El calor que emanaba de su cuerpo, si cerraba los ojos, iluminaba mi oscuridad con llamaradas brillantes, de proporciones vertiginosas.

Fue entonces cuando sentí las fuertes manos de él sobre mis costados, recorriendo con sus grandes dedos mis axilas húmedas bajo la camisa. Tiró de la prenda y me la sacó de la cintura, la desabotonó con rapidez, sus manos reptaron por mi piel y se interpusieron entre los embates de mi vientre contra el vientre femenino. Desabrocharon mi cinturón, bajaron la cremallera, arremangaron los pantalones y, con ellos, también los calzoncillos.

Jamás había sentido el tacto unos dedos masculinos ajenos sobre mi miembro. Dedos de hombre palpando mi vello púbico, empuñando mi verga erecta, amasando mis testículos con rudeza contenida.

—Te voy a hacer un favor —susurró él con tono ronco, mientras abría el vestido a su esposa y, sin que yo la soltase de las muñecas demasiado tiempo, pudiese experimentar el contacto de su cuerpo desnudo contra el mío.

Quedamos los tres desnudos, compartiendo calores, humedades, erecciones y alientos ardientes que se licuaban en rastros salivales.

Me tumbé sobre ella en la cama. La alcé las piernas, se las recogí sobre el vientre, y hundí mi boca en aquel volcán despierto. Su grito quedó ahogado con la almohada que se colocó sobre su cara. Mis labios atraparon carnosidades, mi lengua descerrajó disparos indiscriminados sobre su entrada, horadando con cada penetración su capa de autocontrol, provocándola chillidos agudos cada vez más desproporcionados.

A la vez, la lengua de él comenzó su andadura en el lugar al que pronto accedería otro apéndice más voraz aún.

—Relájalo, concéntrate en ella, déjame a mí la parte de atrás —insistió mientras su lengua ensalivaba mi entrada fruncida, casi oculta entre mis nalgas contraídas.

Como si ella hubiese oído el consejo de su marido, alzó el almohadón mordisqueado y lo usó para atraer mi boca sobre la suya, ocultando nuestras cabezas bajo el acolchado almohadón. Desde aquel momento, cuando nuestros labios se unieron y nuestras lenguas bailaron, la dirección de nuestros movimientos fue delegada en sus piernas alrededor de mi cintura, abrazándome y estrechándome contra ella.

La mano de él, que en ningún momento había dejado de frotarme la verga más que para lubricarla con saliva, la dirigió hacia el encuentro del sexo de su mujer. En cuanto noté como el extremo de mi miembro se hundía en el interior candente, la locura bajo aquel almohadón se hizo confusa, casi alucinante. Nuestras lenguas danzaron sin parar entre torrentes de saliva. Sus piernas atenazaron mi cintura con mayor ímpetu e imprimieron un ritmo lento, casi hipnótico en la penetración de mi miembro. De vez en cuando, sentía una ligera resistencia en su interior, producto de un espasmo placentero de su vagina; esos eran los momentos de mayor éxtasis, en los que hundía mi verga como mayor arrojo, desbrozando y abriendo sendas en aquella cueva ignota.

Concentrado en ella, no sentí sus anteriores dedos hasta que entró el tercero, ocupados en dilatar mi entrada. La sensación que aquellos dedos que se doblaban en mi interior, accediendo a recónditos vericuetos, palpando rugosidades nunca antes estimuladas, me hicieron temblar entero. Todos mis músculos vibraron cuando sentí como la punta de los dedos presionaba sobre la pared del intestino, espoleando mi próstata. Un calor imposible, un fuego subyacente se avivó de inmediato en mi vientre y de mi garganta salió un gemido que traspasó mi boca y se ocultó en la de su esposa.

Al poco sentí como los dedos se retiraban con lentitud, habiendo creado el entorno ideal para lo que se avecinaba. El glande presionó sin previo aviso, se deslizó tras varios intentos que me revolvieron el vientre entero. Quizá él no hubiese hecho ni fuerza, quizá yo, penetrando a su esposa, hubiese provocado mi propio empalamiento. A partir de ahí, el grosor de su miembro fue hundiéndose con avidez difícil de contener, de gula imposible de ocultar.

Los movimientos fueron, en un principio, asíncronos. Fue mi propio vientre, ocupado en penetrar a la vez que era penetrado, el que más sufrió pues a cada embestida que yo propinaba, no llegaba el eco de la suya entre mis nalgas más que un momento después. Pero, por suerte, fue breve el rato en el que se oyeron mis gritos. Como metrónomos participando de un mismo compás, nuestros empellones se solaparon, nuestros placeres se amontonaron.

Sólo lamento lo efímero de aquel momento en el que hundía mi verga en ella mientras la otra se hundía en mí. Su miembro me provocaba estallidos malsanos, explosiones de placer, cada vez que se hundía en mi recto, presionando una próstata que estaba ya a punto de reventar. Además, para mi desconsuelo, los talones de ella, que golpeaba mis riñones marcando el compás de mi penetración y de la suya, aceleraron el ritmo. Aquello se reflejó en su boca cuando sus dientes atraparon mis labios y sus brazos hundieron con más fuerza el almohadón bajo mi cabeza y la suya. Ella ansiaba acelerar las penetraciones, enloquecería si no imprimía un ritmo más ágil y salvaje.

No sé qué vino primero, si el orgasmo producido por mi empalamiento o el originado por mi penetración. Sólo sé que géiseres de esperma brotaron de mi verga, que el semen desbordó y se desparramó por su entrada. El gemido que solté solo fue comparable al chillido que salió de ella y que taladró mis oídos. Y después, envueltos en el sopor del salvaje orgasmo experimentado, el gemido de él remató la faena a mi espalda. Su aliento me quemó la nuca y sus brazos se estrecharon en mi vientre. Trallazos de esperma templados inundaron mi recto ardiente. Me sentí mareado, somnoliento. Incluso tuve tiempo de sentirme útil al haber proporcionado mi cuerpo un medio para que otro disfrutase.

Solo tras unos instantes de calma, cuando nuestros pulmones recuperaban el aliento y nuestros corazones buscaban un reposo merecido, sentí el intenso sudor que cubría nuestras pieles, que nos bañaba y nos servía para resbalar entre nosotros con risas y cuchicheos de por medio.

Pronto empezarían los escozores y mi ano demandaría algo de atención denunciando un abuso inesperado. También mis riñones acusarían el trato recibido, los calambres no se harían esperar. La sequedad de la garganta sería, en comparación, un mal menor, así como los chupetones en el cuello, difíciles de ocultar.

Nos vestimos de nuevo a oscuras, sin cruzar una palabra. Solo intercambiábamos risas y alguna que otra carcajada cuando nuestros brazos se tocaban o buscábamos a tientas la prenda que nos faltaba, encontrando la que no era.

Al lado del dormitorio, cuando salimos, había un pequeño aseo. Ella entró primero. No tardó demasiado. La fiesta seguía transcurriendo ajena a nosotros y nosotros ajenos a ella. Él y yo nos miramos poco, intercambiamos alguna sonrisa, alguna que otra mirada apreciativa.

Cuando ella salió, fue papá el que me invitó a entrar antes que él.

—No, entra tú primero, papá, anda —insistí.

—No seáis críos —dijo mamá recolocándose el sujetador bajo el vestido—. Entra tú, nene.



-Roco Vargas-