Dungeons & Dragons - Lawful Good
En el mundo de Los Reinos Olvidados, lugar de increíbles maravillas y sitios de maldad ancestral, existe una Orden de Caballería compuesta por mujeres guerreras que han jurado enfrentarse al Mal y defender a los inocentes.
Desde la atalaya del castillo de Caredrud podía contemplarse casi todo el reino de Damara. Construido sobre una de las montañas, era empleado como baluarte por las Hermanas de la Espada, una Orden de Caballería compuesta íntegramente por mujeres que habían jurado defender el Reino con su vida si era preciso.
La escudera Nashira Varnáster se miró al espejo en la estancia del pétreo castillo. El reflejo le devolvió la imagen de una mujer joven, atractiva, de piel pálida y ojos grises, morena aunque con un par de hebras de plata en su pelo negro como las alas de un cuervo.
Estaba nerviosa. Su superiora, Lady Garael, una de las Maestres de la Orden de las Hermanas de la Espada, llegaría en breves momentos de su entrenamiento diario. Los aposentos estaban perfectos: limpios, aseados y caldeados gracias a la chimenea de la pared norte. Nashira estaba allí para atender su más mínimo deseo, para servirla, complacerla, para amarla...
Fue entonces, como tantas otras veces desde hacía un mes, desde el día de aquel fatídico duelo, que sus ojos se clavaron en la cicatriz que desfiguraba su hermoso rostro. Intentó que algún mechón de su pelo de ébano la ocultara, pero fue inútil: el rebelde cabello de la mujer en el espejo se apartaba, cruelmente burlón, mostrando la descarnada mácula. Quiso gritar, llorar, romper aquel espejo, romperlo todo. Nashira rozó aquel amargo surco en la piel, rezando, suplicando inútilmente que desapareciera. Sus ojos se cubrieron de lágrimas. Ella era la escudera, la servidora de Lady Garael, en el campo de batalla y en la alcoba, y los labios y pieles desnudas de ambas mujeres se habían unido durante más de cinco años. Al principio se lo había negado a sí misma, pero la mirada de su ama había cambiado tras ser desfigurada Nashira en el duelo. Atrás quedó la aprobación, el deseo y la lujuria. En su lugar, el desprecio, el asco y la repugnancia habían hecho su aparición en los ojos de su amada.
Lady Garael penetró en la estancia. Nashira se mordió el labio con nerviosismo. Todo debía estar perfecto. Miró la espada de su señora sobre el arcón. La había pulido y aceitado ligeramente durante media hora, usando una gamuza del mejor lino para retirar cualquier resto del ungüento.
La Maestre no se dignó a mirarla mientras avanzaba hacia el centro de la habitación. La escudera acudió veloz y se colocó con rapidez tras la espalda de su señora, retirándole el jubón de cuero con delicadeza y desnudándola de su túnica corta mientras las yemas de sus dedos recorrían el cuerpo de la madura mujer guerrera. Sujetó el yelmo de su señora con admiración, acariciando el frío metal. Lo sostuvo con cuidado y devoción, como si fuera la verdadera cabeza de Lady Garael antes de depositarlo sobre el arcón.
La mujer frisaba la cincuentena y sus cabellos estaban manchados de plata, pero su forma física era envidiable. Cuando quedó desnuda, Nashira contempló con lujuria cómo sus músculos se marcaban en su cuerpo y sus pechos, a pesar de estar algo caídos, eran aún bellos con unos enormes pezones erizados y unas piernas y un trasero algo grueso pero fuerte y terso. Nashira depositó un beso en la nuca de su señora. Luego otro al comienzo de su columna vertebral. Fue arrodillándose poco a poco, en completo silencio, mientras sus labios descendían por la espalda de su señora. Amasó suavemente las redondas aunque pétreas nalgas de lady Garael con delicadeza, con veneración, mientras su lengua humedecía con suavidad el desfiladero que las separaba.
Pronto pudo ver el arrugado agujerito que era el esfínter de su ama, y su lengua se dirigió a lamerlo con fruición, como si fuese un altar sagrado. La lengua de Nashira comenzó a lamer, y la punta de la carne se introducía un poco más cada vez, en una progresión casi imperceptible. Hasta que el ano de Lady Garael acogía ya en su interior más de media lengua, serpenteando, chapoteando.
Hacía más de cinco años que las dos mujeres habían hecho el amor por primera vez. Fue en el propio campo de batalla, tras una lucha contra los orcos especialmente feroz en la que ambas mujeres se salvaron la vida la una a la otra más de una vez. El sexo llegó con severidad, con la urgencia desatada de quien entiende que puede morir mañana, de quien sabe que su vida lleva años siendo una sucesión de inmerecidas prórrogas. Un orgasmo compartido rápido, furtivo, robado a la Diosa del Amor antes casi de que ésta se enterase. Fue sexo rápido y rudo, pero Nashira creyó haber muerto y ascendido a los Cielos.
Pero la rapidez del sexo en los campos de batalla fue cambiando en las alcobas y en los tiempos de paz o treguas. Nashira se derritió cuando vio sonreírle a Lady Garael, cuando el sexo se tornó placer y ternura. Cuando ambas mujeres juntaban por las noches sus cuerpos hasta volverse un solo ser entrelazado imposible de separar.
Pero todo aquello cambió cuando Nashira Varnáster fue herida gravemente en el rostro en un duelo de entrenamiento con otra escudera. Y llegó el asco y el desprecio, las ojeadas por el rabillo del ojo de repulsión y de conmiseración. Y las miradas de Lady Garael comenzaron a posarse en otras jóvenes.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Nashira mientras seguía lamiendo el ano de su señora, mientras escuchaba la respiración agitada de aquella amada guerrera, casi indiferente, próxima al orgasmo sin siquiera mirarla, mientras su propio sexo se humedecía, requiriendo unas atenciones que no obtendría.
-Puedes detenerte, Nashira. -Suspiró Lady Garael, recuperando el resuello.
-Sí, mi señora.
La escudera miró al suelo, todavía arrodillada.
-Antes de que te retires, ha llegado una paloma mensajera informando de actividades nigrománticas en el norte, cerca de la aldea de Draksnaght. Mañana mismo partirás a investigarlo. Y...
Lady Garael dudó un momento, molesta, como si tuviese un sabor desagradable en la boca y quisiera desembarazarse lo antes posible de él. Prosiguió hablando con voz seca.
-...Después, entrarás a formar parte de la Guarnición del Castillo del Norte, a las órdenes de Lady Nosthar.
Nashira intentó que su voz no se quebrase en sollozos. Ella había amado a su señora, habían compartido lecho, la había servido lo más fielmente posible durante cinco años, y ahora Lady Garael se desembarazaba de ella, enviándola lo más lejos posible. Lejos, fuera de la vista. Para ni siquiera tener que ver su feo rostro lacerado mientras hacía el amor con otras mujeres más hermosas. Todo por una cicatriz. Una jodida cicatriz. Una neblina roja cruzó su visión y tuvo que apretar sus dientes con fuerza, recordando sus juramentos de honor, deber y obediencia.
-Como... como mi señora ordene.
Nashira caminó por el pasillo como si flotase, mareada, sus piernas casi incapaces de sostenerla, su visión empañada por las lágrimas. Incapaz de pensar, rezó para no cruzarse con nadie mientras llegaba a sus aposentos, pero parecía que Tymora, la diosa de la fortuna, no iba a atender sus plegarias esa noche.
Intentó sonreír y que sus labios no se torcieran en una mueca de dolor cuando se cruzó con Jandora, otra escudera. Su magnífico pelo castaño brillaba a la luz de las antorchas, como su espléndida piel cobriza sin mácula alguna. Nashira agradeció no tener que hablar porque supo que si hubiera tenido que articular cualquier palabra, su voz se hubiera quebrado en balbuceos lloriqueantes. Pero incluso entre las lágrimas, pudo discernir el burlón brillo de triunfo en la intensa mirada que Jandora la dirigió. Y supo lo que significaba.
Nashira corrió hacia sus aposentos, cerró la puerta tras de si, se dejó caer hasta el suelo y lloró desconsoladamente hasta quedarse sin lágrimas.
Dos horas después, Nashira Varnáster partía con su caballo por la puerta principal del castillo, ataviada con su cota de malla. Las guardias de la barbacana la saludaron marcialmente mientras se alejaba en dirección hacia el norte.
Pero su viaje se detuvo pronto. En las cercanías del castillo, en un lugar solitario, la escudera desmontó y contempló fijamente con mirada indescifrable la poción de invisibilidad que había llevado consigo. Por último, la bebió de un trago y esperó hasta que su piel fue volviéndose incorpórea y desapareció del todo. La colina quedó vacía, con solo el viento soplando tristemente.
En los aposentos de Lady Garael, la madura Maestre se hallaba en la cama con Jandora. Sus cuerpos se juntaban en una intensa ceremonia amatoria. Las carnosas lenguas se enlazaban en frenesí, buscándose y besándose, mientras se abrazaban en una vehemente contienda sexual como si les fuese la vida en ello. El sudor perlaba la piel de ambas mujeres, brillante a la luz de las antorchas y en la estancia sólo podían escucharse los gemidos, risas ahogadas y el golpeteo húmedo de la carne contra la carne.
Nashira lo contemplaba en silencio desde uno de los rincones. Si no hubiese sido invisible, podría haberse visto su expresión pétrea mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ni siquiera una mirada de desaprobación cruzó su rostro al contemplar las prendas de ropa en desorden, arrugadas y desperdigadas por toda la habitación. Su rostro era el de una hierática esfinge.
Los dedos de las mujeres recorrían sus cuerpos como si quisieran delinear sus siluetas, perfilando hombros, caderas, pechos, pezones, muslos y sexos. Jandora besó y lamió a su señora como si estuviera muerta de inanición y rió quedamente tumbándose sobre las arrugadas sábanas mientras el rostro de Lady Garael fue bajando y bajando, depositando besos por la tripa de la escudera, por su ombligo, hasta desembocar en su humedecido sexo, el cual devoró con la desesperación de los sedientos. Nashira contempló impertérrita cómo la boca de Lady Garael se hundía en el coño de Jandora y su rostro se volvía brillante, mezcla de saliva y los jugos vaginales de su amante.
-Te amo... -Susurró Lady Garael.
La invisible mano de Nashira se cerró sobre la espada de su antigua señora, todavía encima del arcón. Espada que había limpiado y pulido miles de veces con completa devoción. Ninguna de las dos mujeres del camastro llegó a escuchar nunca como se desenvainaba.
Horas después, la escudera Nashira Varnáster prosiguió su camino hacia el norte, en dirección hacia el pueblo de Draksnaght.