Dumb boy (versión corta)

He colgado una versión corta, sin la historia paralela, sólo carne, para conocer vuestra opinión. ¿Cuál preferís?

Daniel duerme a mi lado profundamente cuando me despierto. No siempre ha sido así pero desde hace unos meses ha vuelto a mi cama. Me agrada. Me hace compañía y me siento querida por el hombre de la casa. Ya ha cumplido los 14 y me ha atrapado en altura. Está creciendo alto y recio como su padre.

Me levanto tratando de no despertarlo para preparar el desayuno y dejar la casa ordenada antes de ir al colegio él, al trabajo yo.

Vuelvo a tener la blusa del camisón desabrochada. Ayer también me pasó. Supongo que los ojales se están dando y al moverme, siempre me he movido mucho durmiendo, se me han salido los dos botones superiores de los tres que tiene.


Últimamente Daniel está mejor. No ha sido fácil para él aunque siempre he procurado ayudarlo en cualquier aspecto de su vida, de su crecimiento. Eso es lo que creo que debe hacer siempre una madre, desvivirse por sus hijos. Yo solamente tengo uno, así que puedo volcar todos mis esfuerzos en él.

Los médicos nos avisaron pronto que nuestro hijo podía tener algunas dificultades de aprendizaje, así lo llamaron. El parto había sido difícil pues venía de nalgas y no me sometieron a cesárea como debieran haber hecho porque aquella noche parimos dieciséis mujeres en el mismo centro y solamente había dos cirujanos de guardia. Culparon a la Luna llena que incentivaba los partos, me dijo la comadrona, pues nunca habían visto nada igual.

Mi bebé sufrió un principio de asfixia, al enrollársele el cordón umbilical alrededor del cuello, pero su fuerza de voluntad unido a mi esfuerzo por traerlo al mundo sano y salvo obraron el milagro. A la comadrona también le debemos gratitud eterna, pues logró girarlo a tiempo dentro de la barriga encajándolo en mi pelvis para que pudiera salir para conocer a su madre.

No le quedaron secuelas físicas, algo de agradecer pues podía haber sufrido alguna atrofia muscular, nos dijeron, pero su cerebro realizó tal esfuerzo por liberarse que ahora paga las consecuencias. Aunque no me parecen tan importantes. Es cierto que nunca será el chico más listo de la clase, yo tampoco lo fui, pero con mucho esfuerzo, el mío y el suyo, ha ido superando todos los cursos, aprobándolos por los pelos pero satisfactoriamente.

¡Qué orgullosa me siento!

Berni, el padre, no se quedó para criarlo. Estuvo a mi lado durante el embarazo y el primer año de vida de nuestro hijo, pero dos días antes de su primer cumpleaños se fue. Para no volver.


Daniel ya es todo un hombre. Se hace mayor. Ya no se deja duchar por mí como hacía hace escasos meses. Lógico pues ese vello que comienza a asomarle en el bigote es una prueba inequívoca del que debe estar decorando su cuerpo. Esta mañana, además, se ha levantado con el pene enhiesto. Sé que es habitual en los chicos. Yo también me despierto casi cada día con ganas de orinar, pero a los hombres se les concentra la necesidad en aquel músculo y no pueden disimularlo.

Desde pequeño me di cuenta que nuestro hijo había heredado los atributos de su padre. No solamente las facciones, ojos claros, cabello negro como la noche, mentón cuadrado, labios carnosos y muy rosados, espalda ancha; también el tamaño de su hombría, por encima de la media.

Por ello, para no avergonzarlo, comprendí que no debía ducharlo más y, las mañanas que ha dormido en mi cama, me levanto antes que él para no ser testigo de su incómoda urgencia matinal.


Esta tarde Daniel ha vuelto del colegio inquieto. No ha querido explicarme nada, ha dejado de hacerlo, pero sé que ha tenido alguna disputa con sus compañeros de curso. Por más que trate de apoyarle, de quitarle hierro al asunto, no puedo hacer mucho más que presentarle estrategias para evitar los conflictos. Pero no es suficiente. Necesita una figura paterna que lo guíe pues mi mentalidad y experiencia no puede ser otra cosa que femenina. ¡Cuánto odio a Berni cuando nuestro hijo necesitaría de la seguridad y aplomo de su padre!

En todas las clases, en todos los cursos, en todas las escuelas hay chicos o chicas que no encajan con la facilidad del resto y que acaban siendo el blanco de las burlas de sus compañeros. Por desgracia, no todos los compañeros dan valor a ese nombre y se ensañan con los más débiles.

Mi hijo no es débil físicamente, pero sí va por debajo de la mayoría intelectualmente. Su capacidad comprensora llega al límite mínimo para poder compartir educación con chicos corrientes, pero lo supera por poco. Por allí asoman las burlas. Obviamente es un hecho que siempre le ha acomplejado, con el que he tenido que lidiar desde su nacimiento, pero nunca me daré por vencida.

No he logrado que me explicara qué ha pasado cenando, pero sí creo que he contribuido a animarlo un poco. Hemos visto un poco la televisión juntos, hasta que el cansancio me ha vencido y me he ido a la cama. Él ha preferido acabar de ver el programa antes de acostarse, pero me ha confirmado que volverá a hacerlo en mi cama.

Algo me ha despertado. Daniel supongo al venir a la cama, pero en la luz del despertador veo que son más de la 1. No creo que acabe de acostarse, además, encendiendo la lámpara de la mesita veo que está profundamente dormido. Tal vez me he movido hacia su lado y nos hemos tocado, tal vez se ha movido él pues lo he sentido muy cerca. Apago la luz de nuevo, debo dormirme. ¡Maldito camisón! Otra vez se me ha abierto.


Creo que Daniel me ha tocado. Esta noche. No puedo asegurarlo, pero me temo que no me equivoco.


No sé qué hacer, cómo enfocarlo.

Mis sospechas se han hecho realidad. Ayer me acosté antes que Daniel, como otros días, pero hice lo imposible para no dormirme. Estaba inquieta, así que no me fue difícil. Cuando entró en la habitación, sigiloso para no despertarme, me hice la dormida. Entró en la cama, moviendo las sábanas con cuidado y se tumbó a mi lado. No ocurrió nada en unos minutos, por lo que me sentí aliviada. ¿Cómo podía haber malpensado de mi amoroso hijo?

Hasta que noté movimiento a mi izquierda. Iba a preguntarle si no podía dormirse, si necesitaba que le preparara un vaso de leche caliente, cuando noté su mano, en mi costado. Me tocó la cadera, suavemente al principio, posándola sobre ella al poco rato, supongo que confirmando mi estado de somnolencia.

La mano que he agarrado miles de veces ascendió por mi vientre hasta mis pechos. Primero los acarició tímidamente, hasta que confirmó que estaba profundamente dormida, como suelo estar, tomándolo con seguridad con la mano abierta, sobándome. Estuve a punto de pegar un respingo ante la sorpresa, pero logré contenerme.

Cuando su mano se cansó del izquierdo, cambió al derecho que también recibió el mismo trato. Sus dedos se movían sobre mis mamas, las mismas que lo amamantaron durante medio año, pellizcándome los pezones que se irguieron obscenos.

La sorpresa me había paralizado, pero mi mente me pedía detenerlo, sobre todo cuando desabrochó dos botones del camisón para colar la mano. Ahora su piel tocaba mi piel. Una mano caliente de dedos ardientes me sobaron a conciencia durante mucho rato, demasiado, hasta que noté movimientos a mi izquierda, temblores, y un leve gemido, mientras la presión de su mano sobre mi seno se intensificaba.

Daniel se durmió a los pocos segundos mientras yo era incapaz de pegar ojo.


Daniel ha repetido su travesura tres noches seguidas. Así lo llamo, travesura. ¿Qué otra palabra puedo utilizar? Trato de darle una explicación y por más vueltas que le doy, es obvia. Mi hijo ya no es un niño. Es un adolescente con las hormonas alteradas y su cuerpo tiene necesidades fisiológicas a las que debe atender.

Soy mujer y a mis 35 años aún me conservo bien. Comprendo que pueda atraerle, pero un joven de 14 años debe fijarse en chicas de su edad. No en su madre.

Tal vez, mi error ha sido intimar demasiado con él. Siempre he sido muy cariñosa, me ha gustado besarlo, abrazarle. Me ha hecho mucha compañía toda la vida, también de noche en mi cama, pero nunca vi venir que los acontecimientos pudieran derivar hacia la atracción física.

Debo hablarlo con él, pues he sentido la tentación de despertarme de golpe, cuando me tocaba, pero temo ridiculizarlo, dañarlo anímicamente. Y mi hijo necesita seguridad en sí mismo. Ya lo maltratan las compañeras de curso, brujas engreídas que no ven el interior de las personas.

Esta noche, además, ha dado un paso imprevisto, uno más.

Me estaba acariciando, había colado la mano dentro de mi ropa cuando decidí moverme para que se detuviera. Aparentemente no me he despertado. Solamente me he girado en sueños dándole la espalda, cruzando el brazo izquierdo sobre mis pechos. Daniel ha retirado la mano rápidamente. Por unos instantes he creído lograr mi objetivo, pues se ha quedado tumbado sin moverse, hasta que he notado su mano en mis nalgas. Las ha acariciado con deleite, igual como hacía con mis senos, hasta que ha decidido dar un paso más. Sus dedos se han colado por el bajo del camisón, a medio muslo, y han ascendido. Han acariciado mi nalga desnuda, pues la tela ha quedado levantada a la altura de mi cadera, también la derecha con más dificultad pues era la inferior, hasta que se han atrevido entre ellas.

No he podido evitar un leve respingo cuando sus dedos han descendido por la raja que las separa y han tocado mi sexo por detrás. No ha durado demasiado, escasos segundos, pero he notado claramente como sus dedos empujaban y acariciaban la rugosidad de mis labios. No sé cuán lejos hubiera llegado si no hubiera eyaculado en ese momento. Tengo que detenerlo.


No sé si estoy haciendo lo correcto. He decidió ayudarle. Se lo he prometido.

Hemos estado hablando un buen rato esta tarde. He dejado pasar unas horas pues ayer estaba demasiado avergonzado y lo último que quiero es acomplejarlo. Pero creo que puedo ayudarle y que le hará bien, pues me necesita más que cuando era un niño pequeño. Y nunca lo dejaré en la estacada, se lo he dicho y voy a cumplirlo.

Repetí la táctica disuasoria de la noche anterior, girarme. Cierto es que no logré que se detuviera, pero no se me ocurrió otra alternativa. Además, lo hice de modo instintivo. Su respuesta fue la misma que la noche precedente. Acariciarme las nalgas en vez de los pechos. Y de nuevo, se atrevió a aventurarse entre éstas. Pero más atrevido.

Noté sus dedos acariciar mi sexo por encima de las bragas, recorriéndolo, haciendo presión con el pulgar. Debí haberme movido de nuevo, para que se detuviera, pero no supe reaccionar. Él, en cambio, si se aventuró hacia nuevos territorios. Con más habilidad de la que esperaba, coló un dedo por el lateral de la prenda hasta llegar a mi sexo, a tocarlo directamente.

Su dedo se movió incómodo en una zona que ningún hombre ha tocado desde hace años. Me excité. La sorpresa, por un lado, la carencia, por otro, me vencieron. Rápidamente noté como mi sexo se humedecía, como recibía complacido la visita de la falange intrusa. No pude evitarlo y gemí.

Ahora sí se detuvo, instantáneamente, girándose para huir tan lejos como el colchón le permitió. Estuve callada unos segundos, inquieta, hasta que oí ahogados sollozos. Mi corazón se rompió en mil pedazos, así que hice lo que harían cualquier madre, abrazarlo con fuerza para calmarlo, no pasa nada cariño, no pasa nada. Hasta que noté como se dormía entre mis brazos.

Así que esta tarde, con los ánimos más atemperados, he cogido el toro por los cuernos. Esto no puede volver a repetirse he querido decirle, ¿cómo se te ha ocurrido hacer algo así?, pero su respuesta me ha desarmado.

-Ya tengo 14 años, mis amigos tienen novias o amigas pero yo no puedo tenerlas. Ninguna se fija en mí porque soy distinto, no soy como ellos –se ha quejado llorando.

Por más que he tratado de consolarlo, argumentando que habrá otras chicas, que encontrará a alguna que lo valore tal como es, que no se dejara llevar por el qué dirán o por prejuicios adolescentes, inmaduros, solamente he logrado calmarlo abrazándolo de nuevo, diciéndole lo mucho que le quiero y que siempre me tendrá a su lado.

-Lo sé, mamá, pero yo necesito algo más que el amor de mi madre.


No sé si he tomado la decisión correcta pero ahora ya está hecho, ya no puedo echarme atrás.

Durante dos semanas, Daniel ha parecido un alma en pena. Pobre, he tratado de animarlo de tantas maneras como he podido, pero ha sido en balde. Se siente avergonzado, a pesar de que traté de no humillarlo, pero es tan buen chico…

En el cole, además, parece que su relación con los pocos amigos que tiene también ha empeorado. Ayer llamé a su profesora para saber cómo le iba, algo que hago habitualmente pues está catalogado como un alumno con necesidades especiales al que le hacen un seguimiento más cercano, y las palabras de la docente me dejaron aún más preocupada.

Ha dado un bajón, me dijo, pero ya sabes cómo es, cuesta mucho sacarle información, hacer que se sincere con los adultos. Conmigo sí puede hacerlo, pensé, aunque esta vez sea distinto.

Así que aquella misma noche le pedí que volviera a dormir a mi cama, que le echaba mucho de menos. Me gusta tenerte a mi lado, me haces compañía.

Le esperé despierta pues de nuevo prefirió acabar de ver un programa de la tele. Cuando apareció, me alegré, tanto que lo abracé al entrar conmigo en la cama. Tranquilo cariño, yo te ayudaré en cualquier cosa que necesites, sabes que puedes confiar en mí. Un escueto gracias antes de desearnos mutuamente buenas noches fue su respuesta.

Pero media hora después, ninguno de los dos se había podido dormir. Haré lo que sea por ti, mi amor, me dije sin verbalizarlo.

-¿No puedes dormirte? –pregunté. No. -¿Estás inquieto? –Un poco. Me acerqué a él, abrazándolo de nuevo, para separarme a continuación y tomar su mano. –Mamá hará lo que haga falta para ayudarte, para que te sientas bien.

Me abrí los tres botones del camisón y posé su extremidad en mi escote. No dije nada más. Lo miré fijamente pero estábamos a oscuras. Mejor así, pues no quería contagiarle mi vergüenza. Tardó en moverse, en actuar, pero cuando lo hizo, su mano tomó mis pechos alternativamente, sopesándolos, acariciándolos, mientras yo me mantenía pasiva, permitiéndole satisfacer sus necesidades.

No se masturbó, aunque esperaba que lo hiciera. Cuando se dio por satisfecho, retiró la mano, me dio un beso en la mejilla y me deseó buenas noches.


Sorprendentemente, me gusta que mi hijo me acaricie. Me hace sentir viva. Ha despertado en mí sensaciones olvidadas. Al principio no estaba segura, convencida de estar permitiendo actos anti natura, pero la felicidad ha vuelto a su rostro y yo me siento amada de nuevo.

Los primeros días se contentó con acariciarme los pechos colando la mano por mi escote. A oscuras, pues era más fácil para mí. Pero ayer entraba un poco de luz de la Luna llena por la persiana mal cerrada y me pidió que me quitara el camisón. ¿Puedo verlas?

Sentí cierta incomodidad, pero accedí. Tumbada boca arriba, notaba las manos de mi hijo moverse por mis senos, acariciando mis pezones, con los ojos clavados en las armas que habían conquistado a varios hombres.

No puedo evitarlo, pero me excita que me pellizque los pezones. Siempre han sido mi zona más erógena. Después de cuatro años, he vuelto a sentir humedad en mi sexo. No estoy cerca del orgasmo ni mucho menos, pero me recorre por todo el cuerpo aquel cosquilleo que casi había olvidado.

Cuando está casi a punto, se levanta de la cama súbitamente, entra en el baño y se masturba. En menos de un minuto, vuelve a la cama aliviado. La escasa luz que ayer iluminaba la estancia me permitió ver su sonrisa de felicidad. Yo también me sentí feliz.


Vuelvo a tener sentimientos encontrados. Por un lado, me siento feliz por mi hijo. Por otro, siento estar haciendo algo incorrecto. Pero esta noche he dado un paso más que me tiene muy preocupada pues no sé hasta dónde me puede llevar.

Le espero en la cama sin camisón, aunque últimamente ya nos acostamos a la vez, pues es mayor su deseo por mí que por acabar de ver cualquier programa en la tele. Así que me lo quito en cuanto nos metemos en la cama. Ya no apagamos la luz. Le gusta verme y a mí me gusta ver su cara de felicidad, así que le dejo hacer relajada, sintiendo sus manos recorrer mi torso, alabando mis atributos, pues no ceja en ello ni un minuto.

Entonces, habiéndome pellizcado con deleite los pezones, pues le confesé que me encanta, ha deslizado la mano por mi vientre, amorosamente. Me ha encantado, hasta que su mano se ha detenido en el borde de mis bragas, jugando con la goma a la altura de mi pubis. Lo he detenido, pero antes de que yo pudiera decirle que eso me parecía demasiado, me ha mirado a los ojos y un por favor, mamá, ha ido acompañado de una prueba de su amor hacia mí, tú también te mereces disfrutar un poco.

Me ha desarmado.

Sus dedos se han colado en el interior de la prenda de algodón, se han detenido cuando han notado la descuidada selva que protege mi pubis para seguir avanzando cuando se han cansado de rizar mis rizos. No he abierto las piernas. Bueno, sólo un poco. Lo justo para notar sus dedos en mis labios, para que el índice los recorriera, abrazándolo. No he podido evitar suspirar, profundamente, apagando los gemidos que surgían de mi garganta.

Mi cuerpo me ha pedido separar mis muslos ampliamente para que su mano se moviera libre, pero el cerebro aún estaba despierto. Lo he detenido a tiempo, gracias cariño, pero ya basta por hoy.

Ha vuelto a mis pechos, a mis pezones, y me ha abandonado cuando había cerrado los ojos sintiendo palpitar toda mi feminidad.

Despierta, con mi hijo dormido a mi lado, me doy cuenta de cuán necesitada estoy de un hombre.


Hoy he tenido un orgasmo. Cuatro años y pico después he vuelto a sentir mi sexo palpitar, mis caderas temblar, mi garganta jadear. Ha sido muy placentero, eso no puedo negarlo, me hacía mucha falta, pero también ha sido peligroso.

Llevo días planteándome masturbarme. Nunca lo he hecho. Sola. Cuando Berni me penetraba analmente aprendí a estimular mi sexo para mitigar la molestia que me producía con lo que acabé logrando pequeños orgasmos. Pero solamente me he tocado en esas ocasiones. Y ya han pasado trece años.

Los nuevos juegos con Daniel, sé que no debo pero cada día le permito un poco más, me tienen cada vez más predispuesta, más excitada. Ayer, sin ir más lejos, si el hombre que se sentó a mi lado en el autobús hubiera dado algún paso más y me hubiera invitado a acompañarle a tomar una copa, seguramente me hubiera poseído. Pero solamente me dio un poco de conversación sin más expectativas.

Pero así de necesitada estoy, así de excitada me tiene mi hijo. Por ello, le permito que me acaricie también el sexo, tímidamente los primeros días, deteniéndolo cuando estoy a punto de perder la compostura. ¡Como si no la hubiera perdido ya! Pero ayer y sobre todo hoy, he cruzado el límite. Sólo un poco más, sólo un poco más me he dicho, hasta que ya no ha habido marcha atrás.

Un orgasmo intenso como hacía mucho tiempo que no sentía me ha recorrido de la cabeza a los pies teniendo mi sexo como epicentro sísmico. Los dedos de Daniel han operado el milagro, pero lo peor no ha sido que mi propio hijo me llevara al clímax. Estaba tan absorta en mi propio placer que no me he dado cuenta de lo acontecía a mi alrededor hasta que he notado la semilla de mi niño quemándome la piel. Con la mano libre se estaba masturbando hasta que ha eyaculado sobre mi abdomen y pecho.

¡Qué sucia me he sentido!


Definitivamente he perdido la cabeza. ¿Qué otra explicación puede darse de una mujer que permite que su hijo la masturbe? Pero no es solamente eso. También yo he comenzado a corresponderle.

Dice el refrán que a la tercera va la vencida. En mi caso ha sido a la cuarta. Cuatro días consecutivos llegando al orgasmo gracias al buen hacer de los dedos de mi hijo me han empujado a corresponderle. Hoy no le he permitido masturbarse ante mí, eyacular sobre mi cuerpo. Hoy le he ordenado tumbarse boca arriba, espera, déjame a mí, he tomado su miembro con la mano derecha, qué placer recuperar la sensación de sujetar la hombría de un hombre, lo he acariciado de arriba abajo, de abajo arriba, y lo he masturbado.

Lo he hecho muy despacio, alargando el momento, con la lentitud suficiente para retrasar el final, para multiplicar su explosión. Daniel, no solamente posee un pene grande y robusto, también su eyaculación ha sido potente, viril. Sin duda, es hijo de su padre.


Tres meses después de comenzar mi aventura con Daniel, nuestra relación ha cambiado como un calcetín. No sé dónde nos lleva, aunque lo presiento y sé que está mal y que la sociedad en que vivimos lo denigra, no puedo evitar desearlo con todas mis fuerzas.

Ya no esperamos a la noche para amarnos. Sí ya lo llamo así pues es como lo siento. Cualquier momento es bueno para abrazarnos, acariciarnos, sentirnos. Quiero a mi hijo con locura. Haría por él lo que hiciera falta, cualquier cosa que fuera menester con tal de hacerlo feliz o de sacarlo de un apuro, pero esto, esta extraña historia de amor, es lo mejor que me ha pasado nunca.

Daniel es feliz, sé que lo estoy haciendo feliz. También he reforzado su autoestima, lo he desacomplejado pues lo que él tiene con una mujer madura, nunca le cuentes nada de esto a nadie, nos separarían, no lo tiene ninguno de los chulillos que pueblan su colegio. Sólo mi hijo, sólo mi Daniel es un hombre de verdad.

Estoy en la cocina y me abraza desde detrás. No puede evitarlo, sus manos automáticamente toman mis pechos. En casa, ya no llevo sujetador. Es una de las primeras prendas que me quito para facilitarle la tarea, para facilitárnosla a ambos. De mis senos a mi sexo hay un trecho muy corto. De éste a su pene, más corto aún.

Pero necesito más, cada vez más, así que he optado por instruirle. Soy su maestra. Necesito un hombre que me posea, que me penetre, que me llene. Daniel y su miembro son perfectamente capaces de ello, pero no me atrevo. Es mi hijo. Qué más dará llegados a este punto, pienso, pero no tengo el valor para ello.

Como sucedáneo, aunque a menudo más placentero, le pedí que me lo hiciera con la boca. Buf, qué bien lo hace. Solamente ha necesitado tres días para ser tan bueno como aquel francés que me derritió.

Además de ser una buena madre, soy una mujer agradecida, así que también suplí mi mano por mi boca y le regalé su primera felación. Me sentí oxidada, pues un lustro es mucho tiempo sin deglutir carne humana, pero no me costó llevarlo en volandas al Paraíso. Su inexperiencia le llevó a eyacular en mi boca, no me importa cariño pero debes avisarme. Es como su padre, tampoco avisaba.

Pero es más potente que él. Hoy sábado ya se la he chupado dos veces, la primera en la cocina cuando íbamos a desayunar, la segunda después de comer cuando se suponía que íbamos a ver una película en el sofá.

Ahora comienzo la tercera. Primero succiono el glande, rodeándolo completamente con los labios, para bajar a continuación hasta cubrir la mitad del tronco. No me cabe mucha más, pues no tiene el tamaño de un chico de catorce años. Subo, me la quito de la boca pero no dejo de lamerla, desciendo hasta sus testículos que también devoro, subo de nuevo siguiendo con la punta de la lengua el conducto que disparará su simiente, hasta llegar a su glande de nuevo que engullo hambrienta.

Es la eyaculación más débil del día, obvio por ser la tercera, pero es suficiente para llenarme la boca. Me tumbo en la cama boca arriba abierta de piernas, sin necesidad de quitarme las bragas pues ya no me las he vuelto a poner cuando me las ha quitado esta mañana y le ofrezco mi flor para que me extraiga todo el polen.


Nunca lo había hecho. Nunca lo habíamos hecho. ¡Hay tantas cosas nuevas en mi vida!

Daniel y yo nos hemos ido de fin de semana. Juntos, aparentemente como madre e hijo. Realmente como dos amantes furtivos.

No tengo coche así que hemos tomado el tren hasta nuestro destino, un pequeño hotel de costa que aún no ha colgado los precios de verano. Estamos en mayo. Dos noches con sus días para descansar y disfrutar. Iremos a la playa, comeremos y cenaremos por ahí, barato pues no podemos permitirnos grandes dispendios y, sobre todo, nos amaremos.

Si soy la primera mujer de Daniel, se merece tener su primera escapada romántica, aunque yo quiero ser la única. Al llegar al hotel juntamos las dos camas para dormir juntos. Nos duchamos y nos preparamos para salir a dar una vuelta buscando un local idóneo para cenar.

Mi hijo ha querido jugar antes de salir pero lo he retenido con espera a esta noche, quiero que sea especial.

Después de cenar paseamos por una feria y nos montamos en los autochoques. Juntos, envestimos a todo aquel que se atreve con nosotros. Me defiende como se espera que un hombre defienda a su mujer, pero chala como un crío.

La vuelta al hotel es agradable. Siento un intenso cosquilleo que me recorre las piernas hasta el estómago, cuando lo tomo de la cintura pues hemos tomado una calle vacía. Es tan alto como yo. Hacemos muy buen pareja.

Debería deshacer el abrazo cuando enfilamos la calle del hotel, más céntrica y concurrida, pero ¿qué tiene de malo que una madre y su hijo se abracen? En el ascensor me apetece besarlo, nunca lo he hecho en los labios, pero no me atrevo. Parece que Daniel me ha leído el pensamiento. Se me acerca y me abraza. No quiero, pero decido soltarme. La puerta puede abrirse en cualquiera de las cuatro plantas del hotel y podemos tener un problema.

Es al cerrar la puerta de la habitación que lo tomo del cuello y acerco mis labios a los suyos. Será cómico que sepa masturbar a una mujer o realice los mejores cunnilingus de la ciudad y que en cambio no sepa besar con lengua. Otra tarea en la debo instruirle.

Nos desnudamos de pie, lentamente. Sus labios recorren mi cuello, mis pechos, deteniéndose en mis pezones que sorbe como a mí me gusta, bajan por mi vientre plano, se enmarañan en mi monte de Venus que hace semanas que llevo perfectamente arreglado hasta llegar al objetivo. Bebe mi niño, bebe, bébete a tu madre. Levanto la pierna para facilitarle la labor, apoyándola en su hombro adolescente, pero no me permito llegar al orgasmo. Aún no, cariño.

Lo tumbo en la cama boca arriba. Ahora soy yo la parte activa del juego, así que lo voy desnudando pieza a pieza, lentamente, sensualmente. Ya no es aquel crío que se corría a los pocos segundos de notar mis labios alrededor de su pene. Ha ganado experiencia. Ya es todo un hombre.

Chupo, lamo, lo preparo pues hoy será el primer día de la segunda parte de la vida de mi hijo, pero no te corras ¡eh! Podría permitírselo, pues su empuje juvenil le dota de una velocidad de recuperación encomiable, pero quiero que el acto sea completo.

Cuando considero que es el momento, me siento a horcajadas sobre él tomando su miembro con la mano para dirigirlo a puerto. Me mira sorprendido, anhelante. En su juvenil inocencia no ha previsto lo que le venía encima. Respira profundamente sin dejar de mirarme a los ojos.

-Te quiero, te quiero con toda mi alma –confieso justo cuando mi cuerpo baja para acoplarse con mi amor.

¡Dios, siento la polla de su padre! Por tamaño, por forma, por grosor, por temperatura. Por amor. Sé que puede pasar, sé que va a pasar, pero aún así asumo el riesgo. La primera vez quiero sentirla completamente, desnuda. Su primera vez quiero que me sienta nítidamente, inmaculado.

Comienzo el vaivén, lento, suave para que nuestros sexos se conozcan perfectamente, se compenetren. ¿Te gusta amor? Sí, jadea forzado. Quiero a mi hijo, lo amo. Así lo siento, así se lo digo mientras su virilidad me llena.

A los pocos segundos lo siento venir, acercarse, convulsionarse, llenar mi vagina de millones de danielitos que me aman tanto como me ama mi hijo. Sí, córrete mi niño, córrete amor, suspiro sin dejar de moverme sensualmente.

Divina juventud, su miembro no pierde fuerza en ningún momento aunque los espasmos se hayan apagado. Lo aprovecho. Ahora soy yo la que necesita llegar a la meta. Aumento el ritmo, me pellizco los pezones, cómeme las tetas mi amor, chúpamelas le pido.

En pocos minutos, mi hijo Daniel, heredero del trono, me transporta quince años atrás cuando el rey Berni me hacía tocar el Cielo.


Daniel duerme a mi lado, profundamente.

Hemos hecho el amor por segunda hace un rato y ha caído rendido. Prefiero ponerme encima pero en la postura del misionero también me ha dejado satisfecha. Es un buen amante, como su padre. También con él haré lo imposible para mantenerlo a mi lado.

Se parece tanto a su padre que las dos veces que ha eyaculado en mi interior, he sentido algo extraordinario… en el corazón de mi matriz.

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