Duna

Hipnos cuenta una nueva historia para el ejercicio... Nos conduce por una playa más allá del atardecer en la que Duna se adentra en sus pensamientos... en sus sentimientos.

Duna

El Sol comienza lentamente a ir perdiendo su brillo en el horizonte, las estrellas desperdigas por la cúpula van tomando la misma intensidad que este. Corre aire, no el ligero levante de la tarde, ahora es Poniente el que sopla con fuerza enmarañando su cabello.

Tranquila y serena Duna pasea por su edén, le gusta sentir como las olas acarician la dorada piel de sus tobillos al son de las mareas, como la arena se introduce entre los dedos de sus pies en su lento caminar por la orilla. Hace frío, los pescadores que comienzan a ir preparando sus aperos para una tranquila noche de pesca con caña van abrigados, sin embargo ella sólo lleva un fino vestido de lino verde. Las frías aguas del Atlántico unidas a la brisa la hacen estremecerse, nota como su piel comienza a erizarse. Duna se abraza, intentando cubrir toda la parte de su escote y hombros que están descubiertos.

Disfruta paseando en su playa, repetidos y continuos han sido los momentos en que ha recurrido a ella. No sólo en verano para colorear aún más su piel o refrescarse en esas aguas que guardan tesoros en el fondo de sus lechos. Ella disfruta de las noches en que todo queda tranquilo, en que puede pasar desapercibida caminando y pensando; sus momentos en que nadie la importuna y puede remembrar su niñez y adolescencia. Recordar como paseaba despreocupada, cómo soñaba despierta con todo lo que le aguardaba, como la misma brisa dibujaba continuamente una amplia sonrisa en su rostro pensando en el mañana.

El lejano faro la escruta tranquilo e inmóvil. La ha observado durante años repetir el mismo proceder, nadie queda ya en su interior que haya podido advertir sus continuas visitas. Los pescadores medio dormidos esperan a que el tintineo de la punta de su caña los saque de la ensoñación, para ellos no es más que una joven que disfruta de un tranquilo paseo nocturno. Sus ojos melosos rasgados como el lejano horizonte, poseen el mismo brillo que su Atlántico con el reflejo de la ya dominante luna. El agua comienza a removerse, Poniente es así, la mar cada vez está más brava y se lo hace saber a los espigones con continuos choques.

Descalza prosigue su paseo, en su mano derecha lleva sus sandalias, en la izquierda un solitario cigarro acompañado de un mechero. Por un momento se detiene, a lo lejos se observa el paso de un gran transatlántico. La cantidad de luces hacen imaginar la dimensión de un gran barco con todos los lujos para pasar un bonito crucero atravesando las aguas de su océano. Por un instante ella se imagina en él. Sueña con que se encuentra en la cubierta de ese gran catamarán tumbada en una hamaca verde enjuagándose la boca con un coctel de licor y manzana; fantasea con cómo se relaja con el suave vaivén del barco en altamar. Como su otra mitad se encuentra en ese barco, aquel que aún no ha querido toparse con ella en su caminar. Ahora ya no hay seriedad en sus rostro, una amplia sonrisa de alegría la envuelven mostrándole al faro que nada ha cambiado en ella. Sigue siendo la misma muchacha de tanto tiempo atrás.

La luz de esa atalaya para embarcaciones se enciende, parece que quisiera gritarle a Duna que no está sola, que él está con ella. Alejado aunque unido siempre la ha contemplado y la ha visto sentir, llorar, soñar, alegrarse.

Duna vuelve a su realidad, lentamente se aleja de la orilla y decide sentarse en la fría arena. Deja a su derecha todas sus pertenecías, por un segundo se abraza a sus tobillos e introduce todas sus piernas en el vestido, aún conserva esa costumbre de cuando era pequeña y sentía frío. Disfruta de la calma, su pie derecho comienza a escarbar en la arena mientras que sus ojos se posan en las barcazas amarradas en el agua. Este es el momento que a ella tanto le cuesta encontrar durante el día, su momentito para ella, tranquila, donde poder pensar, donde alejarse de las preocupaciones, donde soñar si es necesario. Un suspiro para ser cómo es ella.

Toma de la arena a su fiel amigo y se lo lleva a sus labios, el nunca le ha condicionado ninguno de sus besos, nunca le ha obligado a nada. Paciente siempre la ha esperado a que ella se acercara y decidiera tomarlo. No tiene prisa alguna, le gusta mantenerlo apresado en sus labios, esquivos para otros, pero que con él hacen excepción. Lentamente le acaricia toda su longitud, para volverlo aún más rígido y sin pensarlo más aún al fin le da vida.

Duna inspira fuertemente, la brisa no es capaz de acallar el crepitar del tabaco quemándose en la punta del pitillo. Con el recorrer del humo a través de ella se siente aún más calmada, ahora ya todo es perfecto. Ella, su Caleta y su compañero. Una segunda bocanada pasa a través de sus labios, no será la última, le seguirán unas cuantas más antes de que decida estrellarlo contra la arena y darle sepultura en su paraíso. No será más que otro de sus últimos amantes que besó sus labios.

Ya es tarde, a Duna la aguarda su mundo, su realidad. Decidida se levanta y recorre el mismo camino de hace unos cuantos minutos. Ahora sus pasos no son tan pesados y van tan enfrascada en sus pensamientos. A cada pisada en la orilla, su talón se introduce en la arena marcando la silueta de su pie durante unos segundos, pues eso es lo que tarda en borrar la playa las señas de que ella ha estado esa noche. Cada ola se lleva con ella dos o tres muestras de que ella ha estado paseando en su arena.

Le gustaría quedarse más, tener más tiempo para decidir cómo poder emplearlo, pero ahora las decisiones ya no dependen sólo de ella. Para ella su paseo ha sido eterno, el reloj se ha parado esta noche sobre ese rinconcito de su tacita y la ha dejado disfrutar de su rato de soledad buscada. En la ducha de la entrada, enjuaga sus piernas para borrar los rastros de arena de su piel. Separa los dedos de sus pies con delicadeza para que el agua se introduzca llevándose los restos de su playa. Una vez ha repetido la misma operación con el mismo pie, se calza para abandonar su playa con dirección a su coche, no sin antes mojarse las manos un poco para poder acomodar su enmarañado pelo.

A Duna no le gustan las despedidas, las odia, sería incapaz de girarse y verla por última vez, por lo que nunca lo hace. Prefiere abandonarla tranquila sin mediar palabra, pero sabedora de que aunque no sepa cuándo volverá a verla, la volverá a observar una vez más.

Ya ha llegado a su coche, abre el maletero y saca de él las llaves. Nunca lo cierra, confía en que nadie descubra su pequeño truco y hasta ahora así ha sido. Se acomoda y arranca, rumbo a su ciudad, alejándose de su Caí, raya a raya de la carretera, kilómetro a kilómetro

El reloj del coche marcan las cuatro de la mañana en un instante Duna habrá llegado a su casa, inspira fuertemente tomando todo el aire que puede con su nariz y una vez más lo vuelve a notar. Huele a sal, su Caleta está con ella.