Duna

Con cuarenta y pocos, la morena de ojos expresivos y sonrisa iluminada, intentaba recordar la última vez que había estado con un hombre.

Duna

Con cuarenta y pocos, la morena de ojos expresivos y sonrisa iluminada, intentaba recordar la última vez que había estado con un hombre. Era por esos días una mezcla de decepción y angustia llevada al límite. Aún sus mejillas mantenían la línea del maxilar y la musculatura de sus brazos no se descolgaba. Con algo de sobrepeso sus curvas seguían llamando apeteciblemente la atención y así, mirándose desnuda en el espejo luego de la ducha, se dijo a sí misma que tenía que hacer algo. Quería decididamente sentirse una mujer deseada y satisfecha sexualmente.

Lo veía cada mañana en la misma estación del metro para ir al trabajo. Alto, atractivo, ojos grises, cabello entrecano y estado físico envidiable. Lo conocía de llevar semanalmente algún paquete a su empresa. Siempre la atendía correctamente, con amabilidad pero sin sonrisas. En el vagón Yolanda lo analizaba subrepticiamente hasta que inesperadamente él le clavó la mirada y pudo sentir cómo parpadeaban enloquecidas las mariposas en su entrepierna. Un instante apenas alcanzó para que su aliento enrojecido transformara la anchura palpitente de sus pechos.

Bajaban del metro en ls misma estación y cada uno salía para un lado. La semana siguiente discurrió evitando el contacto visual ella y atrapándola con la mirada él. El momento tan esperado y temido llegó: en la hoja de ruta de logística aparece el nombre y dirección del especimen humano sujeto de sus deseos y a la ardiente mujer se le secó la garganta.

El servicio de mensajería donde trabaja Yolanda estaba al límite del colapso. Imprevistas bajas multiplica las entregas para los que están en las calles. El tráfico no colabora y el cambio de tiempo amenaza complicarlo todo. Apretados y con demoras le asignan un ciclomotor para agilizar el reparto de envíos, ha de darse prisa para cumplir con los tiempos, la hora de cierre de oficinas y locales comerciales están cerca. Dejó para el final la entrega de la caja dirigida al hombre del metro cuando el cielo descarga una lluvia torrencial. En cuestión de diez minutos estaba calada hasta los huesos y en ese estado entra al lugar donde el hombre de ojos grises la esperaba con un boli de forma peculiar entre las manos

_ Perdone usted el retraso. Aquí está el paquete.- dijo Yolanda con voz insegura.

_ Estaba esperando para cerrar pero viendo la que está cayendo mejor esperar a que amaine.- fue la seca respuesta del hombre.

El tenso silencio se rompió con el sonido de las gotas de lluvia que se desprendían de la ropa de la mujer para estrellarse en el suelo de madera en el suelo.

_ Está empapada. ¿Quiere pasar al servicio y secarse un poco? Hay toallas en el armario. Puede llamar a su jefe para advertirle de la situación y que entregará el ciclomotor más tarde.- dijo Gines apiadándose del estado lamentable de la hembra que tenía ante sí empapada.

Todavía no sabe cómo accedió a todo lo que él le dijo. Mientras estaba en el baño él golpea la puerta y le acerca en una bolsa plástica una camiseta blanca, unos calcetines y un pantalón de deporte, los mimsos que él usaba algunas noches para entrenar en el club. Lamentando no tener calzado que se adaptaran a los pies femeninos. La mujer aturdida y temblorosa aceptó, quitándose la ropa mojada sin cerrar la puerta porque el ardor que le provocaba la proximidad de ese semental la afixiaba, y suponía que él se habría alejado. Nada más lejos de la realidad. Se pone la camiseta sin sostén, se gira sobre sí misma y lo ve traspasándola con la mirada. La devoraba visualmente con apetito. Ella supo en ese momento que cualquier experiencia con ese hombre supondría la perdición. No quería sentir la atracción que le producían esos pantalones tejanos gastados que se amoldaban a sus muslos como una segunda piel ni ese prominente bulto que parecía reventar la tela más arriba.

Al diablo con los prejuicios era el momento indicado, su momento de jugar y liberar la diosa que habita en su interior.

Yolanda se arrojó a los brazos del monumental hombre con manos y boca extraviadas. Mientras le rogaba con voz trémula:

_ Quiero ser tu montura, que me tengas en medio de ti, te necesito aquí – dijo señalándole el camino hacia su flor carnívora – bésame los rincones que la luz no conoce. Quiero ver tus dientes mordiendo hambriento mis pezones. Me trastornas. Quiero que me cures la ansiedad hundiéndote en mi carne, que me ahogues de placer. Quiero mojarte con mis fluidos, no aguanto las ganas. Quiero someter mi lengua a tus deseos. Quiero que me hagas tuya aquí, en el ascensor, en el aparcamiento, en medio del parque, en cualquier sitio donde pueda saciar mis urgencias y tus antojos. Quiero complacerte salvajemente.- Su respiración ahora era descontrolada, su cuerpo, en puntas de pie, se frotaba sobre el del hombre como posesa.

_Clávame tu espuela para correr y oblígame a detenerme cuando tu te detengas. Penétrame y llega al fondo de mi vientre necesitado. Desgárrame la duna de excitación cuando caigas entero en mis entrañas. Quiero que me bañes con tu leche, que me arda la piel al contacto con tu saliva y me quemes en la hoguera de tus fantasías. Quiero oler a perversión por dentro y por fuera. Esclavízame de una puta vez y enséñame a obedecerte.

Y se hizo su voluntad. Cuando sintió el frío de los azulejos enfriándole la mejilla y la delantera de su cuerpo divisó el abismo.

Yolanda conscientemente o no llamó a la puerta de un Amo, como canalizando la experiencia amorosa del alma en búsqueda de un dios y nada ,a partir de entonces, volvería a ser igual para ella.